El salón de belleza Afrodita

Nina se encontraba sentada en la sala de espera del salón de belleza Afrodita, su reino conquistado a base de esfuerzo y noches sin dormir. El local, a esa hora de la mañana, era un pequeño universo de actividad: las luces blancas y cálidas iluminaban los espejos, el aroma a esmalte de uñas y aceites esenciales flotaba en el aire y el zumbido de las secadoras de cabello componía una melodía constante que, de alguna manera, la tranquilizaba. Clientes conversaban animadamente, las manicuristas bromeaban entre sí y, desde el fondo, una esteticista saludaba a una clienta habitual con un beso en la mejilla.

A pesar de todo ese bullicio, Nina se sentía sola. No podía apartar de su mente la discusión que había dejado atrás esa misma mañana, antes de salir de casa. Una discusión más, sí, pero distinta. Había algo definitivo en el tono de Dmitri, algo que le hizo comprender que, finalmente, había llegado a un límite.

—¿Cómo pudiste? —la voz de Dmitri aún resonaba en su cabeza, dura y cortante.

La escena era tan reciente que podía revivirla con todos los detalles: Dmitri de pie en medio del salón, con el rostro rojo de furia, los puños apretados y el tono de voz elevado, como si necesitara que todo el mundo supiera que él era el dueño de la verdad. Pero Nina sabía, y siempre lo había sabido, que ese hombre nunca había sido el dueño de nada en su vida, excepto de su propio orgullo.

El origen del desencuentro

Dmitri había llegado a su vida en un momento de vulnerabilidad. Ella, joven y ambiciosa, había abierto el salón con la ayuda de sus padres y un pequeño préstamo bancario. Al principio, él fue encantador: la apoyaba, la escuchaba, la animaba a soñar en grande. Pero con el tiempo, esa actitud se transformó en otra cosa. Dmitri comenzó a asumir un papel cada vez más dominante, primero en casa y luego en el negocio.

Cuando Nina decidió contratar a un administrador para ayudarla con la contabilidad y las compras, Dmitri se ofreció. “¿Por qué no confiar en tu propio marido?”, le preguntó, con una sonrisa que entonces le pareció sincera. Pero pronto, Dmitri empezó a presentarse ante todos como el jefe, a tomar decisiones sin consultarla, a corregir a los empleados en público y a hablar del salón como “nuestro negocio familiar”, aunque rara vez se quedaba más de un par de horas y nunca se ensuciaba las manos.

Nina, durante mucho tiempo, soportó todo aquello. Pensó que era el precio de mantener la paz. Había aprendido de su madre que una mujer debía sacrificarse por el bien de la familia, que el éxito solo valía si era compartido. Pero a medida que el negocio crecía y Nina se hacía más fuerte, también crecía la sombra de Dmitri, su necesidad de controlar, de apropiarse de lo que no le pertenecía.

 El sueño de la dacha

El detonante de la última pelea fue la compra de una dacha en las afueras de la ciudad. Era un sueño de infancia, no solo para Nina, sino sobre todo para sus padres. Durante años, habían vivido en un pequeño apartamento sin balcón, soñando con un pedazo de tierra, un jardín, un lugar donde respirar aire puro y plantar tomates en verano.

Con el fruto de su trabajo, Nina finalmente pudo cumplir ese sueño. No fue fácil: ahorrar, negociar con el banco, buscar la propiedad adecuada y, sobre todo, hacerlo a espaldas de Dmitri, sabiendo que él nunca aprobaría gastar dinero “en algo que no le beneficiaba directamente”.

La noche anterior, cuando le contó la noticia a sus padres, ellos lloraron de alegría. Nina sintió, por primera vez en mucho tiempo, que todo había valido la pena. Pero esa felicidad duró poco.

—¿Sin mi consentimiento? —gritó Dmitri al enterarse, como si ella hubiera cometido una traición imperdonable—. ¡¿Cómo te atreves a tomar una decisión así sin consultarme?!

Nina intentó explicarle que era un regalo, que el dinero era suyo, que sus padres lo merecían. Pero Dmitri no quería escuchar razones.

—¡Es nuestro dinero común! —insistió—. Si compras una dacha para tus padres, ¡yo tengo derecho a comprar un coche para los míos! Y no te atrevas a impedírmelo.

Ahí fue cuando Nina sintió que algo dentro de ella se rompía. No era solo la injusticia de sus palabras, ni el egoísmo de sus exigencias. Era la certeza de que, para Dmitri, ella nunca sería suficiente. No importaba cuánto trabajara, cuánto sacrificara, cuánto amara. Siempre habría una deuda, una cuenta pendiente, un reclamo.

La decisión

Esa mañana, mientras se vestía para ir al salón, Nina tomó una decisión. Ya no podía seguir viviendo así. Sabía que si no ponía un límite, Dmitri acabaría destruyendo todo lo que había construido. Así que, antes de salir, bloqueó las tarjetas bancarias vinculadas a la cuenta del salón. Era una medida que había considerado muchas veces, pero que nunca se había atrevido a tomar. Ahora, sin embargo, sentía que era lo único que podía hacer para protegerse.

El camino hasta el salón fue un torbellino de emociones: miedo, culpa, alivio, tristeza. Pero, sobre todo, una extraña sensación de libertad. Por primera vez, Nina sentía que estaba tomando el control de su propia vida.

 El intento de Dmitri

Mientras tanto, Dmitri, cegado por la rabia y el deseo de venganza, fue directo al banco. Su plan era simple: sacar una gran suma de dinero y comprar el coche de lujo que había prometido a sus padres, aunque eso significara dejar a Nina y al negocio en la cuerda floja.

Al llegar al banco, la cola era larga, pero él no podía esperar. Miraba el reloj, tamborileaba con los dedos, lanzaba miradas de impaciencia a los demás clientes. Cuando por fin llegó a la caja, entregó su tarjeta premium con aire de superioridad.

—Quiero retirar todo el saldo disponible —dijo, sin molestarse en disimular su urgencia.

La cajera, una mujer joven de rostro amable, pasó la tarjeta por el lector. Su expresión cambió al instante.

—Lo siento, su tarjeta está bloqueada —informó, con una sonrisa forzada.

Dmitri frunció el ceño.

—Debe ser un error. Pruebe de nuevo.

La cajera repitió el procedimiento. Nada. Intentó con otra tarjeta. Lo mismo.

—El sistema indica restricciones impuestas por el titular de la cuenta —explicó finalmente.

Un sudor frío recorrió la espalda de Dmitri. Por un instante, el suelo pareció moverse bajo sus pies. Salió del banco sin mirar atrás, sintiendo que todo su mundo se desmoronaba.

 Recuerdos y reproches

De camino a casa, Dmitri recordaba los años en que Nina lo admiraba, en que él era el hombre fuerte, el protector, el que tomaba las decisiones. ¿En qué momento había perdido ese papel? ¿Cuándo había dejado de ser el centro de su vida?

—No es justo —murmuró, golpeando el volante—. Yo también tengo derecho.

Pero, en el fondo, sabía que se había quedado atrás. Que mientras él se conformaba con la comodidad, Nina había seguido creciendo, aprendiendo, luchando.

En casa, encontró la cocina vacía, la cama tendida, el silencio. Por primera vez, sintió miedo de perderlo todo. No solo el dinero, no solo el negocio, sino a Nina, la única persona que realmente lo había amado.

El despertar de Nina

En el salón, Nina se permitió una pausa. Se encerró en su pequeña oficina, se sirvió una taza de té y respiró hondo. Por la ventana, veía la ciudad despertar: los coches, la gente, la vida que seguía adelante.

Pensó en sus padres, en la sonrisa de su madre al ver la dacha, en las lágrimas de su padre, en la promesa que les había hecho de niña: “Algún día, tendrán una casa en el campo”. Ahora, por fin, había cumplido esa promesa.

Pensó también en Dmitri, en el hombre que fue y en el hombre en que se había convertido. Sintió pena, pero no culpa. Había hecho todo lo posible por salvar el matrimonio, por incluirlo en sus logros, por compartir su éxito. Pero no se puede salvar a quien no quiere ser salvado.

El enfrentamiento final

Esa noche, Dmitri esperó a Nina en casa. Cuando ella llegó, él ya estaba sentado en el comedor, con las luces apagadas y una copa de vodka en la mano.

—¿Así que ahora eres tú la jefa de todo? —preguntó, con voz amarga—. ¿Ni siquiera merezco una explicación?

Nina se sentó frente a él, sin miedo.

—Te lo he explicado mil veces, Dmitri. Este negocio lo construimos juntos, pero yo lo he mantenido viva. Tú solo has estado aquí cuando te convenía.

—¡Eso no es cierto! —gritó él—. Siempre he estado a tu lado.

—No. Has estado a tu lado. Siempre. —Nina lo miró a los ojos, firme—. Nunca has entendido lo que significa compartir, construir, respetar. Solo sabes exigir.

Dmitri apretó los puños, pero no respondió. Sabía que, por primera vez, Nina tenía razón.

—Voy a divorciarme —dijo ella, con voz tranquila—. No quiero seguir viviendo así. Quiero ser libre.

El silencio que siguió fue largo y pesado. Dmitri no lloró, no suplicó. Solo bajó la cabeza, derrotado.

Un nuevo comienzo

Los meses siguientes fueron difíciles. El proceso de divorcio fue largo y doloroso, pero Nina nunca dudó de su decisión. Con el tiempo, Dmitri aceptó que había perdido, que la vida que había conocido ya no volvería.

Nina, en cambio, floreció. El salón de belleza prosperó como nunca. Sus empleados, aliviados por la ausencia de Dmitri, trabajaban con más entusiasmo. Los clientes notaron el cambio de ambiente y recomendaban el lugar a sus amigas. Nina incluso abrió una segunda sucursal en otro barrio.

Sus padres, felices en la dacha, la visitaban los fines de semana. Nina pasaba horas en el jardín con ellos, plantando flores, cocinando al aire libre, disfrutando de una paz que nunca antes había conocido.

Reflexión

Una tarde de primavera, mientras regaba las plantas junto a su madre, Nina pensó en todo lo que había pasado. Recordó el miedo, la culpa, la soledad. Pero también recordó la fuerza que había encontrado en sí misma, la capacidad de decir “basta”, de poner límites, de elegir su propio destino.

Su madre la abrazó, y Nina supo que, por fin, había cumplido su promesa. No solo les había dado un hogar, sino que también se había dado a sí misma una nueva vida.

Miró el horizonte, respiró hondo y sonrió. Sabía que el precio de la libertad había sido alto, pero también sabía que valía la pena.