Mujeres en el Edificio 17
El edificio y sus fantasmas
El edificio 17 de la calle San Martín era viejo, de esos que parecen llevar siglos sosteniéndose a fuerza de costumbre y humedad. Las paredes estaban agrietadas, las escaleras chirriaban y el ascensor hacía tiempo que no funcionaba. El portero, Don Basilio, había muerto hacía años y nadie lo había reemplazado. Los vecinos se las arreglaban solos: cada quien barría su piso, sacaba la basura y, de vez en cuando, pegaban notas en la entrada para quejarse del mal olor, del ruido o de las goteras. Pero, sobre todo, se quejaban unos de otros.
En el tercer piso vivía Rosa, una mujer gordita de unos cincuenta años, de mejillas sonrosadas y carácter fuerte. Era viuda y se ganaba la vida cosiendo ropa para las vecinas, además de vender tortas fritas los domingos. Rosa tenía fama de metida y chismosa, pero nadie podía negar que tenía un corazón grande, aunque lo escondiera detrás de su sarcasmo.
Justo debajo, en el segundo piso, vivía Lucía, una mujer flaca y nerviosa, con el cabello siempre recogido en un moño desordenado. Tenía treinta y cinco años, estaba separada y trabajaba en una farmacia. Lucía era callada, pero cuando se enojaba, su voz podía escucharse en todo el edificio. Vivía con su madre, Doña Teresa, una anciana de carácter autoritario y lengua afilada, que había criado sola a Lucía y no perdía oportunidad para recordarle que debía ser fuerte en la vida.
El resto de los departamentos estaban ocupados por familias jóvenes, jubilados solitarios, estudiantes y algún que otro inquilino temporal. Pero las historias de Rosa y Lucía, y sus constantes peleas, eran el pan de cada día para todos.
El polvo y la chispa
Un martes por la mañana, el sol apenas asomaba entre las nubes cuando Rosa decidió sacudir la alfombra de su sala. La colgó por la ventana y comenzó a golpearla con fuerza, levantando una nube de polvo que flotó en el aire antes de caer, inevitablemente, sobre la ventana abierta de Lucía.
Lucía estaba regando sus plantas cuando sintió el polvillo en el cabello y sobre las hojas verdes de su jazmín. Tosió, se sacudió el polvo y, al mirar hacia arriba, vio la alfombra de Rosa ondeando como una bandera.
—¡Ey, gorda, ten cuidado con esa alfombra! ¡Me está cayendo polvo en el cabello! —gritó Lucía, irritada, asomando la cabeza por la ventana.
Rosa, sin dejar de sacudir la alfombra, respondió con sarcasmo:
—Ah, querida, tu cabello ya es un desastre. Con polvo o sin polvo, da igual.
Lucía apretó los dientes y estuvo a punto de lanzar una maceta, pero en ese momento apareció su madre, Doña Teresa, escoba en mano.
—¡Rosa! —gritó la anciana, golpeando la ventana de arriba con el palo de la escoba—. ¡Deja de ensuciar a mi hija, elefante!
Rosa se asomó, con las manos en la cintura:
—¡Vas a romper el vidrio de mi ventana, jirafa!
—¡Siempre estás buscando problemas, ¿verdad?! —replicó Doña Teresa—¡Hipopótamo!
El intercambio de insultos subió de tono y pronto los gritos llenaron el edificio. Los vecinos cerraron sus ventanas, acostumbrados a las peleas de las mujeres del tercer y segundo piso.
Historias cruzadas
Las discusiones entre Rosa y Lucía no eran nuevas. De hecho, formaban parte de la rutina del edificio. Pero detrás de los insultos y el polvo había historias no contadas, heridas viejas y soledades compartidas.
Rosa, desde que enviudó, se había vuelto más dura. Su marido, Ernesto, había sido el amor de su vida, pero también su sostén. Cuando él murió, Rosa tuvo que aprender a defenderse sola en un mundo que no perdona la debilidad. La costura y la venta de tortas fritas eran su refugio, pero también su forma de mantenerse ocupada y no pensar demasiado en las ausencias.
Lucía, en cambio, había crecido bajo la sombra de una madre exigente. Doña Teresa le repetía que la vida era una batalla y que una mujer debía ser fuerte, dura, implacable. Lucía intentaba cumplir con las expectativas, pero a veces sentía que se ahogaba en su propio departamento, entre la farmacia, las plantas y los reproches de su madre.
A pesar de sus diferencias, Rosa y Lucía compartían más de lo que imaginaban: la soledad, la lucha diaria y el deseo, aunque oculto, de ser comprendidas.
El ladrón observa
Aquella tarde, mientras las mujeres discutían por la ventana, un hombre caminaba por la vereda de enfrente. Era alto, flaco, con la barba descuidada y la mirada inquieta. Se llamaba Ramiro, pero en el barrio lo conocían solo como “El Rata”. Nadie sabía exactamente de dónde venía, pero todos sabían que era mejor no cruzarse con él después de las diez de la noche.
Ramiro se detuvo frente al edificio, observó la escena y sonrió con malicia.
“Mujeres… siempre peleando entre ellas. Creo que puedo aprovecharme de esto”, pensó, mientras se alejaba silbando.
La noche del miedo
Esa noche, Lucía volvía tarde de la farmacia. Había tenido un día agotador y solo pensaba en una ducha caliente y en la cama. Caminaba rápido, con la cartera apretada contra el pecho, cuando sintió unos pasos detrás de ella.
Al girar la esquina, una mano fuerte la sujetó por el brazo.
—No grites. Solo ven conmigo —dijo una voz ronca y amenazante.
Lucía intentó zafarse, pero el hombre la empujó hacia un callejón oscuro.
—¿A dónde me vas a llevar? —preguntó, temblando.
Él sonrió, mostrando los dientes amarillentos.
—A ese callejón oscuro de allá. Vamos a divertirnos un rato.
Lucía intentó gritar:
—¡Socorro!
El hombre la agarró por el cabello y le tapó la boca.
—Si gritas de nuevo, te destrozo —gruñó con violencia.
Las luces del edificio se encendieron y algunas ventanas se abrieron. Los vecinos espiaban la escena, pero, al darse cuenta del peligro, cerraban rápidamente las cortinas, asustados.
—¿Vieron? —se burló el ladrón—. Todas estas mujeres están aterradas de mí. ¿Lo ven? ¡Son un chiste!
Lucía sintió el miedo paralizarla. El hombre la arrastraba hacia el rincón más oscuro del callejón. El corazón le latía tan fuerte que pensó que iba a desmayarse.
La respuesta inesperada
Pero entonces, un grito retumbó en la noche:
—¡Eh, vos! ¡Soltala ahora mismo!
El ladrón se giró y vio a Rosa, la gordita del tercer piso, sosteniendo una escoba con ambas manos. Sus mejillas rojas brillaban de furia.
—¡Malhechor, suelta a esta chica ahora o te arrepentirás! —ordenó Rosa, avanzando sin miedo.
El ladrón soltó una carcajada.
—¿Tú? ¿Solita? Escucha, hipopótamo, antes estabas peleando con ella, ¿y ahora quieres hacerte la heroína?
Rosa lo miró con una mirada fulminante.
—Tenemos nuestras diferencias, pero jamás te dejaría hacerle daño a una mujer. Puede que esté sola… pero somos muchas. ¡Siempre nos ayudamos entre nosotras!
El ladrón se rió nuevamente.
—¡Son débiles, todas ustedes!
Fue entonces que, detrás de Rosa, comenzaron a aparecer otras mujeres del edificio: Doña Teresa, la madre de Lucía, y otras vecinas, todas armadas con sartenes, cuchillos, tenedores y escobas. Sus ojos reflejaban determinación y fuerza.
El ladrón comenzó a sentir un miedo creciente, y su mente empezó a cuestionarse:
“¿Por qué tengo miedo? No se supone que deba sentirme intimidado… ¡son solo mujeres! Ya me he peleado con hombres fuertes, incluso con policías armados… No debería sentirme amenazado por un grupo de amas de casa. Algo raro está pasando… y si no me voy, me matan.”
La atmósfera estaba tensa, cargada. Era como si, en cualquier momento, esas mujeres con miradas amenazantes pudieran lanzarse sobre él y aplastarlo, como lobas atacando a una presa indefensa.
—¡Vamos, chicas! —gritó Rosa.
Avanzaron con valentía, y el ladrón, tomado por el pánico, huyó, gritando:
—¡Socorro!
El ladrón cayó de bruces en un charco de agua, se levantó asustado, tropezó con una lata de basura y casi se cae de nuevo, pero se sostuvo y salió corriendo como loco.
Las mujeres lo siguieron, pero se detuvieron. Tomaron aire y luego, como un ejército furioso, comenzaron a gritar, levantando escobas, cuchillos, sartenes… todo lo que tenían a mano. ¡Parecían listas para devorarlo!
El después
Cuando la situación se calmó, Rosa se acercó a Lucía y le preguntó:
—¿Estás bien?
—Sí… Gracias. Pensé que nadie iba a ayudarme —respondió Lucía, emocionada.
Rosa sonrió y dijo:
—Si nos uniéramos más las mujeres, el mundo sería un lugar mejor. Juntas somos más fuertes.
Doña Teresa, aún con la escoba en la mano, miró a Rosa con respeto.
—Hoy me tapaste la boca, Rosa. Gracias.
Rosa se encogió de hombros.
—No hay de qué. Mañana seguro volvemos a pelear, pero hoy éramos un equipo.
Las demás mujeres se acercaron, abrazaron a Lucía y celebraron la victoria. Esa noche, el edificio 17 fue distinto. Por primera vez en mucho tiempo, las mujeres dejaron de lado las diferencias y se sintieron parte de algo más grande.
Voces del edificio
La noticia del intento de asalto corrió rápido por el barrio. Los vecinos, que antes miraban con recelo a las mujeres del edificio, comenzaron a saludarlas con admiración.
—¡Qué coraje el de ustedes! —decía Don Mario, el quiosquero de la esquina.
—¡Así se hace! —aplaudía la señora de la panadería.
Incluso los niños del barrio miraban a las mujeres con nuevos ojos. Rosa se convirtió en una especie de heroína local, aunque ella se reía y decía que solo había hecho lo que debía.
Pero lo más importante fue el cambio dentro del edificio. Las mujeres empezaron a reunirse para tomar mate, compartir recetas y ayudarse con las tareas. Las peleas no desaparecieron, pero ahora había respeto y complicidad.
Lucía, que antes evitaba a Rosa, comenzó a visitarla para charlar. Descubrieron que compartían el amor por las plantas y la costura. Doña Teresa, aunque seguía siendo dura, reconoció que Rosa era una buena vecina.
El edificio 17, antes lleno de quejas y soledades, se transformó en una comunidad.
Lo que el ladrón no sabía
Ramiro, el ladrón, no volvió a aparecer por el barrio. Algunos decían que se había ido a otra ciudad, otros que había aprendido la lección. Lo cierto es que, después de aquella noche, nadie volvió a molestar a las mujeres del edificio.
Pero lo que Ramiro nunca supo fue que su intento de asalto había sido el inicio de algo nuevo. Las mujeres, que antes se miraban con desconfianza, ahora se cuidaban unas a otras. Habían descubierto que la verdadera fuerza estaba en la unión.
Epílogo: Un edificio distinto
Con el paso de los meses, el edificio 17 cambió. Los vecinos pintaron las paredes, arreglaron el ascensor y organizaron fiestas en la terraza. Las mujeres lideraron los cambios, demostrando que juntas podían lograr lo que antes parecía imposible.
Rosa siguió vendiendo tortas fritas, pero ahora tenía ayudantes. Lucía abrió un pequeño taller de plantas y flores en el hall de entrada, donde enseñaba a los niños del barrio a cuidar la naturaleza. Doña Teresa, aunque seguía gruñona, sonreía más a menudo.
Las peleas no desaparecieron del todo, pero ahora terminaban en risas y abrazos. El edificio, antes frío y hostil, se volvió un hogar.
Y así, en el viejo edificio 17, las mujeres demostraron que la sororidad puede más que el miedo. Que la unión es la mejor defensa. Y que, cuando las mujeres se apoyan, ningún ladrón —ni la vida misma— puede con ellas.
—
FIN
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