El gélido viento de finales de otoño aullaba sobre las áridas llanuras como un lobo hambriento, buscando presa, arrastrando polvo y hojas secas más allá de las desgastadas casas de madera que se alzaban dispersas por la solitaria frontera de Wyoming, donde el hambre y la esperanza a menudo compartían la misma mesa. En una pequeña cabaña derruida, cerca del borde de un bosquecillo de álamos moribundo, vivía Whitlock, una joven viuda de no más de veintisiete años.

Aunque la tristeza había marcado su rostro con arrugas que la hacían parecer más vieja que las montañas. Su otrora fuerte esposo, Thomas Whitlock, había muerto seis meses antes de fiebre y una caída de un caballo asustadizo mientras intentaba traer forraje del pueblo. Desde entonces, el mundo no había tenido piedad. Las cosechas se perdieron por la sequía. Los zorros se comieron las gallinas.

La última vaca yacía muerta junto al lecho seco del arroyo, con las costillas marcadas contra su piel. Los hijos de Elara, Ruth, de tan solo ocho años, y Samuel, de apenas cinco, permanecían en silencio la mayor parte del día, no por obediencia, sino por un hambre tan profunda que ni siquiera podían llorar. Tenían las mejillas hundidas, el pelo enmarañado y los ojos demasiado grandes para sus caritas.

Cada mañana, Aara se levantaba antes del amanecer, con la esperanza de encontrar algo, lo que fuera, para darles de comer. Buscaba en el arroyo peces demasiado pequeños para pescar, cortaba las pocas hojas de diente de león que crecían entre las piedras solo para hervirlas y hacer sopa. Pero ayer, Samuel se desmayó mientras intentaba recoger leña. Hoy, Ruth tosió sangre en un pañuelo roto.

Aara ya no le quedaban lágrimas, e incluso estas escaseaban. Esa mañana, la escarcha cubría las esquinas de las ventanas de la cabaña, y el viento se colaba por las grietas de los troncos como un susurro de muerte. Aara estaba de pie junto a la mesita de madera, con las rodillas débiles y las manos temblorosas, mirando los dos trozos de pan de maíz duro que quedaban de hacía tres días.

Estaban demasiado duros para masticar, demasiado pequeños para compartir. Aun así, los colocó con delicadeza frente a sus hijos con una sonrisa cansada. «Coman despacio», susurró con la voz quebrada. Llevaba dos días sin comer. Su vestido, antaño de un verde intenso, ahora le colgaba de los hombros como cortinas raídas, y sus botas se sostenían con un hilo y una plegaria.

Miraba fijamente la puerta, con la mente agobiada por la decisión que la había atormentado durante semanas. Solo había una persona en un radio de 80 kilómetros que tenía el poder de salvarla. Niños de la muerte: Cassian Hayes, el ranchero más rico del territorio de Wyoming, dueño del extenso Rancho Silverhorn, un hombre temido por algunos, respetado por muchos.

Se rumoreaba que tenía un corazón de piedra. Sin embargo, otros juraban haber visto un destello de bondad tras sus fríos ojos grises. Ara nunca le había dirigido más que un saludo cortés en la tienda del pueblo. Pero lo había visto cabalgar por el asentamiento, alto y erguido en la silla, con su oscuro abrigo ondeando tras él, el sombrero calado hasta los huesos para protegerse del sol, su presencia tan imponente como las montañas que se alzaban en la distancia. Se decía que poseía más de 2000 acres de tierra, quinientos caballos y más ganado del que un hombre podría tener. Sus vaqueros lo seguían con lealtad, y su palabra tenía más peso que la placa del sheriff. Pero no era conocido por su caridad, y ella temía acercarse a él más que a la muerte.

Sin embargo, cada vez que miraba los rostros cada vez más demacrados de sus hijos, la decisión se volvía más clara. Esa mañana, mientras Ruth y Samuel mordisqueaban las migajas secas, Aara se anudó su chal descolorido sobre los hombros, besó la frente de cada uno y susurró: «Mamá volverá antes del atardecer». «Sé valiente». Los ojos de Ruth, vidriosos por el hambre y la preocupación, escrutaron el rostro de su madre.

«¿Adónde vas, mamá?», preguntó. Ara vaciló, un dolor punzante le atravesaba el pecho, pero forzó una sonrisa. «A buscar ayuda». Ara salió a la fría mañana; el suelo duro bajo sus botas gastadas. La escarcha crujía a cada paso, como si la tierra misma se estremeciera con cada pisada. El cielo era de un gris plomizo, cargado de nubes que amenazaban con nieve, y el aire tenía un sabor a viento gélido y soledad.

Se ajustó el chal, aunque poco la protegía del frío, y emprendió la larga caminata hacia el Rancho Silverhorn, casi 24 kilómetros a través de campo abierto, praderas áridas y viejas huellas de carretas, pasando junto a casas silenciosas, donde ya no salía humo de las chimeneas porque se había agotado la leña. Su aliento se convertía en pequeñas nubes, y sus pasos eran lentos pero firmes.

Cada kilómetro se sentía como una confesión. Había fallado al legado de su esposo, había roto la promesa que le hizo en su lecho de muerte de proteger a sus hijos. Pero el orgullo no podía llenar sus estómagos, y ella había aprendido que la dignidad era un lujo que el hambre no podía permitirse. Mientras caminaba, su mente repasaba recuerdos de tiempos mejores.

Thomas riendo mientras ayudaba a Samuel a subirse a un caballo por primera vez. Ruth persiguiendo luciérnagas en el crepúsculo de verano con cintas en el pelo. El aroma del pan recién horneado enfriándose en el alféizar de la ventana. El calor de un fuego crepitante en la chimenea. Aquellos días parecían pertenecer a otra vida. A otro mundo donde aún existían el amor y la esperanza.

Ahora en

El viento gélido y la tristeza la acompañaban. Pasaron las horas. El viento arreció, calándole hasta los huesos, hasta que la piel le ardía y se le entumecía. Le dolían los pies, llenos de ampollas, y luego el frío le calaba hasta los huesos. Al mediodía pudo ver el humo que se elevaba a lo lejos desde las chimeneas del Rancho Silverhorn; hileras de cercas se extendían por el terreno como las costillas de una bestia ancestral, y más allá se alzaban amplios graneros pintados de rojo intenso, corrales repletos de caballos y trabajadores que se movían como motas oscuras sobre la tierra cubierta de nieve. La casa principal del rancho se elevaba sobre todo, grande, construida de madera y piedra, orgullosa contra el telón de fondo de las montañas púrpuras. Se detuvo un instante, con el corazón latiéndole con una mezcla de miedo y desesperación. ¿Qué diría? ¿La escucharía? ¿La rechazaría antes incluso de que pudiera hablar? Tragó saliva con dificultad, susurrando una plegaria que no estaba segura de que alguien escuchara, y se obligó a seguir caminando mientras se acercaba a la cerca exterior.

Un peón del rancho, un hombre alto y corpulento con un abrigo grueso, bufanda y sombrero, dio un paso al frente, entrecerrando los ojos. —¿Perdió, señora? —preguntó con voz áspera, pero no cruel. Los labios de Ara temblaron mientras negaba con la cabeza—. Necesito hablar con el señor Hayes. El peón frunció el ceño—. El señor Hayes no recibe visitas sin motivo.

Lo miró a los ojos, y lo que él vio en ellos —dolor, hambre, determinación— lo hizo detenerse. Asintió una vez y le indicó que lo siguiera. Cruzaron el patio, pasando junto a pacas de heno apiladas y caballos que escarbaban la tierra fría, junto a peones que remendaban cercas y ensillaban caballos. Algunos la miraron con curiosidad, otros con lástima y otros con indiferencia.

Sentía cada mirada como una aguja contra la piel, pero mantuvo la cabeza en alto, incluso cuando las lágrimas le picaban en los ojos. El peón la condujo hasta los escalones de la casa grande y luego entró para buscar a su jefe. Ara se quedó sola en el porche. Con las manos doloridas entrelazadas frente a ella, el corazón latiéndole como un tambor en el pecho. Los minutos pasaron como horas.

Entonces la puerta se abrió. Cassie Hayes apareció en el umbral, alto y de rasgos afilados. Su cabello oscuro estaba ligeramente escarchado en las puntas, y su abrigo desabrochado lo justo para dejar ver el elegante chaleco que llevaba debajo. Sus ojos, grises como el cielo invernal, se posaron en ella, indescifrables. —Me llamaste —dijo con voz baja y firme.

Ara intentó hablar, pero sintió un nudo en la garganta. Bajó la mirada, con la respiración entrecortada. —Señor Hayes, discúlpeme por venir sin invitación. Él no dijo nada, esperando. Ella alzó la vista hacia su desesperación cruda y evidente. —Me llamo Ala Whitlock. Mi esposo, Thomas Whitlock, murió hace seis meses. Los ojos de Cassian parpadearon.

El nombre de su esposo era conocido en estas tierras. —Lo recuerdo —murmuró. Ala tragó saliva, con los ojos llenos de lágrimas. —Mis hijos, Ruth y Samuel, se mueren de hambre. No me queda nada. Ni cosechas, ni ganado. No puedo más. Su voz se quebró. Se cubrió la boca, con los hombros temblando. Cassian permaneció en silencio, con los labios apretados en una fina línea. Pero su mirada no se apartó de la de ella. Finalmente, con lágrimas que le recorrían las mejillas, susurró las palabras que le desgarraban el alma: «Por favor, llévense a mis hijos. Aliméntenlos. Sálvenlos. Son buenos, bondadosos. No merecen morir por mi culpa». Su voz se quebró al añadir, apenas audible: «Llévenselos, aunque no me lleven a mí». El viento se aquietó, como si el mundo entero contuviera la respiración.

La expresión de Cassian cambió, aunque sutilmente. Algo se suavizó en sus ojos. Dio un paso más cerca, estudiándola. Esta frágil mujer, enfrentándose a la tormenta, entregando su corazón para salvar a sus hijos. «¿Has caminado todo este camino para entregar a tus hijos?», preguntó en voz baja. Todos asintieron. La vergüenza y el dolor la envolvían como cadenas.

«Si eso significa que vivirán», susurró. Un silencio se extendió entre ellos. Entonces, para su sorpresa, Cassian dijo con voz baja y firme: «Me los llevaré. Pero también te llevaré a ti». Ara contuvo el aliento. Lo miró confundida, temblando. «¿Qué?». La mandíbula de Cassian se tensó. —No separaré a una madre de sus hijos. Si vienen a mi rancho, vienes con ellos.

Aar cayó de rodillas, abrumada, con lágrimas que ahora le corrían libremente, lágrimas de alivio. Incredulidad, esperanza. Cassian le tendió una mano enguantada. —Levántate —dijo suavemente—. Esta tierra no es lugar para mendigar. Ella colocó su mano helada en la de él, y él la ayudó a ponerse de pie. Ara permaneció allí temblando, con la mano aún apoyada en la palma enguantada de Cassian, su mente luchando por comprender si estaba soñando o si Dios finalmente la había escuchado. Oraciones desesperadas.

Su mano estaba cálida y firme a pesar del viento frío. Y por un momento olvidó cómo respirar. Cassian soltó su mano con delicadeza, como si fuera algo frágil que pudiera romperse con un toque brusco. Sus ojos, aún duros como el acero forjado en la superficie, albergaban una silenciosa tormenta de pensamientos.

Se giró levemente hacia uno de los peones que permanecía cerca. —Ensilla un caballo y prepara un carro —dijo con firmeza—. Vamos a la finca de los Whitlock. El peón asintió rápidamente, mirando con curiosidad a Ara antes de marcharse a toda prisa. Ara parpadeó.

Atónita. —¿Vienes? —preguntó en voz baja.

Cassian la miró con una calma que no comprendía. —Viniste sola. No obligaré a tus hijos a hacer lo mismo. —Sus palabras eran sencillas, pero la conmovieron profundamente. Hacía mucho que nadie hablaba por ella ni la protegía. Abrió la boca para agradecerle, para que pronunciara alguna de las cientos de palabras que se le enredaban en la garganta, pero no le salieron.

Cassian se ajustó el sombrero y bajó del porche. —Entra —dijo por encima del hombro—. Necesitas comer antes de cabalgar. No ayudas a nadie si te mueres de hambre. Ara vaciló en el umbral de la gran casa del rancho. Las botas dejaban tenues marcas de barro y escarcha en la madera pulida del porche.

La puerta permanecía abierta, una luz cálida se derramaba como miel derretida, acogedora pero a la vez desconocida. Entró despacio, con el corazón palpitante. El interior olía a humo de leña y a pan recién horneado, con aroma a cuero y pino. Una gran chimenea de piedra crepitaba en la sala principal, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. Astas disecadas, rifles pulidos y retratos de antepasados ​​de semblante severo adornaban las paredes, recordándole que se encontraba en la casa del poder, de un hombre que había forjado su vida con disciplina y decisiones que pesaban más que las balas. Cassian asintió a una mujer de mediana edad con trenzas y canas, y un rostro sereno y severo. La señora Marbel Foster, el ama de llaves. —Denle pan y caldo —dijo. La señora Foster la miró fijamente, con una expresión entre la sospecha y la compasión, y luego la acompañó a sentarse a una robusta mesa de madera. Unos instantes después, un humeante tazón de caldo y una gruesa rebanada de pan fueron colocados frente a ella.

El aroma la envolvió como algo sagrado. Le temblaban las manos al partir el pan, y las lágrimas le nublaron la vista al llevárselo a los labios. Susurró: «Gracias. Gracias», aunque no estaba segura de si le hablaba al ama de llaves, a Dios o a Cassian. Cassian se quedó a unos pasos de distancia, con los brazos cruzados, observándola, no con reproche.

Sino como un hombre que intenta calibrar el peso de una historia que aún no ha escuchado por completo. —Come —dijo en voz baja, despacio—. No estás acostumbrada a la comida, Arab. Cada bocado era a la vez alivio y dolor, mientras su cuerpo vacío luchaba por asimilar el alimento. Tras unos instantes, cuando sus manos dejaron de temblar, Cassian volvió a hablar. —¿A qué distancia está tu casa de aquí? Aara se limpió los labios con el dorso de la mano.

—A once kilómetros al este, pasando el arroyo y los álamos muertos. Cassian asintió. Permaneció en silencio un rato, como si rebuscara en sus propios recuerdos. Luego dijo: —Tu marido ayudó una vez a uno de mis peones. Lo sacó de un río helado el invierno pasado cuando su caballo resbaló en el hielo. Le salvó la vida. Todos levantaron la vista bruscamente, sorprendidos.

Thomas nunca se lo había contado. Cassian continuó: —No olvido las deudas. A Allar se le hizo un nudo en la garganta. —No vine a saldar una deuda —dijo en voz baja—. Vine porque no tenía otra opción. Prefiero morir antes que ver a mis hijos. Su voz se quebró de nuevo. Cassian no la dejó terminar. —No tendrás que hacerlo —dijo con firmeza.

Poco después, el sonido de cascos y ruedas de carreta resonó afuera. La señora Foster envolvió a Allar con una capa de lana antes de salir de nuevo al frío. Afuera, un robusto caballo ensillado esperaba a Cassian, y una pequeña carreta con gruesas mantas estaba preparada para su viaje de regreso. Cassian montó a caballo con una facilidad casi de práctica.

Todos subieron a la carreta; su cuerpo estaba cansado, pero impulsado por un destello de esperanza que no había sentido en meses. Mientras salían del Rancho Silverhorn, los vaqueros se detuvieron a observar, susurros flotando en el aire helado. Algunos se preguntaban por qué su amo se marchaba con una viuda casi muerta de hambre en su carreta. Otros guardaron silencio, pues confiaban en las decisiones de su jefe como en la salida del sol.

El viento los azotaba mientras viajaban, cortante y frío, pero no tanto como la desesperación que habían enfrentado antes. Los copos de nieve comenzaron a caer perezosamente del cielo, posándose en la crin del caballo, en el abrigo oscuro de Cassian, en los bordes del chal de Aara. La tierra se extendía a su alrededor en tonos grises y blancos, con árboles desnudos como dedos esqueléticos que se alzaban hacia el cielo.

Las montañas lejanas se ocultaban entre la niebla. El arroyo, congelado, trazaba una sinuosa línea plateada a través de las llanuras. Cassian cabalgaba ligeramente hacia adelante, en línea recta. La lluvia permanecía firme en sus manos enguantadas. Aara lo observaba en silencio, con los pensamientos enredados como una tormenta. ¿Quién era este hombre que hablaba poco pero actuaba con tanta fuerza silenciosa? ¿Por qué un ranchero adinerado se molestaría con una viuda y sus hijos hambrientos? No sabía si temerle o confiar en él. Pero cada vez que pensaba en Ruth y Samuel, esperando en aquella fría cabaña con solo mantas raídas y la última esperanza, su corazón se aceleraba, impulsando la carreta hacia adelante. Tras casi dos horas, las siluetas retorcidas de los álamos muertos aparecieron a la vista, marcando el límite de su propiedad. Más allá, ya no salía humo de la chimenea de su casa.

Un escalofrío de miedo la recorrió.

A través de ella. «Por favor, Dios, que estén vivos», susurró al viento. La carreta crujió suavemente al rodar sobre el suelo helado. El aliento del ranchero se elevaba en pequeñas nubes de vapor contra el aire gélido. El pulso de Ara retumbaba en sus oídos mientras la silueta familiar de su cabaña aparecía entre los árboles ralos, pequeña y desgastada por el clima, sin humo y silenciosa; su corazón se oprimió de miedo.

Las ventanas estaban empañadas por la escarcha desde dentro y no se veía ningún movimiento. No esperó a que la carreta se detuviera por completo. Tan pronto como aminoró la marcha cerca del poste roto de la cerca, bajó de un salto, sus débiles piernas a punto de ceder bajo su peso. «¡Ruth! ¡Samuel!», gritó, su voz quebrándose como hielo fino. Tropezó hacia la puerta, la nieve crujiendo bajo sus botas.

Cassian desmontó con suavidad, atando su caballo a la cerca antes de seguirla; sus largas zancadas la alcanzaron justo cuando ella abrió de golpe la puerta de la cabaña. El interior estaba silencioso y gélido. El fuego se había extinguido hasta quedar reducido a cenizas frías. Los vio acurrucados juntos bajo una manta gastada en el suelo, cerca de la chimenea. Por un instante, el mundo se detuvo.

Entonces Samuel se movió, levantando su frágil cabeza, con una voz apenas un susurro. «¡Mamá!». Ara cayó de rodillas, sollozando de alivio mientras tomaba a los dos niños en brazos. Ruth abrió los ojos, parpadeando, con la mirada perdida pero llena de vida. «Regresaste», susurró. Ara apoyó la frente contra la de ellos, con lágrimas que le corrían libremente por las mejillas. «Te dije que siempre regresaría».

Cassian permanecía en silencio junto a la puerta, con una expresión indescifrable, la mirada fija en los rostros demacrados de los niños, en el vacío de la habitación, en la frialdad de un hogar olvidado por la misericordia. Samuel miró más allá de su madre al alto desconocido, confundido pero demasiado débil para hablar. Ruth se aferró a su vestido. «Mamá, ¿viene a llevarnos?», preguntó con voz temblorosa.

Ara le acarició suavemente el cabello a Ruth. «Viene a ayudarnos», susurró. —Nos vamos de aquí —dijo Cassian, dando un paso al frente. Sus botas resonaron silenciosamente sobre las tablas de madera. Se arrodilló junto a ellos, con una extraña ternura reflejada en sus ojos grises. Sacó de debajo de su abrigo un pequeño bulto de tela, aún tibio. Dentro había dos trozos de pan y un tarrito de duraznos en conserva.

Los ojos de Ruth se abrieron de par en par. Samuel extendió la mano con vacilación. Cassian les entregó el pan con delicadeza. —Coman —dijo simplemente. Comieron con manos temblorosas. Hacía tanto tiempo que sus cuerpos no conocían la bondad. Ara los observaba, sintiendo una silenciosa gratitud que le llenaba el pecho como fuego en invierno. Cassian se puso de pie y volvió a mirar la cabaña, fijándose en la silla rota,

la ventana agrietada, los armarios vacíos. —Recojan lo que necesiten —dijo en voz baja. —Nos vamos en diez minutos —asintió Ara, secándose la cara con el dorso de la mano. Con cuidado, ayudó a sus hijos a levantarse, envolviendo a Ruth en su chal y a Samuel en una manta remendada. Se movían despacio, recogiendo solo lo esencial: una Biblia descolorida, un caballo de madera que Thomas había tallado para Samuel, un relicario con su foto de boda y una colcha cosida por su madre.

Afuera, el cielo se había vuelto más pálido y la nieve caía con más fuerza. Cassian ayudó a llevar un pequeño baúl hasta la carreta. Sus manos enguantadas eran firmes, aunque algo torpes. Ruth se aferró a Aara, aún insegura, mientras Samuel miraba con ojos muy abiertos al gran caballo Silver, que esperaba pacientemente junto a la lluvia. Aara ayudó a Samuel a subir a la carreta y guió a Ruth a su lado, arropándolos bien con mantas.

Antes de subir ella también, se volvió hacia la cabaña por última vez. La puerta colgaba ligeramente entreabierta y el viento susurraba las ramas desnudas de los álamos como despedidas silenciosas. Era un lugar lleno de recuerdos, algunos hermosos, otros insoportables. Susurró un adiós silencioso, más al espíritu de Thomas que a la madera y la piedra en descomposición.

Cassian la observó con una mirada que no la invadía, pero tampoco la ignoraba. Cuando por fin subió al carromato, él montó a caballo y encendió la eslinga. El carromato avanzó con un crujido, alejándose del único hogar que ella había conocido. Mientras los copos de nieve caían suavemente a su alrededor, el viaje de regreso al Rancho Silverhorn fue más lento esta vez.

Los niños, envueltos en mantas, se apoyaban en su madre, entre el sueño y la vigilia, con sus manitas aferradas a las de ella. Aara observaba a Cassian cabalgando delante, firme, silencioso, una figura oscura contra el horizonte blanco, y se preguntaba quién era realmente bajo esa apariencia estoica. Pocos hombres habrían hecho lo que él hizo hoy.

Pocos hombres tenían tanto poder, y menos aún lo usaban para levantar a los caídos. A medida que las montañas se acercaban y el sol se ponía, tiñendo el mundo de tonos plateados y azules, Aara sintió algo desconocido agitarse en su pecho. No era certeza, no era seguridad, sino esperanza. Una esperanza frágil y titilante que no se había atrevido a sentir desde antes de la muerte de Thomas. Para cuando las ruedas del carro pasaron la cerca exterior del Rancho Silverhorn, el humo se elevaba de las chimeneas y el cálido resplandor de las linternas iluminaba las ventanas. El aroma a carne asada y pan recién horneado flotaba en el aire frío de la noche. Cassian desmontó.

Y se dirigió al vagón. Le tendió la mano a Arara una vez más.

Ella dudó, luego puso su mano en la de él. Sus dedos estaban cálidos y firmes mientras la ayudaba a bajar, y luego alzó a Samuel en brazos con sorprendente delicadeza. Llevando al niño hacia la casa, Ruth los siguió de cerca, aferrándose a la falda de su madre. Los peones del rancho interrumpieron su trabajo, con los ojos muy abiertos al verlos. Cassie y Hayes, el ranchero de corazón de hierro, cargando a un niño hambriento en brazos como si fuera algo precioso. La señora

Foster salió apresuradamente, con el rostro desencajado por la sorpresa, pero rápidamente reemplazada por la determinación mientras les hacía señas para que entraran. «Llévenlos al fuego», ordenó. «Y calienten agua para bañarlos, estos bebés están congelados». La gran chimenea del salón principal ardía con fuerza, y cuando Arara, Ruth y Samuel entraron en su calor…

La escarcha comenzó a derretirse de su cabello, de su ropa y tal vez de sus corazones. Por primera vez en meses, Arara sintió el calor penetrar en su piel, sintió que el peso del miedo constante comenzaba a aliviarse. Samuel se quedó dormido apoyado en su hombro. Ruth permaneció sentada en silencio, con la mirada fija en las llamas. Cassian estaba cerca, con el sombrero en la mano, la vista oscilando entre los niños y la ventana que se oscurecía con la noche.

Ara lo miró, con los labios temblorosos y las palabras atascadas en la garganta. Finalmente, susurró: «Gracias por todo». Los ojos de Cassian se encontraron con los de ella. Algo tácito fluyó entre ellos. Una comprensión del dolor, de la pérdida, de las promesas silenciosas. Él solo dijo: «Descansa ahora. Estás a salvo aquí». Pero en su tono había una promesa que ella sintió hasta los huesos.

Asintió, abrazando a sus hijos con fuerza mientras el fuego crepitaba. Afuera, el viento aullaba sobre las llanuras. Pero adentro, por primera vez en mucho tiempo, había calor. Había vida. Y en algún lugar profundo entre los muros del Rancho Silverhorn, el destino había tomado su lugar en silencio. Si este capítulo te conmovió, no olvides apoyar este proyecto.

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