El final de una vida, el principio de otra

Vera nunca pensó que su vida daría un giro tan extraño tras la muerte de Alexéi. Había pasado tanto tiempo a la sombra de aquel hombre, que incluso su ausencia se sentía como una presencia opresora, una sombra que se extendía sobre sus días y sus noches. Ahora, de pie frente a la tumba de mármol negro, repasaba una y otra vez las palabras de su último encuentro.

—¿De verdad piensas que esto no es un error? —le había preguntado, con la voz rota, la noche en que él le anunció su decisión.

Alexéi, cansado, la miró con esa mezcla de desprecio y hastío que había aprendido a temer.
—Basta de dramas, Vera. Me he cansado de tus quejas, de tu insatisfacción constante. Milana es distinta… como una bocanada de aire fresco. Tú, en cambio, llevas años estancada. Y encima, te estoy dando tiempo para hacer las maletas y buscar dónde vivir. No tienes ningún derecho a exigirme nada. Nunca has trabajado.

—Porque tú no me dejaste —susurró ella—. Dijiste que una mujer de tu “nivel” no debía rebajarse a trabajar.

Él se encogió de hombros, indiferente.
—Eso fue cuando eras mi esposa. Ahora lo será Milana. Y tú… ya no eres nada.

Aquel recuerdo ardía en su mente como una herida sin cicatrizar. Tres años habían pasado desde entonces. Tres años desde que Alexéi la había dejado por Milana, la joven y ambiciosa asistente que se convirtió en su nueva esposa. Tres años en los que Vera había intentado reconstruir su vida, sin mucho éxito.

Ahora, mientras observaba el entierro, notaba cómo los murmullos se extendían entre los asistentes. Milana, vestida de negro riguroso, permanecía erguida y fría, casi como una estatua. A su lado, un joven —quizá demasiado joven— la acompañaba con una familiaridad que no pasó desapercibida para nadie.

El funeral terminó con una rapidez casi insultante. Nadie parecía realmente apenado, salvo Vera. Ella, que ya no era nada, sentía aún un cariño extraño por ese hombre que la había traicionado. Quizá era costumbre, quizá compasión. O tal vez, simplemente, el amor no se apaga tan fácilmente.

Cuando salía del cementerio, una voz la detuvo.

—Espero que no creas que te tocará nada de la herencia —espetó Milana, con una sonrisa venenosa.

Vera la miró, sin ganas de discutir. No le debía explicaciones. Pero Milana insistió, con esa crueldad que sólo pueden tener los vencedores.

—¡Ni se te ocurra acercarte a nada que le perteneciera!

Vera siguió su camino, tragándose las lágrimas. No tenía fuerzas para pelear por nada. O eso pensaba.

La llamada inesperada

Pasaron los días y las semanas. Vera intentó volver a la rutina, a esa vida silenciosa y casi invisible que había aprendido a soportar. Pero algo la inquietaba. Había detalles sobre la muerte de Alexéi que no encajaban. Rumores sobre clínicas, tratamientos extraños, visitas nocturnas de médicos desconocidos. Incluso en sus últimos días, él había ido a buscarla. Le pidió perdón, habló de cosas que jamás había confesado, y aunque se notaba enfermo, también parecía asustado.

Una tarde, mientras preparaba una taza de té en su pequeño apartamento, sonó el teléfono.

—¿Vera Nikolaevna? —la voz al otro lado era formal, distante—. Necesitamos que esté presente en la lectura del testamento.

Vera soltó una risa amarga.

—¿Testamento? ¿A mí? ¿Ahora resulta que me dejó algo?

—Lo siento, no podemos discutirlo por teléfono. ¿Puede venir a la notaría?

—Por supuesto —respondió, más por curiosidad que por interés.

Quería ver la cara de Milana.

La sorpresa en la notaría

El despacho del notario estaba lleno de luz artificial y de silencio tenso. Vera llegó puntual, vestida con la sobriedad que había aprendido a usar como armadura. Milana ya estaba allí, espléndida, con el mismo joven de siempre a su lado. Reían, confiados, como si el mundo les perteneciera.

El notario comenzó la lectura del testamento. Todo era previsible: propiedades, cuentas bancarias, obras de arte, joyas… todo para Milana. Vera escuchaba en silencio, sin sorpresa.

Pero entonces, el notario carraspeó, revisando los papeles con gesto solemne.

—Hay un bien adicional. Una propiedad a cien kilómetros de la ciudad. Una casa antigua, ubicada en una aldea rural. Fue asignada a la señora Vera Nikolaevna.

Milana soltó una carcajada.

—¡Una casa vieja para la vieja esposa! Bueno, al menos ahora tendrás techo. Aunque sea una casucha perdida. ¡Qué generoso fue contigo, Vera!

Vera no se inmutó. Recogió los papeles, dio media vuelta y salió sin decir una palabra. Mientras caminaba hacia la salida, pensaba en voz baja:

—Veremos qué me ha dejado…

El viaje al pasado

El fin de semana siguiente, Vera decidió ir a ver la casa. No tenía nada que perder. El viaje fue largo y confuso. Tomó un tren desvencijado, luego un autobús que parecía a punto de desarmarse, y finalmente alquiló un coche pequeño para recorrer los últimos kilómetros. El camino era un laberinto de carreteras secundarias, sin señales, rodeado de bosques espesos y campos abandonados.

Se perdió un par de veces. El GPS no funcionaba y tuvo que preguntar a un par de ancianos que caminaban por el borde de la carretera. La naturaleza lo envolvía todo: árboles centenarios, pastos altos, el rumor lejano de un río. El silencio era casi absoluto, interrumpido solo por el canto de los pájaros y el crujir de las ramas bajo las ruedas del coche.

Cuando por fin vio la señal del pueblo, suspiró aliviada.

—Menos mal…

El lugar parecía detenido en el tiempo. Casas de madera deterioradas, ventanas rotas, tejados caídos. Apenas había gente en la calle. Un par de niños jugaban con una pelota vieja, y una anciana la observaba desde la ventana, como si hubiera visto un fantasma.

La casa que le habían asignado estaba al final de un sendero lleno de hierba y baches. Condujo despacio, sintiendo cómo el coche crujía a cada raíz del camino. Al llegar, se quedó sentada un rato, mirando el lugar.

Era una mansión antigua, de dos plantas, con una fachada de ladrillo rojo y techos inclinados. Las ventanas estaban cubiertas de polvo y telarañas, y la puerta principal parecía a punto de caerse. Pero había algo en esa casa… algo que la llamaba.

Las primeras impresiones

Vera bajó del coche y avanzó despacio por el sendero. El aire olía a humedad y a madera vieja. Se detuvo frente a la puerta, buscando las llaves en el bolso. Cuando por fin la abrió, un chirrido agudo resonó en el silencio.

El interior estaba oscuro y frío. El polvo cubría los muebles, y las cortinas, descoloridas por el sol, colgaban como fantasmas en las ventanas. Vera encendió la linterna del móvil y recorrió las habitaciones una por una.

Había un salón enorme, con una chimenea de mármol cubierta de hollín. Un comedor con una mesa larga y sillas desvencijadas. La cocina, pequeña y anticuada, aún conservaba restos de vajilla en los armarios. Subió las escaleras con cautela, evitando los escalones que crujían bajo su peso.

En la planta superior, encontró varios dormitorios. Uno de ellos, el principal, tenía una cama grande cubierta por una colcha raída. En la mesita de noche, un libro abierto y una foto enmarcada: Alexéi, joven, sonriente, junto a una mujer que no era ella.

Vera sintió una punzada en el pecho. ¿Quién era esa mujer?

Siguió explorando. En el fondo del pasillo, una puerta cerrada con llave. Buscó entre las llaves que le habían dado y probó una tras otra, hasta que una encajó. La puerta se abrió lentamente, revelando una habitación pequeña, casi vacía, salvo por un escritorio y una estantería llena de libros antiguos.

Sobre el escritorio, una carta dirigida a ella.

La carta y los secretos

Vera se sentó, temblando, y abrió la carta. Reconoció la caligrafía de Alexéi.

“Vera,
Si estás leyendo esto, es porque ya no estoy en este mundo. No sé si alguna vez podrás perdonarme por todo lo que te hice, pero quiero que sepas que nunca dejé de pensar en ti. Esta casa es mi último regalo, pero también mi confesión. Aquí encontrarás respuestas a preguntas que nunca te atreviste a hacer.
Perdóname.
Alexéi.”

Vera sintió que las lágrimas le nublaban la vista. ¿Qué quería decirle Alexéi? ¿Qué secretos escondía esa casa?

Decidió pasar la noche allí. Encendió la vieja caldera, preparó una cama improvisada y se acomodó en el dormitorio principal. El silencio era absoluto, salvo por el crujir de la madera y el ulular del viento.

Esa noche, soñó con Alexéi. Lo vio joven, feliz, corriendo por los pasillos de la casa. Lo vio llorar, arrepentido. Y al despertar, supo que tenía que descubrir la verdad.

El pueblo y sus historias

Al día siguiente, Vera decidió recorrer el pueblo. Quería saber más sobre la casa, sobre Alexéi, sobre esa época de la que nunca le habló.

En la pequeña tienda del pueblo, la dependienta la miró con curiosidad.

—¿Usted es la nueva dueña de la mansión? —preguntó, bajando la voz.

—Sí —respondió Vera, incómoda—. ¿Por qué lo pregunta?

La mujer dudó un instante antes de responder.

—Hace años que nadie vive allí. Dicen que está maldita. Que pasan cosas extrañas… luces encendidas por la noche, voces… Nadie se atreve a acercarse.

Vera sonrió, incrédula.

—No creo en fantasmas.

Pero al salir, notó que todos la miraban con recelo. Los niños dejaron de jugar, la anciana cerró la ventana. Vera sintió un escalofrío.

De regreso a la casa, decidió explorar el sótano. Encontró una trampilla oculta bajo la alfombra del salón. Bajó por una escalera de madera, iluminando el camino con la linterna.

El sótano estaba lleno de cajas polvorientas, muebles rotos, y al fondo, un baúl cerrado con candado. Buscó la llave entre los cajones del escritorio y, tras varios intentos, logró abrirlo.

Dentro, encontró documentos antiguos, fotografías, cartas. Todo apuntaba a una historia que no conocía: Alexéi había comprado la casa muchos años antes de conocerla a ella. Allí había vivido con otra mujer, su primer amor, que murió en circunstancias misteriosas. Había rumores de infidelidad, de celos, de locura.

Vera comprendió que la casa era mucho más que un simple regalo. Era una confesión, un intento de redención.

Revelaciones

Durante los días siguientes, Vera fue reconstruyendo la historia. Habló con algunos vecinos, leyó las cartas, revisó los documentos. Descubrió que la mujer de la foto era Elena, la primera esposa de Alexéi. Murió en esa casa, según los registros, de una enfermedad repentina. Pero los rumores hablaban de algo más oscuro: un accidente, una caída por las escaleras, gritos en la noche.

Alexéi nunca superó esa muerte. Compró la casa, la renovó, y luego la abandonó. Cuando conoció a Vera, intentó empezar de nuevo, pero el pasado lo perseguía.

Vera sintió una mezcla de compasión y rabia. Todo ese tiempo, había vivido a la sombra de un fantasma. Alexéi nunca la amó de verdad; solo intentó llenar el vacío que dejó Elena.

Sin embargo, a medida que pasaban los días, algo cambió en Vera. Empezó a sentirse en paz. La casa, con todos sus secretos, se convirtió en un refugio. Empezó a limpiar, a reparar, a plantar flores en el jardín. Poco a poco, el lugar fue recuperando vida.

Un nuevo comienzo

Una tarde, mientras pintaba la cerca, un niño del pueblo se acercó.

—¿Va a quedarse a vivir aquí? —preguntó, curioso.

—Creo que sí —respondió Vera, sonriendo—. Me gusta este lugar.

El niño sonrió y le entregó una cesta de manzanas.

—Mi abuela dice que las casas solo están malditas si uno las deja morir.

Vera agradeció el gesto. Esa noche, preparó una tarta de manzana y la compartió con los vecinos. Poco a poco, la gente fue perdiendo el miedo. Empezaron a visitarla, a ayudarla con las reparaciones, a contarle historias del pueblo.

Vera descubrió que, por primera vez en mucho tiempo, era dueña de su vida. Ya no dependía de nadie. La casa, con todos sus fantasmas, era ahora su hogar.

Epílogo

Meses después, Milana intentó contactar con ella. Quería comprar la casa, ofrecerle dinero a cambio de la propiedad. Vera se negó.

—Esta casa es todo lo que tengo —le dijo—. Aquí encontré lo que tú nunca tendrás: paz.

Milana se marchó, furiosa. Vera la vio alejarse, sintiendo por primera vez que el pasado ya no tenía poder sobre ella.

La mansión, antes olvidada, se llenó de vida. Vera organizó talleres, abrió una pequeña biblioteca, enseñó a los niños del pueblo a leer y escribir. El jardín floreció, y con él, su corazón.

Alexéi, con todos sus errores, le había dado el mejor regalo: la oportunidad de empezar de nuevo.

Y así, en medio de un pueblo olvidado, Vera encontró lo que siempre había buscado: libertad, sentido… y, sobre todo, la capacidad de perdonar y seguir adelante.