En las afueras de Chihuahua, donde el desierto se encuentra con las primeras casas de adobe, existía un pequeño poblado llamado San Jerónimo, un lugar donde todos se conocían, donde los secretos eran imposibles de mantener, o al menos eso creían sus habitantes. Entre calles polvorientas y casas de

colores deslavados por el sol, se alzaba una vivienda que parecía tragarse toda la luz a su alrededor.
Era la casa de los Herrera. Mariana Herrera había llegado al pueblo hace 5 años, viuda según contaba, con una niña de apenas 3 años llamada Sofía. Nadie conocía su pasado y a nadie le importaba demasiado mientras Mariana mantuviera ese perfil bajo que tanto la caracterizaba.

Trabajaba como enfermera en la pequeña clínica del pueblo, siempre dispuesta a cubrir los turnos nocturnos que nadie quería. Sofía, ahora con 8 años, era conocida entre los vecinos como la niña silenciosa. Nunca jugaba con los otros niños, nunca sonreía, nunca hablaba más de lo estrictamente

necesario. Su mirada, oscura y profunda, parecía contener secretos demasiado pesados para alguien de su edad.
Es solo timidez, decía Mariana cuando algún maestro o vecino se atrevía a preguntar. Ha sido así desde que su padre nos dejó. Pero doña Consuelo, la anciana que vivía en la casa contigua, juraba que por las noches escuchaba conversaciones extrañas a través de las delgadas paredes. La niña habla, sí

que habla, pero solo cuando está en casa y no creo que sea con su madre con quien conversa, le confesó una vez a su comadre Rosario mientras preparaban café en su cocina.
Lo que nadie sabía era que Sofía tenía buenas razones para no acercarse a otros niños. La última vez que había intentado hacer una amiga cuando recién llegaron al pueblo, su madre la había castigado de formas que prefería no recordar. “Las personas solo traen problemas, mi niña”, le había dicho

mientras la encerraba en el sótano por horas.
Solo yo te quiero de verdad, solo yo te protejo. El pozo en el patio trasero de la casa de los Herrera era otra peculiaridad, un viejo pozo de piedra aparentemente seco que Mariana había cubierto con tablones de madera y un pesado candado. Es por seguridad, explicaba a quien preguntaba. No quiero

que Sofía tenga un accidente.
Pero Sofía sabía la verdad sobre el pozo. Sabía lo que su madre arrojaba allí durante las noches sin luna. Sabía que no estaba seco y sobre todo sabía que algo vivía allí abajo, algo que se alimentaba de lo que su madre le daba, algo que a veces le hablaba en sueños. El invierno llegó temprano ese

año a San Jerónimo, trayendo consigo una extraña epidemia. que afectó principalmente a los ancianos del pueblo.
Tres fallecimientos en dos semanas no parecían alarmantes en un principio, hasta que se supo que todos habían sido pacientes de Mariana Herrera en sus últimos días. Fue entonces cuando comenzaron los rumores, susurros a espaldas de la enfermera y miradas de sospecha hacia la pequeña Sofía, quien

parecía más pálida y retraída que nunca. Lo que nadie podía imaginar era que el horror apenas comenzaba a desenrollarse y que el secreto que guardaba aquella niña silenciosa pronto sacudiría los cimientos mismos de San Jerónimo. El frío se colaba por las rendijas de la

ventana mientras Sofía permanecía inmóvil en su cama. No dormía. Hace meses que no conseguía dormir más de dos horas seguidas. sabía que su madre llegaría pronto de su turno nocturno y con ella quizás vendría otra entrega para el pozo. Las 3 de la madrugada marcaba el reloj cuando escuchó la puerta

principal abrirse.
Los pasos de Mariana eran inconfundibles, firmes, pero cautelosos, como si incluso a esas horas temiera ser descubierta. Sofía cerró los ojos y controló su respiración, fingiendo un sueño profundo que estaba lejos de sentir. La puerta de su habitación se entreabrió. Pudo sentir la mirada de su

madre recorriéndola, estudiándola.
Después de lo que pareció una eternidad, la puerta volvió a cerrarse. Esperó 10 minutos contados segundo a segundo antes de deslizarse fuera de la cama. Con pies descalzos y movimientos que había perfeccionado a base de práctica, se acercó a la ventana. Desde allí podía ver parte del patio trasero

iluminado tenuemente por la luna menguante.
Mariana estaba junto al pozo quitando el candado y apartando los tablones. A su lado, en el suelo, había un bulto envuelto en sábanas. Sofía contuvo la respiración. El bulto era demasiado pequeño para ser un adulto. Parecía del tamaño de un niño. Un escalofrío recorrió su espalda cuando su madre

levantó el bulto con sorprendente facilidad y lo depositó en el borde del pozo. Luego, con un simple empujón, lo dejó caer.
No hubo sonido de impacto, solo un chapoteo distante, como si el fondo estuviera inundado. Segundos después se escuchó algo más, un sonido húmedo, como de succión y masticación. Mariana permaneció allí mirando hacia las profundidades con una expresión que Sofía nunca había visto en ella durante el

día.
Era una mezcla de reverencia y temor, de satisfacción y terror. “Está creciendo”, la escuchó murmurar. Pronto estará listo. Al día siguiente, la noticia recorrió San Jerónimo como fuego en pasto seco. Miguel Ángel Durán, un niño de 7 años, había desaparecido. Sus padres lo habían acostado la noche

anterior y por la mañana su cama estaba vacía, sin señales de forcejeo, sin puertas ni ventanas forzadas.
La maestra Rosa, una mujer de unos 50 años que llevaba enseñando en la escuela del pueblo toda su vida, organizó grupos de búsqueda. Todos participaron, excepto Mariana, quien alegó estar exhausta por su turno nocturno, y Sofía, que permaneció en casa cuidando de su madre, enferma. Esa tarde,

mientras los grupos peinaban los alrededores del pueblo, la maestra Rosa se detuvo frente a la casa de los herrera.
Algo la inquietaba en esa propiedad, algo que no podía explicar. Decidió entrar con la excusa de verificar cómo se encontraba Mariana. Sofía fue quien abrió la puerta con esos ojos enormes que parecían haber visto demasiado. “¿Puedo pasar a ver a tu mamá, pequeña?”, preguntó Rosa con la sonrisa más

amable que pudo componer. “Está dormida”, respondió Sofía mecánicamente. Rosa notó algo extraño en la niña.
Sus manos temblaban ligeramente y había algo en su mirada, una súplica silenciosa quizás. “Todo está bien, Sofía. ¿Sabes que puedes hablar conmigo si algo te preocupa?”, insistió la maestra agachándose para quedar a la altura de la niña. Sofía miró hacia atrás, hacia el pasillo que conducía a la

habitación de su madre y luego nuevamente a Rosa.
Sus labios se separaron como si quisiera decir algo, pero en ese momento se escuchó un ruido desde el interior de la casa. “Sofía, ¿quién es?” La voz de Mariana sonaba extrañamente alerta para alguien supuestamente dormido. “La maestra Rosa”, contestó la niña y su voz era apenas un susurro. Mariana

apareció en el vestíbulo vestida con un camisón y una bata con el cabello revuelto.
Para alguien que acababa de despertar, sus ojos estaban demasiado alerta, demasiado fríos. “¿En qué puedo ayudar la maestra?”, preguntó con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. Solo pasaba para ver cómo se encontraba”, respondió Rosa, sintiendo una inexplicable opresión en el pecho.

“Y para preguntar si han visto o escuchado algo anoche que pudiera ayudarnos a encontrar al pequeño Miguel Ángel.” “Me temo que no”, contestó Mariana, colocando una mano sobre el hombro de Sofía y apretando visiblemente. “Ambas estuvimos aquí toda la noche. No vimos ni escuchamos nada.” Pero

mientras Mariana hablaba, Rosa notó que Sofía había bajado la mirada al suelo y allí, junto a sus pies descalzos, había algo que heló la sangre de la maestra, un pequeño robot de juguete, idéntico al que la madre de Miguel Ángel había descrito como el

favorito de su hijo, el que siempre llevaba consigo a todas partes. La maestra Rosa no pudo dormir esa noche. La imagen del juguete junto a los pies de Sofía se repetía en su mente como una película macabra. “Podría ser una coincidencia”, se dijo a sí misma.

Muchos niños tenían juguetes similares, pero en su corazón sabía que algo no encajaba. A la mañana siguiente temprano, se dirigió a la comisaría. El oficial Ramírez, un hombre corpulento de bigote espeso, la escuchó con paciencia. No tenemos pruebas, Rosa”, dijo finalmente, “No podemos allanar una

casa porque viste un juguete parecido al del niño.
Y si hablamos con Sofía, esa niña está asustada, Ramírez. Hay algo en sus ojos. Como si pidiera ayuda. El oficial suspiró frotándose la frente. Haré algo mejor. Hoy mismo. Hablaré con Mariana con la excusa de tomar declaraciones a todos los vecinos. Observaré la casa. Veré si noto algo extraño.

Pero Rosa sabía que Mariana era demasiado inteligente para dejar evidencias a la vista.
Si algo ocultaba, no sería fácil descubrirlo. Mientras tanto, en la casa de los Herrera, Sofía se preparaba para ir a la escuela. Su madre la observaba desde la puerta del baño mientras se cepillaba los dientes. “Recuerda lo que hablamos, mi amor”, dijo Mariana con voz dulce, pero sus ojos

permanecían fríos como hielo.
No hables con nadie sobre nuestra familia, sobre nuestra casa y especialmente no menciones el pozo. Es nuestro secreto, ¿verdad? Sofía asintió mecánicamente. Había escuchado ese discurso cientos de veces. Si alguien pregunta, especialmente esa maestra entrometida, le dices que ese juguete lo

encontraste en el patio de la escuela hace semanas. ¿Entendido? Otro asentimiento. Bien.
Mariana sonrió acariciando el cabello de su hija. Porque sabes lo que pasaría si alguien descubre nuestro secreto, ¿verdad? Vendrían a llevarte lejos de mí. Y entonces, ¿quién te protegería? ¿Quién evitaría que él te lleve también al pozo? El terror en los ojos de Sofía era genuino. No temía a las

autoridades ni a ser separada de su madre.
Temía a lo que vivía en el pozo, a lo que su madre alimentaba noche tras noche, a lo que le susurraba en sueños, prometiéndole que algún día vendría por ella. En la escuela, Sofía permaneció más callada que nunca. Durante el recreo se sentó sola en un rincón del patio abrazando sus rodillas contra

el pecho. Fue entonces cuando la maestra Rosa se acercó a ella. “¿Puedo sentarme contigo?”, preguntó con suavidad.
Sofía se encogió de hombros un gesto que Rosa interpretó como una afirmación. “¿Sabes? Me preocupo por ti”, comenzó la maestra. Me gustaría que pudieras confiar en mí si algo te asusta o te preocupa. La niña mantuvo la mirada fija en el suelo. Ese juguete que vi ayer en tu casa continuó Rosa,

observando atentamente la reacción de Sofía. Se parece mucho al que Miguel Ángel siempre llevaba consigo.
Por un instante, tan breve que Rosa casi lo pierde, la máscara de indiferencia de Sofía se resquebrajó. Sus ojos se llenaron de un terror puro e infantil. “Lo encontré en el patio hace semanas”, recitó la niña, pero su voz temblaba ligeramente. “Sofía Rosa tomó la mano de la pequeña entre las

suyas.
Si sabes algo sobre Miguel Ángel, por favor dímelo. Quiero ayudar. Quiero ayudarte a ti también.” Durante un largo momento, Sofía pareció librar una batalla interna. Sus labios se separaron, pero antes de que pudiera decir nada, una voz cortó el aire como un cuchillo. Interrumpana Herrera estaba de

pie junto a ellas con su uniforme de enfermera y una sonrisa que no ocultaba la furia en sus ojos.
Solo conversaba con Sofía, respondió Rosa incorporándose. Qué considerada. El tono de Mariana era ácido, pero me temo que debo llevarme a mi hija. Tiene cita con el médico. Antes de que Rosa pudiera protestar, Mariana había tomado a Sofía del brazo y la arrastraba hacia la salida. Esa misma tarde,

el oficial Ramírez visitó la casa de los Herrera.
Mariana lo recibió con una amabilidad estudiada, respondiendo a todas sus preguntas con una calma perfecta. No, no había visto nada inusual la noche de la desaparición. No, no había escuchado ruidos extraños. Sí, por supuesto que podía revisar la casa si tenía una orden judicial.

El oficial, sin pruebas concretas, se limitó a observar lo que podía desde su posición. La casa estaba impecable, casi demasiado ordenada. No había señales de Sofía. Su hija no está, preguntó casualmente. Está descansando, respondió Mariana. No se ha sentido bien hoy.

Ramírez asintió, pero algo en su intuición le decía que debía seguir investigando. Al salir dio una vuelta alrededor de la propiedad. Fue entonces cuando notó el pozo en el patio trasero cubierto con tablones y un candado nuevo. ¿Ese pozo funciona? Preguntó señalando la estructura. Por primera vez

vio un destello de algo parecido al miedo en los ojos de Mariana.
Está seco desde hace años, respondió ella demasiado rápido. Lo mantengo cerrado por seguridad. Ramírez asintió, aparentando indiferencia, pero hizo una nota mental para incluir ese pozo en la orden de registro que planeaba solicitar. Algo no encajaba en aquella casa aparentemente perfecta y estaba

decidido a descubrir qué era.
Lo que ninguno de ellos sabía era que en ese preciso momento Sofía estaba encerrada en el sótano temblando de miedo, no por el castigo que su madre le había impuesto, sino porque desde las profundidades de la casa podía escuchar un sonido que se hacía más fuerte cada día, el hambriento chapoteo de

lo que habitaba en el pozo, llamándola por su nombre.
El sótano de la casa de los Herrera era un lugar que Sofía había aprendido a temer, un espacio húmedo y frío, iluminado únicamente por una bombilla desnuda que colgaba del techo y que su madre solía dejar apagada durante los castigos. Pero lo peor no era la oscuridad ni el frío, era la proximidad.

El sótano compartía una pared con el pozo, una pared de piedra antigua con grietas por las que a veces se filtraba un líquido negro y viscoso. Y por esas mismas grietas, Sofía podía escuchar los susurros. Sofía. La voz era como un líquido espeso, difícil de entender, pero imposible de ignorar.

Pronto estaremos juntos, pequeña. Tu madre me lo prometió.
La niña se acurrucó en la esquina más alejada de esa pared, abrazando sus rodillas contra el pecho. Sabía que no tenía sentido gritar. Nadie la escucharía. Y lo último que quería era atraer la atención de su madre cuando estaba así de furiosa. En el piso superior, Mariana caminaba de un lado a

otro, murmurando para sí misma. El oficial Ramírez la había puesto nerviosa.
Sabía que no tardaría en volver. probablemente con una orden de registro, debía prepararse. Tomó el teléfono y marcó un número que conocía de memoria. “Necesito tu ayuda”, dijo sin preámbulos cuando le contestaron. “La policía está haciendo preguntas sobre el niño y esa maestra entrometida sospecha

algo. Hubo un silencio al otro lado de la línea.
¿Has estado alimentándolo regularmente?”, preguntó finalmente una voz masculina. grave y áspera. Sí, todo según el ritual, pero aún no está completo. Necesita al menos tres más antes de despertar completamente. Entonces, acelera el proceso esta noche y Mariana, asegúrate de que la maestra sea una

de ellos.
La llamada terminó dejando a Mariana con una expresión sombría. Se dirigió al baño, abrió el botiquín y sacó un frasco pequeño sin etiqueta. Dentro un polvo blanquecino que disolvió cuidadosamente en un vaso de agua. Luego bajó al sótano. Sofía la vio entrar. Su silueta recortada contra la luz del

pasillo.
En una mano llevaba el vaso de agua, en la otra un plato con algo que parecía ser pan y queso. “Debes estar hambrienta”, dijo Mariana con una voz repentinamente dulce. y sedienta. Toma, te he traído algo. Sofía miró el vaso con desconfianza. No era la primera vez que su madre intentaba drogarla. No

tengo sed, murmuró.
El rostro de Mariana se endureció instantáneamente. No era una sugerencia, dijo acercándose a la niña. Bebe ahora. Con manos temblorosas, Sofía tomó el vaso. Sabía que no tenía opción. Bebió un pequeño sorbo esperando el sabor amargo del sedante, pero para su sorpresa el agua sabía normal.

Aún así, fingió beber más de lo que realmente tomó, dejando buena parte del líquido en el vaso. Todo insistió Mariana, observándola atentamente. Sofía obedeció, pero había aprendido trucos a lo largo de los años. Mantuvo parte del agua en su boca, planeando escupirla una vez que su madre se fuera.

Buena, chica.
Mariana, sonrió acariciando el cabello de su hija con un gesto que podría parecer amoroso a un observador externo. Ahora come algo y descansa. Mañana será un día importante. Cuando la puerta del sótano se cerró, Sofía escupió el agua en un rincón oscuro. Su cabeza ya comenzaba a sentirse pesada,

pero luchó contra la somnolencia. Tenía que mantenerse despierta.
tenía que encontrar una manera de escapar, de avisar a alguien. Mientras tanto, en la pequeña comisaría de San Jerónimo, el oficial Ramírez revisaba sus notas sobre la desaparición de Miguel Ángel. Algo en la casa de los Herrera había despertado sus alarmas, pero necesitaba más que una corazonada

para obtener una orden de registro.
El teléfono sonó sacándolo de sus pensamientos. Ramírez, contestó, oficial, soy Rosa Martínez. La voz de la maestra sonaba agitada. Creo que Sofía Herrera está en peligro. Hoy intenté hablar con ella en la escuela y su madre apareció de repente y se la llevó. La niña parecía aterrorizada.

¿Tiene alguna prueba concreta de maltrato? No exactamente, pero Rosa dudó. El juguete que vi en su casa, estoy casi segura de que era el de Miguel Ángel. Y hay algo más. Hace un mes, cuando les di a los niños la tarea de dibujar a sus familias, Sofía dibujó algo extraño. ¿Qué cosa? A su madre junto

a un pozo.
Y del pozo salía algo, no sé cómo describirlo, como una mano negra con demasiados dedos. Y en el dibujo había figuras pequeñas como niños cayendo dentro del pozo. Ramírez sintió un escalofrío. El pozo. Había algo en ese pozo que no le había gustado desde el momento en que lo vio. Voy a solicitar

una orden de registro mañana a primera hora decidió. Mientras tanto, manténgase alejada de los Herrera.
Si mis sospechas son correctas, Mariana podría ser peligrosa. Pero Rosa no planeaba quedarse de brazos cruzados. Después de colgar, tomó una linterna y su abrigo. Conduciría hasta la casa de los Herrera solo para echar un vistazo desde afuera. Quizás podría ver a Sofía asegurarse de que estaba

bien.
Lo que no sabía era que Mariana la estaba esperando. De hecho, contaba con su visita. Mientras Rosa estacionaba su auto a una cuadra de distancia y se acercaba a pie a la casa en el sótano, Sofía luchaba contra los efectos del sedante. Con gran esfuerzo logró arrastrarse hasta la pequeña ventana

enrejada que daba al nivel del suelo en el patio trasero.
Desde allí podía ver parcialmente el pozo. La luna llena iluminaba el patio con una claridad casi sobrenatural. Sofía vio a su madre salir por la puerta trasera vestida completamente de negro. En una mano llevaba lo que parecía ser un cuchillo ceremonial que la niña había visto muchas veces, un

objeto antiguo con inscripciones que no comprendía.
Mariana se acercó al pozo y retiró los tablones y el candado. Luego se arrodilló junto a él y comenzó a recitar palabras en un idioma que Sofía no reconocía. De las profundidades del pozo emergió un sonido, algo entre un gemido y un gruñido de satisfacción. Esta noche tendrás un festín especial”,

dijo Mariana al pozo. La mujer entrometida y luego mi pequeña Sofía.
Con esos dos sacrificios, finalmente despertarás por completo. El horror sacudió a Sofía como una descarga eléctrica, despejando momentáneamente los efectos del sedante. Su madre planeaba entregarla al pozo esta noche y también a la maestra Rosa, como si sus pensamientos la hubieran invocado. Sofía

vio una figura moverse en los límites del patio. Rosa, avanzando cautelosamente entre las sombras, sin percatarse de que Mariana estaba al acecho, cuchillo en mano, esperando el momento perfecto para atacar.
Con desesperación, Sofía golpeó la ventana enrejada intentando hacer ruido para advertir a la maestra. Pero el sedante había debilitado sus músculos y sus golpes apenas producían sonido. Vio con impotencia como su madre se abalanzaba sobre rosa, cubriendo su boca con una mano mientras con la otra

presionaba el cuchillo contra su garganta.
La maestra forcejeó, pero Mariana era sorprendentemente fuerte. En cuestión de segundos había reducido a Rosa y comenzaba a arrastrarla hacia el pozo. Sofía gritó, pero su voz era apenas un susurro ahogado por el efecto de la droga. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras observaba lo que

parecía ser el inevitable destino de la única persona que había mostrado verdadera preocupación por ella.
Pero entonces, como un milagro inesperado, se escuchó el sonido de un motor acercándose. Luces de vehículo iluminaron brevemente el patio trasero antes de apagarse. Mariana se detuvo aún sujetando a Rosa, su rostro contraído en una mueca de furia y frustración. Mariana Herrera.

La voz del oficial Ramírez resonó desde la parte delantera de la casa. Policía, abra la puerta. El oficial Ramírez no había confiado en que Rosa siguiera su consejo de mantenerse alejada. Después de colgar, había decidido pasar por la casa de la maestra, solo para asegurarse, y al no encontrarla,

sus sospechas se confirmaron.
Ahora, de pie frente a la casa de los Herrera, con la mano en su arma reglamentaria, sentía que algo terrible estaba a punto de suceder. Mariana Herrera gritó nuevamente. Sé que está ahí. Abra la puerta ahora. En el patio trasero, Mariana maldijo por lo bajo. Todo su plan se estaba desmoronando.

Arrastró a Rosa, quien seguía forcejando débilmente hacia la puerta trasera. “Si haces un solo ruido”, susurró al oído de la maestra.
“te te degollaré antes de que puedas gritar.” con el cuchillo presionado contra la espalda de Rosa, la obligó a entrar en la casa. Necesitaba pensar, adaptar su plan. El pozo no podía esperar más. El ritual debía completarse esa noche con la luna llena en su zenit, pero ahora tenía que lidiar con el

oficial. Un momento.
Gritó hacia la puerta principal, intentando que su voz sonara normal. Ya voy. En el sótano, Sofía luchaba contra los efectos del sedante con renovada desesperación. La presencia del oficial Ramírez podría ser su única oportunidad de escapar de lo que su madre había planeado para ella.

con un esfuerzo supremo, logró ponerse de pie tambaleándose. Buscó algo que pudiera usar para romper la bombilla y crear una distracción, pero el sótano estaba vacío, excepto por una vieja colchoneta que usaba como cama. Arriba, Mariana había empujado a Rosa dentro de un armario del pasillo,

amordazándola rápidamente con un trozo de tela.
Cerró la puerta con llave y se dirigió a la entrada principal, componiendo su mejor expresión de preocupación. Oficial Ramírez, dijo al abrir la puerta. ¿Qué sucede? Es muy tarde. Ramírez estudió el rostro de Mariana notando detalles que antes había pasado por alto, la tensión en la comisura de sus

labios, una delgada línea de sudor en su frente y lo más revelador, pequeñas manchas oscuras en las mangas de su blusa que parecían ser sangre. “Estoy buscando a la maestra Rosa”, dijo sin rodeos.
Su auto está estacionado cerca de aquí y tengo razones para creer que podría haber venido a su casa. No la he visto respondió Mariana cruzándose de brazos. Como puede comprobar, estamos mi hija y yo solas. Puedo pasar a verificar. Tiene una orden de registro. La tensión entre ambos era palpable.

Ramírez no tenía una orden, pero su instinto le gritaba que algo terrible estaba ocurriendo en esa casa. Escuche, señora Herrera, podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Si no tiene nada que ocultar, no debería haber problema en que eche un vistazo rápido. Mientras el oficial y Mariana

mantenían este tenso diálogo en el armario del pasillo, Rosa había logrado aflojar ligeramente la mordaza.
Escuchaba las voces amortiguadas, sabiendo que era su única oportunidad. Con todas sus fuerzas comenzó a golpear la puerta del armario con los pies. El ruido, aunque débil, fue suficiente. Ramírez dirigió su mirada hacia el pasillo. “¿Qué fue eso? Mi hija”, respondió Mariana rápidamente. “Debe estar

teniendo una pesadilla. Suele tenerlas. Quiero ver a su hija ahora.
” El rostro de Mariana se endureció. Su mano derecha se deslizó lentamente hacia su espalda, donde había ocultado el cuchillo ceremonial. “Mi hija está dormida, oficial. No creo que sea apropiado molestarla a estas horas. Otro golpe desde el armario, más fuerte esta vez.” Ramírez no esperó más,

empujó a Mariana a un lado y avanzó por el pasillo, desenfundando su arma.
“¡Alto ahí!”, gritó Mariana, y su voz ya no intentaba disimular su furia. Se abalanzó sobre el oficial, el cuchillo resplandeciendo bajo la tenue luz del pasillo. Ramírez apenas tuvo tiempo de reaccionar. esquivó el ataque por milímetros, sintiendo el aire cortado por la hoja que pasó junto a su

mejilla. Con un movimiento rápido, sujetó la muñeca de Mariana y la retorció, obligándola a soltar el cuchillo.
Mariana Herrera queda detenida por intento de agresión a un oficial de policía. Gritó mientras forcejeaba con la mujer, sorprendentemente fuerte para su complexión. Con un grito que parecía más animal que humano, Mariana se retorció. y logró zafarse momentáneamente. En lugar de huir, se lanzó hacia

el armario donde tenía encerrada a rosa.
“Nadie va a detenerme”, gritó con los ojos desorbitados. “Él está esperando. El pozo debe ser alimentado esta noche.” Ramírez se abalanzó sobre ella, derribándola antes de que pudiera alcanzar el armario. Tras una breve lucha, logró esposarla. Mariana ya no forcejeaba, pero su rostro mostraba una

sonrisa perturbadora.
“Es demasiado tarde”, susurró casi como en trance. Ya ha comenzado a despertar y cuando lo haga completamente, ni tú ni nadie podrá detenerlo. El oficial ignoró sus palabras y procedió a abrir el armario. Dentro encontró a Rosa, amordazada y con las manos atadas, pero viva. La ayudó a salir y le

quitó la mordaza.
Sofía fue lo primero que dijo la maestra cuando pudo hablar. Tienes que encontrar a Sofía. Mariana planea hacerle algo terrible. ¿Dónde está la niña?, exigió Ramírez zarandeando a Mariana. La mujer solo sonríó, negándose a responder. Fue Rosa quien lo supo. El sótano, dijo con certeza, debe tenerla

en el sótano.
Tras asegurar a Mariana a un radiador, Ramírez y Rosa buscaron la entrada al sótano, encontrándola finalmente tras una pesada estantería que tuvieron que mover. La puerta estaba cerrada con llave, pero el oficial no dudó en derribarla. El edor que emergió del sótano los golpeó como una bofetada,

una mezcla de humedad, descomposición y algo más, algo que ninguno de los dos podía identificar, pero que les provocó náuseas instantáneas.
Sofía llamó Rosa descendiendo cuidadosamente por las escaleras, seguida por Ramírez con su linterna en alto. La encontraron acurrucada en una esquina semiconsciente. Sus pupilas estaban dilatadas y apenas podía mantener los ojos abiertos. “La ha drogado”, murmuró Rosa con horror mientras tomaba a

la niña en brazos. Pero algo más captó la atención de Ramírez.
La pared del fondo de piedra antigua estaba cubierta por lo que parecían ser jeroglíficos o símbolos tallados. Y lo más perturbador se filtraba un líquido negro y viscoso por las grietas entre las piedras. “Tenemos que salir de aquí”, dijo ayudando a Rosa con la niña. Ahora, apenas habían alcanzado

la mitad de las escaleras cuando un temblor sacudió toda la casa.
Pequeños fragmentos de yeso cayeron del techo y un sonido profundo, como un gruñido subterráneo, reverberó a través de las paredes. “El pozo”, murmuró Sofía con voz débil aferrándose a Rosa. “Se está despertando.” Arriba en la sala encontraron a Mariana exactamente donde la habían dejado, esposada

al radiador, pero su expresión había cambiado. Ya no sonreía.
Su rostro mostraba terror puro. “No debieron interrumpir el ritual”, dijo cuando los vio. “Ahora despertará hambriento e incompleto y no podrá ser controlado. Otro temblor, más fuerte que el anterior, sacudió la casa. Esta vez las luces parpadearon y se escuchó un estruendo proveniente del patio

trasero, como si algo enorme hubiera emergido de las profundidades de la tierra.
Tenemos que irnos”, gritó Ramírez dirigiéndose a la puerta principal, cargando ahora a Sofía mientras Rosa ayudaba a una Mariana sorprendentemente cooperativa. Al salir vieron algo que desafiaría sus pesadillas por el resto de sus vidas. El pozo en el patio trasero ya no existía.

En su lugar había un enorme agujero negro y de él emergía lentamente una masa oscura, informe, pulsante. No tenía rostro ni forma definida, pero de algún modo transmitía hambre, una hambre ancestral e insaciable. “¡Dios mío”, susurró Rosa, paralizada por el horror, “Aluto ahora”, ordenó Ramírez,

empujándola hacia adelante.
Corrieron hacia la patrulla estacionada frente a la casa. El oficial colocó a Sofía en el asiento trasero mientras Rosa ocupaba el del copiloto. Mariana, sin embargo, se detuvo. No puedo irme, dijo con una extraña calma. Es mi responsabilidad. Ha sido la responsabilidad de mi familia por

generaciones. Suba al auto, Herrera, ordenó Ramírez.
Pero Mariana negó con la cabeza y en un movimiento rápido que el oficial no pudo prever, se zafó de su agarre y corrió de vuelta hacia la casa, hacia la cosa que emergía del pozo. “Mi señor”, gritó con los brazos extendidos, “te ofrezco mi sangre. Acepta mi sacrificio y vuelve a tu sueño.

” La masa oscura pareció detenerse como si reconociera la ofrenda. Un tentáculo negro, brillante y húmedo, se extendió hacia Mariana, enroscándose alrededor de su tobillo. La mujer no luchó. De hecho, sonreía con una expresión de éxtasis religioso mientras era arrastrada hacia la oscuridad. Ramírez

no esperó a ver más.
subió al auto y arrancó a toda velocidad, alejándose de la casa de los Herrera, mientras en el retrovisor veía como la estructura comenzaba a colapsar sobre sí misma, tragada por una oscuridad que parecía devorar no solo la materia, sino la luz misma. Tres días después de lo que los medios locales

llamaron el extraño colapso de la casa de los Herrera, el oficial Ramírez se encontraba en la oficina del comisario estatal en Chihuahua capital, frente a él, un hombre de traje oscuro que se había presentado simplemente como agente Vega, departamento de casos especiales. Así que esto es todo lo que

vio”, dijo
Vega cerrando la carpeta donde había tomado notas durante la declaración de Ramírez. No era una pregunta. “Así es”, respondió el oficial, sosteniendo la mirada de la gente. Habían acordado él, Rosa y Sofía, contar una versión simplificada de los hechos. Un intento de asesinato por parte de Mariana,

la casa que colapsó por causas desconocidas, posiblemente un sumidero subterráneo.
Nada sobre el pozo, la cosa que emergió de él o las palabras delirantes de Mariana sobre rituales y alimentara algo ancestral. Entiendo. Vega asintió lentamente. Bien, creo que con esto será suficiente. La investigación concluye aquí. Disculpe, Ramírez no podía creerlo. ¿Qué hay de los otros niños

desaparecidos del cuerpo de Miguel Ángel que nunca encontramos? Me temo que esos casos quedarán sin resolver, respondió Vega con una frialdad profesional.
El principal sospechoso está muerto y la escena del crimen ha sido completamente destruida. No hay nada más que hacer. Ramírez apretó los puños bajo la mesa. No podía aceptar que todo terminara así con tantas preguntas sin respuesta, pero sabía que insistir solo levantaría sospechas sobre lo que

realmente habían visto esa noche.
Al salir del edificio se dirigió directamente a la biblioteca regional. Había algo que necesitaba investigar, algo que Sofía había mencionado durante su recuperación en el hospital, que su madre no era la primera, que el pozo y lo que habitaba en él habían sido responsabilidad de su familia por

generaciones. La sección de historia local estaba casi desierta.
Ramírez buscó entre los archivos más antiguos registros de la época colonial, historias del pueblo de San Jerónimo y sus alrededores. Después de horas de búsqueda, encontró algo, un periódico amarillento de 1897 que relataba la misteriosa desaparición de cinco niños en un pueblo cercano a San

Jerónimo y la posterior muerte de una mujer llamada Constanza Herrera, quien según los rumores practicaba brujería y fue linchada por los pobladores.
En otro archivo de 1945 encontró la historia de Elena Herrera, internada en un manicomio tras asesinar a tres niños. Según su confesión delirante a ojos de los médicos, los había ofrecido al pozo para mantener dormido al que habita en las profundidades. Con manos temblorosas, Ramírez continuó su

investigación encontrando casos similares cada 30 o 40 años.
mujeres de la familia herrera, asesinatos o desapariciones de niños, referencias a un pozo o una caverna, y siempre, invariablemente la misteriosa muerte de la mujer y la destrucción del lugar donde vivía. Era casi medianoche cuando el bibliotecario le informó que debían cerrar.

Ramírez recogió sus notas y se disponía a salir cuando una mujer mayor se acercó a él. Había estado observándolo desde hacía horas. Está investigando a los Herrera, dijo. No era una pregunta. Ramírez asintió con cautela. Mi abuela conoció a Elena Herrera, continuó la mujer. Trabajaba en el

manicomio donde la internaron. Elena le contó cosas, cosas que nadie creyó en su momento. La mujer le tendió un cuaderno de cuero desgastado. Este es el diario de mi abuela.
Léalo y luego devuélvamelo. Está en la cafetería de la esquina todas las mañanas a las 9. Esa noche, en la soledad de su habitación de hotel, Ramírez leyó el diario. Era un relato detallado de las confesiones de Elena Herrera y cada página lo sumergía más profundamente en un horror ancestral que se

remontaba a la época prehispánica.
Según Elena, en tiempos antiguos, una entidad llegó a la tierra cayendo como un meteorito en lo que ahora era San Jerónimo. Los indígenas de la zona la confundieron con un dios y comenzaron a adorarla, ofreciéndole sacrificios humanos para mantenerla satisfecha. Con el tiempo, la entidad entró en

un estado de hibernación, despertando solo para alimentarse. Con la llegada de los españoles y la erradicación de los cultos indígenas, el conocimiento sobre la criatura casi se perdió. Casi. Una familia local.
Los ancestros de los herrera, mantuvo viva la tradición en secreto, convirtiéndose en los guardianes del pozo donde la entidad dormía. Su deber proporcionarle sacrificios regulares para mantenerla adormecida y evitar que despertara completamente lo que según las antiguas leyendas significaría el

fin de todo.
La última entrada del diario era la más perturbadora. La abuela de la mujer escribía que Elena en sus últimos días le había confiado que la entidad no podía ser destruida, solo contenida, y que si alguna vez el ritual se interrumpía y la entidad despertaba incompleta, hambrienta, buscaría a la

última descendiente de los Herrera para completar su transformación.
Ramírez cerró el diario con manos temblorosas. Sofía, la última descendiente de los Herrera. Rosa Martínez observaba a Sofía a través de la ventana de su cocina. La niña estaba sentada en el jardín trasero dibujando concentrada bajo la sombra de un viejo mezquite.

Habían pasado dos semanas desde la noche del horror y la maestra había asumido temporalmente la custodia de Sofía mientras los servicios sociales determinaban su situación definitiva. En ese tiempo, Sofía había comenzado a cambiar. El silencio aterrorizado de los primeros días había dado paso a una

calma extraña, casi sobrenatural, para una niña de su edad.
Dormía profundamente, sin las pesadillas que Rosa esperaba. comía bien, dibujaba, incluso había comenzado a sonreír ocasionalmente. Todo parecía indicar una recuperación milagrosa. Y sin embargo, Rosa no podía sacudirse la sensación de que algo no estaba bien. Los dibujos de Sofía eran

inquietantes, siempre el mismo motivo.
una figura oscura, amorfa, con numerosos tentáculos y a su lado una niña pequeña que Rosa suponía era la propia Sofía. No había miedo en estos dibujos. La niña y la criatura parecían unidos de alguna manera. El timbre de la puerta interrumpió sus pensamientos. Era Ramírez con aspecto de no haber

dormido en días. Tenemos que hablar, dijo sin preámbulos, sobrefía, sobre los Herrera.
Dentro, mientras Sofía continuaba dibujando en el jardín, Ramírez le mostró a Rosa todo lo que había descubierto, los recortes de periódicos, sus notas y, finalmente, el diario que había prometido devolver esa misma tarde. Según esto, concluyó, la entidad que vimos aquella noche busca a Sofía. es

la última herrera y de algún modo está vinculada a esa cosa.
Rosa escuchaba con una mezcla de horror e incredulidad. ¿Estás sugiriendo que Sofía está en peligro o que ella es el peligro? Respondió Ramírez en voz baja, mirando hacia el jardín donde la niña seguía dibujando ajena a su conversación. Eso es absurdo. Rosa sacudió la cabeza.

Es solo una niña traumatizada, una niña que no ha tenido ni una sola pesadilla después de lo que vio. Una niña que sobrevivió al derrumbe de una casa que, según los geólogos, fue tragada por un sumidero de casi 100 m de profundidad. Una niña que basta. Lo interrumpió Rosa. No voy a permitir que la

conviertas en un monstruo. Ha sufrido bastante.
Ramírez suspiró pasándose una mano por el rostro cansado. No digo que ella sea un monstruo. Digo que podría estar en peligro o que podría ser utilizada de algún modo por lo que sea que emergió de ese pozo. En ese momento, la puerta de la cocina se abrió y Sofía entró sosteniendo su dibujo más

reciente. Se detuvo al ver a Ramírez y por un instante algo cruzó su mirada.
¿Reconocimiento, miedo o algo más? Hola, Sofía! Saludó el oficial intentando sonreír con naturalidad. ¿Cómo estás hoy? Bien, respondió la niña, su voz suave pero clara. He he hecho un dibujo. Lo colocó sobre la mesa entre Rosa y Ramírez. Era diferente a los anteriores. Este mostraba a tres figuras:

la criatura oscura, la niña y un hombre que se parecía inquietantemente a Ramírez, tendido en el suelo, con lo que parecían ser tentáculos emergiendo de su pecho. Un silencio helado cayó sobre la cocina.
Rosa miró a Sofía con ojos muy abiertos mientras Ramírez sentía un escalofrío recorrer su espalda. Es solo un dibujo dijo finalmente Rosa intentando romper la tensión. Los niños dibujan cosas extrañas todo el tiempo, pero tanto ella como Ramírez sabían que no era solo un dibujo, era una advertencia

o una promesa. Esa noche, después de acostar a Sofía, Rosa llamó a Ramírez.
Había tomado una decisión. Vamos a llevarla con un especialista, dijo, un psicólogo infantil que conozco en la capital. Tal vez él pueda ayudarnos a entender qué está pasando. Acordaron partir al día siguiente temprano. Lo que ninguno de los dos sabía era que Sofía los había escuchado y que

mientras ellos planeaban, algo se arrastraba por las alcantarillas de San Jerónimo, algo que había seguido el rastro de la última herrera hasta la casa de Rosa.
A medianoche, mientras Rosa dormía, Sofía se levantó silenciosamente de su cama. se dirigió al baño y se arrodilló junto a la bañera. Con dedos pequeños seguros, quitó el tapón del desagüe y esperó. No tuvo que esperar mucho. Un burbujeo oscuro comenzó a emerger del desagüe.

Un líquido negro y viscoso que pulsaba como si tuviera vida propia. Sofía extendió su mano y tocó la sustancia que se enroscó alrededor de sus dedos como un gato buscando caricias. Te he estado esperando”, susurró la niña, y por primera vez desde que Rosa la conocía, su voz sonaba completamente

diferente, más antigua, más profunda de lo que cualquier niña de 8 años debería sonar.
La sustancia negra pulsó como respondiendo. Lentamente comenzó a subir por el brazo de Sofía, envolviéndolo, fusionándose con su piel. La niña no mostró miedo ni dolor. Sus ojos, normalmente oscuros, adquirieron un brillo inhumano mientras la transformación comenzaba. En su habitación, Rosa se

despertó sobresaltada.
Un olor extraño impregnaba el aire como a materia en descomposición y ozono. Se levantó de la cama y se dirigió hacia el pasillo donde la luz del baño se filtraba por debajo de la puerta. Sofía llamó suavemente. ¿Estás bien, cariño? No hubo respuesta, solo un sonido húmedo, como de algo viscoso

deslizándose sobre el suelo de baldosas.
Con el corazón acelerado, Rosa avanzó hacia la puerta del baño. Al abrirla, lo que vio la dejó paralizada de horror. Sofía estaba de pie junto a la bañera, pero ya no era completamente Sofía. La mitad de su cuerpo parecía haberse fusionado con la sustancia negra que continuaba emergiendo del

desagüe.
Su rostro, parcialmente transformado, mostraba una sonrisa que ningún rostro humano debería poder formar. “Hola, maestra”, dijo. Su voz una mezcla perturbadora de la niña que Rosa conocía y algo mucho más antiguo y maligno. Él ha venido por mí. Por fin seremos uno. Rosa retrocedió incapaz de

articular palabra Sofía o lo que alguna vez había sido Sofía, avanzó hacia ella con movimientos que ya no parecían humanos.
No tengas miedo continuó la niña mientras la sustancia negra seguía expandiéndose, envolviendo ahora sus piernas y subiendo por su torso. Pronto lo entenderás. Todos lo entenderán. Con un movimiento desesperado, Rosa cerró la puerta del baño y corrió hacia su teléfono. Marcó el número de Ramírez

con dedos temblorosos. Está aquí.
Fue todo lo que pudo decir cuando el oficial contestó, “Ven rápido.” Ramírez condujo a toda velocidad por las calles desiertas de San Jerónimo. La llamada de Rosa lo había sacado de un sueño intranquilo y las palabras de la maestra cargadas de terror resonaban en su mente. “Está aquí.” No

necesitaba preguntar a qué se refería.
Mientras se aproximaba a la casa de Rosa, notó algo extraño. Todas las luces de la calle estaban apagadas, sumiendo el vecindario en una oscuridad casi total. Solo la luna llena proporcionaba algo de iluminación, proyectando sombras largas y distorsionadas sobre las aceras vacías. Al detenerse

frente a la casa, vio que todas las ventanas estaban oscuras, excepto una, la del baño en el segundo piso, que emitía un resplandor pulsante, como si alguien moviera una linterna de un lado a otro.
Pero el color de esa luz no era normal, era un púrpura enfermizo antinatural. Con el arma en la mano, Ramírez se acercó a la puerta principal. Estaba entreabierta un mal presagio. Entró cautelosamente, llamando en voz baja, Rosa. El silencio que siguió era opresivo, interrumpido solo por un sonido

lejano, como de agua goteando o algo más espeso que agua. Ramírez avanzó por el pasillo, guiándose con la linterna de su teléfono.
La sala estaba vacía, pero mostraba signos de lucha, un jarrón roto, cuadros torcidos, una lámpara en el suelo. En las paredes vio marcas, largas líneas negras que parecían quemaduras, como si algo corrosivo hubiera sido arrastrado contra ellas. Al pie de las escaleras encontró el teléfono de rosa

roto y junto a él gotas de un líquido negro y viscoso que formaban un rastro hacia el segundo piso.
Siguió el rastro escaleras arriba, cada paso más pesado que el anterior. El olor que había notado en la casa de los Herrera estaba aquí también, pero mucho más intenso. putrefacción, ozono y algo más, algo antiguo y ajeno a este mundo. El rastro lo llevó hasta la puerta del baño. La fuente de esa

luz púrpura enfermiza estaba cerrada.
Desde el interior escuchó voces, la de Rosa, suplicante, y otra que sonaba como la de Sofía, pero distorsionada, como si hablara a través de un filtro electrónico defectuoso. “Ya viene”, decía la voz de Sofía. Lo siento, puedo sentirlo acercarse. Será nuestro testigo. Ramírez no esperó más. Con una

patada derribó la puerta.
Lo que vio dentro desafió su comprensión. Rosa estaba arrinconada en la bañera, su rostro una máscara de terror. Frente a ella, lo que alguna vez había sido Sofía Herrera era ahora una criatura híbrida, mitad niña, mitad algo que no pertenecía a este mundo.

La sustancia negra había envuelto casi todo su cuerpo, dejando visible solo la mitad de su rostro. donde estar su brazo derecho, se extendía un tentáculo largo y sino que se enroscaba alrededor del cuello de rosa sin apretar como acariciándola. Del desagüe de la bañera seguía emergiendo más de esa

sustancia negra, pulsando como si tuviera un corazón propio.
“Oficial Ramírez”, dijo la criatura girando para mirarlo. Sus ojos, uno seguía siendo el de Sofía, pero el otro era completamente negro, sin pupila ni esclerótica. “Lo estábamos esperando, ahora estamos todos reunidos.” Ramírez levantó su arma, aunque sabía instintivamente que las balas serían

inútiles contra lo que tenía delante.
“Suéltala”, ordenó intentando que su voz sonara firme. La criatura la dio la cabeza, un gesto inquietantemente humano en un ser que cada vez lo era menos. No entiende”, dijo, su voz fluctuando entre la de Sofía y algo mucho más profundo. No quiero hacerle daño.

Quiero mostrarles la verdad, lo que mi madre y sus antepasados nunca entendieron. “¿Qué verdad?”, preguntó Ramírez, intentando ganar tiempo, buscando desesperadamente una salida a esta pesadilla. “Que él no quiere dormir, no quiere ser contenido”, respondió la criatura. Los sacrificios solo lo

mantenían en un estado de agonía perpetua durante siglos, hambriento, pero nunca satisfecho, consciente, pero nunca despierto por completo.
Mientras hablaba, más de la sustancia negra emergía del desagüe, extendiéndose por el suelo del baño, acercándose a los pies de Ramírez. Los Herrera fueron elegidos como sus guardianes, pero con el tiempo lo convirtieron en su prisionero. Lo alimentaban lo suficiente para mantenerlo vivo, pero

nunca lo suficiente para liberarlo. Liberarlo para qué.
La voz de Rosa temblaba, pero había algo más que miedo en ella ahora. Curiosidad quizás o una comprensión terrible. La criatura sonríó. Una sonrisa que partió literalmente la mitad humana de su rostro, revelando dientes que ya no eran humanos. para que pueda volver a casa. Respondió. Ha estado

atrapado en este mundo demasiado tiempo.
Solo quiere volver y yo soy la llave, la última herrera, la que puede abrir el camino. La sustancia negra había alcanzado ahora los pies de Ramírez, pero sorprendentemente no sintió dolor. Era fría, sí, pero no corrosiva como esperaba. Se sentía más como agua helada o tal vez mercurio líquido.

Te está engañando, Sofía! Intentó Ramírez buscando desesperadamente a la niña dentro de la criatura. Sea lo que sea, esta cosa te está usando. No. La voz de la niña sonó más clara por un momento. Él me ha mostrado la verdad. En sueños, durante años, mi madre intentó protegerme a su manera

retorcida, pero yo siempre supe que este era mi destino.
La sustancia negra comenzó a subir por las piernas de Ramírez, no de forma agresiva, sino casi como si lo invitara. Al mismo tiempo, otro tentáculo se extendió hacia Rosa, tocando suavemente su frente. “Vean,”, dijo la criatura, “vean lo que él ha visto, sientan lo que él ha sentido.

” Y de repente, como si una compuerta se abriera en sus mentes, Ramírez y Rosa fueron inundados por visiones, una vastedad cósmica incomprensible, mundos y dimensiones más allá de su entendimiento, y una criatura, no, una entidad atrapada, arrancada de su hogar, cayendo a través del vacío hasta

estrellarse en un planeta primitivo habitado por criaturas que la adoraron como a un Dios.
vieron los sacrificios, los rituales, la entidad alimentándose no por crueldad, sino por necesidad, acumulando la energía necesaria para romper las cadenas de la realidad y volver a su hogar. Vieron a los primeros Herrera aprendiendo a comunicarse con la entidad, prometiendo ayudarla, pero luego

traicionándola, convirtiéndose en sus carceleros por miedo a lo desconocido.
Y finalmente vieron a Sofía, la última del linaje, la única que había escuchado, que había entendido, la única que podía completar lo que comenzó hace milenios. Cuando las visiones cesaron, Ramírez y Rosa se encontraron de rodillas jadeando. La sustancia negra los había envuelto hasta la cintura,

pero no sentían repulsión ni miedo, solo una extraña sensación de comprensión. “Ahora entienden”, dijo la criatura, su voz cada vez menos humana.
No se trata de destrucción, se trata de liberación, de volver a casa. Rosa miró a Ramírez y en sus ojos vio la misma lucha interna que él sentía. Lo que habían experimentado desafiaba todo lo que creían saber sobre la realidad. ¿Era posible que todo este tiempo hubieran malinterpretado lo que estaba

sucediendo? Si lo ayudamos, preguntó Ramírez con voz ronca, “¿Qué pasará con Sofía?” La criatura guardó silencio por un momento.
Luego, la mitad humana de su rostro mostró una expresión de paz que ninguno de los dos había visto antes en la niña. Iré con él, dijo. Y por un instante fue completamente Sofía quien hablaba. es donde pertenezco, donde siempre he pertenecido.