En el polvoriento atardecer de las llanuras de Texas, cerca de la frontera con México, el vaquero Diego Ruiz cabalgaba exhausto sobre su caballo exhausto, con el sol tiñiendo de sangre el horizonte. Su vida era un infierno, deudas que lo ahogaban, una granja en ruinas y un pasado de pistolero que lo perseguía como un fantasma.

Pero nada lo preparó para lo que encontró al llegar a esa cabaña abandonada. Una mujer gigante de más de 2 metros de altura con músculos que parecían forjados en hierro y un vestido negro que apenas contenía su figura voluptuosa, lo apuntaba con un dedo acusador. “Necesito un marido y tú necesitas una hija fuerte”, declaró la viuda gigante al vaquero luchador con una voz que retumbó como trueno en la pradera.

Digo se congeló, el lazo en su mano temblando. “Hija, ¿de qué demonios hablaba esa bestia de mujer? Ella se llamaba María la Gigante Vargas, una leyenda susurrada en las cantinas de ambos lados de la frontera. Decían que había matado a su esposo anterior con un solo golpe, que su fuerza venía de un pacto con el en las sierras de Chihuahua y que su apetito sexual era tan voraz como su tamaño.

Pero Diego no creía en cuentos, o al menos no hasta ese momento. La mujer avanzó, su sombra cubriendo al vaquero como una tormenta inminente. ¿Crees que es broma, Mírame bien. Soy viuda, pero mi vientre aún arde por semilla. Y tú, con esa mirada de perro apaleado, necesitas una hembra que te deijas como yeguas salvajes. El corazón de Diego latió con fuerza, una mezcla de terror y una atracción prohibida.

Nunca había visto a una mujer así, pechos enormes que se agitaban con cada paso, brazos que podían romper un toro en dos y ojos negros que prometían placeres oscuros. Él era un hombre roto, huyendo de bandidos mexicanos que lo querían muerto por un robo fallido en Matamoros. Señora, yo no busco problemas”, balbuceó, pero ella lo agarró por el cuello de la camisa, levantándolo del suelo como si fuera un niño.

Sus labios se curvaron en una sonrisa siniestra. “Problemas es lo que traes, vaquero, pero yo te ofrezco salvación. Cásate conmigo, dame un hijo y te daré una hija que domine estas tierras, una como yo, gigante, invencible. ¿O prefieres que te rompa aquí mismo? La propuesta era absurda, loca, pero en ese instante, con el aliento caliente de María en su rostro, Diego sintió un fuego en sus entrañas que no era solo miedo.

La viuda lo soltó y él cayó de rodillas jadeando. Ella se ríó, un sonido gutural que vibró en el aire quieto. Ven adentro, cabrón. Te mostraré lo que significa ser mío. La cabaña era un antro de sombras. Pieles de animales en las paredes, un fuego crepitante en la chimenea y un olor a tierra y deseo. María se quitó el vestido con un movimiento fluido, revelando un cuerpo desnudo que desafiaba la realidad.

Sus músculos reflexionaban como cuerdas de acero. Sus curvas eran un pecado tallado por el Digo tragó saliva, su miembro endureciéndose contra su voluntad. ¿Qué? ¿Qué pasó con tu marido anterior?, preguntó intentando ganar tiempo. Ella se acercó, su altura obligándolo a mirar hacia arriba. Lo maté en la cama, vaquero.

Me folló hasta el cansancio, pero no pudo darme la hija que anhelo, una fuerte como las amazonas de las leyendas aztecas. Tú pareces resistente. Vamos a probar. Sin aviso, lo empujó contra la pared de madera, sus manos enormes rasgando su camisa. Diego protestó, pero su cuerpo traicionaba. El toque de ella era eléctrico, brutal y tierno a la vez.

Besó su cuello con labios carnosos, mordiendo lo suficiente para dibujar sangre. “Dime que sí, o muere intentándolo”, susurró, su mano bajando a su pantalón, liberando su erección con una destreza sorprendente. Diego gimió el placer chocando con el pánico. Era como ser devorado vivo por una diosa pagana. La noche cayó como un velo negro y en esa cabaña el romance prohibido se encendió como pólvora.

María lo llevó a la cama, un colchón de paja que crujió bajo su peso combinado. Lo montó como una yegua salvaje, sus caderas moviéndose con una fuerza que lo hacía gritar. más profundo. vaquero”, exigía sus uñas clavándose en su pecho. Diego, perdido en el éxtasis, la penetró con todo su ser, sintiendo como su interior lo apretaba como un vicio.

Era sexualidad pura, animal, sudor mezclándose, cuerpos chocando en un ritmo frenético. Pero lo ambil y libel venía en oleadas. Cada embestida parecía hacerla crecer, sus músculos hinchándose, su altura aumentando unos centímetros. Sientes mi poder jadeaba ella. Viene de la sangre antigua de brujas en las montañas de México.

Te daré una hija que conquiste el oeste. Diego, exhausto pero adicto, la volteó tomándola por detrás en una posición que la hacía rugir de placer. Sus nalgas firmes se apretaban contra él y él la azotaba con el lazo que aún llevaba, convirtiendo el dolor en éxtasis. “Sí, castígame”, gritaba María. su voz secuando en la pradera.

Pero el SOC llegó cuando en el clímax ella reveló su secreto, “Mi hija no será solo tuya, será nuestra, pero con mi fuerza multiplicada. La criaré para que sea tu amante también si fallas.” Diego se congeló, pero el orgasmo lo traicionó, derramándose dentro de ella en una explosión de placer prohibido. Incesto, locura.

Era demasiado, pero en ese momento era irresistible. Al amanecer, Diego despertó atado a la cama, María preparándole un desayuno de huevos y tortillas con chile. “Ahora eres mío, esposo”, dijo con una sonrisa. Pero el suspense crecía. Ecos de disparos en la distancia. Los bandidos lo habían encontrado. “No temas”, murmuró ella, levantando un rifle como si fuera un juguete.

Salieron y lo que siguió fue Anilbel. María cargó contra los cinco pistoleros, sus balas rebotando en su piel como si fuera acero. Los aplastó uno a uno, rompiendo cuellos con sus manos, su vestido negro manchado de sangre. Diego, liberado, disparó a uno, pero era ella la fuerza destructora. Esta es la hija que te daré”, rugió levantando un bandido sobre su cabeza y lanzándolo al suelo.

Herido vivo, Diego la miró con nuevo respeto y deseo. Regresaron a la cabaña donde el romance se profundizó. La besó con pasión, explorando su cuerpo gigante con manos temblorosas. La llevó al piso, lamiendo sus pechos enormes, succionando pezones que sabían a sal y fuego. Ella gemía, guiando su cabeza más abajo a su sexo húmedo. “Come, vaquero, prueba el néctar que creará nuestro alegado.

” Digo obedeció su lengua danzando en pliegues calientes, haciendo que ella se arqueara en éxtasis. Luego la penetró de nuevo, esta vez con ternura romántica mezclada con brutalidad. Te amo, gigante”, confesó entre Srass, su miembro hundiéndose en ella como en un abismo de placer. Pero el Soc no terminaba. Días después, mientras cabalgaban hacia México para escapar, María reveló más.

“Mi fuerza no es natural. Bebí de una fuente en las ruinas mayas cerca de Palenque. Me hizo inmortal, pero estéril, hasta que encuentre un hombre con sangre guerrera como la tuya. Diego, horrorizado, intentó huir esa noche, pero ella lo atrapó atándolo al caballo. No escapes, amor.

Te necesito para romper la maldición. Lo arrastró de vuelta y en una cueva fronteriza el sexo se volvió ritual. velas encendidas, cantos en Nahwatl y una unión carnal que sacudió la tierra. Diego sintió su esencia cambiar, su cuerpo fortaleciéndose al unirse a ella. La folló con una furia nueva, sus manos apretando su cuello mientras ella lo animaba. Más fuerte. Hazme sangrar.

El clímax fue Sook King. En el orgasmo, visiones de una hija gigante dominando ejércitos aparecieron en su mente. Ella será nuestra reina, susurró María colapsando en sus brazos. Pero el twist Bilbebell, la hija ya existía en su vientre, concebida en esa primera noche, creciendo a velocidad sobrenatural. Semanas después, en una cantina de Juárez, María dio a luz en secreto una niña de un metro de alto al nacer con músculos ya definidos.

“Mírala, esposo. Tu hija fuerte.” Diego, atónito, la cargó, sintiendo su fuerza diminuta apretar su dedo hasta romperlo. El romance persistió, pero con sombras. Vivieron como forajidos. María protegiéndolos con su poder, Diego amándola en noches de pasión interminable. La follaba en praderas abiertas, bajo estrellas, su cuerpo gigante envolviéndolo como una cárcel de placer.

“Eres mía para siempre”, juraba ella, mordiendo su hombro en éxtasis. Pero el suspen se culminó cuando la hija Ana creció en meses a tamaño adulto, heredando la fuerza de su madre. “Papá, necesito un marido como tú”, declaró Ana un día. Apuntándolo con un dedo idéntico al de María. Diego palideció. El ciclo se repetía.

Soquinia inevitable. En una confrontación final, bandidos atacaron su refugio. María y Ana lucharon como diosas, aplastando enemigos, pero Diego fue herido mortalmente. Moribundo vio a madre e hija fusionarse en un abrazo romántico y sexual, sus cuerpos entrelazados en un ritual para salvarlo. “Únete a nosotras”, susurraron.

Y en un acto ambilebbel lo revivieron con su esencia compartida. Despertó más fuerte, eterno, en un trío de amor prohibido, esposo, amante, padre. La frontera tembló con su leyenda, una familia gigante dominando el oeste en de poder y deseo. Años después, en las sierras, Diego reflexionaba. Todo empezó con esa declaración. Necesito un marido y tú necesitas una hija fuerte.

Y en ese mundo, Soking lo tenía todo o nada. El sol se ponía y el ciclo continuaba suspensivo, romántico, sexual e imposible.