
Matilde llegó al pueblo de San Jerónimo con lo puesto y 30 pesos cosidos en el del delantal. Había enviudado seis meses atrás cuando su marido cayó del andamio en la obra de Querétaro. La indemnización apenas alcanzó para el entierro, el pasaje de regreso y las deudas que dejó pendientes. No tenía hijos ni hermanos vivos, ni casa donde volver, solo el nombre de un primo lejano que le había escrito diciendo que en San Jerónimo sobraban casas vacías y faltaba gente que quisiera trabajar la tierra. El pueblo estaba enclavado en una ondonada entre cerros pelados con calles
de tierra que se convertían en lodo cada temporal. Las paredes de adobe se desmoronaban lentamente y los techos de Texas se hundían como espaldas cansadas. Había una iglesia sin cura desde hacía años, una tienda donde vendían lo mínimo, un molino que funcionaba dos días a la semana y un silencio que parecía pegarse a la piel como polvo fino.
El primo de Matilde, don Esteban, era un hombre seco de palabras y gestos, con los ojos hundidos y las manos manchadas de tierra. La recibió en el quicio de su casa sin invitarla a pasar, mirándola de arriba a abajo, como si midiera cuánto tiempo duraría antes de rendirse. Aquí no hay nada para ti, Matilde. La tierra está El agua se acabó y la gente se va en cuanto junta para el pasaje. Si quieres quedarte, tendrás que arreglártela sola.
Nadie va a ayudarte. Solo necesito un techo”, dijo ella, apretando el rebozo contra el pecho. Trabajo lo que sea, lavo, coso, siembro, cuido animales. Don Esteban escupió al suelo y señaló con el mentón hacia el extremo del pueblo, donde los cerros se juntaban formando una garganta oscura que el sol apenas tocaba al mediodía. Hay una choza allá arriba, la del viejo Jacinto.
Murió hace dos años y nadie la quiere. Dicen que ahí pasó algo feo, que la casa no está en paz. Si la quieres, te la vendo por 5 pesos. Es lo que vale, tal vez menos. Matilde sintió que el estómago se le apretaba. 5 pesos era casi nada, o demasiado poco para algo que valiera la pena, pero no tenía de dónde escoger.
¿Qué pasó ahí? Eso pregúntaselo al pueblo. Yo no ando repitiendo habladurías, pero si decides quedarte, no vengas después a reclamar que no te avisé. Al día siguiente, Matilde caminó hasta la choa con una vecina que aceptó acompañarla a cambio de un peso. La mujer se llamaba Remedios. Tenía el rostro arrugado como cuero viejo, los ojos acuosos y caminaba despacio, apoyándose en un bastón de mezquite pulido por el uso.
“No deberías meterte ahí, muchacha”, dijo Remedios mientras subían por el camino de piedras sueltas y espinas secas. “Esa casa tiene mala sombra. El viejo Jacinto no murió bien.” Se ahorcó en el mesquite grande, el que está junto al pozo. Lo encontraron colgando con la lengua negra y los ojos abiertos.
Tardaron dos días en bajarlo porque nadie quería tocarlo. ¿Por qué se mató? ¿Quién sabe? Dicen que antes de eso andaba hablando solo, que oía cosas en la noche, voces, llantos, que se despertaba gritando que alguien lo estaba llamando desde el fondo de la tierra. Matilde no respondió. Había aprendido que la gente del campo siempre tenía historias para explicar lo que no entendía.
Muerte, locura, pobreza, sequía. Todo tenía su leyenda, su castigo divino, su fantasma. La chosa apareció al doblar un recodo. Era pequeña, de adobe agrietado y techo de lámina oxidada que crujía con el viento. Tenía una sola puerta chueca, dos ventanas sin vidrios cubiertas con tablas clavadas y un aspecto general de abandono que parecía anterior incluso a la muerte de Jacinto.
Al lado, medio oculto por nopales y hierbas secas, había un pozo de piedra tapado con tablones podridos que cedían bajo el peso de las hojas caídas. “Aquí vivía Jacinto con su mujer.” Dijo remedios deteniéndose a varios metros de la puerta. Ella se llamaba Luz María. Desapareció hace como 20 años. Unos dicen que se largó con un arriero que pasaba vendiendo herramientas.
otros que Jacinto la mató en un arranque de celos y la echó al pozo, pero nadie pudo probar nada. ¿Y qué dice la ley? Remedio soltó una risa seca. Aquí la ley nunca llegó, muchacha. Cuando desapareció Luz María, el juez mandó preguntar, pero Jacinto juró que ella se había ido sola, que lo dejó una noche sin decir nada. Como no había cuerpo, no había delito. Así funciona.
Sin muerto no hay crimen, aunque todos sepan la verdad. Y después, después Jacinto se volvió raro. Dejó de hablar con la gente, dejó de bajar al pueblo, se encerraba en la chosa semanas enteras. Cuando bajaba a comprar maíz o piloncillo, tenía los ojos rojos como si no durmiera. La gente empezó a tenerle miedo y luego hace dos años se colgó.
Matilde empujó la puerta con el pie. La madera se dió con un quejido. Adentro olía a tierra húmeda, a ceniza vieja, a abandono. Había una mesa desvencijada con tres patas, un catre de varilla sin colchón, un fogón apagado con cenizas petrificadas y trastos viejos amontonados en los rincones.
Las paredes estaban manchadas de humedad y ollín con costras de cal desprendida. En un rincón colgando de un clavo oxidado había un reboso desilachado cubierto de polvo y telarañas con flores bordadas que alguna vez fueron rojas. Ese era de ella murmuró remedios desde la puerta sin atreverse a entrar.
De luz María nunca se lo llevó. Jacinto lo dejó ahí colgado todos estos años como si esperara que volviera. Matilde se acercó y tocó la tela con cuidado. Estaba rígida, quebradiza. Sintió algo en el pecho, una opresión que no supo nombrar. No era miedo exactamente, era algo más viejo, más profundo, como reconocer un dolor ajeno que también era propio. “Me quedo”, dijo sin voltear.
Remedios suspiró pesadamente. Allá tú, muchacha, pero no digas que no te avisé. Y si oyes algo de noche, no vayas a ver. Hay cosas que es mejor dejar quietas. Esa misma tarde, Matilde pagó los 5 pesos a don Esteban, quien los recibió sin mirarla a los ojos, como si le diera vergüenza la transacción.
Luego volvió a la choza cargando un costal con sus pocas pertenencias, dos mudas de ropa, un petate enrollado, una olla abollada, un sartén negro, una imagen de la Virgen de Guadalupe envuelta en trapo y el rosario de su madre muerta. Pasó el resto del día limpiando, barrió el suelo de tierra compactada, sacó los trastos inservibles, raspó el ollín del fogón, lavó la mesa con agua que trajo del arroyo en un balde prestado, acomodó su petate en el catre, colgó la imagen de la Virgen en la pared junto al reboso de Luz María y prendió el fogón con ramas secas y hojas de maíz. El humo subió lento, como si la casa hubiera olvidado
cómo respirar. Cuando cayó la noche, el silencio se volvió espeso, casi sólido. No había perros que ladraran, ni gallos que cantaran en falso, ni voces lejanas de vecinos. Solo el viento que venía de los cerros y se colaba por las rendijas, trayendo olor a polvo y a algo más antiguo, como piedra mojada.
Matilde se acostó vestida con el rebozo sobre los hombros y las manos cruzadas sobre el pecho. Cerró los ojos y trató de dormir, pero el cansancio no llegaba. Pensó en su marido muerto, en los años que pasaron juntos sin hijos ni alegría, en cómo el destino la había traído hasta este rincón olvidado del mundo. Y entonces lo oyó.
Un llanto suave al principio, apenas un soyo, ahogado que parecía venir de muy lejos, de debajo de la tierra, luego más claro, más cerca, un gemido entrecortado, doloroso, como el de alguien que ha llorado tanto que ya no le quedan lágrimas, pero el cuerpo sigue contrayéndose. Venía del pozo. Matilde se sentó en el catre con el corazón golpeándole el pecho como un tambor. Esperó inmóvil.
mientras el llanto subía y bajaba como una ola. No era el viento, no era un animal herido, no era un búo ni una lechuza, era una mujer y lloraba como si la tierra misma le estuviera arrancando el alma con garras de piedra. El llanto continuó hasta poco antes del amanecer, cuando las primeras luces grises empezaron a filtrarse por las rendijas. Entonces se apagó de golpe, como una vela soplada.
Matilde no había dormido ni un minuto. Capítulo 2. El pozo. Cuando el sol salió, Matilde salió de la choza con las piernas temblorosas y los ojos ardiendo de cansancio. El aire de la mañana era frío y limpio, con olor a romero silvestre y tierra seca. Los cerros brillaban con luz dorada. Todo parecía normal, pacífico, como si la noche anterior hubiera sido una pesadilla. Pero no lo era.
Matilde caminó hacia el pozo. Los tablones que lo cubrían estaban carcomidos, flojos, cubiertos de musgo y excrementos de pájaros. Con cuidado los apartó uno a uno dejándolos caer al suelo. El último estaba más pesado, húmedo, y se deshizo en las manos.
El brocal era de piedra gris, gastado por el tiempo y las manos que lo usaron durante años. Matilde se asomó. La oscuridad del fondo era absoluta, como mirar un agujero en el mundo. El aire que subía olía a tierra mojada y a algo más. Algo que no supo identificar, algo viejo. Dejó caer una piedra. Pasaron tres segundos eternos antes de oír el golpe seco, apagado, contra algo que definitivamente no era agua. No había agua, solo tierra y silencio.
¿Qué haces ahí arriba, muchacha? Matilde se volvió sobresaltada. Remedios estaba parada en el lindero del terreno, apoyada en su bastón, mirándola con los ojos entrecerrados y una expresión que mezclaba curiosidad y miedo. “Vine a ver si necesitabas algo”, dijo la anciana. “Aunque veo que ya encontraste lo que no debías buscar.
” “Anoche oí llorar”, dijo Matilde sin rodeos. “Venía de aquí.” Remedios bajó la vista y sacudió la cabeza lentamente. Te lo dije, esta casa no está en paz. Hay almas que no pueden irse. ¿Por qué nadie buscó en el pozo cuando desapareció esa mujer? ¿Por qué nadie se aseguró? Porque Jacinto no dejaba que nadie se acercara.
Decía que el pozo se había secado hacía años, que no servía, que era peligroso. Y la gente le tuvo miedo. Era un hombre grande, silencioso, de esos que miran de frente y no parpadean. Cuando hablaba, su voz sonaba como piedras chocando. Nadie quería contrariarlo. Y después de que murió, después del suicidio, Remedio se encogió de hombros. Nadie quiso venir.
Decían que su espíritu rondaba, que se oía caminar de noche, que había sombras que no eran de este mundo. La gente prefiere inventar fantasmas antes que enfrentar lo que hicieron los vivos. Matilde sintió una rabia fría, lenta, subirle por el pecho como agua negra. Y nadie pensó en Luz María, en que tal vez esté ahí abajo esperando que alguien la saque.
Remedios guardó silencio durante un largo rato, luego suspiró y se apoyó más pesadamente en el bastón. La gente no quiere saber, muchacha. Saber duele. Saber obliga. Es más fácil creer en maldiciones que admitir que dejamos que un hombre matara a su mujer y se saliera con la suya durante 20 años. Esa mañana Matilde bajó al pueblo y pidió prestada una cuerda gruesa y una pala.
Don Esteban la vio llegar a su casa y negó con la cabeza antes de que ella abriera la boca. No te metas en eso, Matilde. Lo que pasó pasó. No vas a arreglar nada removiendo huesos viejos. Solo vas a traer problemas. No voy a vivir arriba de una tumba sin saber qué hay ahí”, respondió ella con voz firme. “No voy a dormir oyendo llorar a esa mujer todas las noches. Entonces vivirás sola.
Nadie te va a ayudar. Nadie quiere verse mezclado en eso. No necesito ayuda. Solo necesito la cuerda y la pala.” Don Esteban la miró largo rato, luego entró a su casa y regresó con una cuerda enrollada y una pala vieja con el mango agrietado. Devuélvelas cuando termines y que Dios te acompañe, porque nadie más lo va a hacer.
Matilde volvió a la chosa con la cuerda al hombro y la pala en la mano. Pasó el resto del día limpiando el terreno alrededor del pozo, cortando maleza con un machete prestado, apartando piedras, arrancando nopales espinosos. Necesitaba ver claro. Necesitaba luz. Necesitaba que cuando bajara pudiera subir sin enredarse en raíces ni tropezar con escombros.
Cuando el sol empezó a bajar, tiñiendo los cerros de naranja y púrpura, Matilde ató la cuerda al tronco del mesquite más cercano, el mismo del que Jacinto se había colgado. El nudo le salió firme, apretado. Dejó caer el otro extremo en el pozo. Era lo suficientemente larga. Tocaba fondo con 2 m de sobra. No iba a bajar esa noche. Necesitaba luz. Necesitaba estar descansada.
Pero bajaría. Mañana bajaría. Al caer la tarde, cuando las sombras ya cubrían la chosa, llegó un hombre a caballo. Era joven, de unos 30 años, con rostro moreno curtido por el sol y ojos cansados, pero amables. Vestía ropa de trabajo, pantalón de manta remendado y camisa descolorida con sombrero de palma desilachado.
Desmontó frente a la chosa y se quitó el sombrero con gesto respetuoso. Buenas tardes, señora. Soy Eliseo Durán. Vivo en el rancho de abajo, al otro lado del arroyo. Me mandó mi madre a avisarle que si necesita algo, agua, comida, lo que sea, puede tocar a nuestra puerta. No está obligada a estar sola. Matilde lo miró sorprendida.
Era el primer gesto genuino de amabilidad desde que llegó al pueblo. Gracias. No pensé que hubiera gente dispuesta a ayudar. Eliseo se encogió de hombros. Mi madre dice que a los muertos hay que dejarlos descansar, pero a los vivos hay que ayudarlos a vivir. Ella era amiga de Luz María. Nunca creyó que se hubiera ido sola.
Si va a bajar a ese pozo, debería tener a alguien arriba por si acaso. Yo puedo venir mañana al amanecer. ¿Sabes lo que pasó aquí? ¿De verdad? Eliseo asintió lentamente. Sé lo que dice la gente y sé que mi padre vio a Jacinto cargando algo envuelto en un petate una noche hace muchos años. Era tarde, después de medianoche.
Mi padre volvía de ayudar a nacer un becerro en el rancho de don Aurelio. Vio a Jacinto subiendo por el camino, cargando algo pesado, arrastrando los pies. Mi padre lo saludó, pero Jacinto pasó de largo sin responder, como si no lo viera. Nunca quiso hablar de eso, pero yo vi cómo miraba a Jacinto cuando se cruzaban en el pueblo, como si supiera algo que no podía decir. Matilde sintió que el aire se volvía más pesado, más frío.
Tu padre vive. Murió hace 3 años. Se cayó del caballo y se quebró el cuello. Se llevó el secreto. Pero yo siempre supe que sabía algo. Esa noche el llanto regresó. Más fuerte que la noche anterior, más claro, más desesperado. Matilde salió de la choa y se quedó parada frente al pozo, descalza sobre la tierra fría con el reboso apretado contra el pecho. Temblaba, no de miedo, sino de rabia y tristeza mezcladas.
“Ya voy!”, susurró hacia la oscuridad del pozo. “Ya voy a sacarte. Ya nadie te va a olvidar.” Y el llanto, lentamente, como si alguien estuviera escuchando, se apagó hasta convertirse en un suspiro. Luego, en silencio, Matilde se quedó ahí parada hasta que el frío le caló los huesos, mirando la oscuridad del pozo, como si pudiera ver a través de ella.
Capítulo 3. La bajada. Al amanecer del día siguiente, Eliseo llegó montado en su caballo pinto, trayendo una linterna de mano con pilas nuevas, un costal de yute y un cantarito de barro con agua fresca. No dijo nada innecesario, solo amarró su caballo al mezquite.
Revisó el nudo de la cuerda que Matilde había preparado, tiró de ella varias veces para probar su resistencia. Es firme, dijo, “aguanta el peso. Yo me quedo arriba vigilando. Si pasa algo, si necesita que la suba, jala tres veces seguidas. Si todo está bien, jala una vez cada tanto para que sepa que sigue respirando.” Matilde asintió.
Se había puesto su ropa más vieja, un vestido de manta desteñido y remendado, el reboso amarrado a la cintura para tener las manos libres, el cabello recogido en una trenza apretada, llevaba la linterna colgada del cuello con un cordel y la pala atada a la espalda con un trapo. Antes de empezar se santiguó, no por fe necesariamente, sino por respeto, por Luz María, por todas las mujeres que habían desaparecido en silencio, tragadas por la tierra o por la violencia de los hombres. Comenzó a descender.
La oscuridad se tragó la luz del sol casi de inmediato. Las paredes del pozo eran de piedra irregular, húmedas, cubiertas de musgo verde oscuro y raíces delgadas que colgaban como dedos. El aire se volvió más frío a medida que bajaba, más denso, cargado de humedad y de un olor extraño, como a tierra removida hace mucho tiempo y nunca vuelta a tocar.
A mojo, a encierro, a olvido. Matilde bajaba despacio, probando cada apoyo antes de soltar el anterior, apoyando los pies en las irregularidades de la piedra, aferrándose a la cuerda con fuerza. La cuerda le quemaba las palmas de las manos, el corazón le latía tan fuerte que lo sentía en los oídos, un tambor sordo que hacía eco en las paredes del pozo.
La luz de arriba se volvió un círculo pequeño, lejano, real. Cuando sus pies tocaron el fondo, se quedó inmóvil un momento, respirando entrecortadamente. Jaló la cuerda una vez para avisar que había llegado. Luego encendió la linterna. El fondo del pozo era pequeño, circular, de unos 3 m de diámetro.
La tierra estaba compacta, apelmazada, oscura, pero en el centro había algo que no encajaba, una depresión rectangular de aproximadamente 1,80 de largo por 60 cm de ancho, como si alguien hubiera cabado un hoyo y luego lo hubiera rellenado con prisa, sin preocuparse por emparejar la superficie. Una tumba. Matilde dejó la linterna apoyada en una saliente de la pared, apuntando hacia el centro.
Desató la pala de su espalda y empezó a acabar. La tierra cedía fácil al principio, suelta, arenosa. Luego se volvió más dura, más oscura, más compacta. Matilde cababa con furia silenciosa, echando la tierra hacia los lados, haciendo una pila contra la pared. El sudor le corría por la frente, mezclándose con el polvo.
Las manos le sangraban con ampollas reventadas y palmas despellejadas, pero no se detenía. Y entonces la pala chocó contra algo con un sonido hueco diferente. Matilde dejó caer la pala y se arrodilló. Con las manos apartó la tierra con cuidado. Primero apareció tela, un petate podrido deshecho por la humedad y el tiempo. Luego, entre los girones de fibra apareció algo blanco, algo que brillaba débilmente bajo la luz de la linterna. Huesos.
Matilde se echó hacia atrás, respirando entrecortadamente con el corazón a punto de estallar. Cerró los ojos, contó hasta 10. Respiró profundo, luego siguió apartando tierra. Ahora con más cuidado, con más reverencia, era un esqueleto completo, perfectamente conservado por la tierra seca y compacta, pequeño, de mujer.
Los huesos estaban ordenados en posición fetal, con las rodillas contra el pecho y los brazos cruzados, como si alguien la hubiera arrojado ahí y ella en los últimos momentos hubiera intentado hacerse más pequeña, desaparecer. protegerse de algo que ya no tenía remedio. El cráneo miraba hacia un lado con la mandíbula ligeramente abierta, como si hubiera muerto gritando o llorando. Matilde sintió que algo se rompía dentro de ella. No lloró.
No tenía lágrimas para esto. Solo una rabia inmensa, fría, que le llenaba el pecho como agua negra y espesa. Siguió apartando tierra con cuidado, liberando los huesos. Y entonces vio algo más junto al cuello, entre las vértebras y las costillas, había algo que brillaba metálico.
Con cuidado infinito lo tomó entre los dedos y lo limpió con el borde del vestido. Era un crucifijo de plata, pequeño, sencillo, del tipo que usan las mujeres pobres del campo, heredado de madres a hijas. Y en la parte de atrás, grabado con letras toscas, hechas probablemente con un clavo, Luz María Zamora.
Matilde se quedó arrodillada en la oscuridad, sosteniendo el crucifijo contra el pecho. Temblando, apretó los dientes para no gritar. “Ya te encontré”, susurró con voz quebrada. “Ya nadie te va a olvidar. Te lo juro por mi vida.” Jaló la cuerda tres veces. Arriba. Eliseo empezó a jalar de inmediato, firme, pero sin prisa. Matilde subió aferrada a la cuerda con el crucifijo apretado en una mano y la otra sangrando por el rose.
Le parecía que la subida duraba eternidades, que nunca iba a volver a ver el sol. Cuando por fin su cabeza salió del pozo, el aire fresco le golpeó la cara como una bofetada. Eliseo la agarró de los brazos y la ayudó a salir completamente. Matilde se desplomó en el suelo, respirando en bocanadas profundas, temblando de pies a cabeza.
Eliseo no preguntó, solo le pasó el cantarito de agua y esperó en silencio, dándole tiempo. Después de un largo rato, Matilde habló con voz ronca. Está ahí, Luz María. Está ahí. Y no se fue sola. La mataron y la tiraron como basura. Eliseo apretó la mandíbula. con los ojos brillantes. ¿Qué quieres hacer? Sacarla, enterrarla como se debe en el cementerio con su nombre y que todo el pueblo sepa lo que Jacinto hizo. El pueblo no va a querer oír. Tienen miedo. Les conviene el olvido.
Entonces van a oír de todos modos. Ya no puede haber más silencio. Esa tarde Matilde fue a la iglesia. Aunque no había cura desde hacía años, las puertas estaban abiertas. Adentro olía a cera vieja, a humedad, a abandono. Los santos de yeso estaban desportillados, las bancas comidas por la polilla, pero el altar seguía ahí, cubierto con un mantel raído, pero limpio.
Matilde se arrodilló frente al altar y puso el crucifijo sobre el mantel junto a la imagen de la Virgen. “No sé si hay alguien escuchando”, dijo en voz alta, sin importarle si sonaba blasfema. Pero si lo hay, que sepa que Luz María ya no está sola, que alguien la encontró, que alguien va a decir su nombre. Cuando salió, con el sol ya bajo en el horizonte, había tres mujeres esperándola en la puerta de la iglesia.
Eran viejas, con rebozos negros y rostros duros, marcados por años de trabajo y silencio. Una de ellas se adelantó, la más anciana, con la espalda encorbada, pero la mirada firme. “Oímos lo que encontraste. Queremos ayudar.” Matilde las miró sorprendida, con los ojos ardiendo de cansancio.
Pensé que nadie querría saber, que todos iban a darme la espalda. Los hombres no quieren saber, dijo otra de las mujeres más joven con las manos callosas y manchadas de cal. Los hombres siempre tienen miedo de lo que va a decir la gente de perder autoridad. Nosotras siempre supimos, pero no teníamos pruebas. Ahora las tienes tú.
La tercera mujer, con los ojos húmedos añadió, Luz María era mi prima hermana. No la vi en 20 años, pero nunca creí que se hubiera ido sola. Ella me quería. no se habría ido sin despedirse. Matilde sintió que algo se aflojaba en su pecho, algo que había estado apretado desde que llegó al pueblo. “Mañana la sacamos”, dijo con voz firme. “Y mañana todos van a saber la verdad.
” Las mujeres asintieron en silencio y una a una se fueron caminando despacio por las calles vacías del pueblo, mientras la noche caía como un manto. Capítulo 4. La verdad. Al día siguiente, antes de que el sol saliera, un grupo de ocho mujeres subió a la choza en procesión silenciosa. Traían cuerdas, mantas limpias de algodón blanco, veladoras, agua bendita que una de ellas había guardado desde el último bautizo.
Traían también palas, tablas y la determinación de hacer lo que debió hacerse 20 años atrás. Eliseo llegó con su hermano menor, un muchacho callado de 16 años llamado Tomás. Traían poleas, tablones gruesos y herramientas para armar una estructura que permitiera sacar los restos sin dañarlos, con la dignidad que merecían. Tardaron horas.
El sol ya estaba alto cuando lograron armar el sistema de poleas, bajar con cuidado, envolver los huesos en las mantas blancas y subirlos despacio como si cargaran cristal. Las mujeres recibieron el bulto con reverencia, con lágrimas en los ojos, susurrando oraciones que algunas habían olvidado, pero que volvían a la boca como agua de pozo antiguo. Matilde permaneció arriba todo el tiempo, vigilando, rezando en silencio, palabras que no sabía que recordaba.
Cuando terminaron, cuando los restos estuvieron en la superficie envueltos en mantas y rodeados de flores silvestres que las mujeres habían cortado en el camino, Matilde sintió que podía respirar por primera vez desde que llegó a San Jerónimo. Llevaron el cuerpo a la iglesia en procesión. Las mujeres adelante, Eliseo y Tomás atrás, cargando la camilla improvisada.
Matilde iba al lado con el crucifijo en la mano. La noticia corrió por el pueblo como fuego en pasto seco. Al mediodía había gente reunida frente a la iglesia. Hombres con los sombreros en la mano sin saber qué decir. Mujeres con los ojos rojos, algunas llorando abiertamente, niños callados sintiendo que algo importante estaba pasando, aunque no entendieran qué.
Don Esteban llegó al último arrastrando los pies con la cabeza gacha. Se paró frente a Matilde sin poder mirarla a los ojos. ¿Qué quieres lograr con esto? Jacinto está muerto. No puedes hacerle nada. Solo vas a abrir heridas viejas. No se trata de castigarlo a él, respondió Matilde con voz tranquila pero firme. Se trata de que Luz María deje de ser un fantasma, un chisme, una leyenda.
Se trata de que tenga nombre, tumba, memoria, de que alguien diga que existió y que lo que le pasó estuvo mal. Vas a dividir al pueblo. El pueblo ya estaba dividido, don Esteban, entre los que sabían y los que no querían ver, entre los que callaron y los que sufrieron ese silencio. Don Esteban no respondió, solo se quitó el sombrero lentamente y entró a la iglesia con pasos cansados.
Esa tarde las mujeres lavaron los huesos con agua de rosas y romero con cuidado infinito, susurrando oraciones y disculpas. Los envolvieron en lino blanco, limpio, nuevo. La prima de Luz María, que se llamaba Felipa, trajo el vestido de boda que Luz María nunca pudo usar.
Guardado en un baúl durante 20 años, esperando un milagro que nunca llegó. Lo colocaron sobre la caja de madera que Eliseo había construido esa misma mañana. trabajando sin parar, clavando cada clavo como si fuera un acto de justicia. No hubo cura, pero hubo oraciones. Cada mujer habló. Dijeron cosas sobre Luz María que Matilde no conocía, pero que ahora conocería para siempre.
Hablaron de su risa, que sonaba como agua corriendo, de cómo trenzaba el cabello de las niñas del pueblo haciendo diseños complicados que parecían encaje de cómo cantaba mientras molía maíz en el metate, canciones viejas que su abuela le había enseñado de cómo cuidaba a los enfermos llevándoles té de hierbas y tortillas calientes. De cómo soñaba con tener hijos y plantar un huerto de duraznos.
de cómo Jacinto se volvió celoso, violento, cuando otros hombres la miraban, de cómo ella empezó a usar rebos para cubrir moretones, de cómo dejó de sonreír. Matilde fue la última en hablar. Se paró frente a la caja con las manos temblando. No la conocí en vida, pero viví en su casa. Dormí donde ella durmió. Oí su llanto pidiendo que alguien la encontrara. Y ahora sé por qué lloraba.
No por ella, porque los muertos no necesitan nuestro llanto. Lloraba porque nadie la buscó, porque la olvidaron, porque dejaron que su nombre se volviera una leyenda, un chisme, un cuento para asustar niños. Hoy dejamos de olvidar. Hoy decimos su nombre. Luz María Zamora. Existió.
Fue asesinada y merece descansar en paz. Enterraron a Luz María al día siguiente en el cementerio del pueblo bajo un mezquite viejo que daba sombra generosa. Las mujeres plantaron flores, claveles rojos, rosas blancas, caléndulas amarillas.
Felipa puso una cruz de madera que su hijo había tallado durante toda la noche con el nombre grabado profundo Luz María Zamora. 1955-1975. No olvidada. El pueblo entero estaba ahí. Incluso los hombres que habían preferido no saber, que habían mirado hacia otro lado durante 20 años, estaban ahí con las cabezas gachas, con vergüenza en los ojos. Don Esteban se acercó a Matilde después del entierro.
“Hiciste lo correcto”, dijo en voz baja. Yo debía haberlo hecho hace años. Todos debimos, pero tuvimos miedo. Matilde no respondió, no había nada que decir. Esa noche, cuando Matilde volvió a la chosa, por primera vez desde que llegó, el silencio no era opresivo, era limpio, tranquilo, como si la tierra misma hubiera exhalado algo que llevaba años conteniendo.
se sentó frente al pozo, ahora completamente tapado con piedras y argamasa, que Eliseo y Tomás habían traído. Sobre las piedras alguien había puesto un ramo de flores silvestres. “Ya puedes descansar”, susurró Matilde hacia la tierra. “Ya no estás sola.” Y esa noche no hubo llanto. Los días siguientes fueron diferentes. Algunos vecinos empezaron a saludarla en el camino.
Otros le llevaban cosas: un pollo, huevos frescos, una olla de frijoles, semillas para sembrar. Las mujeres venían a visitarla, a tomar café de olla en la puerta de la choa, a enseñarle dónde estaba el mejor barro para hacer adobes, cómo leer las nubes para saber cuándo vendría la lluvia. Matilde limpió la choosa completamente con ayuda de remedios y felipa.
Encalaron las paredes hasta que brillaron blancas como hueso limpio. Pusieron flores en latas viejas. Colgaron el reboso de Luz María en un lugar de honor junto a una veladora que Matilde mantenía siempre encendida, junto a la imagen de la Virgen. Una tarde, Felipa llegó con un paquete envuelto en papel de estrasa amarillento.
Esto era de ella, dijo con voz quebrada. Quiero que lo tengas tú. Nadie más lo merece. Matilde lo abrió con cuidado. Era una colcha tejida a mano, con hilos de colores que formaban pájaros en vuelo, flores abiertas, soles radiantes. Cada puntada era perfecta, hecha con amor y paciencia infinita. La hizo para su boda, explicó Felipa limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.
Trabajó en ella durante un año entero. Nunca pudo usarla. Matilde extendió la colcha sobre el catre. Era hermosa, llena de vida y esperanza. La voy a cuidar, prometió, como si fuera mía, como si fuera de una hermana. Esa noche Matilde durmió por primera vez desde que llegó a San Jerónimo.
Durmió profundamente, sin sueños, sin llantos, sin miedo. Cuando despertó, el sol entraba por la ventana limpia. pintando rayas doradas en el suelo de tierra. Afuera los pájaros cantaban. El viento traía olor a tierra mojada, señal de que las lluvias estaban cerca. Se levantó, se puso el reboso y salió a trabajar en el terreno que había empezado a limpiar.
La tierra la esperaba y con ella una vida nueva construida sobre la verdad de las muertas, sobre la memoria de las olvidadas. Porque en San Jerónimo, después de 20 años de silencio y cobardía, alguien había decidido escuchar. Alguien había tenido el valor de mirar en la oscuridad y sacar a la luz lo que todos sabían, pero nadie quería ver.
Y eso lo había cambiado todo. El pueblo seguiría siendo pobre, la tierra seguiría siendo dura, pero ahora había algo diferente en el aire, una sensación de que las cosas podían ser nombradas, de que la justicia, aunque llegara tarde, aunque llegara de las manos de una viuda sin nombre y sin familia, todavía era posible.
Matilde plantó maíz en el terreno donde antes estaba el pozo. Plantó frijoles, calabazas, chiles y cada mañana, al salir de la chosa, miraba hacia el cementerio en la distancia y susurraba, “Buenos días, Luz María.” Y seguía trabajando con las manos en la tierra y el corazón en paz, sabiendo que había hecho lo correcto, que había devuelto un nombre al silencio, y eso al final era todo lo que importaba.
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