Capítulo 1: El primer cierre
La primera vez que Adaeze cerró la puerta con llave después de que terminamos de hacer el amor, no le di importancia. Estaba tumbado, aún recuperando el aliento, cuando ella se levantó en silencio, caminó hacia la puerta y giró la llave. El sonido fue leve, casi imperceptible, pero suficiente para que mis sentidos, aún embotados por el placer, lo registraran. Luego regresó como si nada. La miré. Sonrió y apretó su cuerpo contra el mío como si no nos hubiera encerrado.
Esa fue la noche en que empecé a prestar atención.
Adaeze. Mi esposa. Llevábamos casados solo dos meses. No tres. La conocí por una de esas presentaciones de “Dios me dijo que era la indicada”. Es la prima de mi amigo, una chica tranquila, de voz suave, sin estrés. Siempre me pareció alguien que traía paz, y eso era exactamente lo que yo buscaba. Mi nombre es Somto. Treinta y cinco años. Tengo una imprenta en el pueblo. No hablo mucho y no me gustan los líos. Esa es una de las razones por las que me casé con ella. Parecía paz.
Pero esa noche, mientras yacía allí mirando al techo, algo dentro de mí se negaba a dormir. ¿Por qué cerrar la puerta después? No antes. No cuando entramos. Después. Como si estuviera ocultando algo… o esperando algo.
La segunda vez que ocurrió, le pregunté con dulzura: “¿Sueles cerrar la puerta por la noche?”. Me miró y dijo: “¿Por qué no? ¿Estás esperando a alguien?”. Me reí. Pero en el fondo, la estaba observando.
Y entonces se convirtió en una costumbre. Hacíamos el amor… ella se levantaba en silencio, cerraba la puerta… volvía a la cama, apretaba su cuerpo contra el mío como si todo fuera normal.
Pero anoche, noté algo.
Cuando cerró la puerta, no solo giró la llave.
Susurró algo en voz baja.
Como una oración.
O una advertencia.
Y cuando volvió a la cama, no me tocó.
Me quedé despierto, mirando la silueta de Adaeze bajo la tenue luz que entraba por la ventana. Su respiración era tranquila, casi demasiado tranquila. Parecía dormida, pero yo sabía que no lo estaba. Podía sentir la tensión en sus hombros, el modo en que su espalda estaba rígida, como si estuviera esperando algo.
Mi mente empezó a divagar. ¿Qué podía estar ocurriendo? ¿Era una costumbre de su familia? ¿Algún tipo de superstición? ¿O había algo más profundo, algo que no quería compartir conmigo?
Recordé las palabras de mi amigo cuando me presentó a Adaeze. “Es una buena chica, Somto. Tranquila, dedicada. Pero hay cosas que solo descubrirás con el tiempo.” En ese momento, pensé que se refería a los pequeños secretos que todos guardamos, las manías, los hábitos nocturnos. Nunca imaginé que una puerta cerrada podría significar tanto.
Esa noche, decidí no dormir. Me quedé observando a Adaeze, esperando algún movimiento, alguna señal. Pero ella permaneció inmóvil, como una estatua. El silencio en la habitación era absoluto, roto solo por el sonido de mi corazón, que latía con fuerza.
Al amanecer, ella se levantó, abrió la puerta sin mirarme y salió al pasillo. Yo la seguí con la mirada, preguntándome si debía decir algo, si debía confrontarla. Pero el miedo a romper la paz que habíamos construido me detuvo.
Así comenzó mi obsesión con el cierre de la puerta.
Capítulo 2: Las preguntas silenciosas
El día siguiente transcurrió como cualquier otro, pero yo no era el mismo. Había algo en mi pecho, una inquietud que no me dejaba en paz. Adaeze parecía ajena a mi preocupación. Preparó el desayuno, se aseguró de que mi camisa estuviera planchada, y me despidió con un beso en la mejilla antes de que saliera hacia la imprenta.
En el trabajo, intenté concentrarme en los pedidos, en las tintas y los papeles, pero mi mente volvía una y otra vez a la imagen de Adaeze cerrando la puerta, susurrando palabras que no pude entender. ¿Era una oración? ¿Un conjuro? ¿Una advertencia? Cada vez que pensaba en ello, sentía un escalofrío recorrerme la espalda.
Cuando regresé a casa esa noche, Adaeze me recibió con su sonrisa habitual. La cena estaba lista, el aroma de la sopa de ñame llenaba la casa. Nos sentamos juntos, hablamos de cosas triviales: el clima, los vecinos, una noticia que escuchó en la radio. Pero debajo de la superficie, había una tensión invisible, una barrera que ninguno de los dos quería cruzar.
Después de la cena, nos acomodamos en el sofá. Adaeze apoyó la cabeza en mi hombro y puso una película en la televisión. Sus dedos jugaron distraídamente con los míos, y por un momento, sentí que todo era normal. Pero la pregunta seguía allí, latente, esperando el momento adecuado para salir.
A medianoche, subimos a la habitación. El ritual fue el mismo: besos, caricias, cuerpos entrelazados en la oscuridad. Pero esta vez, cuando terminamos, fingí estar más cansado de lo normal. Observé a Adaeze mientras se levantaba, caminaba hacia la puerta y giraba la llave. El sonido fue más fuerte esta vez, como si quisiera asegurarse de que yo lo escuchara.
Pero lo que realmente me llamó la atención fue su rostro. Por un instante, vi algo en sus ojos: miedo. No era el gesto tranquilo de siempre, sino una sombra que cruzó su mirada antes de que regresara a la cama.
Esta vez, cuando susurró, presté más atención. Sus labios se movieron rápidamente, como si estuviera repitiendo una frase aprendida de memoria. No pude entender las palabras, pero el tono era solemne, urgente.
Cuando volvió a la cama, no me abrazó. Se acostó de espaldas, mirando hacia la ventana. Yo me acerqué, puse una mano en su hombro. “Adaeze”, susurré. Ella no respondió. Su cuerpo estaba frío, distante.
Pasaron los minutos, tal vez horas, en silencio. Finalmente, me atreví a preguntar:
—¿Por qué cierras la puerta cada noche?
Adaeze no se movió. Por un momento pensé que no iba a responder. Pero entonces, con voz baja, casi temblorosa, dijo:
—Es por nosotros. Por nuestra seguridad.
—¿Seguridad de qué? —insistí.
Ella giró la cabeza, sus ojos brillaban en la oscuridad.
—Hay cosas que no entiendes, Somto. Cosas que no deben entrar aquí.
Quise preguntar más, pero el miedo en su voz me detuvo. Me quedé en silencio, sintiendo el peso de sus palabras. ¿Qué cosas? ¿De qué nos estaba protegiendo?
Esa noche, el sueño me eludió. Escuché cada sonido de la casa: el crujido de la madera, el susurro del viento, el lejano ladrido de un perro. Cada ruido me parecía una amenaza, una señal de que algo estaba esperando detrás de la puerta cerrada.
Al amanecer, Adaeze ya no estaba en la cama. La encontré en la cocina, preparando té. Su rostro estaba sereno, como si la noche anterior nunca hubiera ocurrido. Me sonrió, me sirvió una taza y me preguntó por mis planes para el día.
Pero yo no podía dejarlo pasar.
—Adaeze, dime la verdad. ¿Qué temes?
Ella se detuvo, la cuchara en el aire. Pensó unos segundos antes de responder:
—No es miedo, Somto. Es precaución. Hay historias en mi familia… cosas que pasan después de la medianoche. Mi madre me enseñó a protegerme.
—¿Protegerte de qué?
Adaeze bajó la mirada.
—De los que vienen cuando todo está en silencio.
No dijo nada más. El resto del día transcurrió en una calma tensa, como si ambos supiéramos que algo estaba cambiando entre nosotros.
Esa noche, cuando subimos a la habitación, sentí que el ritual se había transformado. Ya no era solo un hábito extraño; era una barrera entre Adaeze y yo, una puerta cerrada no solo con llave, sino también con secretos.
Me prometí a mí mismo que descubriría la verdad.
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