En las noches más silenciosas del centro histórico de Lima, los vecinos de la calle de los plateros aún evitan caminar frente a la casa que una vez perteneció a los Delgado, no por supersticiones, sino por algo mucho más perturbador, el conocimiento de lo que realmente sucedió en aquel sótano
durante 15 largos años, cuando el padre Ignacio de la Torre descendió por primera vez a aquellas escaleras de piedra en marzo, de 1762, lo que encontró cambió para siempre su fe en la humanidad. Antes de adentrarnos
en los detalles de este caso que estremeció los cimientos de la sociedad colonial limeña, te invitamos a suscribirte a nuestro canal si te atreves a conocer los secretos más oscuros de nuestra historia. Dale like a este video si quieres que sigamos trayendo estos relatos que pocos se atreven a
contar.
y déjanos saber en los comentarios de qué país y ciudad nos estás escuchando. Tu apoyo nos permite seguir desentrañando estos misterios que el tiempo intentó enterrar. Ahora sí, viajemos juntos al Lima de 1762, cuando las apariencias lo eran todo y los secretos familiares podían ser más valiosos
que el oro del potosí.
Lima de 1762 era el corazón del virreinato del Perú. una ciudad donde el oro de las colonias se convertía en mansiones de piedra y los apellidos españoles determinaban el destino de las familias. En el centro de la ciudad, donde hoy se alza el casco histórico, las casas coloniales de dos plantas se
alzaban como fortalezas de prestigio social, cada una compitiendo por demostrar la pureza de sangre y la influencia de sus habitantes.
Familia Delgado había llegado a Lima en 1680 cuando don Cristóbal Delgado y Herrera, abuelo del protagonista de nuestra historia, se estableció como comerciante de tejidos finos traídos desde España. Para 1762, su nieto, también llamado Cristóbal, pero con el apellido Delgado y Salazar, había
convertido el negocio familiar en una de las fortunas más sólidas de la capital virreinal.
Su casa en la calle de los plateros no era solo una residencia, sino un símbolo. Tres plantas, patios interiores con fuentes de mármol traído de Huamanga y lo más importante, una reputación inmaculada que había tardado tres generaciones en construirse. Don Cristóbal Delgado y Salazar era un hombre
de 45 años en 1762, alto, de complexión robusta, con el cabello negro peinado hacia atrás y una barba cuidadosamente recortada que enmarcaba un rostro que irradiaba autoridad.
Sus ojos oscuros tenían esa frialdad calculadora que caracterizaba a los hombres de negocios exitosos de la época. Vestía siempre de negro, con jubones de terciopelo y medias de seda que importaba directamente de Sevilla. Era miembro del cabildo de Lima, contribuyente generoso de la catedral y su
palabra tenía peso en las decisiones comerciales que se tomaban en la Plaza Mayor.
Su esposa, doña Esperanza Valdés y Coronado, provenía de una familia con títulos menores, pero con conexiones directas con la nobleza española. Era una mujer de 38 años, de belleza serena y modales perfectos, educada en el convento de las Nazarenas, donde había aprendido no solo a leer y escribir,
sino también las complejas reglas sociales que regían la aristocracia colonial.
Su piel pálida, cuidadosamente protegida del sol limeño, y sus manos suaves, jamás manchadas por el trabajo, la marcaban claramente como una señora de la alta sociedad. Doña Esperanza manejaba la casa con mano firme, pero distante, supervisando a las 15 personas de servicio que mantenían
funcionando la enorme residencia.
Entre el personal de servicio destacaba una mujer quechua llamada Yana, cuyo nombre real era probablemente más largo, pero que había sido simplificado según la costumbre española de la época. Jana tenía aproximadamente 35 años en 1762 y había llegado a la casa delgado como una niña de 8 años
vendida por su familia durante una de las hambrunas que azotaron la sierra central.
En lo largo de los años se había ganado un lugar especial en el hogar, no por afecto, sino por su absoluta discreción y su capacidad para manejar los asuntos más delicados de la familia, sin hacer preguntas. La sociedad limeña de 1772 vivía obsesionada con las apariencias. En una época donde el
concepto de pureza de sangre determinaba no solo el estatus social, sino también las oportunidades económicas y matrimoniales.
Cualquier mácula en la reputación familiar podía significar la ruina social. Las familias criollas, como los Delgado, competían constantemente por demostrar su superioridad sobre los mestizos, mulatos e indígenas, pero también vivían en constante temor de que algún secreto familiar pudiera ser
usado en su contra.
El barrio donde vivían los Delgado era el epicentro de esta competencia social. Cada casa intentaba superar a las demás en lujo y prestigio. Las tertulias nocturnas, las misas de domingo en la catedral y los paseos por la Alameda de los descalzos eran ocasiones para exhibir riqueza y, más
importante aún, para demostrar que la familia no tenía nada que ocultar.
En este contexto de apariencias perfectas y secretos cuidadosamente guardados, el nacimiento de los gemelos, Mateo y Santiago Delgado, en enero de 1747 representó una catástrofe que ninguna cantidad de oro podría resolver. La mañana del 15 de enero de 1747 amaneció gris sobre Lima, con esa neblina
persistente que caracteriza los veranos limeños.
En la casa de los Delgado, doña Esperanza llevaba ya 18 horas de trabajo de parto. La partera, una mujer mestiza llamada Rosa Quispe, que tenía fama de discreta y competente, había sido llamada durante la madrugada cuando se hizo evidente que este parto no sería como los anteriores. Doña Esperanza
ya había tenido tres hijos, Isabel de 12 años, Carlos de 10 y Francisco de 8.
Todos habían nacido sin complicaciones y eran el orgullo de don Cristóbal, especialmente los varones, que prometían continuar el linaje familiar con honor. Pero esta vez, desde las primeras horas del trabajo de parto, Rosa Quispe notó que algo no estaba bien. Cuando finalmente nacieron los gemelos
cerca del mediodía, el silencio que se extendió por la habitación no era el silencio expectante que precede al primer llanto de un recién nacido.
Era un silencio de horror. Los niños respiraban, se movían, incluso lloraban, pero su apariencia física presentaba deformidades severas que los marcaban de manera inconfundible. Mateo había nacido con el labio superior completamente dividido en una hendidura que se extendía hasta la nariz,
distorsionando completamente sus rasgos faciales. Santiago presentaba una condición aún más severa.
Su columna vertebral mostraba una curvatura extrema que había afectado el desarrollo de su tórax, dándole una apariencia que la medicina de la época no podía ni explicar ni corregir. Rosa Quispe, que había asistido centenares de partos durante su carrera, quedó paralizada. En una sociedad donde las
deformidades físicas eran interpretadas como castigos divinos o señales de impureza moral, lo que acababa de presenciar representaba el fin de la reputación de una de las familias más prominentes de Lima. Don Cristóbal, quien había estado esperando
en su despacho durante toda la noche, subió las escaleras cuando escuchó los primeros llantos. Al entrar en la habitación y ver a sus hijos, su rostro se transformó completamente. El hombre que había construido su fortuna basándose en cálculos fríos y decisiones pragmáticas, se enfrentaba ahora a un
problema que no podía resolver con dinero ni influencias.
Doña Esperanza, aún débil por el parto, extendió los brazos hacia sus hijos con el instinto natural de una madre. Pero don Cristóbal se acercó primero, examinó detenidamente a ambos niños y luego, con una voz que Rosa Quispe describiría años después como más fría que la neblina de julio, pronunció
las palabras que cambiarían el destino de la familia para siempre.
Estos niños han muerto al nacer. El parto fue difícil y no sobrevivieron. Rosa Quispe lo miró sin comprender. Los bebés seguían llorando en sus brazos. Pero, don Cristóbal, los niños están vivos, solo necesitan Tú no has visto nada. La interrumpió con una firmeza que no admitía discusión. Estos
niños murieron al nacer.
Eso es lo que dirás a cualquiera que pregunte. Eso es lo que se registrará en la parroquia La Partera, una mujer práctica que había aprendido a sobrevivir en una sociedad donde contradecir a los patrones poderosos significaba la ruina, asintió lentamente. Había escuchado rumores de situaciones
similares en otras familias aristocráticas.
Niños con deformidades que simplemente desaparecían poco después del nacimiento, oficialmente registrados como muertos, pero cuyo paradero real nadie se atrevía a investigar. Esa misma noche, don Cristóbal llamó a Yana a su despacho. La mujer quechua, que había servido a la familia durante más de
20 años, fue la única persona en quien don Cristóbal confió para manejar la situación. le explicó lo que necesitaba.
Los niños serían llevados al sótano de la casa, donde se había preparado un espacio en las habitaciones que anteriormente se usaban para almacenar granos. Yana se haría cargo de alimentarlos, cuidarlos y mantenerlos ocultos. Nadie más en la casa debería saber que existían.
¿Por cuánto tiempo, señor?, preguntó Yana con la voz apenas audible. Don Cristóbal se quedó en silencio durante varios minutos, mirando por la ventana hacia el patio donde sus otros hijos jugaban, ajenos a la tragedia que se desarrollaba en el piso superior. “Para siempre”, respondió finalmente. A
la mañana siguiente, Lima despertó con la noticia de que doña Esperanza había dado a luz gemelos, pero que ambos habían fallecido durante el parto debido a complicaciones.
Padre Tomás Velasco de la parroquia de San Sebastián celebró una misa por las almas de los niños y don Cristóbal hizo una generosa donación para la construcción de un nuevo altar en su memoria. Los registros parroquiales de enero de 1747 muestran la entrada Mateo y Santiago Delgado y Valdés, hijos
legítimos de don Cristóbal Delgado y Salazar, y doña Esperanza Valdés y Coronado, nacidos y fallecidos el 15 de enero de 1747, sepultados en el cementerio de la Santa Catedral.
Pero los gemelos delgado no estaban enterrados en la catedral. Estaban vivos, respirando el aire húmedo y viciado del sótano de piedra de la casa familiar, donde había preparado dos pequeñas camas de paja y donde comenzaría una existencia que ningún ser humano debería conocer.
Durante los primeros meses después del nacimiento de los gemelos, la vida en la casa del gado aparentó normalidad. Doña Esperanza se recuperó del parto con la ayuda de los mejores médicos de Lima, aunque quienes la conocían notaron que había adquirido una melancolía profunda que nunca antes había
mostrado. Se le veía menos en las tertulias sociales y cuando asistía a misa los domingos, permanecía más tiempo que antes arrodillada en oración.
Los otros hijos de la familia, Isabel, Carlos y Francisco, fueron informados de que habían tenido hermanos gemelos que habían muerto al nacer. Isabel, ya de 12 años y con la sensibilidad típica de su edad, lloró durante días. Carlos y Francisco, más pequeños, aceptaron la explicación con la
facilidad con que los niños aceptan las tragedias que no comprenden completamente.
Mientras tanto, en el sótano de la casa, Yana había establecido una rutina que mantendría durante los siguientes 15 años. Cada madrugada, antes de que despertara el resto del personal de servicio, descendía por las escaleras de piedra que llevaban al nivel inferior de la residencia.
Había dividido el espacio subterráneo en varias secciones, una donde guardaba los suministros necesarios, otra donde había instalado una pequeña cocina con brasero para preparar los alimentos y, finalmente, el área donde vivían los niños. Las habitaciones del sótano habían sido construidas
originalmente para almacenar los productos que don Cristóbal importaba de España, telas, especias y artículos de lujo.
Las paredes de piedra gruesa mantenían una temperatura fresca y constante, pero también retenían la humedad que se filtraba desde el patio central. No había ventanas. La única luz provenía de las velas y lámparas de aceite que Yana encendía durante sus visitas. Los gemelos crecían en este ambiente
de penumbra perpetua.
Mateo, a pesar de su deformidad facial, demostró desde temprano una inteligencia notable. Aprendió a caminar antes que su hermano y desarrolló un vocabulario limitado, pero funcional, basado en las pocas palabras que escuchaba de Lana. Santiago, cuya deformidad espinal le causaba dificultades de
movimiento, compensaba con una memoria extraordinaria y una capacidad de observación que sorprendía a la mujer quechua.
Yan les había enseñado a hablar en quechua, además del español, y durante las largas horas que pasaba con ellos les contaba historias de su pueblo natal en las montañas. Describía el sol, las lluvias, los animales y todo un mundo exterior que los niños solo podían imaginar. Para Mateo y Santiago,
el universo entero consistía en esas habitaciones subterráneas, la voz de Yana y las historias que ella le relataba.
Don Cristóbal visitaba el sótano una vez por semana, generalmente los domingos por la noche cuando toda la familia estaba durmiendo. Estas visitas eran breves y silenciosas. Examinaba a los niños para asegurarse de que estuvieran sanos. verificaba que tuvieran suficiente comida y ropa y luego se
marchaba sin dirigirles la palabra. Para él, los gemelos no eran sus hijos. Eran un problema que debía ser mantenido bajo control.
A medida que pasaban los años, la situación se volvía cada vez más compleja. Los niños crecían y con el crecimiento venían las preguntas. ¿Por qué no podían salir de esas habitaciones? ¿Dónde estaban las otras personas de las que Yana les hablaba? ¿Por qué el hombre que los visitaba y a quien Yana
se refería solo como el Señor nunca les hablaba directamente? Yana había desarrollado una versión modificada de la verdad para explicar su situación.
les dijo que eran especiales, que debían permanecer escondidos para protegerlos de personas malvadas que querrían hacerles daño por ser diferentes. Esta explicación, aunque parcialmente cierta, creó en los niños una mezcla de miedo hacia el mundo exterior y una dependencia total hacia su cuidadora.
La mujer quechua también se enfrentaba a desafíos prácticos cada vez mayores. Conseguir ropa de la talla adecuada sin despertar sospechas, proporcionar alimentos suficientes para dos niños en crecimiento y mantener las habitaciones limpias y habitables. Todo esto mientras cumplía con sus otras
responsabilidades en la casa, requería una planificación cuidadosa y un estrés constante.
Pero el desafío más grande era emocional. Yana había desarrollado un cariño genuino hacia los gemelos. Los había visto dar sus primeros pasos en la penumbra del sótano. Había escuchado sus primeras palabras. Había consolado sus llantos nocturnas cuando tenían pesadillas o se sentían confundidos por
su situación. Para ella ya no eran simplemente una responsabilidad impuesta por su patrón.
se habían convertido en los hijos que nunca tuvo. Esta conexión emocional comenzó a crear conflictos internos que se intensificarían con el tiempo. Como mujer cristiana había sido bautizada años atrás por orden de sus primeros patrones españoles, Yana sabía que lo que estaba sucediendo era
moralmente incorrecto.
Los niños tenían derecho a vivir a la luz del sol, a conocer a su familia, a recibir educación y cuidado médico, pero también entendía las realidades sociales de la época y sabía que revelar el secreto no solo destruiría a la familia Delgado, sino que probablemente resultaría en su propia muerte.
Hacia 1752, cuando los gemelos cumplieron 5 años, Yana comenzó a enseñarles a leer usando un libro de oraciones que había conseguido.
Era una iniciativa arriesgada, ya que don Cristóbal no había autorizado ningún tipo de educación formal, pero la mujer consideraba que era lo mínimo que podía hacer por los niños. Las lecciones se llevaban a cabo durante las horas más silenciosas de la noche, cuando el resto de la casa dormía. Los
domingos, cuando la familia Delgado asistía a misa en la catedral, Yana a veces permitía que los niños subieran al patio interior de la casa por unos minutos.
Era un riesgo enorme, pero veía la necesidad desesperada que tenían de moverse en un espacio más amplio y de sentir, aunque fuera brevemente, la brisa fresca que bajaba de las montañas hacia Lima. Durante estos momentos fugaces en el patio, los gemelos miraban hacia arriba con fascinación hacia ese
cielo que solo conocían por las descripciones de Lana.
Santiago, con su movilidad limitada, se sentaba en el suelo y tocaba las plantas, experimentando texturas que no existían en el sótano de piedra. Mateo corría en círculos ejercitando músculos que rara vez tenía oportunidad de usar completamente, pero estas escapadas breves solo intensificaban su
curiosidad sobre el mundo exterior.
Las preguntas se volvían más insistentes y encontraba cada vez más difícil proporcionar respuestas que los satisfieran sin revelar la verdad completa de su situación. Para 1757, cuando los gemelos tenían 10 años, la situación había alcanzado un punto crítico. Los niños ya no eran pequeños que
podían ser distraídos con historias y juegos simples.
Habían desarrollado personalidades complejas, pensamientos propios y una comprensión creciente de que su vida no era normal. Mateo había comenzado a mostrar signos de depresión, pasando días enteros sin hablar. Santiago, por su parte, había desarrollado una fijación con la religión basada en las
historias que Yana les contaba y pasaba horas rezando con una intensidad que preocupaba a la mujer.
Fue durante este periodo que Yana tomó una decisión que cambiaría el curso de los eventos. comenzó a considerar seriamente la posibilidad de revelar el secreto a las autoridades eclesiásticas. La crisis de conciencia de Yana alcanzó su punto culminante durante la Semana Santa de 1758. Los gemelos
entonces de 11 años habían desarrollado suficiente comprensión sobre el cristianismo como para preguntar por qué nunca habían recibido los sacramentos.
¿Por qué no habían sido bautizados? ¿Por qué no podían asistir a misa? ¿Por qué no habían hecho su primera comunión como otros niños de su edad? Estas preguntas torturaban a Yana, quien se había convertido no solo en la cuidadora de los niños, sino también en su única conexión con el mundo exterior
y con Dios. Cada domingo, cuando regresaba de misa, los gemelos le preguntaban sobre los sermones, sobre las oraciones, sobre las ceremonias que había presenciado.
Su hambre espiritual era tan intensa como su curiosidad sobre el mundo que no podían conocer. Durante la vigilia pascual de 1758, mientras toda la familia Delgado asistía a la celebración en la catedral, Yana permaneció en casa. oficialmente para cuidar la propiedad, pero en realidad para pasar
tiempo con los gemelos. Esa noche, por primera vez en 11 años, realizó una ceremonia improvisada en el sótano.
Bautizó a Mateo y Santiago usando agua bendita que había traído de la iglesia. Fue un momento profundamente emotivo. Los gemelos, vestidos con las mejores ropas que Yana había podido conseguir para ellos a lo largo de los años, se arrodillaron en el suelo de piedra mientras ella pronunciaba las
palabras del bautismo que había memorizado después de décadas de asistir a ceremonias similares.
Las lágrimas corrían por las mejillas de la mujer quechua mientras derramaba el agua sobre las cabezas de los niños, sabiendo que estaba realizando un acto de amor, pero también de desesperación. Después de la ceremonia improvisada, Santiago, con la solemnidad que caracterizaba su personalidad, le
preguntó a Yana, “¿Ahora ya podemos ir al cielo si morimos?” La pregunta golpeó a Yana como un puñal en el corazón.
se dio cuenta de que sin quererlo había estado preparando a estos niños para la muerte más que para la vida. Sus enseñanzas sobre el cristianismo, sus historias sobre el paraíso, sus descripciones del mundo exterior que nunca podrían conocer. Todo había contribuido a crear en los gemelos una
resignación prematura hacia su destino. Esa noche, después de que los niños se durmieron, Yana subió al piso principal de la casa y se dirigió al despacho de don Cristóbal.
Era la primera vez en 11 años que iniciaba una conversación con su patrón sobre los gemelos. “Señor”, le dijo con la voz temblorosa, “los niños están creciendo, ya tienen 11 años, necesitan Don Cristóbal levantó la mirada de los documentos comerciales que estaba revisando. Su expresión se endureció
inmediatamente. Necesitan qué, Yana. Necesitan vivir, Señor. Necesitan conocer la luz del sol.
Necesitan educación apropiada. Necesitan los niños están muertos. La interrumpió con frialdad. Murieron al nacer. Eso es lo que consta en los registros de la parroquia. Eso es lo que sabe toda Lima. Esa historia no puede cambiar. Pero, Señor, son sus hijos, son niños inocentes que Don Cristóbal se
levantó de su silla con una violencia que hizo que Yana retrocediera un paso.
¿Te has vuelto loca? ¿Sabes lo que significaría que alguien descubriera la verdad? No solo se destruiría nuestra familia, sino que tú misma serías juzgada como cómplice. ¿Crees que las autoridades van a entender que una india guardó el secreto durante 11 años sin reportarlo? La amenaza implícita
era clara, pero Jana había llegado demasiado lejos para retroceder.
Entonces, búsqueles un lugar donde puedan vivir apropiadamente, un orfanato, un convento, algún lugar donde no hay tal lugar para niños como ellos”, respondió don Cristóbal. “En el mundo exterior serían exhibidos como monstruos utilizados para el entretenimiento de otros o simplemente abandonados a
su suerte.
Al menos aquí están seguros, alimentados, cuidados, seguros.” La voz de Llana se elevó por primera vez en años. ¿Llama usted seguridad a mantener a dos criaturas inocentes enterradas vivas en un sótano? El silencio que siguió fue tenso y peligroso. Don Cristóbal caminó lentamente hacia Yana, sus
ojos fijos en los de ella. “Tú has sido bien recompensada por tu silencio y tu servicio,” dijo finalmente, “Tienes comida, techo, protección. Muchos de tu raza no pueden decir lo mismo.
Te sugiero que recuerdes cuál es tu lugar en esta casa y en esta sociedad. Yana salió del despacho sabiendo que había cruzado una línea de la cual no podría regresar. La conversación había clarificado dos cosas. Don Cristóbal nunca liberaría a los gemelos voluntariamente y ella misma estaba ahora
en peligro por haber cuestionado su autoridad.
Durante las semanas siguientes, Jan not an notó cambios sutiles, pero inquietantes, en el comportamiento del personal de la casa hacia ella. Las otras sirvientas, que antes la trataban con respeto debido a su posición especial, ahora la miraban con desconfianza. El mayordomo, un hombre mestizo
llamado Esteban Contreras, que había servido a la familia durante casi tantos años como ella, comenzó a supervisar sus movimientos más de cerca.
Más preocupante aún, don Cristóbal cambió la rutina de sus visitas dominicales al sótano. Ahora bajaba acompañado de Esteban y sus inspecciones se habían vuelto más minuciosas. examinaba no solo el estado de los niños, sino también los suministros, la limpieza del lugar y hacía preguntas
específicas sobre las actividades diarias de los gemelos. Los niños también notaron estos cambios.
Santiago, siempre el más observador de los dos, le preguntó a Yana por qué el Señor ahora venía con otra persona y por qué parecía más severo que antes. Mateo, por su parte, había desarrollado una ansiedad que se manifestaba en pesadillas nocturnas, donde gritaba sobre hombres malvados que venían a
llevárselos.
La situación se volvió aún más tensa cuando en julio de 1758 don Cristóbal informó a Yana que tendría un ayudante para el cuidado de los gemelos. Una mujer joven llamada Carmen Flores, sobrina del mayordomo Esteban, se uniría a ella en las tareas del sótano. Para Yana esto representaba una amenaza
existencial. Durante 11 años ella había sido la única persona, además de don Cristóbal, que conocía el secreto completo. Ahora otra persona tendría acceso a los gemelos.
Yana sospechaba que el verdadero propósito de Carmen no era ayudarla, sino vigilarla. Carmen Flores era una mujer de 25 años, soltera, que había llegado a Lima desde Huancayo después de la muerte de sus padres. era callada, eficiente y parecía no hacer preguntas sobre la situación inusual en el
sótano.
Yana pronto se dio cuenta de que Carmen había sido específicamente instruida por don Cristóbal y que sus lealtades estaban claramente establecidas. La presencia de Carmen cambió completamente la dinámica en el sótano. Los gemelos, acostumbrados a la intimidad y confianza que habían desarrollado con
Yana a lo largo de los años, se mostraron inicialmente temerosos y retraídos ante la nueva cuidadora.
Carmen, por su parte, trataba a los niños con una eficiencia fría que contrastaba dramáticamente con el cariño maternal que Yana había demostrado. Peor aún, Yana se dio cuenta de que Carmen informaba regularmente a don Cristóbal sobre todo lo que sucedía en el sótano. Las conversaciones entre los
gemelos, las actividades que realizaban, incluso las oraciones que rezaban juntos, todo era reportado al patrón.
En agosto de 1758, la tensión alcanzó un punto crítico cuando Carmen descubrió los libros que Yana había estado usando para enseñar a leer a los gemelos. Los libros fueron confiscados inmediatamente y don Cristóbal prohibió tajantemente cualquier tipo de educación formal para los niños.
Su función, le dijo a Yana durante una confrontación particularmente tensa, es mantenerlos vivos y callados nada más. Cualquier intento de prepararlos para una vida que nunca podrán tener es una crueldad innecesaria. Fue entonces cuando Yana tomó la decisión más peligrosa de su vida.
contactara al padre Ignacio de la Torre, el jesuita, que se había ganado una reputación en Lima por su dedicación a los pobres y marginados y por su valentía para enfrentar injusticias, incluso cuando involucraban a familias poderosas. El padre Ignacio de la Torre era un hombre de 53 años que había
llegado a Lima en 1745 como parte de la misión jesuíta en el virreinato del Perú.
Alto y delgado, con cabello canoso prematuro y ojos azules que reflejaban una inteligencia penetrante, había adquirido una reputación tanto admirada como temida, entre la aristocracia limeña. Su dedicación a los principios cristianos de justicia y caridad, no conocía límites de clase social y más
de una familia prominente, había experimentado su intervención en asuntos que preferían mantener privados.
A diferencia de muchos clérigos de la época que mantenían una relación cómoda con los poderosos, el padre de la torre había demostrado repetidamente que consideraba su lealtad a Dios superior a cualquier consideración social o política. En 1756 había expuesto públicamente a un encomendero que
maltrataba brutalmente a los indígenas bajo su control.
sin importarle que el hombre fuera uno de los principales donantes de la orden jesuita en Lima. Jana conocía la reputación del padre, pero acercarse a él representaba un riesgo enorme. Si don Cristóbal se enteraba de que había contactado al clérigo, las consecuencias serían devastadoras, no solo
para ella, sino posiblemente para los gemelos.
Sin embargo, la situación en el sótano se había vuelto insostenible. La presencia de Carmen había transformado el ambiente. Los gemelos, ahora de 11 años percibían claramente la tensión entre las dos mujeres que los cuidaban. Santiago había comenzado a hacer preguntas más directas sobre su
situación.
¿Por qué vivían escondidos? ¿Por qué no podían conocer a otros niños? Porque el Señor y la nueva mujer los miraban con lo que él, con una sabiduría prematura había identificado como disgusto. Mateo, por su parte, había desarrollado episodios de lo que hoy reconoceríamos como ataques de ansiedad. Se
despertaba gritando en medio de la noche, hablando de pesadillas donde hombres extraños lo perseguían.
Durante el día se había vuelto obsesivo con la limpieza. lavándose las manos repetidamente con el agua limitada que tenían disponible, como si tratara de limpiar algo más profundo que la suciedad física. El punto de inflexión llegó en octubre de 1758, cuando Carmen informó a don Cristóbal que había
escuchado a Yana hablando con los gemelos sobre la vida que tendrían fuera de estas paredes.
Para don Cristóbal, esto era evidencia suficiente de que Yana se había convertido en una amenaza para la seguridad de su secreto familiar. La mañana del 23 de octubre de 1758, don Cristóbal llamó a Yana a su despacho. Esta vez su tono era diferente. No había la frialdad calculadora de
conversaciones anteriores, sino algo más peligroso, una calma absoluta que indicaba que había tomado una decisión definitiva.
Yana, le dijo sin levantar la mirada de los papeles en su escritorio, “Tu servicio a esta familia ha sido notable. 25 años de lealtad merecen reconocimiento. Yana sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. El tono de don Cristóbal sonaba a despedida, pero ella sabía que una separación
normal de la familia Delgado era imposible.
Sabía demasiado. He decidido continuó don Cristóbal, que es hora de que disfrutes de una jubilación merecida. Te he conseguido una posición en una hacienda en Chincha, donde podrás pasar tus últimos años en tranquilidad, lejos de las complicaciones de la vida urbana. ¿Y los niños? Preguntó Yana,
aunque ya conocía la respuesta.
Los niños están muertos, respondió don Cristóbal con la misma frase que había usado durante 11 años. Carmen se hará cargo de las responsabilidades que has estado manejando. Yana entendió inmediatamente que estaba siendo removida de la única posición desde la cual podría proteger a los gemelos.
Más aún, sospechaba que el ofrecimiento de trabajo en Chincha era una mentira y que don Cristóbal había decidido resolver el problema que ella representaba de manera permanente. “Señor”, dijo con una voz que trató de mantener firme. “He servido a su familia con lealtad durante 25 años. Solo pido
que considere la decisión está tomada.” La interrumpió.
Partirás a Chincha mañana por la mañana. Esteban te acompañará para asegurarse de que llegues sana y salva a tu destino. Esa noche Yana bajó al sótano sabiendo que sería la última vez que vería a los gemelos. Mateo y Santiago percibieron inmediatamente que algo había cambiado. La tristeza en los
ojos de su cuidadora era imposible de ocultar.
“¿Qué pasa, mamá Yana?”, preguntó Santiago a lo largo de los años los gemelos habían comenzado a referirse a ella como mamá Yana, el único término materno que conocían. Por primera vez en 11 años Jana decidió decirles la verdad, al menos parcialmente. “Tengo que irme”, les dijo sentándose en el
suelo entre las dos camas improvisadas. “Voy a un lugar muy lejos donde no podré venir a verlos.
” Los gemelos la miraron sin comprender completamente. Su mundo entero consistía en esas habitaciones subterráneas y en la presencia de Yana. La idea de que ella pudiera simplemente desaparecer era incomprensible. “Pero volverás, ¿verdad?”, preguntó Mateo con la voz quebrada. Yana no pudo responder
directamente. En su lugar, abrazó a ambos niños con una intensidad desesperada.
Quiero que sepan, les susurró, que son especiales, que son importantes y que merecen ser amados y cuidados apropiadamente. Luego hizo algo que cambiaría el curso de los eventos. Les entregó una pequeña cruz de madera que había tallado años atrás. Si alguna vez alguien pregunta sobre mí, les dijo,
“Muestren esta cruz y digan que Yana los quería mucho.
” Esa misma noche, después de que los gemelos se durmieron, Yana escribió una carta. No sabía escribir perfectamente. Su educación había sido limitada, pero logró redactar un mensaje que contenía información suficiente para que alguien entendiera lo que estaba sucediendo en el sótano de la Casa
Delgado. La carta estaba dirigida al padre Ignacio de la Torre.
Padre respetado, mi nombre es Jana. Sirvo en casa de don Cristóbal Delgado, en calle de los plateros. Hay niños escondidos que necesitan ayuda de Dios. Gemelos que nacieron en 1747, pero no murieron como dicen los papeles. Viven en sótano hace 11 años. Don Cristóbal me manda lejos mañana. Por
favor, ayude a los inocentes. Busque en el sótano cuando yo no esté.
Durante las primeras horas de la madrugada del 24 de octubre, antes de que despertara el resto de la casa, Yana salió silenciosamente de la residencia Delgado. No se dirigió hacia Chincha como se esperaba, sino hacia la iglesia de la compañía de Jesús, donde sabía que podría encontrar al padre de
la torre durante las oraciones matutinas.
Cuando el padre emergió de la iglesia después de la misa de Alba, encontró a una mujer indígena esperándolo en el atrio. Yana le entregó la carta sin decir una palabra y luego desapareció entre las calles aún oscuras de Lima. El padre de la torre leyó la carta dos veces antes de comprender
completamente su contenido.
Si lo que describía era cierto, estaba enfrentándose a uno de los crímenes más atroces. que había encontrado en sus años de ministerio en Lima, pero también entendía las implicaciones de actuar sobre esta información. La familia Delgado tenía influencia política y religiosa considerable. Cualquier
investigación requeriría evidencia sólida y apoyo institucional.
Una acusación falsa o mal manejada podría destruir su propio ministerio y eliminar cualquier posibilidad de ayudar a otros necesitados en el futuro. El padre pasó el resto del día en oración y reflexión, sopesando sus opciones. Por la tarde había tomado una decisión. Visitaría discretamente la casa
delgado para evaluar la veracidad de las afirmaciones de Ylana.
¿Por qué no paras aquí por un momento y nos dejas saber si esta historia te está dando escalofríos? Dale like si quieres saber cómo termina este terrible misterio y cuéntanos en los comentarios, ¿crees que el padre de la torre encontrará a los gemelos a tiempo? Tu apoyo nos motiva a seguir
desentrañando estos secretos históricos que marcaron para siempre las familias de nuestra América colonial.
Mientras tanto, en la casa del gado, la ausencia de Ylana había sido notada, pero no comentada públicamente. Carmen había asumido completamente el cuidado de los gemelos, pero su approach era radicalmente diferente. Sin la calidez y conversación constante que Yana proporcionaba, el sótano se había
vuelto un lugar aún más lúgubre y silencioso.
Los gemelos, confundidos por la desaparición súbita de la única figura maternal que habían conocido, comenzaron a mostrar signos de deterioro emocional severo. Santiago dejó de hablar completamente durante los primeros tres días después de la partida de Llana. Mateo desarrolló una compulsión de
golpearse la cabeza contra las paredes de piedra, causándose heridas que Carmen trataba con una eficiencia médica, pero sin la consolación emocional que necesitaba.
Don Cristóbal, por su parte, creía haber resuelto el problema que representaba Yana. Esteban Contreras había regresado de Chincha con la noticia de que la mujer quechua había llegado sana y salva a su destino y había comenzado sus nuevas responsabilidades en la hacienda. Lo que don Cristóbal no
sabía era que Esteban le estaba mintiendo. En realidad, Jana nunca había llegado a Chincha.
Durante el viaje, cuando se detuvieron en un tambo a medio camino para descansar, la mujer había desaparecido. Esteban la había buscado durante horas, pero parecía haberse desvanecido en el aire. Temeroso de enfrentar la ira de don Cristóbal por haber perdido a la mujer que sabía demasiado, Esteban
había decidido mentir sobre el destino final de Yana. La verdad era más siniestra.
Jana había logrado escapar de Esteban, pero no para huir hacia la libertad. Había regresado secretamente a Lima con un propósito específico, asegurarse de que su carta llegara al padre de la torre y luego encontrar una manera de mantener vigilancia sobre los gemelos desde la distancia.
Durante dos semanas después de su supuesta partida a Chincha, Jana vivió escondida en los barrios marginales de Lima. sobreviviendo gracias a la ayuda de otros indígenas que formaban una red informal de apoyo mutuo en la ciudad colonial. Desde su escondite logró establecer contacto con algunas de
las sirvientas de otras casas en la calle de los plateros, creando una cadena de información que le permitía mantenerse informada sobre la situación en la Casa Delgado. Fue a través de esta red que se enteró de que los gemelos no estaban
bien, que el nuevo régimen bajo Carmen era más duro y que don Cristóbal había aumentado la seguridad alrededor del sótano. El padre Ignacio de la Torre había pasado dos semanas investigando discretamente a la familia Delgado antes de decidir actuar directamente sobre la información contenida en la
carta de Ylana.
Sus indagaciones habían revelado inconsistencias preocupantes en la historia oficial del nacimiento y muerte de los gemelos en 1747. Primero había revisado los registros parroquiales de la época y había notado que la entrada sobre la muerte de los gemelos había sido escrita con una tinta
ligeramente diferente al resto de las inscripciones de enero de 1747, sugiriendo que había sido agregada posteriormente.
Segundo, había hablado discretamente con Rosa Quispe, la partera que había asistido el parto. mujer, ahora de edad avanzada y aparentemente atormentada por secretos del pasado, había reaccionado con terror visible cuando el padre mencionó casualmente el nombre de los gemelos Delgado. La evidencia
circunstancial era suficiente para justificar una investigación más directa, pero el padre sabía que necesitaría una estrategia cuidadosa para acceder al sótano de la Casa Delgado, sin alertar a don Cristóbal. sobre sus sospechas.
La oportunidad llegó el 15 de noviembre de 1758 cuando doña Esperanza solicitó que el padre de la torre viniera a bendecir la casa debido a perturbaciones espirituales que había estado experimentando. La mujer había desarrollado durante los 11 años posteriores al nacimiento de los gemelos episodios
de lo que describiría como voces de niños llorando que escuchaba durante las noches.
Don Cristóbal se había opuesto inicialmente a la idea de invitar a cualquier clérigo a la casa, pero la insistencia de su esposa y la reputación respetable del padre de la torre finalmente lo convencieron de que era mejor permitir la visita que arriesgar especulaciones sobre por qué se negarían a
recibir una bendición religiosa.
El padre llegó a la casa delgado la tarde del 15 de noviembre, acompañado por un hermano Lego, jesuita, llamado Fraimateo Sarmiento, que serviría como testigo de todo lo que pudieran descubrir. Don Cristóbal recibió a los clérigos con cortesía formal, pero el padre notó inmediatamente las señales
de tensión en el comportamiento del patriarca, movimientos nerviosos, evitación del contacto visual directo y una insistencia inusual en controlar exactamente qué áreas de la casa serían bendecidas.
Doña Esperanza, por el contrario, parecía desesperada por la presencia de los religiosos. Durante una conversación privada con el padre de la torre, le describió los sonidos que había estado escuchando. Llantos de niños que parecían venir desde abajo de la casa, voces jóvenes que llamaban por ayuda
durante las horas más silenciosas de la madrugada.
Padre”, le confesó con lágrimas en los ojos, “creo que las almas de mis gemelos fallecidos están tratando de comunicarse conmigo. Han pasado 11 años desde su muerte, pero sus voces me atormentan cada noche.” El Padre escuchó estas revelaciones con creciente certeza de que doña Esperanza podría
estar escuchando voces reales, no manifestaciones espirituales.
¿Podría mostrarme dónde escucha estos sonidos más claramente?, preguntó doña Esperanza. Lo guió hacia el área de la casa que estaba directamente sobre el sótano. Allí, el padre realizó una bendición formal, pero también aprovechó la oportunidad para examinar la arquitectura del lugar.
notó que había una entrada al nivel inferior que había sido sellada con ladrillos relativamente nuevos y que el diseño original de la casa claramente había incluido acceso directo al sótano desde el patio principal. Cuando preguntó sobre el sótano, don Cristóbal respondió rápidamente que se usaba
solo para almacenamiento y que había sido sellado años atrás para prevenir problemas de humedad.
Sin embargo, el padre notó que don Cristóbal parecía extremadamente ansioso por terminar la bendición y que repetidamente dirigía la conversación lejos del tema del nivel inferior de la casa. Durante la bendición de las habitaciones principales, el padre aprovechó un momento en que don Cristóbal
estaba distraído hablando con Frais Sarmiento para explorar brevemente las áreas de servicio de la casa.
Fue entonces cuando encontró las escaleras que llevaban al sótano, escaleras que claramente habían sido usadas recientemente a juzgar por las marcas en los escalones de piedra. Al descender solo los primeros escalones, el padre escuchó algo que confirmó sus peores sospechas. Voces humanas débiles
conversando en el nivel inferior.
No eran voces de adultos, sino voces jóvenes, voces de niños o adolescentes. El padre regresó rápidamente al piso principal antes de ser descubierto, pero había escuchado lo suficiente para confirmar que la carta de Ylana era veraz. En algún lugar del sótano de la casa delgado había personas vivas,
probablemente los gemelos que supuestamente habían muerto al nacer 11 años atrás.
Esa noche, después de regresar a la residencia jesuita, el padre de la torre consultó con sus superiores sobre la situación. La evidencia era suficiente para justificar una investigación oficial, pero también entendía que confrontar directamente a una familia tan influyente como los Delgado
requeriría apoyo institucional y legal. El plan que desenvolvió era arriesgado, pero necesario.
Regresaría a la casa delgado la noche siguiente, oficialmente para completar la bendición de la propiedad, pero en realidad para acceder al sótano y confirmar definitivamente lo que sospechaba. La noche del 16 de noviembre de 1758, el padre de la Torre regresó a la casa delgado, acompañado no solo
por Fray Sarmiento, sino también por el capitán Andrés Villalobos de la Guardia Real, quien había sido discretamente informado sobre la situación y había acordado proporcionar autoridad legal para la investigación. Don Cristóbal se mostró sorprendido y claramente inquieto por la
presencia del oficial militar, pero no pudo negar la entrada cuando el padre explicó que era una bendición especial para casos de perturbaciones espirituales severas que requería la presencia de autoridades civiles como testigos. Doña Esperanza, quien no había sido informada previamente sobre la
investigación real, recibió a los visitantes con alivio genuino, esperando que su presencia finalmente pusiera fin a los sonidos que habían atormentado sus noches durante más de una década. El grupo se dirigió primero al patio central, donde el padre realizó una
ceremonia de bendición que serviría como pretexto para la investigación real. Durante esta ceremonia deliberadamente alzó la voz en oraciones latinas, parcialmente para crear una atmósfera solemne, pero principalmente para enmascarar cualquier sonido que pudiera venir del sótano. Fue durante esta
oración cuando todos los presentes escucharon claramente voces de respuesta que venían desde abajo de sus pies.
No eran ecos de las oraciones del Padre, sino voces diferentes, más jóvenes, que parecían estar repitiendo fragmentos de oraciones en latín con pronunciación imperfecta, pero reconocible. El silencio que siguió fue absoluto. Don Cristóbal había palidecido completamente y sus manos temblaban
visiblemente.
Doña Esperanza miraba hacia el suelo con una expresión de horror creciente, comenzando a comprender que los sonidos que había estado escuchando durante años no eran manifestaciones de los muertos, sino voces de los vivos. Don Cristóbal, dijo el capitán Villalobos con voz firme, necesito que abra
inmediatamente todas las áreas de esta propiedad para inspección.
No entiendo por qué comenzó don Cristóbal, pero su protesta fue interrumpida por más sonidos del sótano. Esta vez claramente audibles para todos voces jóvenes que gritaban, “¡Ayuda! Por favor, ayúdenos!” El padre de la torre se dirigió inmediatamente hacia las escaleras que había encontrado el día
anterior, seguido por Fray Sarmiento y el capitán Villalobos.
Don Cristóbal no tuvo opción más que seguirlos mientras doña Esperanza permanecía en el patio, paralizada por la shock de realizar que sus gemelos muertos habían estado vivos durante todo este tiempo. Al descender las escaleras, el olor fue lo primero que golpeó al grupo. una mezcla de humedad,
aire viciado y el aroma inconfundible de personas que habían vivido en un espacio cerrado durante demasiado tiempo.
Las escaleras de piedra estaban resbalosas por la humedad y la única luz provenía de las velas que llevaba Fraisarmiento. En el fondo del sótano encontraron una serie de habitaciones que habían sido adaptadas para habitación humana. En la primera habitación descubrieron a Carmen Flores, quien al
ver a los visitantes inesperados intentó bloquear su paso hacia las habitaciones más profundas.
“Están durmiendo”, dijo con una voz que trataba de sonar normal, pero que claramente mostraba pánico. “¿No deberían ser perturbados?” El capitán Villalobos apartó suavemente a Carmen y continuó hacia la habitación de donde venían las voces. Lo que encontró allí cambiaría el curso de su carrera
militar y lo atormentaría por el resto de su vida.
En una habitación de aproximadamente 4 m por 6 m con paredes de piedra húmeda y sin ventanas encontraron a dos jóvenes de aproximadamente 11 años. El primero, que luego se identificaría como Mateo, tenía una deformidad facial severa, pero ojos inteligentes que brillaban con una mezcla de miedo y
esperanza desesperada. El segundo, Santiago, mostraba una curvatura espinal pronunciada, pero se las había arreglado para ponerse de pie al escuchar voces extrañas.
Ambos niños estaban vestidos con ropa simple, pero limpia y era evidente que habían estado bien alimentados. Sin embargo, su piel tenía la palidez extrema de quienes nunca han visto la luz del sol y sus ojos mostraban dificultad para ajustarse incluso a la luz tenue de las velas. “¿Son ustedes
Mateo y Santiago?”, preguntó el padre de la torre con voz gentil.
Los gemelos se miraron entre sí con incertidumbre antes de que Santiago respondiera, “Sí, padre. ¿Viene usted de parte de mamá Yana?” La pregunta confirmó la conexión con la carta que el padre había recibido semanas atrás. “¿Dónde está Jana ahora?”, preguntó. “Se fue”, respondió Mateo con tristeza
evidente. El Señor dijo que tenía que ir muy lejos.
El capitán Villalobos, veterano de numerosas campañas militares y acostumbrado a escenas de violencia, se encontró luchando por mantener su compostura profesional ante lo que estaba presenciando. En sus palabras posteriores a sus superiores, describiría la escena como la más grave violación de
derechos humanos fundamentales que había encontrado en territorio colonial.
El padre de la torre se acercó lentamente a los gemelos, hablando con la voz suave que usaba con los feligreses más vulnerables. Han estado viviendo aquí mucho tiempo. Siempre, respondió Santiago. Mamá Yana dijo que es para mantenernos seguros de la gente mala y conocen al Señor que viene a
visitarlos. Los gemelos intercambiaron otra mirada.
Mateo habló por primera vez directamente. Es el Señor, viene los domingos, nunca nos habla. Mientras el padre conversaba con los gemelos, Fray Sarmiento y el capitán Villalobos exploraron el resto del espacio subterráneo. Encontraron evidencia de habitación prolongada: ropa, utensilios básicos de
cocina, libros de oraciones y lo más conmovedor, pequeños juguetes tallados a mano que evidentemente Yana había creado para los niños a lo largo de los años.
En una esquina de la habitación principal encontraron lo que aparentemente servía como altar improvisado, una cruz de madera pequeña, algunos santos de barro y un libro de oraciones gastado. Era evidente que los gemelos habían recibido educación religiosa básica a pesar de su aislamiento.
Cuando el grupo se preparaba para subir con los gemelos, don Cristóbal descendió las escaleras con expresión desesperada. Al ver que su secreto había sido completamente expuesto, hizo un último intento de controlar la situación. Capitán, dijo con voz que trataba de mantener autoridad. Estos niños
son complicados. Han estado bajo cuidado médico especial debido a sus condiciones. Su situación requiere discreción.
Don Cristóbal Delgado y Salazar”, respondió el capitán Villalobos formalmente, “queda arrestado por los crímenes de secuestro, prisión ilegal y abuso contra menores. Carmen Flores queda igualmente arrestada como cómplice. Los gemelos observaron esta escena con confusión total. Durante 11 años su
universo había consistido en esas habitaciones subterráneas llana y las visitas silenciosas del hombre que ahora estaba siendo arrestado.
El concepto de que existía un mundo exterior, que había autoridades más allá de el Señor y que su situación no era normal, era demasiado para procesar inmediatamente. El padre de la torre se arrodilló frente a los gemelos. Mateo, Santiago, van a venir con nosotros. Van a ver la luz del sol por
primera vez, van a conocer el mundo exterior.
¿Están listos? Santiago, siempre el más verbal de los dos, preguntó, “Vamos a encontrar a mamá Yana. Vamos a buscarla”, prometió el padre, aunque sabía que encontrar a Yana sería extremadamente difícil. Cuando el grupo finalmente emergió del sótano, llevando a los gemelos hacia la luz de la luna en
el patio central, doña Esperanza los vio por primera vez desde el día de su nacimiento, 11 años atrás.
La mujer emitió un grito que mezcló horror, amor maternal y culpa abrumadora antes de colapsar. Los gemelos, expuestos por primera vez a un espacio abierto y a la luz natural de la luna, se aferraron uno al otro, abrumados por sensaciones que no podían procesar. El aire fresco, la sensación del
viento, la vastedad del cielo nocturno, todo era completamente ajeno a su experiencia previa.
Mateo comenzó a llorar, no de tristeza, sino de una confusión abrumadora ante la inmensidad del mundo que se abría ante ellos. Santiago, fiel a su personalidad observadora, miraba hacia arriba al cielo estrellado con una expresión de asombro absoluto. Eso es el cielo del que hablaba mamá Yana,
preguntó. Sí, respondió el padre de la torre.
Ese es el cielo y ustedes finalmente están libres para verlo. El rescate de los gemelos delgado se convirtió en el escándalo más grave que había sacudido la sociedad limeña en décadas. La noticia se extendió rápidamente por toda la ciudad colonial, generando reacciones que iban desde horror genuino
hasta calculaciones políticas sobre cómo la situación afectaría los equilibrios de poder entre las familias aristocráticas.
Don Cristóbal Delgado y Salazar fue formalmente acusado de múltiples crímenes ante el tribunal del virreinato. Sin embargo, el proceso legal reveló la complejidad moral y social de la situación que iba mucho más allá de las acciones de una sola familia.
Durante el juicio que se extendió por 6 meses, surgió evidencia de que varios funcionarios coloniales habían estado al tanto de irregularidades en los registros del nacimiento de los gemelos. El notario, que había registrado oficialmente su muerte, admitió bajo juramento que había sido instruido
por don Cristóbal para falsificar la documentación a cambio de una suma considerable.
El médico que había sido consultado sobre las condiciones de los niños después del nacimiento reveló que había aconsejado a don Cristóbal sobre instituciones donde los gemelos podrían haber recibido cuidado apropiado. Consejo que fue completamente ignorado. Más inquietante aún, la investigación
reveló que la situación de los gemelos delgado no era única.
El capitán Villalobos, motivado por lo que había presenciado, condujo una investigación más amplia que descubrió otros casos de familias aristocráticas que habían manejado de maneras similares el nacimiento de hijos con deformidades o condiciones que consideraban socialmente inacceptables. Los
gemelos fueron inicialmente alojados en el convento de las hermanas de la caridad, donde recibieron atención médica, educación y, lo más importante, la oportunidad de experimentar gradualmente el mundo exterior, que había estado prohibido para ellos durante 11 años. La adaptación fue
extraordinariamente difícil. Mateo
desarrolló episodios de lo que los médicos de la época describían como melancolía extrema, alternando entre periodos de excitación maniática cuando descubría nuevos aspectos del mundo exterior y depresiones profundas cuando la magnitud de lo que había perdido durante sus años de confinamiento se
volvía abrumadora.
Santiago, cuya deformidad espinal requería atención médica constante, mostró una resiliencia psicológica notable. Se convirtió en un estudiante voraz, devorando libros y conocimiento con la intensidad de alguien que trataba de compensar años perdidos. Los médicos notaron que su inteligencia era
excepcional y especularon que el aislamiento, aunque traumático, había contribuido a desarrollar su capacidad de concentración y memoria.
La búsqueda de Llana se convirtió en una obsesión para los gemelos y para el padre de la torre. Durante meses, investigadores civiles y religiosos siguieron pistas sobre su paradero, pero la mujer quechua parecía haber desaparecido completamente. La verdad sobreellana fue descubierta de manera
trágica 6 meses después del rescate de los gemelos.
Su cuerpo fue encontrado en el río Rimac, donde aparentemente había permanecido desde noviembre de 1758. Las circunstancias de su muerte nunca fueron completamente esclarecidas, aunque el momento de su desaparición coincidía sospechosamente con los días posteriores a la exposición del secreto de
los delgado. Esteban Contreras, el mayordomo que había mentido sobre haber llevado a Yana sana y salva a Chincha, finalmente confesó bajo interrogatorio intenso que la mujer había desaparecido durante el viaje. admitió que la había encontrado muerta
cerca del río cuando regresó a buscarla, pero que había temido reportar la muerte por miedo a ser culpado. Sin embargo, muchos dudaron de esta versión sospechando que Yana había sido asesinada para prevenir que proporcionara testimonio detallado sobre los años de confinamiento de los gemelos.
Cuando los gemelos se enteraron de la muerte de Yana, su reacción fue devastadora. Mateo se sumió en un silencio que duró semanas, rehusando comer o participar en las actividades del convento. Santiago desarrolló una fijación religiosa más intensa, pasando horas en oración por el alma de la mujer
que consideraban su verdadera madre. El destino final de la familia Delgado fue igualmente complejo.
Lon Cristóbal fue sentenciado a 10 años de prisión y a la confiscación de una porción significativa de sus bienes que fueron utilizados para compensar a las instituciones que se hicieron cargo de los gemelos. Sin embargo, su sentencia fue reducida a 5 años debido a su estatus social y a las
intervenciones de otros miembros de la aristocracia colonial.
que temían las implicaciones de un castigo demasiado severo para uno de los suyos. Doña Esperanza, quien fue considerada víctima tanto como cómplice, no fue procesada criminalmente. Sin embargo, el shock de descubrir que sus hijos habían estado vivos durante 11 años mientras ella lloraba su muerte,
la condujo a un colapso mental del cual nunca se recuperó completamente.
pasó el resto de su vida en un estado de depresión severa, visitando obsesivamente el convento donde vivían los gemelos, tratando de recuperar los años de maternidad que había perdido. Los otros hijos Delgado, Isabel, Carlos y Francisco, fueron profundamente afectados por la revelación de que
tenían hermanos vivos que habían permanecido escondidos durante toda su infancia.
Isabel, ya de 23 años cuando se descubrió la verdad, desarrolló una relación cercana con los gemelos tratando de compensar los años perdidos. Carlos y Francisco, más jóvenes, lucharon por reconciliar sus memorias de una familia aparentemente normal, con la realidad brutal de lo que había estado
sucediendo en el sótano de su propia casa. El caso de los gemelos delgado tuvo repercusiones que se extendieron mucho más allá de una sola familia.
El virrey del Perú ordenó una revisión de los registros de nacimiento y muerte en Lima durante las décadas anteriores, buscando patrones que pudieran indicar otros casos de niños desaparecidos oficialmente. Esta investigación reveló varias discrepancias sospechosas, aunque ninguna tan dramática
como el caso Delgado.
Más significativamente, el escándalo condujo a cambios en las políticas coloniales relacionadas con el registro de nacimientos y el cuidado de niños con deformidades. Se establecieron instituciones especializadas donde familias que no podían o no querían cuidar a niños con condiciones médicas
complejas podían buscar ayuda sin recurrir a la ocultación o abandono.
El padre Ignacio de la Torre se convirtió en el guardián no oficial de los gemelos, supervisando su educación y adaptación al mundo exterior. En sus cartas privadas a otros jesuitas documentó meticulosamente el proceso de rehabilitación, creando un registro único de cómo dos individuos se adaptaban
a la sociedad después de años de aislamiento total.
Mateo, a pesar de sus luchas emocionales, mostró un talento excepcional para las matemáticas y la astronomía. Su mente, moldeada por años de contemplación solitaria parecía particularmente adecuada para problemas que requerían concentración profunda y pensamiento abstracto.
El padre de la torre arregló para que recibiera tutoría especializada. Y para cuando cumplió 18 años, Mateo había desarrollado habilidades matemáticas que superaban las de muchos estudiantes universitarios de la época. Santiago siguió un camino diferente. Su inteligencia se dirigió hacia estudios
teológicos y filosóficos y desarrolló una comprensión profunda y matizada de cuestiones morales que impresionaba incluso a clérigos experimentados.
Su experiencia única de sufrimiento y aislamiento, combinada con su gratitud intensa por su eventual liberación, le dio una perspectiva sobre la condición humana que era tanto sabia como compasiva. Cuando cumplieron 18 años, tanto Mateo como Santiago optaron por unirse a órdenes religiosas, aunque
en diferentes congregaciones.
Mateo se convirtió en hermano Lego en la orden franciscana, donde su talento para las matemáticas fue utilizado en proyectos de construcción de iglesias y cálculos astronómicos para determinar fechas litúrgicas. Santiago se unió a los jesuitas siguiendo los pasos del padre de la torre y
eventualmente se convirtió en uno de los teólogos más respetados de su generación en el virreinato del Perú.
La paradoja final de esta historia es que los gemelos delgado, a pesar de los años terribles de su infancia, lograron encontrar propósito y significado en sus vidas adultas de maneras que quizás no habrían sido posibles si hubieran crecido en circunstancias normales. Su capacidad de concentración
desarrollada durante años de aislamiento, su apreciación profunda por la libertad y la comunidad humana, ganada a través del sufrimiento y su comprensión única de los aspectos más oscuros de la naturaleza humana, los convirtieron en individuos extraordinarios. El caso de los gemelos delgado nos
obliga a reflexionar sobre las distorsiones morales que pueden surgir cuando las presiones sociales se vuelven más importantes que la compasión humana básica. En una sociedad obsesionada con las apariencias perfectas, don Cristóbal eligió sacrificar la humanidad de sus propios hijos para preservar
una imagen que al final resultó ser completamente ilusoria, pero también nos muestra la resistencia extraordinaria del espíritu humano.
Mateo y Santiago, a pesar de haber sido privados de los elementos más básicos de una infancia normal, encontraron formas de crecer, aprender, amar y eventualmente contribuir significativamente a su sociedad. ¿Qué opinas de esta historia que marcó para siempre la historia colonial de Lima? ¿Crees
que don Cristóbal actuó por miedo genuino a las consecuencias sociales o fue simplemente un acto de crueldad inexcusable? Y más importante, ¿cuántos otros secretos similares permanecen enterrados en los archivos coloniales de nuestra América? Comparte tu opinión en los comentarios, dale like si esta
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