¿Dónde está mi hija? Andrés Ferrer gritó su voz llena de furia y desesperación. El policía frente a él mantuvo la calma, pero su tono fue seco. Señor Ferrer, estamos haciendo todo lo posible. Eso no es suficiente. Han pasado dos días y no tienen nada. Golpeó la mesa con el puño.
Su hija Sofía, de 7 años, había desaparecido en plena luz del día mientras jugaba en la plaza. La policía había revisado cámaras, interrogado testigos, pero sin pistas concretas. Cada hora que pasaba era un tormento. Esa noche, sin poder quedarse quieto en su mansión, salió a las calles de Buenos Aires.
Pegaba carteles con la foto de Sofía, ofreciendo una recompensa. Su traje estaba arrugado, el nudo de su corbata flojo. No le importaba, solo tenía un objetivo, encontrarla. Terminaba de pegar un cartel en un poste cuando una voz infantil lo hizo girar. Señor, vi a esta niña hoy en la mañana. Un niño de cabello enmarañado, sucio y descalzo, lo miraba con seriedad. Andrés sintió un golpe de adrenalina.
¿Dónde la viste? ¿Cuándo? Esperei. El niño levantó la mano. Antes necesito que me ayude. Andrés lo fulminó con la mirada. ¿Qué? Si le ayudo a encontrar a su hija, usted me ayuda a encontrar a mi mamá. El empresario frunció el seño. No tengo tiempo para esto. El niño, sin inmutarse, se cruzó de brazos.
Yo la vi y sé dónde podrían tenerla, pero no le diré nada hasta que me prometa ayudarme. Andrés sintió un nudo en el estómago. Era una broma, un engaño. No podía arriesgarse. ¿Cómo te llamas? Mateo, bien, Mateo, llévame a donde la viste. Mateo negó con la cabeza. Primero prometa que me ayudará. Andrés apretó los dientes. Quería agarrar al niño por los hombros y sacudirlo, exigirle que hablara, pero no podía.
Cerró los ojos un segundo. No tenía opción. Está bien. Te ayudaré a encontrar a tu mamá. Mateo lo miró con intensidad. Lo jura. Andrés, impaciente asintió. Lo juro. Mateo sonrió levemente y comenzó a caminar. Andrés lo siguió. Vamos. Tenemos que ir a la otra parte de la ciudad. ¿Qué tan lejos está? Preguntó Andrés caminando apresurado tras Mateo.
Es en la periferia, respondió el niño sin voltear. No se puede llegar en taxi. Andrés gruñó, miró a su alrededor. Estaban en una zona donde los autos apenas pasaban. apretó los labios y tomó su celular. Voy a llamar a mi chóer. No, interrumpió Mateo. No nos van a dejar entrar si llegamos en un carro caro. Andrés suspiró perdiendo la paciencia.
Escúchame, Mateo. No tengo tiempo para juegos. Si sabes algo de Sofía, dime de una vez. El niño se detuvo y lo miró con seriedad. Señor, si pudiera decirle dónde está su hija ahora mismo, lo haría, pero solo la vi esta mañana. Y para encontrarla tenemos que hablar con la gente correcta. Andrés apretó los dientes.
Odiaba no tener el control de la situación. Está bien. ¿Cómo llegamos? En colectivo. ¿Qué? Sí, en colectivo. Es la única manera. Andrés miró su reloj casi medianoche. Nunca había subido a un transporte público en su vida, pero si eso lo llevaba hasta Sofía, lo haría. 10 minutos después estaban apretados en un autobús viejo y lleno de olores desconocidos.
Andrés sentía el sudor pegado a la camisa mientras Mateo miraba por la ventana. Tranquilo. ¿Cómo sabes moverte por estos lugares? Preguntó Andrés tratando de ignorar la incomodidad. Mateo se encogió de hombros. Porque vivo aquí. Andrés lo observó de reojo. Tenía la piel curtida por el sol y una delgadez preocupante.
¿Y tu mamá? Mateo lo miró fijamente. Si supiera dónde está, no estaría pidiéndole ayuda. Andrés no respondió. Algo en la expresión del niño lo inquietó. 30 minutos después bajaron del autobús. El ambiente era distinto. Calles estrechas, edificios deteriorados, luces parpadeantes. Andrés sintió que no pertenecía ahí. “Sígame”, indicó Mateo.
Lo llevó por un callejón oscuro hasta una puerta de metal. Mateo tocó tres veces. Después de unos segundos, una mujer de cabello enredado abrió. “Mateo, ¿qué haces aquí?” Vengo a preguntar algo, doña Rosa. La mujer frunció el ceño y miró a Andrés con desconfianza. ¿Y él quién es? El papá de la niña que vi hoy.
La mujer suspiró y abrió la puerta. Entren, pero rápido. Andrés cruzó la puerta con cautela. No tenía idea de lo que estaba a punto de descubrir. Andrés entró detrás de Mateo con el corazón acelerado. El lugar era un cuarto estrecho con paredes manchadas de humedad y el aire cargado de tabaco. Había colchones en el suelo, algunas sillas desvencijadas y una mesa de madera con una vela a medio derretir.
La mujer, que Mateo había llamado doña Rosa, cerró la puerta y se cruzó de brazos. ¿Qué tanto sabes de la niña?, preguntó Andrés. directo al grano. Doña Rosa lo miró con recelo. Vi a una niña parecida a la de los carteles esta mañana, pero aquí la gente viene y va. No puedo asegurarle que sea su hija. ¿Dónde la vio? Insistió Andrés. Ella señaló la ventana con un movimiento de cabeza.
Allá en la esquina la traían dos tipos en una camioneta vieja. Se bajaron con ella y entraron a la casa de la señora Elvira. ¿Quién es esa señora? Doña Rosa dudó, pero Mateo habló primero. Es una mujer que cuida a niños de la calle, dijo con un tono sarcástico. Pero todos saben que los usa para otras cosas. El estómago de Andrés se revolvió. ¿Qué cosas? Depende, respondió Rosa bajando la voz.
Algunos los manda a pedir dinero en los semáforos, a otros los coloca en casas que quieren un hijo, aunque no de manera legal. Andrés sintió una oleada de furia. ¿Cómo puedo encontrarla? Doña Rosa negó con la cabeza. No es tan fácil. Nadie entra a su casa sin su permiso. Mateo le dio un empujón leve a Andrés. Yo puedo entrar, susurró. Déjeme ver si la niña sigue ahí.
Andrés sintió un nudo en la garganta. La idea de dejar que un niño se metiera en un sitio así lo ponía enfermo. No, no voy a arriesgarte. Yo ya vivo arriesgado, replicó Mateo con un encogimiento de hombros. Si quiere encontrar a su hija es la única opción. Antes de que Andrés pudiera responder, Mateo ya estaba saliendo por la puerta. Andrés esperó en la penumbra junto a Rosa.
Cada minuto que pasaba era una tortura. “Ese niño es listo”, murmuró la mujer. “Pero si lo atrapan es problema suyo. Si le pasa algo, no solo será mi problema”, amenazó Andrés. Doña Rosa chasqueó la lengua. Ya lo dijo, él sabe cómo moverse. Pasaron 10 minutos, luego 15.
Cuando Andrés estaba a punto de salir a buscarlo, la puerta se abrió de golpe. Mateo entró jadeando. No está. Andrés sintió como si le hubieran dado un golpe en el pecho. ¿Qué? No está. Pregunté. Escuché. Me dijeron que una pareja la sacó de ahí hace unas horas. ¿Quiénes? Mateo tragó saliva. No lo sé, pero alguien mencionó que la llevaron al hospital.
Andrés sintió que el mundo se detenía. ¿Por qué? No sé, pero si la llevaron ahí es porque algo pasó. Andrés no perdió un segundo. Vámonos. Empujó la puerta y salió a la calle con Mateo pisándole los talones. Tenían que llegar al hospital lo antes posible. Andrés avanzaba con pasos largos y apretados, con el corazón golpeándole el pecho.
Mateo corría a su lado, esforzándose por seguirle el ritmo. “¿Cómo sabes a qué hospital la llevaron?”, preguntó Andrés sin mirarlo. “No sé cuál, pero en esta zona solo hay dos”, respondió Mateo. “El público y una clínica chica”. Andrés no lo pensó dos veces. sacó su teléfono y llamó a su asistente. Necesito que averigües si una niña de 7 años fue ingresada a un hospital en las últimas horas.
Sí, Sofía, llámame en cuanto lo sepas. Colgó y aceleró el paso. Vamos al público primero. Tomaron otro colectivo. Andrés no podía dejar de mover las piernas con ansiedad. Mateo lo miraba de reojo, en silencio. Siempre eres así de impaciente, preguntó de pronto. Andrés le lanzó una mirada de advertencia. No me hagas perder el tiempo. Mateo soltó un resoplido y se quedó callado.
El trayecto se sintió eterno. Cuando bajaron frente al hospital, Andrés corrió hacia la recepción. Necesito información sobre una niña ingresada hoy. 7 años, cabello castaño, ojos claros. La recepcionista tecleó en la computadora y levantó la vista. ¿Es usted el padre? Sí. La niña llegó inconsciente hace unas horas. Está en pediatría. Andrés sintió que las piernas le temblaban.
¿Cómo está? Despertó hace poco, pero los médicos siguen revisándola. Sin esperar más, Andrés se dirigió a la sala indicada. Mateo lo siguió sin decir nada. Al llegar, vio a su hija en una camilla con una bata azul y una vía en el brazo. Tenía los ojos abiertos, pero su mirada estaba vidriosa. Sofía. Andrés corrió hacia ella. Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas al verlo. Papá.
Andrés la abrazó con fuerza, sintiendo su pequeño cuerpo temblar. Estoy aquí, Sofi. Todo está bien. Mateo se quedó parado junto a la puerta, observando la escena. ¿Quién la trajo?, preguntó Andrés a la enfermera. Alguien la dejó en la recepción y se fue. No tenemos más información. Andrés apretó la mandíbula. La lastimaron.
No hay signos de violencia. Parece que tuvo fiebre alta y colapsó. Andrés acarició el cabello de Sofía sintiendo un nudo en la garganta. Voy a averiguar quién hizo esto. Mateo carraspeó. Cumplí mi parte del trato. Andrés levantó la mirada. Lo sé. Mateo sostuvo su mirada por un segundo antes de cruzarse de brazos.
Ahora le toca a usted. Andrés exhaló despacio. Su hija estaba a salvo, pero su promesa seguía pendiente. Mañana empezamos a buscar a tu madre. Mateo asintió con la cabeza, pero en su mirada había algo más. No terminaba de confiar en la palabra de Andrés. Andrés no se apartó de la cama de Sofía en toda la noche.
La veía dormir con su pequeño pecho subiendo y bajando lentamente, todavía débil. Se sentía impotente, todo su dinero, su poder, su influencia y no había podido protegerla. Mateo, sentado en una silla de plástico junto a la ventana, lo observaba con expresión neutral. No se parece mucho a usted, comentó de pronto. Andrés giró la cabeza y lo miró. ¿Qué? Su hija. Mateo encogió los hombros.
No se parece a usted. Andrés frunció el ceño. Eso qué importa. Mateo se encogió de hombros de nuevo y desvió la mirada. Hubo un silencio tenso. Luego, Andrés habló con voz controlada. Ahora que Sofía está bien, empezaremos a buscar a tu madre. Mateo lo miró fijamente. En serio. Andrés le sostuvo la mirada. Te lo prometí.
Mateo pareció estudiarlo por unos segundos antes de asentir. Bien. Andrés sacó su teléfono y marcó un número. Quiero que investiguen a una mujer llamada Lucía. No tengo apellido, pero necesito saber si hay registros de alguien con ese nombre en la ciudad. Mateo se tensó. ¿Cómo sabe su nombre? Andrés guardó el teléfono en su bolsillo y lo miró. Tú me lo dijiste.
Sí, pero Mateo apretó los labios. Sonaba como si ya la conociera. Andrés sintió una punzada en el estómago. Es un nombre común. Mateo lo observó en silencio, como si intentara leer algo en su rostro. A la mañana siguiente, un investigador privado llamó a Andrés. “Señor Ferrer, encontré información sobre Lucía.” Andrés se apartó del hospital para hablar en privado.
Y bien, hubo una pausa al otro lado de la línea. Lucía murió hace 3 años. Andrés sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. ¿Estás seguro? Sí. Falleció en un hospital de caridad. No tenía familia registrada. Andrés pasó una mano por su rostro. ¿Qué más sabe de ella? Era madre soltera.
Dejó un hijo pequeño, pero nunca lo reclamó nadie. El estómago de Andrés se revolvió. ¿Cómo era físicamente? El investigador le describió a Lucía. Andrés cerró los ojos. Era ella. se quedó inmóvil sintiendo un peso en el pecho. Mateo estaba esperando reencontrarse con su madre, pero su madre llevaba 3 años muerta. Inspiró hondo y volvió al cuarto del hospital.
Mateo lo miró en cuanto entró. ¿Qué pasó? Andrés tragó saliva. Todavía estamos buscando. Mateo lo estudió por unos segundos antes de desviar la mirada. Andrés sintió una punzada de culpa. No estaba listo para decirle la verdad. Andrés pasó el resto del día en silencio.
Observaba a Sofía todavía recuperándose, pero su mente estaba en otro lugar. Lucía estaba muerta y Mateo no lo sabía. Cada vez que miraba al niño, sentía un peso en el pecho. Aún no encontraba las palabras para decírselo. Mateo, en cambio, parecía estar en paz. Sentado en la ventana del hospital, observaba el mundo con la tranquilidad de quien ha vivido demasiado para su edad.
Y entonces preguntó sin voltear, “¿Cuándo vamos a buscar a mi mamá?” Andrés tragó saliva. Pronto, Mateo se giró y entrecerró los ojos. “¿Me está mintiendo?” Andrés se tensó. “No estoy mintiendo.” Mateo lo miró por un largo segundo y luego suspiró. “Lo que sea.” Se recostó en la silla y cerró los ojos. Andrés sintió un nudo en la garganta.
Antes de que pudiera decir algo más, una enfermera entró en la habitación. Señor Ferrer, necesitamos hablar con usted. Andrés se puso de pie de inmediato. Es sobre Sofía. En parte, pero es algo más. Lo guió fuera del cuarto y bajaron por un pasillo. ¿Qué sucede?, preguntó con el seño fruncido.
La enfermera bajó la voz. Cuando Mateo se ofreció a donar sangre para Sofía, encontramos algo peculiar. Andrés sintió un escalofrío. ¿Qué? La enfermera sacó un informe médico. El niño tiene un tipo de sangre rarísimo. Apenas un puñado de personas en el país lo tienen. Andrés sintió el estómago retorcerse. ¿Y eso qué significa? La enfermera dudó.
No significa nada en sí, pero es muy poco común. Andrés tomó el informe con manos temblorosas. Quiero que le hagan un examen de ADN. La enfermera lo miró sorprendida. Es su hijo. Andrés no respondió, solo tenía que estar seguro. Al día siguiente, mientras Sofía dormía, Andrés recibió una llamada. Señor Ferrer, tenemos los resultados. Su respiración se volvió pesada. Dígame.
Hubo una pausa. Luego la voz del médico fue clara. Mateo es su hijo biológico. Andrés sintió como si el mundo se detuviera. Mate, su hijo, un niño que había vivido en la calle, que nunca había tenido nada, que había esperado a su madre durante años, era suyo. Colgó sin decir nada. Volvió a la habitación sintiéndose aturdido.
Mateo estaba sentado en la ventana observando la ciudad. ¿Por qué me mira así?, preguntó el niño sin girarse. Andrés abrió la boca, pero no pudo responder. ¿Cómo se lo decía? ¿Cómo le decía que él era el padre que nunca tuvo? Andrés se quedó parado en la puerta observando a Mateo. El niño seguía sentado en la ventana con la mirada perdida en la ciudad.
No se giró ni mostró curiosidad por el silencio de Andrés. El empresario sintió un nudo en la garganta. Había enfrentado a inversionistas despiadados. Había tomado decisiones que afectaban a miles de empleados, pero nunca se había sentido tan aterrado como en ese momento. Mateo dijo finalmente. El niño parpadeó y giró la cabeza con desgano.
¿Qué? Andrés sintió su corazón latir con fuerza. Tenía que decirlo, pero las palabras no salían. Escucha, hay algo que necesito contarte. intentó de nuevo. Mateo lo miró con el seño fruncido. Si es para decirme que no encontró a mi mamá, no me interesa. Andrés sintió el golpe en el estómago. No es eso. Mateo entrecerró los ojos. Entonces, ¿qué es? Andrés se frotó la nuca.
Nunca había tenido problemas para hablar, pero esto era diferente. Mateo, yo. Antes de que pudiera terminar, la puerta de la habitación se abrió y una enfermera entró apresurada. Señor Ferrer, la niña ya despertó por completo. Andrés sintió que el aire volvía a sus pulmones. Voy con ella. Se giró hacia Mateo. Espera aquí.
¿De acuerdo? El niño no respondió, solo lo observó con una expresión que Andrés no pudo descifrar. Andrés entró en la habitación de Sofía y su hija le sonrió débilmente. Papá. Él se acercó de inmediato y le besó la frente. Estoy aquí, princesa. Sofía. lo abrazó con sus bracitos temblorosos. “¿Me llevas a casa?” Andrés sintió una punzada en el pecho.
“Pronto, solo necesitamos esperar un poco más.” La niña asintió y se recostó en la almohada. Andrés la observó en silencio. Durante todos estos años. Había creído que ella era lo único que importaba en su vida, pero ahora, ahora tenía otro hijo y no tenía idea de cómo manejarlo. Cuando volvió a la otra habitación, Mateo ya no estaba.
Andrés sintió una corriente de pánico recorrer su cuerpo. Mateo llamó saliendo al pasillo. Una enfermera se le acercó. Busca al niño. Sí, lo vio. Salió hace un rato. Andrés sintió un vacío en el pecho. Mateo se había ido y no sabía si lo volvería a ver. Andrés bajó las escaleras del hospital de dos en dos, su pulso acelerado.
Su mirada barría cada pasillo, cada sala de espera, cada rincón. Mateo. Nada. Salió a la calle y giró la cabeza a ambos lados. El tráfico seguía fluyendo. La gente caminaba sin prisa, ajena a su desesperación. Mateo se había ido, sacó su teléfono y llamó a su asistente. Necesito que localices a un niño de 10 años que salió del hospital hace unos minutos.
Señor, no tenemos. Búscalo. Colgó y apretó los dientes. Sabía que Mateo desconfiaba de él. Lo había visto en sus ojos, en su actitud, y con razón no le había dicho la verdad. No había cumplido su promesa de encontrar a su madre. No lo culpaba por haberse ido, pero eso no significaba que lo dejaría desaparecer.
De vuelta en la habitación de Sofía, se quedó mirando a su hija dormida. Lucía había muerto sin que él supiera que tenía un hijo. Mateo había crecido solo en las calles y ahora, cuando por fin podía hacer algo por él, lo había perdido. Andrés apretó los puños. No, no iba a perderlo. Sacó su teléfono y volvió a marcar.
Necesito que usen todos los recursos disponibles para encontrar a Mateo, cámaras de seguridad, testigos, lo que sea. Entendido, señor. Colgó y se apoyó contra la pared. Había construido un imperio farmacéutico desde cero. Había enfrentado crisis económicas, competencia desleal, traiciones empresariales.
Nada de eso lo había preparado para esto, para ser padre, para arreglar el desastre que ni siquiera sabía que había causado. Horas después su asistente lo llamó. Señor, encontramos a Mateo. Andrés se enderezó. ¿Dónde? En la plaza donde desapareció Sofía. Andrés sintió un nudo en la garganta. Por supuesto, colgó y salió del hospital de inmediato.
Cuando llegó a la plaza, lo vio. Mateo estaba sentado en el mismo banco donde Sofía había estado el día en que desapareció. Sostenía uno de los carteles con su foto, el papel arrugado entre sus dedos. Andrés se acercó con cautela. Te busqué por todas partes. Mateo no levantó la vista. No tenía a dónde ir. Andrés se sentó a su lado.
¿Por qué te fuiste? Mateo suspiró. Porque ya sé la verdad. Andrés sintió un escalofrío. ¿Qué verdad? Mateo giró la cabeza y lo miró directamente a los ojos. Mi mamá está muerta, ¿verdad? El mundo pareció detenerse. Andrés sintió como si le hubieran arrancado el aire de los pulmones. Mateo ya lo sabía. ¿Quién te lo dijo? El niño se encogió de hombros.
Nadie. Lo supe cuando vi tu cara ayer. Andrés cerró los ojos un segundo. Mateo era más listo de lo que había imaginado. Lo siento. No quiero tu lástima. Mateo miró de nuevo el cartel en sus manos. Solo quería que fuera mentira. Andrés sintió un nudo en la garganta. Yo también. Hubo un largo silencio. Luego Mateo dejó caer el cartel al suelo.
¿Y ahora qué? Andrés tomó aire. Eso depende de ti. Mateo frunció el seño. De mí. Andrés se volvió hacia él. Quiero que vengas conmigo. Mateo lo miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza. ¿Para qué? Andrés sostuvo su mirada. Para que tengas un hogar. Mateo se quedó en silencio. Andrés esperó. Finalmente el niño habló.
No sé si puedo confiar en ti. Andrés asintió con la cabeza. Lo entiendo. Mateo lo miró por unos segundos más. Luego suspiró. Pero tampoco tengo a dónde ir. Andrés sintió un pequeño destello de esperanza. Entonces, empecemos por ahí. Mateo no respondió, pero esta vez cuando Andrés se puso de pie, el niño lo siguió. El camino de regreso al hospital fue silencioso.
Mateo caminaba un par de pasos detrás de Andrés, con las manos en los bolsillos y la mirada baja. Cuando llegaron a la habitación de Sofía, la niña ya estaba despierta. Al ver a Mateo, sus ojos se iluminaron. Mateo. Él levantó una mano en un saludo tímido. Sofía sonrió. Pensé que ya no ibas a volver. Mateo se encogió de hombros. Tampoco estaba seguro. Andrés los observó en silencio. Había algo en la forma en que Sofía miraba a Mateo.
No lo veía como un extraño. No lo veía como alguien ajeno. Lo veía como parte de su mundo. Sofía dio unas palmadas en la cama. Ven, siéntate aquí. Mateo dudó por un segundo, pero luego caminó hasta ella y se sentó en la orilla. ¿Estás mejor? Sofía asintió. Sí, pero los doctores me dijeron que todavía no puedo irme.
Mateo bajó la mirada. Debe ser feo estar encerrado aquí un poco, pero papá me trajo helado. Mateo alzó una ceja. En serio. Sofía asintió con entusiasmo. Si te quedas, tal vez te traiga a ti también. Mateo la miró con una expresión divertida. Así funciona esto. Sofía sonrió. Cuando eres familia así. Mateo parpadeó.
Andrés sintió su cuerpo tensarse. Sofía acababa de decir la palabra que él había evitado. Familia. Mateo bajó la mirada. No creo que eso se aplique a mí. Sofía frunció el seño. ¿Por qué no? Porque yo no soy como ustedes. Andrés decidió intervenir. Mateo, no tienes que ser como nosotros para estar con nosotros. El niño levantó la vista con los ojos llenos de dudas.
¿Quieres que me quede? Andrés se acercó y se apoyó en la varanda de la cama. Quiero que vengas con nosotros, no por obligación, sino porque lo elijas. Mateo no respondió de inmediato. Miró a Sofía, luego a Andrés, luego a sus propias manos. “Nunca he tenido una casa de verdad”, murmuró. Andrés sintió un nudo en la garganta.
“¿Podemos cambiar eso, Mateo?” Exhaló lentamente, luego levantó la mirada. Está bien. Sofía sonrió de oreja a oreja. Andrés sintió algo cálido en el pecho. No era una solución inmediata. No iba a ser fácil, pero era un comienzo. La noticia de que Mateo aceptaba ir con ellos debería haber sido un alivio, pero en el rostro del niño no había alegría, solo había duda, como si estuviera esperando que Andrés cambiara de opinión en cualquier momento.
Después de todo, para Mateo, la gente siempre terminaba yéndose. Andrés lo notó, pero no lo presionó. Sabía que el niño tenía razones para desconfiar. Mañana le darán el alta a Sofía, dijo Andrés. Cuando salgamos del hospital iremos a casa. Mateo asintió sin decir nada. Cuando la enfermera entró para revisar a Sofía, Andrés aprovechó la oportunidad para salir un momento al pasillo.
Necesitaba aire. Se pasó la mano por el rostro. Aún no terminaba de procesar todo. Apenas hacía unos días su vida giraba alrededor de su empresa, sus inversiones, su agenda. y ahora tenía dos hijos. Uno de ellos, un niño que había crecido en la calle, que no confiaba en nadie y que de alguna manera había terminado siendo suyo.
Sacó su teléfono y llamó a su asistente. Prepara la casa. Necesito una habitación lista para Mateo. Hubo un silencio en la línea. Mateo, sí, va a vivir con nosotros. La voz de su asistente fue cautelosa. ¿Por cuánto tiempo? Andrés sintió la pregunta como un golpe en el pecho. No lo había pensado en esos términos. No era temporal.
Indefinidamente, el asistente no preguntó más. Andrés colgó y exhaló lentamente. No estaba seguro de qué estaba haciendo, pero sí sabía una cosa. No iba a fallar esta vez. Cuando volvió a la habitación, Mateo lo miró con desconfianza. ¿Dónde estabas? Arreglando algunas cosas. Mateo frunció el seño.
Cosas como que Andrés se cruzó de brazos. Como asegurarnos de que tengas un lugar en casa. El niño lo miró fijamente. De verdad quiere que me quede Andrés sostuvo su mirada. Sí. Mateo bajó la cabeza. ¿Y si no encajo? Andrés sintió una punzada en el pecho. No tienes que encajar, Mateo. Solo tienes que estar.
Mateo no respondió, pero por primera vez pareció considerar la posibilidad. Mateo no habló más esa noche. Se quedó en la silla junto a la ventana, con los brazos cruzados y la mirada perdida. Andrés lo observaba de reojo, sin presionarlo. Sabía que el niño tenía demasiadas cosas en la cabeza. A la mañana siguiente, Sofía recibió el alta.
Andrés firmó los papeles y cuando todo estuvo listo, se giró hacia Mateo. Es hora de irnos. Mateo dudó por un instante. Miró la puerta como si estuviera considerando la opción de salir corriendo, pero luego, sin decir nada, tomó su mochila rota y caminó detrás de Andrés. El trayecto en auto fue silencioso. Sofía, emocionada por volver a casa, hablaba sin parar, pero Mateo apenas reaccionaba.
Cuando llegaron a la mansión de Andrés, el niño abrió los ojos con asombro. Era la primera vez que veía una casa así de grande. ¿Aquí viven? Preguntó con incredulidad. Aquí vivimos corrigió Andrés. Mateo frunció el seño. Yo no vivo aquí. A partir de hoy. Sí, respondió Andrés con calma. Mateo miró la enorme casa y luego a Andrés.
No pertenezco a este lugar. No se trata de pertenecer, dijo Andrés. Se trata de tener un hogar. Mateo se cruzó de brazos. ¿Por cuánto tiempo? Andrés sintió el peso de la pregunta. Por el tiempo que quieras. El niño desvió la mirada, no respondió, pero al menos no se negó a entrar.
La habitación de Mateo estaba lista, no era lujosa, pero tenía una cama, un escritorio y un armario con ropa nueva. Cuando el niño entró, se quedó quieto en la puerta. Todo esto es para mí. Sí, dijo Andrés. Si necesitas algo más, solo dímelo. Mateo miró la cama con desconfianza. Nunca he dormido en una cama así. Te acostumbrarás. Mateo avanzó lentamente y tocó las sábanas con la punta de los dedos. Esto es raro. Andrés sonrió. Lo sé.
El niño se quedó en silencio. Finalmente murmuró. No sé qué se supone que haga aquí. No tienes que hacer nada, respondió Andrés. Solo estar. Mateo tragó saliva. No estoy acostumbrado a eso. Tendrás tiempo para acostumbrarte. Hubo un largo silencio. Finalmente, Mateo se sentó en la cama, todavía con cautela. Andrés lo observó.
Sabía que el niño aún no confiaba en él y sabía que tarde o temprano iba a tener que contarle la verdad. Los primeros días en la casa fueron extraños para Mateo. Todo le parecía demasiado limpio, demasiado grande, demasiado ajeno. Caminaba con cautela, como si en cualquier momento alguien le dijera que se fuera.
Andrés lo observaba en silencio. Sabía que el niño estaba esperando el momento en que las cosas cambiaran, en que su presencia se volviera incómoda para todos. Pero ese momento no llegaría. Sofía, en cambio, parecía no notar la tensión. Mateo, ¿quieres jugar conmigo? Mateo, sentado en el borde de su cama, alzó la vista. ¿Jugar a qué? A lo que sea.
Mateo la miró con desconfianza. No sé jugar esas cosas de niños ricos. Sofía hizo un puchero. No es de ricos, es solo jugar. Mateo se encogió de hombros. No sé jugar. Sofía frunció el seño. Pues entonces te enseño. Mateo parpadeó. Antes de que pudiera negarse, Sofía ya lo estaba jalando del brazo.
Andrés, que había estado observando desde la puerta, sonrió levemente. Mateo aún no confiaba en él, pero Sofía ya lo había aceptado como parte de la familia. Esa noche, Andrés encontró a Mateo en la cocina. El niño estaba parado junto al refrigerador con la puerta abierta. mirando todos los alimentos con una expresión extraña.
¿Qué buscas?, preguntó Andrés. Mateo no respondió de inmediato. Luego cerró la puerta con lentitud. Nada, solo dudó como si no supiera cómo explicar lo que estaba pensando. Andrés esperó. Finalmente, Mateo suspiró. Nunca he tenido comida así de fácil. Andrés sintió un nudo en el estómago. Mateo lo miró con una mezcla de confusión y cautela. Siempre va a ser así.
Sí, respondió Andrés sin dudar. Siempre. Mateo frunció el ceño. No lo entiendo. Andrés se apoyó en la mesa. ¿Qué es lo que no entiendes? El niño lo miró fijamente. ¿Por qué está haciendo esto? Andrés sintió que su pecho se apretaba. El momento había llegado. Tomó aire. Siéntate, Mateo. El niño no se movió. ¿Por qué? Porque tengo algo que decirte.
Mateo lo miró con desconfianza, pero después de unos segundos arrastró una silla y se sentó. Andrés se frotó las manos. Sé que has estado esperando respuestas. Mateo no dijo nada. Y sé que crees que estoy haciendo esto solo por lástima. Los labios del niño se tensaron. No necesito lástima. Lo sé, dijo Andrés. Por eso quiero que escuches lo que voy a decirte.
Mateo entrecerró los ojos. Andrés tomó aire. Mateo, yo soy tu padre. El silencio que siguió fue absoluto. El rostro del niño no mostró ninguna reacción al principio. Luego, poco a poco, su expresión se endureció. No. Andrés sostuvo su mirada. Sí. Mateo se puso de pie tan rápido que la silla rechinó contra el suelo.
No, usted no es mi padre. Lo soy, Mateo. El niño respiraba entrecortado. No puede ser verdad. Andrés se levantó también, pero no se acercó. Hice una prueba de ADN. Mateo lo miró con ojos llenos de rabia y confusión. ¿Desde cuándo lo sabe? Desde el hospital. El niño apretó los puños y no me lo dijo. No sabía cómo hacerlo.
Mateo negó con la cabeza, dando un paso atrás. Esto es una broma. No lo es. Mateo lo miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas. Y mi mamá, Andrés sintió que su estómago se hundía. Murió hace 3 años. Mateo parpadeó, se quedó en silencio. Luego, sin previo aviso, salió corriendo. Mateo.
Andrés lo siguió, pero el niño ya estaba en la puerta. Déjame en paz. Salió disparado hacia la calle sin mirar atrás. Andrés sintió un golpe en el pecho. Lo había perdido. Otra vez. Andrés corrió tras Mateo, pero el niño ya había desaparecido entre las calles oscuras. Su corazón latía con fuerza mientras escaneaba el vecindario con la mirada, pero Mateo era rápido, acostumbrado a moverse sin ser visto.
Sacó su teléfono y llamó a su asistente. Necesito que rastreen a Mateo. Salió corriendo de la casa. Señor, es tarde. ¿Quiere que llamemos a la policía? Andrés se detuvo en seco. No, eso solo haría que Mateo confiara menos en él. No lo encontraré yo. Cortó la llamada y exhaló profundamente.
Mateo no tenía a dónde ir. No tenía familia, ni amigos, ni un lugar seguro, pero sí tenía un pasado. Y Andrés sabía exactamente a dónde ir. La plaza estaba vacía a esa hora. Solo había unos pocos autos pasando a lo lejos y el sonido de hojas secas arrastradas por el viento. Y ahí, en la misma banca donde Sofía había desaparecido, estaba Mateo.
Tenía los brazos cruzados y la mirada clavada en el suelo con los hombros tensos. Andrés se acercó con cautela y se sentó a su lado. Mateo no reaccionó. Durante un largo momento, nadie habló. Finalmente, Andrés suspiró. No voy a obligarte a nada, Mateo. El niño no levantó la cabeza. Bien, Andrés se pasó una mano por el rostro. Sé que esto es mucho. No sabe nada, murmuró Mateo.
Andrés se inclinó hacia delante. Tienes razón. No sé lo que es crecer solo. No sé lo que es esperar a alguien que nunca regresa. No sé lo que es sentirse invisible. Mateo apretó la mandíbula. Entonces, no hable. Andrés guardó silencio. El niño cerró los ojos por un momento, respirando hondo. “Toda mi vida esperé que mi mamá volviera”, dijo en voz baja.
Me decía a mí mismo que si esperaba lo suficiente, ella me encontraría. Andrés sintió un nudo en la garganta. Mateo abrió los ojos y miró el cielo oscuro. Y ahora resulta que nunca iba a volver. Andrés tragó saliva. Lo siento, Mateo. El niño dejó escapar una risa seca. No lo sienta. No cambia nada.
Cambia todo, respondió Andrés. Porque ahora ya no tienes que esperar. Mateo lo miró por primera vez. ¿Y qué se supone que haga ahora? Eso lo decides tú. Hubo un largo silencio. Mateo bajó la mirada y pateó una piedra con el pie. No sé si puedo confiar en usted. No tienes que hacerlo ahora. Mateo frunció el seño. Entonces, ¿qué quiere Andrés? Inspiró hondo.
Que vengas a casa, que tengas un lugar donde dormir, comer y estar seguro. Mateo entrecerró los ojos. Y si no quiero una familia. Andrés sonrió levemente. No te estoy pidiendo que quieras una familia, solo te estoy dando la opción de tener una. Mateo se quedó callado. Después de un rato, exhaló lentamente. No sé si quiero eso. Andrés se puso de pie.
Entonces, empecemos con algo más simple. Mateo lo miró con desconfianza. ¿Cómo qué? Andrés extendió la mano. Empecemos con volver a casa. Mateo observó la mano de Andrés por un largo momento. Luego, con cautela, se puso de pie y empezó a caminar. Andrés lo siguió sin decir nada.
No había tomado su mano, pero había decidido volver y por ahora eso era suficiente. El auto avanzaba por las calles vacías. Andrés manejaba en silencio, mientras en el asiento trasero Mateo miraba por la ventana. Sus dedos tamborileaban contra la tela de su pantalón. Un tic nervioso que Andrés había notado desde el principio.
Sofía dormía con la cabeza apoyada en su propio hombro, ajena a la tensión en el aire. Cuando la casa apareció a la distancia, Mateo se removió en su asiento. “Todavía no sé qué hago aquí”, murmuró. Andrés mantuvo la mirada en la carretera. “No tienes que saberlo ahora.” Mateo bufó y cruzó los brazos. “¿Y qué pasa si decido irme otra vez? Entonces te buscaré otra vez.” Mateo lo miró de reojo. No tiene sentido que haga esto.
Andrés estacionó el auto frente a la casa. Tal vez no para ti. Mateo frunció el seño. Andrés se giró en su asiento y lo miró con calma. Escúchame bien, Mateo. No puedo cambiar el pasado. No puedo traer de vuelta a tu mamá, ni borrar los años que pasaste solo. El niño apretó los labios. ¿Y entonces qué puede hacer? Andrés exhaló lentamente. Estar aquí. Mateo bajó la mirada.
Por primera vez no tenía respuesta. Las semanas pasaron. Mateo aún dormía con la puerta entreabierta como si necesitara asegurarse de que podía salir en cualquier momento. A veces desaparecía por unas horas y volvía sin dar explicaciones. Andrés nunca preguntaba, pero cada vez que se iba regresaba un poco más rápido.
Sofía, sin preocuparse por la resistencia de Mateo, lo incluía en todo. Si jugaba, lo arrastraba con ella. Si veía una película, lo obligaba a sentarse a su lado. Si comía, le pasaba cosas del plato sin preguntar. Un día, mientras cenaban juntos, Sofía miró a Mateo con curiosidad.
¿Por qué no me llamas hermano? Mateo dejó su tenedor en el plato. Porque no sé si lo somos. Sofía inclinó la cabeza. Pero si vivimos juntos y papá nos cuida a los dos, no es lo mismo. Mateo bajó la mirada. Andrés observó al niño en silencio. Sabía que Mateo aún no estaba listo para aceptar ese vínculo. Pero entonces algo cambió. Con un suspiro, Mateo tomó su vaso de jugo y lo levantó.
Supongo que puedo intentarlo. Sofía sonrió. Bien. Mateo miró a Andrés de reojo. Pero no me llames hijo todavía. Andrés sonrió levemente. Tómate el tiempo que necesites. Hubo un silencio cómodo entre los tres. Por primera vez en mucho tiempo, Mateo no sintió que tenía que correr. No sintió que tenía que escapar. Tal vez por fin había encontrado un lugar donde quedarse.
La vida de Andrés y Mateo nos muestra que las segundas oportunidades pueden llegar de la forma más inesperada. A veces la familia no es solo con quienes compartimos sangre, sino con aquellos que el destino nos pone en el camino. ¿Te emocionó esta historia? Entonces, apóyanos con un like, comparte este video con alguien que necesita creer en la esperanza y no olvides suscribirte al canal para más relatos como este.
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