I. El silencio de la mañana
Mateo no me hablaba. No era un silencio casual, de esos que surgen cuando los niños están distraídos con sus juegos o sus pensamientos. Era un silencio denso, como una pared entre nosotros. Cada día, desde hacía tres meses, la rutina era la misma: yo preparaba el desayuno, llamaba desde la cocina, escuchaba sus pasos arriba, pero sabía que no bajaría. Sabía que no me dirigiría la palabra.
—Mateo, el desayuno está listo —le dije esa mañana, como todas las anteriores.
El crujir de las tablas del piso me indicó que estaba despierto, que se movía desde su cuarto al baño. Me imaginé su cara medio dormida, sus ojos oscuros mirando el espejo, el cabello revuelto. Pero no bajó. Otra vez.
Respiré hondo. Subí las escaleras con el plato en las manos, tratando de no pensar en el frío que sentía en el pecho, ese frío que no se iba desde la noche en que su padre desapareció. Encontré a Mateo sentado en el borde de la cama, vestido para la escuela, mirando por la ventana. El sol entraba en rayos pálidos, iluminando su perfil.
—Te traje tus tostadas con mermelada, como te gustan.
No volteó a verme. Sus hombros se tensaron un poco, una señal clara de que mi presencia le incomodaba. Me senté a su lado, dejando el plato sobre la mesa de noche.
—Mateo, por favor… solo dime qué necesitas. Qué puedo hacer.
Esta vez sí me miró. Sus ojos tenían esa dureza que no debería existir en un niño de diez años. Me dolió. Quise abrazarlo, pero sabía que se apartaría.
—Quiero irme con mi papá —dijo, como un disco rayado. Las mismas palabras de siempre.
—Hijo, ya hablamos de esto. Tu papá… él decidió irse. No sabemos ni dónde está.
—¡Tú lo corriste! —gritó, poniéndose de pie—. ¡Por eso se fue! ¡Y yo también me quiero ir!
Sentí que se me partía algo por dentro, otra vez. Mateo no entendía que su padre había vaciado la cuenta del banco y desaparecido una noche, sin explicaciones, sin despedidas. Solo una nota que decía “necesito espacio”. Eso había sido hace seis meses.
—Mateo, yo nunca…
—¡No te creo! —me interrumpió, y salió corriendo hacia la puerta—. ¡Quiero a mi papá!
Lo seguí hasta la planta baja, donde ya estaba poniéndose los zapatos para ir a la escuela.
—Espera, te llevo en el carro.
—No quiero. Voy caminando.
Y se fue, dejándome parada en la puerta con el plato de tostadas frías en las manos, preguntándome una vez más cómo explicarle a un niño que a veces los adultos huimos, que a veces el amor no es suficiente para que alguien se quede, y que no siempre es culpa de nadie cuando una familia se rompe.
Esa tarde, cuando regresó de la escuela, encontré un dibujo en su cuarto: él y su papá en un parque, jugando fútbol. Yo no aparecía en ningún lado.
II. La ausencia
La casa era demasiado grande para dos personas que no se hablaban. Los días pasaban lentos, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Yo trabajaba desde casa, traduciendo textos médicos para una editorial. El trabajo era monótono, pero me permitía estar cerca de Mateo. A veces, me preguntaba si eso ayudaba o empeoraba las cosas.
Por las noches, escuchaba sus pasos en el pasillo, el sonido de la puerta de su cuarto cerrándose con cuidado. No había gritos, no había llanto. Solo ese silencio que se volvía más profundo cada día.
Intenté hablar con él. Le dejaba notas en la mochila, preguntando si quería cenar pizza, si quería ver una película juntos. Nunca respondía. A veces, las notas aparecían arrugadas en la basura. Otras veces, simplemente desaparecían.
Me pregunté muchas veces si había hecho algo mal. Repasaba los últimos meses antes de que su padre se fuera. Las discusiones, las noches en que él llegaba tarde, los mensajes sin responder. Pero nunca imaginé que se iría así, sin mirar atrás.
Mateo había cambiado. Antes era un niño alegre, curioso, siempre preguntando cosas, siempre buscando respuestas. Ahora, era un niño serio, encerrado en sí mismo. Su maestra me llamó un día para decirme que estaba distraído en clase, que no hablaba con sus amigos.
—¿Ha pasado algo en casa? —preguntó la maestra.
—Su padre se fue hace seis meses —respondí, sintiendo que la voz se me quebraba.
—Eso explica muchas cosas —dijo ella, con tono comprensivo—. Quizá deberíamos pensar en buscar ayuda profesional.
Pensé en llevarlo a un psicólogo, pero Mateo se negó. No quería hablar con nadie. No quería hablar conmigo.
III. Los recuerdos
Una noche, mientras ordenaba la casa, encontré una caja bajo la cama de Mateo. Dentro había fotos antiguas: él y su papá en la playa, jugando con las olas; los tres juntos en Navidad, riendo junto al árbol; Mateo aprendiendo a andar en bicicleta, su padre sosteniéndolo por la espalda.
Me senté en el suelo, sosteniendo las fotos. Recordé esos días, la felicidad sencilla, los problemas que parecían pequeños. Recordé la primera vez que sentí que algo no iba bien, cuando su padre empezó a llegar tarde, a mirar el teléfono en silencio, a evitar mi mirada.
Mateo entró en el cuarto y me vio con la caja. Se detuvo en la puerta, sin decir nada.
—Encontré tus fotos —le dije, mostrándole una de él y su papá en la playa.
No respondió. Se acercó, tomó la caja y la guardó en el armario, cerrando la puerta con fuerza.
—No quiero hablar de eso —dijo, con voz baja.
—Mateo, tu papá te quiere, aunque no esté aquí.
—¡No me quiere! —gritó—. Si me quisiera, no se habría ido.
No supe qué decir. Me quedé sentada en el suelo, escuchando sus pasos alejándose.
IV. El intento
Un sábado por la mañana, decidí intentar algo diferente. Preparé panqueques, su desayuno favorito, y le dejé una nota en la mesa:
“Hoy es sábado. ¿Quieres ir al parque conmigo?”
Esperé en la cocina, escuchando el silencio. Finalmente, Mateo bajó. Se sentó a la mesa, sin mirarme.
—¿Quieres ir al parque? —pregunté, tratando de sonar casual.
Mateo se encogió de hombros.
—Podemos jugar fútbol —insistí—. Como hacías con tu papá.
Me miró, y por un momento pensé que iba a decir algo. Pero solo tomó un panqueque y empezó a comer en silencio.
Decidí no insistir. Salimos juntos, caminando hasta el parque. El aire era fresco, los árboles verdes. Mateo caminaba unos pasos delante de mí, las manos en los bolsillos. Llegamos al parque y se sentó en un banco, mirando a los niños que jugaban.
—¿Quieres jugar? —pregunté.
Negó con la cabeza.
Me senté a su lado, observando el campo de fútbol. Recordé las tardes en que su padre lo llevaba a jugar, cómo reían juntos, cómo Mateo corría detrás del balón, cómo yo los miraba desde lejos, feliz.
—Te extraño, Mateo —dije, sin esperar respuesta.
Él siguió mirando el campo, sin decir nada.
V. Las cartas
Empecé a escribirle cartas. No sabía si las leería, pero necesitaba decirle todo lo que sentía. Le conté cómo me sentía cuando él no me hablaba, cómo me dolía verlo triste, cómo deseaba que pudiéramos volver a ser una familia.
Dejé las cartas en su mesa de noche, una cada semana. Algunas desaparecían, otras quedaban allí sin abrir.
Una tarde, después de la escuela, encontré una carta en mi escritorio. Era de Mateo.
“Quiero irme con mi papá. No quiero estar aquí. No quiero hablar contigo. Extraño a mi papá. No quiero que me sigas hablando de él.”
Me senté en mi escritorio, leyendo la carta una y otra vez. Lloré. No sabía qué hacer.
VI. El encuentro
Un día, recibí una llamada de la escuela. Mateo se había peleado con un compañero. Fui a buscarlo. Lo encontré sentado en la dirección, la cabeza baja.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—Nada —respondió, sin mirarme.
La directora me explicó que Mateo había empujado a otro niño porque le dijo que su papá no lo quería.
—¿Eso es cierto? —me preguntó la directora.
—Su papá se fue hace seis meses —respondí.
Mateo levantó la cabeza y me miró, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Por qué se fue? —preguntó.
No supe qué decir. Me arrodillé a su lado, tomándole la mano.
—A veces los adultos toman decisiones que los niños no entienden. Pero no es tu culpa, Mateo. Tú no hiciste nada malo.
Mateo lloró, finalmente, después de meses de silencio. Lo abracé, sintiendo que por fin una grieta se abría en el muro entre nosotros.