El encuentro

El bullicio del centro de Kiev era como un mar de ruido y movimiento. Los coches, las voces, las luces de neón reflejándose en los charcos. Oleg Ivanovich caminaba entre la multitud como una sombra elegante, impenetrable, ajeno a todo salvo a sus propios pensamientos. Su presencia era como un filo cortando el aire: nadie se atrevía a rozarlo, nadie le sonreía. Así le gustaba.

Era el tiburón del mercado energético, y lo sabía. Su reputación le precedía: contratos millonarios, rivales arruinados, obras de caridad que aparecían en los periódicos cada vez que necesitaba limpiar su imagen. Pero nadie, ni siquiera su asistente más fiel, conocía la verdad: cada noche, al cerrar la puerta de su despacho, Oleg sacaba una fotografía gastada y la sostenía entre los dedos. En la imagen, una niña de cabellos oscuros y ojos enormes sonreía a la cámara. “Salomea”, susurraba él, como un rezo. Era su hija, y estaba perdida para él desde hacía años.

No importaba cuánto dinero gastara en médicos, psicólogos, o terapias experimentales. Salomea seguía allí, en su habitación, sentada junto a la ventana, mirando el mundo sin verlo. Había dejado de hablar a los nueve años, tras la muerte de su madre. Desde entonces, Oleg vivía con la culpa y con la ausencia, disfrazando el dolor con trabajo y trajes impecables.

Aquella tarde, sin embargo, algo cambió.

—Tío… puedo devolverle a tu hija una vida normal —dijo una voz desde la acera.

Oleg apenas se detuvo. No era la primera vez que alguien le abordaba en la calle, pidiendo favores o dinero. Pero aquella voz era distinta: baja, firme, casi un susurro. Siguió caminando, pero la voz insistió.

—Señor, por favor…

Oleg se giró, molesto. Y entonces lo vio: un niño de unos diez años, flaco, con el pelo revuelto y la chaqueta demasiado grande para su cuerpo. Los vaqueros rotos, las zapatillas gastadas. Pero lo que más le impresionó fueron los ojos: oscuros, profundos, llenos de una seriedad que no correspondía a su edad.

—¿Qué dijiste? —preguntó Oleg, sintiendo un escalofrío.

—Puedo ayudar a Salomea —repitió el chico, con la mirada fija—. Si Dios lo permite.

El nombre de su hija, pronunciado así, en plena calle, le atravesó como una aguja. Oleg miró a su alrededor, esperando ver una cámara oculta, algún periodista, un truco. Pero no había nadie. Solo el niño, y el viento frío que agitaba las ramas de los álamos.

—¿Cómo sabes su nombre? —susurró.

El niño no respondió de inmediato. Sus labios temblaron, pero no era una sonrisa. Era dolor.

—Solo tienes una oportunidad —dijo por fin—. Yo también.

—¿Esto es una broma? —gruñó Oleg—. ¿Te mandó la prensa? ¿Algún farsante?

—Vine solo. Y me iré solo —dijo el niño—. Pero puedo dejarte con su sonrisa.

Oleg no creía en milagros. No creía en cuentos. Pero algo en la voz del niño, en sus ojos, le hizo dudar. Por primera vez en años, sintió esperanza. Y miedo.

—¿Tu nombre? —preguntó.

—Nazar.

El niño retrocedió un paso, entrando en la sombra.

—Ahora o nunca…

Oleg, sin saber por qué, lo siguió.

El trato

Caminaron en silencio por calles secundarias, lejos del bullicio. Nazar avanzaba sin mirar atrás, como si conociera cada rincón de la ciudad. Finalmente, llegaron a un pequeño parque, casi desierto a esa hora. El niño se sentó en un banco y miró a Oleg con gravedad.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Oleg, intentando sonar duro.

—Nada que no puedas dar —respondió Nazar—. Pero tienes que escucharme hasta el final.

Oleg asintió, sin sentarse.

—Salomea no está enferma —dijo el niño—. Solo está perdida. Entre dos mundos.

Oleg apretó los puños.

—¿Eres un místico? ¿Un curandero? —espetó—. Ya he oído todas esas historias.

—No soy nada de eso —dijo Nazar, sereno—. Pero puedo entrar donde otros no pueden.

—¿Dónde?

—En los sueños —susurró el niño—. En el lugar donde Salomea se esconde.

Oleg sintió que algo se rompía dentro de él. ¿Qué estaba haciendo allí, escuchando a un niño que hablaba de sueños? Pero no podía irse. No aún.

—¿Por qué yo? —preguntó—. ¿Por qué ahora?

Nazar bajó la mirada.

—Porque ella me llamó. Y porque yo también busco a alguien.

Oleg se sentó, finalmente, sin apartar la vista del niño.

—¿Qué necesitas?

—Una noche. Solo una —dijo Nazar—. Déjame entrar en su habitación. Déjame hablar con ella. Si mañana no hay cambio, no volveré a molestarte.

Oleg dudó. Pero la imagen de Salomea, inmóvil junto a la ventana, pudo más que su escepticismo.

—De acuerdo —susurró—. Una noche.

 La visita

Esa noche, Oleg llevó a Nazar a su casa. El chófer y el personal de servicio miraron al niño con desconfianza, pero Oleg no dio explicaciones. Subieron al segundo piso, donde estaba la habitación de Salomea.

La niña estaba sentada en su sillón favorito, mirando por la ventana. No se volvió al oír la puerta. Su cabello caía sobre los hombros, y sus manos jugaban distraídas con un lazo azul.

—Salomea —dijo Oleg, con voz suave—. Hay alguien que quiere verte.

La niña no reaccionó.

Nazar se acercó despacio, sin miedo. Se arrodilló frente a ella y le habló en voz baja, palabras que Oleg no pudo oír. Durante unos segundos, nada cambió. Pero entonces, Salomea parpadeó. Sus ojos se movieron, enfocando el rostro del niño. Nazar le tendió la mano.

—¿Quieres jugar? —le susurró.

Salomea dudó. Luego, muy despacio, colocó su mano sobre la de Nazar.

Oleg sintió que el aire se volvía más liviano. Observó, sin atreverse a interrumpir, cómo los dos niños se miraban en silencio. Nazar le sonrió. Salomea, por primera vez en años, esbozó una tímida sonrisa.

—Déjame solo con ella —pidió Nazar a Oleg.

El empresario dudó, pero asintió. Salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente.

Esa noche no durmió. Paseó por la casa, fumó en la terraza, leyó y releyó informes que no lograba entender. Cada vez que pasaba frente a la puerta de Salomea, sentía una mezcla de esperanza y temor.

Al amanecer, se atrevió a entrar.

La habitación estaba en silencio. Nazar dormía en una butaca, y Salomea, en su cama, con el lazo azul entre los dedos. Pero algo había cambiado: en el rostro de la niña había paz. Oleg se acercó, conteniendo el aliento.

—Papá… —susurró Salomea, sin abrir los ojos.

Oleg cayó de rodillas junto a la cama, las lágrimas corriendo por su rostro. No recordaba la última vez que había oído esa palabra.

El precio

Nazar se despertó poco después. Oleg lo llevó a la cocina, donde el niño devoró un desayuno caliente.

—¿Qué hiciste? —preguntó Oleg, aún incrédulo.

—Solo la escuché —respondió Nazar—. Y le mostré el camino de regreso.

—¿Cómo…? ¿Quién eres?

Nazar sonrió, pero en sus ojos había tristeza.

—Alguien que también perdió a una hermana —dijo—. Hace mucho tiempo, en otra ciudad. Nadie pudo ayudarla. Desde entonces, busco a niños perdidos, como Salomea.

Oleg se quedó en silencio. Por primera vez, sintió compasión por aquel niño extraño.

—¿Qué harás ahora?

—Seguir buscando —respondió Nazar—. Pero antes, necesito algo de ti.

Oleg asintió, dispuesto a dar cualquier cosa.

—Quiero que prometas que nunca volverás a dejar sola a Salomea. Que estarás con ella, pase lo que pase.

—Lo juro —dijo Oleg, con voz firme.

Nazar asintió. Se levantó y, antes de irse, se volvió hacia Oleg.

—La sonrisa de Salomea es tuya, pero también mía. Cuídala.

Y desapareció por la puerta, como una sombra en la luz del amanecer.

Renacimiento

Los días siguientes fueron un milagro cotidiano. Salomea volvió a hablar, primero con monosílabos, luego con frases completas. Retomó la escuela, los juegos, las risas. Oleg la acompañaba a todas partes, descubriendo un mundo que había olvidado.

La noticia se extendió entre amigos y conocidos. Algunos hablaron de un tratamiento experimental, otros de una recuperación espontánea. Nadie mencionó a Nazar.

Solo Oleg sabía la verdad. Guardaba el lazo azul de Salomea y, cada noche, al ver a su hija dormir, pensaba en el niño de los ojos tristes.

Pero la felicidad no era completa. Oleg sentía una deuda. Buscó a Nazar por toda la ciudad: en los parques, en las estaciones, en los refugios para niños sin hogar. Nadie lo conocía. Nadie lo había visto.

Una noche, Oleg soñó con Nazar. El niño caminaba por un bosque, llevando de la mano a una niña pequeña. Al despertar, Oleg supo que debía hacer algo más.

El legado

Con el tiempo, Oleg fundó una organización dedicada a ayudar a niños en riesgo, especialmente a los que sufrían traumas o pérdidas. Visitaba hospitales, orfanatos, escuelas. Hablaba con padres y madres, compartía su historia, escuchaba las de otros.

En cada niño perdido, buscaba los ojos de Nazar. En cada sonrisa recuperada, sentía que pagaba un poco de la deuda.

Salomea creció fuerte y feliz. Nunca preguntó por el niño que la visitó aquella noche, pero a veces, al mirar por la ventana, sonreía como si recordara un sueño hermoso.

Oleg envejeció rodeado de amor. Y aunque nunca volvió a ver a Nazar, supo que, en algún lugar, el niño seguía buscando, ayudando, devolviendo sonrisas.

Epílogo

Años después, cuando Salomea ya era una mujer, Oleg le contó la historia de Nazar. Le habló del niño de la chaqueta grande, de los ojos tristes, del lazo azul.

—¿Crees que era un ángel? —preguntó Salomea, sonriendo.

—No lo sé —respondió Oleg—. Pero sé que, gracias a él, volviste a mí.

Salomea lo abrazó. En la repisa, junto a la foto antigua, descansaba el lazo azul.

Y en algún lugar de Kiev, bajo la luz de la luna, un niño caminaba entre las sombras, buscando a la próxima alma perdida a la que devolverle la sonrisa.