En el pequeño y cálido pueblo de Ticul, donde las calles de adoquín guardaban historias de generaciones y los murmullos de la gente se filtraban como el aire entre las bugambilias de las casas coloniales, vivía Ángela. Una mujer de mediana edad que había pasado toda su vida en el mismo barrio, observando cómo sus vecinos iban y venían, cómo la vida avanzaba con la calma de los días soleados y el vaivén de la rutina.
Desde hacía un par de años, en la casa contigua a la suya, vivía Carmen, una mujer de mirada fría y sonrisa ensayada que, tras la muerte de su esposo, se convirtió en la tutora de su hijastro, Martín. La madre del muchacho había fallecido años antes, y su padre, víctima de un infarto repentino, lo había dejado huérfano apenas unas semanas atrás.
Ángela siempre había sentido algo extraño en Carmen. No era la clase de mujer que inspiraba confianza. Desde que se casó con el padre de Martín, parecía más interesada en la posición económica de su marido que en la familia que estaba formando. Pero cuando el hombre murió, su actitud se tornó aún más fría y calculadora.
El descubrimiento
Una noche, mientras Ángela regaba sus plantas en el patio trasero, escuchó voces provenientes de la casa de al lado. No solía espiar a sus vecinos, pero algo en el tono bajo y susurrante de Carmen llamó su atención.
—Lo importante es la herencia —susurró Carmen con impaciencia—. Ese muchacho ya no tiene a nadie más, y yo soy su tutora legal. Cuando todo esté firmado, podré hacer lo que quiera con él.
Ángela sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Y qué harás con Martín? —preguntó una voz masculina que ella no pudo reconocer.
—Lo entregaré. Tengo conocidos en la ciudad que pueden encargarse de él… y no precisamente de una manera agradable —respondió Carmen con un tono escalofriante.
El miedo hizo que Ángela retrocediera, cubriéndose la boca con las manos. Lo que estaba escuchando era impensable. ¿Carmen planeaba deshacerse de Martín una vez que obtuviera la herencia?
No podía quedarse de brazos cruzados. Tenía que hacer algo.
Un plan para salvar a Martín
Durante los días siguientes, Ángela observó con más atención lo que ocurría en la casa de al lado. Martín se veía más retraído que nunca, con ojeras marcadas y una tristeza que parecía envolverlo como una sombra. Carmen, en cambio, parecía más ansiosa, siempre recibiendo visitas extrañas y hablando en voz baja por teléfono.
Ángela decidió hablar con el muchacho. Un día, mientras él regresaba de la tienda, se acercó y le ofreció un vaso de horchata.
—Martín, ¿cómo estás?
El joven la miró con desconfianza, pero al ver su expresión sincera, suspiró.
—No sé… Me siento atrapado. Carmen no me deja salir mucho, y ha estado haciendo trámites con el notario. Dice que es por mi bien, pero no sé… Algo no me cuadra.
Ángela supo que tenía que actuar rápido. Esa misma noche, fue a ver a un viejo amigo, don Eusebio, un abogado retirado que había trabajado toda su vida en asuntos de herencias y testamentos. Cuando le contó lo que había escuchado, él frunció el ceño.
—Si Carmen está moviendo papeles para quedarse con la herencia de Martín, lo más seguro es que esté usando alguna artimaña legal. Pero si logramos intervenir antes de que los documentos sean firmados, podemos impedirlo.
Al día siguiente, con la ayuda de don Eusebio, acudieron a la policía local y al juzgado. Se inició una investigación y pronto salieron a la luz pruebas de que Carmen había falsificado documentos y estaba en contacto con personas peligrosas.
El desenlace
Una noche, cuando Carmen se preparaba para llevar a cabo su plan, la policía irrumpió en su casa y la arrestó. Martín, asustado y confundido, fue llevado a un refugio temporal mientras se resolvía su situación legal.
Gracias a la intervención de Ángela y don Eusebio, se descubrió que Martín tenía un familiar lejano en Mérida que estaba dispuesto a hacerse cargo de él. No era la vida que el joven había imaginado, pero al menos estaba a salvo.
Antes de partir, Martín abrazó a Ángela con gratitud.
—Gracias… Si no fuera por usted, no sé qué hubiera pasado conmigo.
Ella sonrió con tristeza.
—El bien siempre encuentra su camino, hijo. Sé fuerte y sigue adelante.
Reflexión
La codicia puede convertir a las personas en seres despiadados, capaces de hacer cualquier cosa por dinero. Pero en medio de la maldad, siempre existen personas dispuestas a hacer lo correcto. Ángela, con su valentía y sentido de justicia, demostró que a veces basta con que una persona se atreva a actuar para cambiar el destino de alguien más.
En un mundo donde la indiferencia es común, es un acto de amor al prójimo alzar la voz y proteger a quienes no pueden hacerlo por sí mismos.
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