La primavera de aquel año sería inolvidable para Clara, aunque no por las razones que había esperado. El aire fresco de mayo, la calidez que se colaba a través de las cortinas blancas, el aroma a pan recién hecho y lilas llenaban la pequeña casa de la calle Mir. Sus amigas estaban allí, conversando entre risas, ayudándola a prepararse para su boda, mientras afuera los pájaros cantaban alegres y el sol se deslizaba suavemente por las calles de Zarechny. Todo parecía perfecto, como un cuento de hadas.
—¡No te precipites, Clara! —le decían sus amigas, haciendo muecas y tratando de disuadirla—. ¡Recuerda cómo era su padre! ¡Y él… bueno, tiene sus defectos!
Pero Clara, completamente enamorada de Iván, no les prestó atención. A sus veintidós años, él le parecía perfecto: alto, guapo, con una sonrisa franca y unos ojos que parecían prometerle el mundo. Lo veía como el hombre que había estado esperando toda su vida. A los veintisiete, Iván ya era jefe de turno en la fábrica donde su padre había trabajado como soldador, y aunque a veces olía a alcohol, ella creía que eso era solo parte de su juventud, de las noches con amigos. “Ya se le pasará”, pensó, recordando los ramos de tulipanes que le regalaba, los paseos bajo las estrellas, las canciones que le cantaba al oído.
La boda fue sencilla pero hermosa: un salón decorado con girasoles, música alegre, risas y abrazos. Iván, sobrio y encantador, la tomó en sus brazos y la hizo girar en medio del salón de baile. Los primeros meses de matrimonio fueron como un sueño, una fantasía de felicidad. Los padres de Clara les regalaron una pequeña casa, y ella la decoró con esmero, creando un hogar lleno de amor y esperanza.
Cuando Clara supo que estaba embarazada, Iván se mostró emocionado al principio, dándole un beso y celebrando. Pero todo cambió un mes después, cuando Iván perdió su empleo en la fábrica. La frustración lo llevó a beber más de la cuenta, y en su borrachera, gritó que no estaba listo para ser padre. Clara lloró desconsolada, pero, esperanzada, pensó que todo era solo miedo. Él prometió cambiar, que todo sería diferente.
Durante el embarazo, Clara vivió días de incertidumbre y noches de soledad. Iván salía cada vez más, buscando consuelo en el bar del pueblo. Cuando nació Sofía, Iván estaba en el garaje, bebiendo con amigos, “celebrando” su paternidad de una manera que Clara nunca habría imaginado. Aun así, decidió perdonarlo, esperando que todo mejorara con el tiempo.
Pero el tiempo solo trajo más promesas rotas. Los años pasaron entre peleas y discusiones interminables. Sofía creció siendo una niña sensible e inteligente, pero su infancia estuvo marcada por el caos que rodeaba a sus padres. Iván bebía más a menudo, y el dinero que Clara ganaba trabajando como costurera no alcanzaba para cubrir las necesidades básicas, mientras él se gastaba lo poco que tenían en su bar favorito. La tensión en la casa aumentaba, y Sofía, al escuchar los pasos de su padre en las escaleras, se escondía bajo la cama o corría a la casa de la vecina.
Un día, Clara decidió organizar una fiesta para el séptimo cumpleaños de su hija. Su tía Vera la ayudó a hornear el pastel y a decorar la casa con globos. Iván prometió llegar sobrio, ya que había conseguido un nuevo trabajo y parecía tener esperanzas de cambio. Sin embargo, llegó antes de lo esperado, borracho. El olor a licor barato lo delataba, y su presencia arruinó la fiesta.
—¿Qué clase de fiesta sin mí? —rugió, tirando la mesa y volcando el pastel al suelo. Las niñas corrieron asustadas, y Sofía comenzó a llorar.
Clara, con lágrimas en los ojos, se arrodilló junto al pastel arruinado, intentando salvar lo poco que quedaba.
—¿Por qué haces esto? —le suplicó, con la voz quebrada—. Nuestra hija solo tiene siete años…
Iván la miró con rabia, pero al ver el miedo en los ojos de Sofía, algo en su interior pareció romperse. Por primera vez, bajó la cabeza, avergonzado. Esa noche, después de que todos se hubieran ido, la casa quedó en silencio, pero el daño ya estaba hecho.
A partir de ese día, Clara decidió que ya no soportaría más. No solo por ella, sino por Sofía. La pequeña merecía algo mejor, un lugar lleno de paz y amor. Aunque el miedo a lo que vendría la paralizaba, sabía que debía tomar el control de su vida. Y lo haría. Por ella, por su hija, y por el futuro que aún podía construir.
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