El rugido del motor retumbaba en el pecho de Jessica. Los dedos, envueltos en cuero negro, apretaban el volante con una fuerza casi animal. El sol de la tarde caía a plomo sobre el asfalto, pero ella apenas lo sentía. El sudor le empapaba la frente bajo las gafas oscuras, resbalando hasta la comisura de los labios. En el suelo del coche, una bolsa abierta vomitaba billetes arrugados; algunos flotaban en el aire, atrapados por las corrientes de aire que entraban por la ventanilla entreabierta.
—No mires atrás —se dijo, una y otra vez—. No mires atrás, Jessica.
Pero el pasado la perseguía como un espectro, y cada kilómetro que avanzaba parecía acercarla más a su propio infierno.
Horas antes, el Banco Central de Nueva York era un hervidero de actividad. Ejecutivos de traje, empleados de ventanilla, clientes con prisas. Nadie sospechaba nada. Nadie vio la sombra que se deslizó entre las columnas, el brillo helado en los ojos de Jessica, la pistola oculta bajo el abrigo rojo.
Su novio, Dwayne, la esperaba en el vestíbulo. Alto, delgado, piel de ébano y una sonrisa de dientes perfectos. Parecían una pareja normal, pero la locura se escondía en sus pupilas.
El plan era sencillo. Entrar, intimidar, vaciar las cajas, salir. Sin dejar huellas.
Pero Jessica nunca fue de seguir planes.
Entraron juntos en la oficina del gerente. Dwayne sacó la pistola y la apuntó a la sien del hombre. Jessica, con voz fría, ordenó:
—Llena las bolsas. Todo. Ahora.
El gerente temblaba. Las manos le sudaban, resbalando sobre los fajos de billetes. Jessica lo observaba, impaciente, el dedo jugueteando en el gatillo.
Cuando la bolsa estuvo llena, Dwayne sonrió. Jessica también. Pero en sus ojos no había alegría, sino una sombra oscura, una promesa de muerte.
Sin previo aviso, Jessica levantó el arma y disparó. El estruendo fue brutal. La sangre salpicó la pared, tiñendo de rojo los papeles, el escritorio, la vida misma.
Dwayne la miró, horrorizado.
—¿Estás loca? —susurró.
Jessica le sonrió, una sonrisa torcida, salvaje.
—Siempre lo he estado.
La huida fue frenética. Cambiaron de coche dos veces, quemaron la ropa ensangrentada, se deshicieron de los móviles. En un motel de carretera, Dwayne intentó calmarla.
—Tenemos que escondernos. Esperar a que baje la presión.
Jessica lo miró con desprecio. Él nunca entendería. Nadie lo hacía.
Esa noche, mientras Dwayne dormía, Jessica lo observó en silencio. La luz de la luna dibujaba sombras extrañas en la pared. El vudú era cosa de su familia, pensó. Siempre hablando de maldiciones, de espíritus, de justicia divina.
Jessica no creía en nada. Solo en ella misma.
Con movimientos lentos, tomó un cordón de la maleta. Se acercó a la cama. Dwayne apenas tuvo tiempo de abrir los ojos antes de que el cordón se cerrara sobre su cuello. Forcejeó, pataleó, intentó gritar. Jessica no aflojó. Sus brazos eran de hierro, su corazón de piedra.
Cuando terminó, el cuerpo de Dwayne yacía inerte, los ojos abiertos, la lengua fuera, una mueca de horror congelada en el rostro.
Jessica recogió el dinero, limpió las huellas y salió del motel sin mirar atrás.
Antes de abandonar la ciudad, Jessica hizo una última parada. El cementerio estaba cubierto de nieve. Caminó entre las lápidas, dejando huellas profundas en el manto blanco. Se arrodilló ante la tumba de su madre, dejó unas flores marchitas y besó su propia mano, presionándola contra el mármol helado.
—Adiós, mamá —susurró—. Ya no volveré.
La nieve caía pesada, cubriendo el rastro de sangre que Jessica llevaba consigo.
De vuelta al coche, Jessica aceleró con furia. El letrero de “Bienvenido a Nueva York” quedó atrás. Por primera vez en días, sonrió. Una carcajada ronca, casi animal, brotó de su garganta.
—¡Aleluya! —gritó, y el eco se perdió en la autopista vacía.
No se dio cuenta del pequeño muñeco colgado del espejo retrovisor. Un muñeco de trapo, con alfileres clavados en el pecho y una sonrisa siniestra bordada en hilo rojo. Era de Dwayne, un amuleto vudú que él siempre llevaba consigo.
Jessica nunca creyó en esas cosas. Para ella, el mundo era de los fuertes, de los que no temen ensuciarse las manos.
Pero esa noche, el muñeco brilló.
Un destello azul, breve, casi imperceptible. Jessica lo notó de reojo, frunció el ceño y lo miró unos segundos.
—¿Qué diablos…? —murmuró.
En ese instante, dos faros aparecieron de la nada, cegadores, directos hacia ella.
El impacto fue brutal. El camión embistió el coche de Jessica con una violencia inhumana. El capó se dobló como papel, el parabrisas estalló en una lluvia de cristales. Los fragmentos cortaron la piel de Jessica, desgarrando su rostro, su lengua, su garganta.
El dolor era insoportable. Jessica gritó, un grito agudo, inhumano, que se perdió en el rugido del metal aplastado.
El camión no se detuvo. Siguió empujando el coche, aplastando las piernas de Jessica hasta convertirlas en una masa informe. La sangre brotaba a borbotones, empapando los billetes, tiñendo de rojo el interior del coche.
Por un momento, Jessica creyó ver a su madre, de pie junto a la carretera, mirándola con tristeza.
—Siempre fuiste mala, hija —susurró la figura, antes de desvanecerse en la nieve.
El coche, reducido a un amasijo de hierros, fue lanzado fuera de la carretera. Billetes volaban por el aire, mezclados con trozos de carne y sangre. El humo salía del capó, formando figuras extrañas en la noche.
El conductor del camión, pálido, tembloroso, bajó a toda prisa. Se acercó a los restos, buscando señales de vida.
Jessica no respiraba. Los ojos abiertos, la boca destrozada, el cuerpo irreconocible.
El hombre se persignó, murmurando una oración.
Entonces, el muñeco vudú brilló de nuevo.
Un resplandor verde, intenso, sobrenatural.
El camionero lo tomó entre las manos, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. El muñeco latía, como si tuviera vida propia.
De repente, los ojos de Jessica se abrieron.
Un gemido gutural escapó de su garganta destrozada. El camionero retrocedió, horrorizado. El muñeco brillaba cada vez más fuerte, pulsando con una luz enfermiza.
Jessica intentó moverse. Los huesos rotos crujieron, la carne desgarrada se retorció. Un hilo de sangre brotó de sus labios.
El muñeco se estremeció en las manos del camionero. De pronto, sintió una fuerza invisible apretando su garganta. Intentó soltar el muñeco, pero sus dedos no respondían.
Jessica, desde el suelo, sonreía. Una sonrisa torcida, antinatural.
El camionero cayó de rodillas, boqueando, los ojos inyectados en sangre. El muñeco, ahora incandescente, parecía absorber su vida.
Un último grito, y el hombre se desplomó, muerto.
La noche cayó sobre la autopista. El silencio era absoluto, roto solo por el crepitar del fuego que devoraba los restos del coche.
De la oscuridad, surgieron sombras. Figuras encapuchadas, rostros ocultos, ojos brillando en la penumbra.
Eran la familia de Dwayne. Seguidores del vudú, guardianes de los secretos antiguos.
Rodearon el coche, murmurando oraciones en una lengua olvidada. Uno de ellos recogió el muñeco, lo envolvió en un paño rojo y lo guardó en una caja de madera.
—La deuda está saldada —dijo el anciano, con voz cavernosa.
Jessica, aún consciente, intentó gritar. Pero de su boca solo brotó sangre y un susurro apenas audible.
—No… no…
El anciano se inclinó sobre ella.
—El mal siempre vuelve, niña. Nadie escapa a la justicia de los dioses.
Jessica sintió que el mundo se desvanecía. El frío la envolvió, la oscuridad la devoró.
Días después, la policía encontró el coche calcinado, dos cadáveres irreconocibles y un rastro de billetes quemados. Nadie supo explicar lo que había pasado. Nadie vio las sombras, ni escuchó los cánticos, ni sintió el peso de la maldición.
Pero en un altar oculto, en el corazón de Brooklyn, el muñeco vudú reposaba en su caja. A veces, por las noches, brillaba con una luz verde, y un susurro recorría las calles vacías.
—Jessica… Jessica…
Y quienes lo escuchaban, decían que era el lamento de un alma perdida, condenada a vagar para siempre, pagando el precio de sus pecados.
Años después, en el mismo cementerio donde Jessica se despidió de su madre, una extraña figura de mujer apareció entre las tumbas. Nadie la vio llegar, nadie la vio irse. Solo encontraron, al amanecer, flores marchitas sobre una lápida y, junto a ellas, un pequeño muñeco de trapo, con alfileres clavados y una sonrisa de hilo rojo.
Desde entonces, en las noches de nieve, algunos aseguran ver una silueta caminando entre las tumbas, arrastrando las piernas, con los ojos vacíos y la boca abierta en un grito eterno.
Dicen que es Jessica, buscando redención, buscando venganza, buscando… justicia.
Pero la justicia, en este mundo, a veces llega de la mano de los muertos.
Y nadie, absolutamente nadie, puede escapar de su destino.
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