Tengo mucha hambre, señor. Esor, ¿puedo comer las obras de comida, por favor? Mi general, ¿puedo comer sus sobras? La voz era apenas un susurro, pero cortó el aire del campamento como navaja. Pancho Villa dejó de mastigar y levantó la vista.

Frente a él, tembloroso como rama seca en ventarrón, estaba un niño de quizás 8 años, tan flaco que parecía que el viento del norte se lo llevaría volando. Pero no fue la delgadez lo que hizo que Villa sintiera un puño apretarle las tripas. Fueron las marcas. Manchas blanquecinas de lepra en el rostro. Sí, pero también otra cosa, algo peor, cicatrices, rayas blancas que cruzaban los brazos extendidos como si alguien hubiera dibujado un mapa de dolor sobre piel de niño.

Una línea gruesa atravesaba su mejilla izquierda, todavía rosada, reciente. Las manos que temblaban sosteniendo nada más que aire y esperanza, mostraban dedos ligeramente deformados por la enfermedad, pero las muñecas llevaban marcas circulares oscuras como de cuerdas apretadas demasiadas veces. Los dos guardias que habían traído al escuincle dieron paso atrás al ver las manchas de lepra, la mano derecha buscando el pañuelo para cubrirse la boca. Pero Villa no se movió, se quedó ahí.

sentado en su petate con el plato de frijoles y tortillas sobre las rodillas, mirando fijamente esos ojos hundidos que habían visto demasiado para tan pocos años. No eran solo las manchas de la enfermedad, era el conjunto completo, un niño marcado dos veces por la lepra y por la crueldad humana.

El niño tragó saliva y Villa vio que hasta ese simple gesto le dolía como si tuviera la garganta llena de espinas. Lo que sobró de su plato, mi general, solo eso. Yo yo como rápido, no molesto. Villa agarró su plato, se levantó despacio y mientras los guardias retrocedían otro paso, él avanzó, se agachó frente al niño y colocó el plato directamente en esas manos marcadas.

tocando la piel que todos evitaban como si fuera lumbre. Sus dedos rozaron las cicatrices en las muñecas. Sintió las líneas elevadas del tejido que había sanado mal. “Come, muchacho, y después me cuentas quién te hizo esto.” Señaló las rayas en los brazos, la cicatriz en la cara.

El niño lo miró como si Villa fuera aparición de santo. Las lágrimas comenzaron a rodar por ese rostro marcado mientras agarraba una tortilla con dedos que temblaban tanto que casi la deja caer. “Se llama Tomasito, mi general”, dijo el tuerto, el dorado veterano que nunca retrocedía ante nada. Lo encontramos hace dos horas vagando por el desierto. Venía caminando desde quién sabe dónde.

Villa asintió sin dejar de mirar al niño que devoraba los frijoles como si fueran su última comida en la tierra. Y tal vez lo habían sido, pensó Villa. Tal vez este esquincle había caminado esperando que el desierto se lo tragara antes de tener que pedir limosna de nuevo. ¿De dónde vienes, Tomasito? El niño tragó.

Se limpió la boca con el dorso de la mano y Villa vio más marcas blancas subiendo por el brazo. De la hacienda San Miguel del desierto, mi general, tres días caminando, hubo algo en como lo dijo, un temblor que no venía del frío de la noche que caía sobre Chihuahua en ese octubre de 1916. Era miedo, terror puro destilado en dos palabras, San Miguel.

¿Y qué hacías tú en San Miguel? Preguntó Villa, aunque algo en sus entrañas ya sabía que no le iba a gustar la respuesta. Tomasito bajó la vista al plato vacío y cuando habló, su voz era tan baja que Villa tuvo que inclinarse para escuchar. Trabajaba mi general. Todos trabajamos. Mi papá, mi mamá, mi hermana Lupita, todos. Don Próspero Aguirre es el dueño.

Dice que le debemos dinero que nunca vamos a poder pagar. La mandíbula de Villa se tensó. Conocía ese nombre. Próspero Aguirre, ascendado de la vieja escuela, de esos que pensaban que la revolución era como polvareda, que el viento se llevaría y todo volvería a ser como antes. De esos que creían que los peones eran menos que sus caballos.

¿Y por qué te fuiste? Tomasito levantó la vista y en esos ojos Villa vio algo que había visto en campos de batalla, en pueblos quemados, en mujeres violadas y niños huérfanos. Vio la clase de oscuridad que ningún niño debería cargar. Porque don Próspero, él la voz se lebró.

Él nos pega a todos los niños, pero a mí, a mí me pega más porque dice que soy leproso, que soy castigo de Dios, que merezco sufrir. Las palabras salieron atropelladas ahora, como si el niño llevara días guardándolas. Y finalmente encontró a alguien que tal vez, solo tal vez, le creería. Nos encierra en un cuarto chiquito cuando nos portamos mal. Una vez me dejó tres días sin comer porque me caí y rompí una jarra.

Facundo, el capataz, es quien nos amarra cuando don Próspero saca el chicote. Tiene un chicote especial. Lo guarda en su cuarto. Dice que está trenzado con tripas de víbora, pero yo creo que es cuero de vaca. Noás nos pega en las piernas, en la espalda. A mí me pegó en la cara.

Una vez se tocó una cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda, una línea blanca sobre piel manchada. Lupita, mi hermana, tiene 10 años, también la pega a ella y a otros cinco niños más. Dice que así aprendemos a respetar. Pero mi general Tomasito se acercó más bajando la voz como si contara secreto que podría matarlo. Él no pega para enseñar. pega porque le gusta, se ríe cuando lloramos.

Una vez escuché a Facundo decirle que ya era suficiente, que el niño ya había aprendido, pero don Próspero le dio cinco chicotazos más. Me desmayé. Cuando desperté, estaba tirado en el patio como perro. El campamento había caído en silencio absoluto. Los dorados que preparaban café dejaron de moverse.

Los que limpiaban rifles se quedaron con las manos quietas. Hasta los caballos parecían escuchar. Villa sintió que algo oscuro y antiguo despertaba en su pecho. Había matado hombres, muchos hombres. Había quemado pueblos, había fusilado traidores, había hecho cosas que lo perseguirían hasta la tumba, pero había líneas, líneas que ni la guerra, ni la revolución, ni la desesperación justificaban cruzar, y próspero Aguirre las había cruzado todas.

¿Por qué viniste a buscarme a mí, Tomasito? El niño lo miró directo a los ojos y Villa vio determinación mezclada con el miedo. Porque los peones dicen que usted protege a los pobres, mi general. Dicen que usted castiga a los ricos malos. Dicen que usted nunca olvida cuando alguien lastima a un niño. Tragó saliva. Yo me escapé hace 5co días. Caminé de noche para que no me encontraran.

Bebí agua de charcos. Comí nopales crudos y todo este tiempo pensaba, si encuentro a Villa, si el centauro del norte me escucha, tal vez Lupita y los otros se salvan. Tal vez don Próspero paga por lo que hizo. La voz se le quebró al final. No aguantaba más, mi general. Prefería morirme en el desierto que seguir ahí.

Villa se quedó callado por largo rato, mirando ese rostro marcado de niño, que había caminado tres días por desierto infernal, con lepra comiéndole la piel, con hambre retorciéndole las tripas, con miedo pisándole los talones, todo para encontrar a un revolucionario que tal vez lo ayudaría o tal vez lo mandaría de vuelta.

Despacio, Villa extendió la mano y la posó sobre la cabeza de Tomasito. El niño se estremeció, no de miedo, sino de sorpresa. Nadie lo tocaba, nadie. Mírame, muchacho. Tomasito levantó la vista. Te voy a decir algo y quiero que lo grabes bien en esa cabeza, ¿me entiendes? El niño asintió. Próspero aguirre va a pagar por cada lágrima que te sacó, por cada marca en tu cuerpo, por cada noche que pasaste con miedo.

La voz de Villa era baja, pero cada palabra caía como piedra en agua quieta. Te lo juro por la Virgen de Guadalupe, por la memoria de mi padre, por México entero. Ese desgraciado va a saber lo que se siente ser débil, ser golpeado, ser humillado y lo va a saber pronto. se levantó y gritó, “El tuerto reúne a 12 hombres, los mejores, los que no tiemblan y no preguntan.” El tuerto sonríó. Era sonrisa de lobo.

¿A dónde vamos, mi general? Villa miró hacia el norte, donde las estrellas comenzaban a brillar sobre el desierto que se extendía infinito y despiadado, a San Miguel del desierto, a enseñarle a un hacendado rico qué le pasa a quien maltrata niños en territorio de Pancho Villa. Ha hacienda San Miguel del desierto se levantaba como cicatriz en medio del desierto chihuahüense, rodeada de mezquites retorcidos y nopales que se aferraban a la tierra agrietada con desesperación de condenados. Era octubre, pero el sol seguía cayendo como

castigo divino, derritiendo el horizonte en olas de calor que hacían bailar las sombras. La casa grande se erguía en lo alto de una loma suave, con paredes que alguna vez fueron blancas, pero ahora eran del color de hueso viejo, manchadas por el tiempo y la desidia.

Desde ahí, don Próspero Aguirre observaba su imperio de polvo y miseria con ojos de buitre. Tenía 52 años. Era alto y flaco como poste, con bigote entreco, bien recortado y manos que nunca habían conocido trabajo honesto. Vestía de lino claro, incluso bajo ese sol asesino, como si el calor fuera cosa de pobres y él estuviera por encima de tales vulgaridades.

Sus ojos eran lo peor, pequeños y brillantes como vidrios rotos, siempre buscando, siempre calculando, siempre encontrando motivos para castigar. En la hacienda vivían atrapadas casi 50 familias, hombres, mujeres, ancianos y niños, todos amarrados, no con cadenas de hierro, sino con algo más fuerte, deudas que crecían como maleza venenosa.

El tendajón de la propiedad vendía harina a precio de oro, frijol a precio de plata y cada tortilla que comían los agregaba más años de servidumbre. Un kilo de maíz que en el pueblo costaba 2 pesos, don Próspero lo vendía a ocho. Un pedazo de piloncillo que valía 50 centavos, él lo cobraba a 3 pesos.

Y cuando los peones protestaban, Facundo Ríos, el capataz, les recordaba con mano en la pistola que quien no pagaba podía irse, pero su familia se quedaba como garantía, así que nadie se iba. Tomasito Morales había nacido en San Miguel. Su padre, Heraclio, llevaba 15 años trabajando las tierras de Aguirre, 15 años tratando de pagar una deuda que había heredado de su propio padre.

La madre de Tomasito, Soledad, lavaba ropa y cocinaba para la casa grande. Y su hermana Lupita, de apenas 10 años, ayudaba en la cocina y cuidaba a los niños más pequeños. Era vida dura, pero no diferente de miles de familias en el norte de México en ese año de 1916, cuando la revolución rugía en las ciudades, pero en los ranchos aislados, seguía mandando el que tenía tierra y pistoleros.

Lo que hacía distinta a San Miguel, lo que la convertía en infierno particular, era la enfermedad de don Próspero, no enfermedad del cuerpo, sino del alma. El asendado había desarrollado un gusto, un placer retorcido que hacía que hasta Facundo, hombre que había matado a siete en riñas y emboscadas, bajara la mirada con vergüenza.

Don Próspero disfrutaba castigar niños. No era corrección de padre severo que da coscorrón para educar. Era algo más oscuro, más sucio. Era necesidad. Los niños de San Miguel trabajaban como adultos desde que el gallo cantaba hasta que la luna brillaba alta y fría sobre el desierto.

Tomasito había empezado a los 5 años cargando agua, juntando leña, espantando sopilotes de los corrales. A los seis lo pusieron a trabajar en el campo bajo sol, que derretía hasta las piedras. A los siete recibió su primera golpiza. Había dejado caer una jarra de barro que se hizo mil pedazos en el piso de la cocina. Don Próspero, que pasaba por ahí, se detuvo.

Miró la jarra rota, miró a Tomasito congelado de terror y sonró. Esa sonrisa era peor que cualquier grito. Facundo había llamado con voz suave, casi amable. Trae el chicote. El chicote. Los niños de San Miguel lo conocían bien, lo temían más que a la muerte misma.

Era de cuero trenzado, tres tiras juntas, tan apretadas que parecían una sola, con cabo de madera pulida por el uso. Don Próspero decía que estaba hecho con piel de serpiente de cascabel curtida en mezcal, pero todos sabían que era cuero de vaca nada más, tratado para ser flexible y despiadado. Ese día Tomasito recibió cinco chicotazos en las piernas, cinco rayas rojas que se convirtieron en moradas.

luego en negras y que tardaron dos semanas en sanar. Pero peor que el dolor fue la risa de don Próspero. Se reía cada vez que el chicote caía. Una risa suave y satisfecha como hombre que saborea buen tequila. Después de ese día, Tomasito fue blanco favorito. Tal vez porque era pequeño y no podía defenderse. Tal vez porque era callado y no gritaba mucho.

O tal vez, y esto era lo que doña Remedios Vargas susurraba en las noches, porque don Próspero había visto las primeras manchas de lepra apareciendo en la piel del niño y eso le daba excusa perfecta. Es leproso, decía el ascendado, a quien quisiera escuchar. Es castigo de Dios. Yo solo le enseño que el pecado duele.

Y entonces venía el chicote otra vez por caminar muy lento, por caminar muy rápido, por mirar hacia arriba, por mirar al suelo. Siempre había razón. Y cuando no había razón, don Próspero la inventaba. A los 8 años, Tomasito tenía la espalda marcada como mapa de cicatrices, las piernas llenas de rayas blancas donde el cuero había cortado y esa cicatriz en la cara, la que cruzaba su mejilla izquierda.

Recuerdo del día que don Próspero apuntó al rostro a propósito, porque el niño había tenido la audacia de llorar demasiado fuerte. Los leprosos no merecen lágrimas”, había dicho el asendado mientras limpiaba el chicote. “Merecen sufrir en silencio.” Lupita, la hermana de Tomasito, también conocía el chicote. Todos los niños lo conocían.

Había seis en total que recibían castigos regulares. Los más pequeños, los más débiles, los que don Próspero podía controlar completamente. Los amarraba a un poste en medio del patio cuando los iba a castigar para que todos vieran, para que todos recordaran quién mandaba.

Facundo Ríos era quien aplicaba algunos castigos, pero los peores, los que dejaban marcas profundas, esos don próspero se los reservaba para sí mismo. El capataz era hombre complicado, tenía 35 años y había sido revolucionario alguna vez. Había cabalgado con guerrilleros que soñaban con tierra y libertad. Pero la revolución le había quitado todo.

Había matado a su familia en fuego cruzado y Facundo había terminado vendiéndose al mejor postor. Don Próspero pagaba bien y Facundo había aprendido a no hacer preguntas, a no sentir demasiado, a obedecer órdenes sin importar qué tan sucias fueran. Pero incluso él, hombre curtido en violencia, sentía algo retorcerse en sus tripas cuando don Próspero sacaba el chicote y llamaba a los niños, porque Facundo también había sido niño golpeado alguna vez, hijo de padre borracho que usaba cinturón como argumento final.

Y aunque había enterrado esos recuerdos bajo capas de tequila y sangre, a veces en las noches cuando el viento ahullaba sobre el desierto, los recuerdos volvían y Facundo no podía dormir. Mientras tanto, a tres días de camino, Pancho Villa preparaba a sus hombres. No dijo mucho sobre por qué iban a San Miguel. No tuvo que hacerlo.

Los dorados habían visto a Tomasito, habían escuchado su historia y eso era suficiente. Eran 12 en total, veteranos todos, hombres que habían peleado en Celaya, en Zacatecas, en Ciudad Juárez. Hombres que conocían el olor de la pólvora y el sabor del miedo. El tuerto revisaba su carabina 3030 con cuidado de artesano.

¿Cuántos pistoleros tiene Aguirre, mi general? Villa escupió en la tierra. Ocho, dice el muchacho, nueve con el capataz. El tuerto sonrió. Buenas cuentas, casi dos para cada uno de nosotros. No vamos a matarlos a todos”, dijo Villa mientras ensillaba a siete leguas, su caballo alzán, que había cargado a través de 100 batallas. Solo a los que se resistan.

El resto puede rendirse o correr, me da igual. Hizo pausa, la mano descansando en el cuello del animal. Pero Aguirre, ese no corre, ese no se rinde, ese paga. La luna creciente brillaba como uña de plata cuando los 12 jinetes salieron del campamento. Cabalgaban en silencio, sombras armadas moviéndose a través del desierto nocturno, donde los coyotes aullaban y las estrellas parecían tan cercanas que un hombre podría tocarlas si estiraba la mano lo suficiente.

Tomasito iba con ellos, montado adelante de villa en siete leguas, envuelto en zarape que olía a pólvora y sudor. El niño no había querido quedarse. “Necesito verlo, mi general”, había dicho con voz que no temblaba. “Necesito ver que Lupita está bien, que los otros están bien.” Y Villa había asentido porque entendía. Algunos demonios no se exorcizan desde lejos.

Llegaron con el amanecer, cuando el cielo se teñía de rojo sangre sobre las montañas del este y el desierto despertaba con sus ruidos de siempre, graznidos de cuervos, silvidos de viento entre las rocas, el canto lejano de un gallo anunciando otro día de infierno. Villa detuvo a siete leguas en lo alto de una loma, desde donde se veía toda la hacienda extendida como herida abierta en la tierra.

Con todos los edificios con ojo de estratega militar, la casa grande, tres barracas largas donde vivían los peones, los corrales, el establo, el tendajón y un jacal pequeño y apartado que Tomasito señaló con dedo tembloroso. Ahí me encerraban, mi general, ahí dormía yo solo, porque don Próspero decía que mi lepra contagiaría a los otros. Villa miró ese jacal miserable, paredes de adobe agrietado y techo de lámina oxidada, y sintió que la rabia en su pecho crecía como fuego alimentado con ocote.

A su alrededor, los 12 jinetes esperaban órdenes en silencio. Sabían que el general necesitaba pensar, calcular, decidir cómo hacer esto sin poner en peligro a los inocentes que dormían en esas barracas. El tuerto, tú y cuatro hombres rodean por el oeste. Esperan mi señal. Si alguien intenta escapar, lo dejan. No queremos pistoleros corriendo a avisar a los federales que andamos por aquí.

El tuerto asintió y desapareció entre los mezquites con sus hombres como fantasmas. Martín, tú y dos más por el este, cierran la salida del camino principal. Los tres jinetes se fueron al galope silencioso. Villa se quedó con cinco dorados, Tomasito y un plan que era más instinto que estrategia. No podían entrar disparando porque los peones saldrían asustados y tal vez alguno recibiría bala perdida.

No podían entrar a escondidas porque ya el sol empezaba a levantar y la gente despertaría pronto. Entonces decidió hacer lo que mejor sabía, entrar por la puerta grande y que el nombre de Pancho Villa hiciera el trabajo. Cabalgaron directo al portón principal cuando las primeras familias salían de las barracas. Mujeres con rebozo sobre la cabeza dirigiéndose al pozo.

Niños frotándose los ojos, hombres caminando hacia los corrales con ese paso cansado de quien sabe que le espera otro día idéntico al anterior. El primer grito vino de un peón viejo que alzó la vista y vio la columna de jinetes acercándose. Revolucionarios.

No era grito de miedo, era grito de advertencia, pero también había algo más en ese tono, algo que sonaba casi a esperanza. Los peones se quedaron congelados mirando como los seis jinetes entraban al patio central. Y entonces alguien reconoció al de adelante, al hombre de bigote espeso, montado en ese alzán magnífico que relucía bajo el sol naciente como si fuera hecho de luz. Villa, Pancho Villa.

El nombre corrió entre los peones como pólvora encendida. Las mujeres se llevaron las manos a la boca. Los hombres se quitaron los sombreros sin saber bien por qué, solo que parecía lo correcto hacer ante leyenda viviente. Y los niños, los seis niños, que conocían el chicote demasiado bien, se quedaron mirando con ojos enormes mientras Tomasito bajaba del caballo con ayuda del general.

Una niña de 10 años, flaca como carrizo y con ojos que parecían demasiado grandes para su cara, dejó escapar un soyoso. Tomasito, ¿eres tú? Tomasito corrió hacia ella y se abrazaron ahí en medio del patio mientras el sol subía y las lágrimas corrían por sus rostros. Lupita, vine por ti, traje ayuda. En ese momento salió Facundo Ríos de la Casa Grande, poniéndose el sombrero y ajustándose el cinturón donde colgaba una pistola. Colt. Se detuvo en seco al ver la escena.

Villa en medio del patio, seis dorados armados hasta los dientes, peones reunidos y ese niño leproso que se había escapado cinco días atrás ahora abrazado a su hermana. El capataz no era tonto. Entendió inmediatamente lo que estaba pasando. Su mano se movió hacia la pistola por instinto, pero se detuvo a medio camino.

Villa lo estaba mirando directamente y en esos ojos había algo que Facundo reconoció porque lo había visto en espejo después de sus propias atrocidades. Inevitabilidad. Tú eres Facundo dijo Villa. No era pregunta. Sí, señor. La voz del capataz salió más firme de lo que se sentía. El que amarra a los niños para que Aguirre los castigue. Facundo tragó saliva.

Los peones lo miraban y en esas miradas había acusación acumulada durante años. Yo solo sigo órdenes. Esa es la excusa de todos los cobardes. Villa bajó de siete leguas con movimiento fluido de hombre que ha pasado media vida en el lomo de caballo. ¿Dónde está Aguirre? Durmiendo todavía. No se levanta hasta después del desayuno. Ve por él.

Dile que tiene visita. Y Facundo Villa hizo pausa hasta que el capataz lo miró a los ojos. Si intentas advertirle, si le das chance de escapar o de prepararse, te juro por la Virgencita que vas a desear no haber nacido. Facundo asintió y caminó hacia la casa grande con pasos que se sentían como caminar hacia el patíbulo.

Mientras esperaban, una mujer se acercó a villa. Tendría unos 45 años, rostro curtido por el sol y la tristeza, pero ojos que todavía tenían fuego. Mi general, yo soy Remedios Vargas. Yo cuidé a Tomasito cuando don Próspero lo golpeaba, le curaba las heridas con hierbas. Villa asintió con respeto. Señora, ¿necesitas saber algo, mi general? No es solo Tomasito.

¿No son solo estos seis niños que ve aquí? Doña Remedio señaló hacia un rincón del campo santo que estaba detrás de la capilla. Hay tres cruces ahí, tres niños que no aguantaron. Uno murió de las golpizas, los otros dos se dejaron morir. Dejaron de comer, dejaron de hablar, se apagaron como velas. La voz se lebró.

Uno de esos era mi Toñito. 6 años tenía mi niño cuando don Próspero le dio tal paliza que algo se le rompió por dentro. Duró dos semanas retorciéndose de dolor antes de morir. El médico del pueblo vino, pero dijo que no había nada que hacer. Los riñones destrozados, dijo, de tanto golpe. Villa sintió algo helado recorrerle la columna. Había visto muertos. Había causado muertos.

Pero esto era diferente. Esto era sistemático, calculado, sádico y nadie hizo nada. Doña Remedios rió sin humor. ¿Quién, mi general? Los federales que le temen a don Próspero porque tiene conexiones en la capital. El cura que viene una vez al mes y se hace de la vista gorda porque don Próspero le paga bien. Nosotros abrió los brazos señalando a los peones. reunidos.

Estamos atrapados por deudas. Nuestras familias son rehenes. Si uno huye, los otros pagan. Así nos tiene. Así nos ha tenido durante 20 años. En ese momento salió Facundo de la Casa Grande y detrás de él, poniéndose una bata de seda sobre el camisón, venía don Próspero Aguirre.

El asendado se veía desorientado, irritado por haber sido despertado, pero cuando vio la escena en su patio, su rostro pasó de molestia a confusión y luego a algo que podría haber sido miedo si don Próspero fuera hombre que admitiera tener miedo. ¿Qué significa esto? ¿Quién es usted? Villa se le acercó despacio y con cada paso que daba, Aguirre parecía encogerse un poco más. Yo soy Francisco Villa, pero supongo que ya sabes quién soy. El hacendado palideció.

No, no tiene derecho a entrar en mi propiedad. Esto es propiedad privada. Tengo documentos. Tengo, tienes deudas que cobrar, interrumpió Villa. Y yo vine a cobrarlas. Aguirre miró alrededor buscando a sus pistoleros, pero los ocho hombres que tenía a sueldo habían visto a los dorados rodeando la hacienda y habían tomado la decisión sabia de desaparecer en el desierto.

No había nadie que lo defendiera, nadie, excepto Facundo. Y el capataz se quedó muy quieto, muy callado, con la mano lejos de la pistola. Yo no he hecho nada malo”, dijo Aguirre con voz que intentaba sonar firme, pero temblaba en los bordes. “Solo administro mi propiedad como veo conveniente.” Villa señaló a Tomasito que estaba abrazado a Lupita.

“¿Ves a ese niño?” Aguirre siguió la mirada y algo cruzó por su rostro cuando reconoció al leproso fugitivo. “Ese niño caminó tres días por el desierto para encontrarme. Me contó cosas. me contó sobre un chicote, sobre castigos, sobre un jacal donde lo encerraban solo. Villa dio otro paso y ahora doña Remedios me cuenta sobre tres tumbas. Aguirre retrocedió. Eran accidentes, niños débiles. Yo no. Mentira. La palabra cayó como piedra.

Villa se volteó hacia los peones. ¿Alguien aquí vio los accidentes que menciona don Próspero? El silencio fue respuesta suficiente. Entonces Lupita, la niña de 10 años, se soltó de su hermano y dio paso al frente. Su voz era pequeña pero clara. Yo vi cuando golpeó a Toñito hasta que dejó de moverse.

Yo vi cuando le pegó a mi hermano en la cara porque pidió agua. Yo vi todo. Y entonces, como con puerta que se abre, otros niños empezaron a hablar. Los testimonios cayeron como lluvia después de sequía larga. Un niño de 7 años mostró cicatrices en la espalda, líneas blancas que formaban mapa de dolor.

Otro, de nueve, habló con voz temblorosa sobre las veces que lo encerraron en el jacal sin agua durante dos días. Una niña de 8 años se levantó la manga y enseñó una quemadura circular en el antebrazo. “Me la hizo con su cigarro porque dejé caer una taza”, dijo sin llorar, como si ya no le quedaran lágrimas. Aguirre retrocedía con cada testimonio, negando con la cabeza, murmurando excusas que nadie escuchaba.

Eran correctivos necesarios, niños mal educados. Yo solo trataba de Villa levantó la mano y todos se callaron. El silencio que cayó sobre el patio era tan pesado que se podía sentir en los huesos. Ya escuché suficiente. Se volteó hacia sus dorados.

Dos hombres se acercaron a Aguirre, que intentó correr, pero Facundo, en movimiento que sorprendió a todos, le puso una zancadilla. El ascendado cayó de bruces en el polvo. Ese polvo que había pisoteado durante 20 años, creyéndose dueño de vidas ajenas. Lo levantaron arrastras, le amarraron las manos a la espalda y lo arrastraron hasta el poste central del patio, el mismo poste donde él había amarrado a tantos niños.

La ironía no se le escapó a nadie. Pero antes de que Villa pudiera continuar, un grito atravesó el patio. Esperen. Un hombre de unos 40 años se abrió paso entre los peones. Tenía rostro marcado por años de trabajo bajo el sol, manos callosas y ojos que no podían sostener la mirada de nadie.

Varios peones se pusieron tensos cuando lo reconocieron. Saturnino siseó una mujer con veneno en la voz. El hombre llamado Saturnino llegó tambaleándose hasta el centro. Cayó de rodillas frente a Villa. Mi general, yo yo tengo que confesar algo. Su voz temblaba tanto que apenas se le entendía. Un peón joven dio paso adelante, furia en cada línea de su cuerpo. Este desgraciado es un soplón.

Él le avisaba a don Próspero cuando planeábamos algo. Otro grito. Por su culpa mataron a Chui hace dos años. Chui quería escapar y este cabrón se lo dijo al patrón. El murmullo se convirtió en rugido. Los peones se acercaban a Saturnino con ojos que prometían violencia. Villa disparó al aire una vez. El estallido detuvo a todos. Quietos. Todos quietos.

Miró a Saturnino, que seguía de rodillas temblando como hoja en vendal. Es cierto. Saturnino asintió sin levantar la vista del polvo. Sí, mi general, es cierto. Yo yo le avisaba a don Próspero, pero usted tiene que entender. ¿Entender qué? La voz de Villa era más peligrosa por lo baja que sonaba. Él Él amenazó a mis hijos.

Tengo tres niños pequeños, mi general. Don Próspero me dijo que si yo no le avisaba cuando alguien planeaba problemas, él La voz se le quebró. Él haría con mis hijos lo mismo que hacía con los otros. Los golpearía, los encerraría, los mataría. Tal vez no pude, no supe qué más hacer. Así que traicionaste a tu propia gente para salvar a tus hijos.

Villa lo dijo sin juicio en la voz, solo estableciendo el hecho. Sí, fue apenas un susurro. Un peón con machete en mano se acercó. Déjennos hacer justicia con este traidor. Por su culpa murió mi hermano. Otros se unieron al grito. Muerte al soplón. Villa los detuvo con un gesto. Se agachó frente a Saturnino hasta que sus rostros quedaron a la misma altura. Mírame. Saturnino levantó la vista.

Tenía lágrimas corriendo por las mejillas. Este hombre hizo lo que hizo por miedo, no por maldad. Villa habló lo suficientemente alto para que todos escucharan. Aguirre lo convirtió en traidor, amenazando a sus hijos. ¿Cuántos de ustedes pueden jurar en este momento que no harían lo mismo para salvar a los suyos? El silencio que siguió fue incómodo.

Algunos peones bajaron la mirada, otros apretaron los puños, pero no respondieron. Villa se levantó y se dirigió a todos. Pero yo no soy juez de ustedes. No vine aquí a decidir quién vive y quién muere entre los oprimidos. Señaló a Aguirre amarrado al poste. Vine por él, por el verdadero culpable, el que creó este infierno.

Se volvió hacia los peones. Saturnino es uno de los suyos. Traicionó a los suyos. Ustedes deciden, merece el perdón o merece la muerte. El patio se llenó de murmullos. Los peones se miraban entre sí, algunos con rabia, otros con duda. El hombre del machete lo levantó. Yo digo muerte. Mi hermano Chuy está enterrado por culpa de este cobarde. Otros gritaron de acuerdo.

Saturnino cerró los ojos esperando el golpe final, pero entonces una voz se elevó sobre el tumulto. Yo digo perdón. Todos se voltearon. Doña Remedios caminaba hacia el centro con paso firme a pesar de sus años. Su rostro estaba surcado de lágrimas, pero su voz no temblaba. Yo perdí a mi hijo por culpa de Aguirre.

Cada palabra salía clara y pesada como plomo. Mi Toñito tenía 6 años cuando ese demonio lo golpeó hasta reventarle algo por dentro. 6 años no más. se detuvo frente a Saturnino. Tú me miraste a los ojos el día que enterré a mi niño. Vi tu vergüenza, vi tu dolor.

Hubo pausa larga donde solo se escuchaba el viento entre los mezquites. Aguirre te convirtió en su perro. Te quitó tu dignidad igual que nos quitó a todos la nuestra. Te obligó a escoger entre tus hijos y tus hermanos. Su voz se endureció. Pero yo escogí hace mucho tiempo no ser como él, no ser como los que destruyen, no ser como los que siembran más dolor.

Se volteó hacia los otros peones, hacia ese hombre del machete que todavía lo sostenía en alto. Si matamos a Saturnino, nos volvemos como Aguirre, nos volvemos verdugos, nos volvemos lo que odiamos. Su voz subió. Pero si lo perdonamos, si entendemos que el miedo puede convertir al bueno en traidor y aún así elegimos la compasión, las lágrimas corrían libremente ahora.

Entonces, somos libres de verdad, libres del odio, libres de la venganza, libres de ser como ese monstruo amarrado al poste. El silencio era absoluto. Hasta los pájaros parecían haber dejado de cantar. El hombre del machete lo miró por largo rato. Sus manos temblaban. Finalmente, despacio, bajó el arma. “Doña Remedios, tiene razón.” Su voz salió ronca. “Si lo mato, mi hermano Chui no va a volver.

Solo voy a cargar otra muerte en mi conciencia.” Otros peones comenzaron a asentir. Una mujer dijo, “Mi esposo también quería escapar y Saturnino lo delató. Pero Aguirre es quien dio la orden de golpearlo hasta que no pudo caminar más. Aguirre es el verdadero culpable. Doña Remedios extendió la mano hacia Saturnino. Levántate, hermano. Ahora eres libre para ser hombre de bien otra vez.

Saturnino agarró esa mano como hombre que se ahoga, agarra tabla flotante, se levantó sollozando, cayó de rodillas otra vez y besó la mano de la mujer cuyo hijo había muerto en parte por su traición. Perdón, repetía una y otra vez, perdón, perdón, perdón. Villa observaba todo con expresión inescrutable. Cuando el silencio volvió, habló.

Así se hace justicia revolucionaria. El pueblo decide, el pueblo perdona, el pueblo es libre. Caminó hacia Aguirre, que había presenciado toda la escena con ojos desorbitados. Se agachó frente a él. ¿Viste eso, desgraciado? Esa gente que tú creías tu propiedad acaba de mostrar más humanidad en 5 minutos que tú en toda tu miserable vida. Su voz bajó a susurro mortal.

Ellos perdonaron a Saturnino porque actuó por miedo, por amor a sus hijos. Se levantó, pero tú villa escupió en el polvo junto al ascendado. Tú lo hiciste por placer, por ese gusto enfermo que te sale de las tripas podridas. Y para hombres como tú, hizo señal a el tuerto que trajo el chicote, ese chicote de tres tiras trenzadas que tanto dolor había causado para hombres como tú.

No hay perdón posible. Villa agarró el chicote y lo sintió en su mano. Era más pesado de lo que parecía, el cuero trenzado tan apretado que casi no tenía flexibilidad. Lo hizo silvar en el aire una vez, dos veces, probando el peso y el sonido hizo que varios niños se estremecieran. Aguirre comenzó a temblar. No, no puede hacer esto.

Soy ciudadano mexicano. Tengo derechos. Tengo Tú no tienes nada. interrumpió Villa solo deudas que pagar. Miró a los peones reunidos, a los niños que observaban con ojos enormes, a doña Remedios, que había cruzado los brazos sobre el pecho. Alguien cuente, quiero que todos sepan cuántas son. El tuerto asintió. Yo cuento, mi general.

Villa se colocó detrás de Aguirre, levantó el chicote. Estas primeras 10 son por cada niño que lloraste bajo tu chicote. El primer golpe cayó con chasquido que resonó en el patio como disparo. Aguirre gritó. Los peones no se movieron. Uno. Dijo el tuerto. El segundo golpe. Dos. El tercero. Aguirre ya estaba soyloosando. Tres. Villa no se apresuraba.

Dejaba caer cada chicotazo con precisión, con control, con la misma deliberación fría que Aguirre había usado con niños indefensos. 4, cco, 6, 7, 8, 9, 10. Estas siguientes 10, dijo Villa, y su voz retumbaba en el silencio entre golpes. Son por cada madre que vio sufrir a su hijo sin poder hacer nada.

por cada padre que tuvo que escuchar los gritos y bajar la cabeza, porque sabía que si intervenía su familia entera pagaría. 11, 12, 13. La camisa de aguirre comenzaba a teñirse de rojo. 14, 15, 16. Por cada mujer que tuvo que lavar la sangre de sábanas donde niños dormían después de tus palizas. 17, 18, 19, 20. Un peón levantó el puño. Viva Villa. Otros se unieron.

Viva Villa hizo pausa respirando profundo. El chicote goteaba. Estas siguientes 10 son por cada hombre que trabajó hasta la muerte en tus campos, por cada jornal robado, por cada promesa rota, por cada salario que nunca llegó. 21, 22, 23. Aguirre ya no formaba palabras, solo gemidos entrecortados. 2425 por Heracleo Morales, el padre de Tomasito, que lleva 15 años intentando pagar una deuda que heredó de su padre.

26 27 28 Por Soledad Morales, que lavó tu ropa manchada con la sangre de sus propios hijos. 2930 Los peones lloraban ahora, pero no eran lágrimas de lástima por aguirre, eran lágrimas de liberación, de ver finalmente que el monstruo podía sangrar, que el tirano podía gritar, que el poderoso podía ser humillado igual que ellos habían sido humillados durante años.

Estas siguientes 10, continuó Villa, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, son por cada tortilla que negaste a quien tenía hambre, por cada vaso de agua que prohibiste a quien moría de sed, por cada sombra que negaste bajo el sol asesino. 31, 32, 33. Aguirre colgaba del poste, ahora sostenido solo por las cuerdas.

3435 Por cada peso que robaste del salario de hombres que se partían el lomo en tus tierras. 36, 37, 38, 39, 40. Villa se detuvo. Respiraba pesado. El chicote temblaba en su mano. Estas siguientes 10 son por la revolución, por cada hombre y mujer que peleó para que desgraciados como tú no pudieran seguir esclavizando a su propia gente.

41 42 Los dorados habían quitado sus sombreros. 43 44 por Zapata en el sur que lucha por la tierra. 456 Por Madero que creyó en un México mejor. 47 48 Por todos los que murieron soñando con justicia. 49 50 El sol había subido completamente. Ahora el calor caía sobre el patio como manta de fuego, pero nadie se movía. Villa tomó agua de un cántaro que le ofreció el tuerto.

Estas siguientes 10 son por la dignidad. Por cada vez que hiciste sentir a alguien menos que humano, por cada insulto, por cada humillación, por cada vez que escupiste en el orgullo de quien no tenía más que su orgullo. 51 52 53 54 55 60. Estas siguientes 10 son por Tomasito Morales. Villa miró al niño que observaba con ojos que ya no lloraban por cada marca en su cuerpo, por cada noche que durmió solo en ese jacal miserable, porque tú decidiste que su enfermedad te daba derecho a torturarlo.

61 62 Por cada vez que lo llamaste maldito. 64 65 Por cada vez que dijiste que era castigo de Dios. 66 67 por la cicatriz en su cara por las manchas en su piel que usaste como excusa. 69 70 Villa hizo pausa más larga esta vez sus manos temblaban, no de cansancio, sino de rabia contenida. Estas siguientes 10 son por los muertos. Por Toñito Vargas.

El hijo de doña Remedios, 6 años tenía cuando tú lo mataste a golpes, 71, 72. Por los otros dos niños enterrados en ese campo santo. 73 74 Por cada vida que cortaste, porque tu alma podrida necesitaba ver sufrir. 75, 76, 77, 78, 79, 80. Aguirre era solo carne y gemidos, pero villa no había terminado.

Estas siguientes 10 son por todos los hacendados como tú, por todos los que creen que el pobre no es gente. Por todos los que piensan que tener tierra les da derecho sobre vidas ajenas. 81, 82, 83. Por todos los próspero aguirre que existen en México. 84 85. por todos los que tienen que caer para que este país sea libre de verdad. 87, 88, 89, 90.

Y estas últimas nueve, dijo Villa, y su voz era ronca ahora gastada. Son por México, por la tierra que hombres como tú envenenaron con su codicia, por el futuro que trataron de robar, por los niños que merecen crecer sin miedo. 91 92 93 94 95 96 97 98 99 Villa dejó caer el chicote. Sus manos temblaban. Sudor le corría por la cara. Se volteó hacia los peones reunidos. La número 100, hizo pausa larga.

La número 100 no es mía, es de ustedes. Caminó hacia donde estaban los peones. Esta hacienda ahora es suya. Este hombre también es suyo. Decidan ustedes qué hacer con él. Miró a Tomasito, a Lupita, a los otros niños. Pero las crianzas no pueden ver. Llévenselas adentro. Doña Remedios asintió y reunió a los niños llevándoselos hacia las barracas.

Tomasito se resistió al principio, pero Villa le puso una mano en el hombro. Ya viste suficiente, muchacho. Lo que sigue no es para tus ojos. Cuando los niños se fueron, Villa se dirigió a sus dorados. Nosotros también nos vamos. Esto es asunto de ellos ahora. Facundo dio paso adelante. Mi general, yo Villa lo miró. Tú qué, Facundo.

Yo ayudé a ese hombre a hacer daño. Yo amarré a esos niños. Yo, la voz se le quebró, yo también merezco castigo. Villa lo estudió por largo momento. Tú seguías órdenes por miedo, como Saturnino, pero ahora tienes chance de ser diferente. Señaló a los peones. Quédate con ellos. Ayúdalos a trabajar esta tierra.

Protégelos si alguien viene a quitársela. Esa es tu penitencia. Pacundo asintió, lágrimas corriendo por su rostro curtido. Villa montó en siete leguas. Sus dorados hicieron lo mismo. Antes de irse, miró una última vez a los peones reunidos alrededor del poste donde Aguirre colgaba, apenas consciente. “Hagan lo que tengan que hacer, la justicia es suya.” Cabalgaron hacia la salida.

Detrás de ellos, el silencio del patio se rompió con el sonido de pasos. Acercándose al poste. Villa detuvo a siete leguas a unos 100 m de la hacienda, donde un grupo de mezquites formaba sombra escasa pero suficiente. Sus dorados se detuvieron con él, formando semicírculo, todos mirando hacia atrás, hacia el patio que habían dejado. Nadie habló.

El viento traía olor a creosoto y tierra caliente y algo más, algo metálico y antiguo que todos reconocían, pero nadie nombraba. El tuerto sacó su petaca y tomó un trago largo de agua. La ofreció a Villa que negó con la cabeza. No tengo sed. Su voz sonaba cansada, como si las 99 chicotadas le hubieran sacado algo más que sudor. Pasaron 5 minutos en silencio. Entonces llegaron los gritos.

No eran gritos de dolor como los que Aguirre había dado. Eran diferentes, más primitivos, más desesperados. Eran los gritos de hombre que sabe que no habrá misericordia, que la cuenta final ha llegado y no hay oro, ni tierra ni conexiones que puedan salvarlo. Duraron tal vez 2 minutos, aunque se sintieron más largos. Después, silencio. Villa cerró los ojos.

Hicimos bien, mi general?”, preguntó el tuerto en voz baja. Villa no respondió inmediatamente. Cuando habló, su voz era apenas audible. “Hicimos lo necesario. Si eso es bien o mal, que lo juzgue Dios. Yo solo sé que esos niños van a dormir sin miedo esta noche.” Esperaron media hora más.

El sol subía implacable, convirtiendo el desierto en horno. Finalmente vieron movimiento en el patio. Los peones salían de las barracas, de la casa grande, del establo. Se reunían en el centro, pero ya no como esclavos arrastrándose al trabajo. Caminaban diferentes, con la cabeza alta, con pasos que ya no cargaban el peso de 20 años de servidumbre.

Doña Remedios fue quien los organizó. Su voz, firme y clara les daba instrucciones que Villa no podía escuchar desde la distancia, pero podía imaginar. Repartir las tierras, dividir el ganado, quemar los libros de deudas, comenzar de nuevo. Villa vio que varios hombres entraban al jacal donde Aguirre había guardado sus documentos.

Minutos después salieron con cajas llenas de papeles y los amontonaron en medio del patio facundo que se había quedado con ellos, trajo una antorcha. La hoguera se elevó alta y brillante contra el cielo azul. Los contratos de servidumbre, los registros de deudas, las promesas falsas y las mentiras escritas, todo ardía.

Los peones observaban las llamas con expresiones que iban del llanto a la risa. Villa sonrió por primera vez desde que había levantado el chicote. “Ahora sí están libres.” “Nos vamos ya, mi general”, preguntó uno de los dorados. “Todavía no.” Villa desmontó y se sentó a la sombra del mezquite más grande.

Quiero asegurarme de que no vengan federales o pistoleros a buscar problemas. Pasó otra hora. Los peones comenzaron a trabajar, pero ahora trabajaban para ellos mismos. Las mujeres sacaban muebles de la casa grande y los distribuían entre las familias. Los hombres marcaban límites en la tierra con estacas y cordel, dividiéndola en parcelas justas.

Los niños, incluidos Tomasito y Lupita, corrían libres por el patio donde antes solo habían conocido terror. Villa los observaba desde la distancia y sintió algo aflojarse en su pecho. No era satisfacción exactamente, era más como alivio, como respirar profundo después de estar bajo el agua demasiado tiempo. Cuando el sol comenzó su descenso hacia el horizonte, tiñiendo el cielo de naranja y púrpura, Doña Remedios caminó hacia donde esperaba Villa. Traía algo envuelto en tela.

Se acercó con pasos lentos, respetuosos y cuando llegó frente al general se arrodilló. Mi general, no tenemos palabras para agradecer lo que hizo. Villa la ayudó a levantarse. No se arrodille ante nadie nunca más, señora. Esos días terminaron. Doña Remedios desenvolvió la tela. Dentro había tres tortillas recién hechas y un pedazo de queso.

Es todo lo que tenemos para ofrecerle ahora, pero es de corazón. Villa aceptó la comida con reverencia de quien recibe oro. Partió una tortilla y se la comió despacio, saboreando cada bocado. Esta es la mejor comida que he probado en mucho tiempo, doña Remedios, porque tiene sabor de libertad. Ella sonrió. Aunque sus ojos seguían húmedos. Tomasito quiere hablar con usted antes de que se vaya.

Villa asintió y caminó con ella de vuelta al patio. Tomasito estaba esperando junto al pozo con Lupita agarrada de su mano. Cuando vio a Villa, el niño corrió hacia él y lo abrazó con fuerza sorprendente para alguien tan pequeño. Gracias, mi general. Gracias por creerme, gracias por venir.

Villa le puso una mano en la cabeza sintiendo el cabello áspero bajo su palma. No tienes que agradecer nada, muchacho. Cualquier hombre de bien habría hecho lo mismo. Se agachó hasta quedar a la altura de los ojos del niño. Ahora tienes que prometerme algo, lo que sea, mi general. Prométeme que vas a ser fuerte, que vas a cuidar a tu hermana, que vas a ayudar a tu papá y a tu mamá a trabajar esta tierra y que cuando seas grande, nunca, nunca vas a levantar la mano contra alguien más débil que tú.

Tomasito asintió con solemnidad de quien hace juramento sagrado. Lo prometo por la Virgen de Guadalupe. Bien. Villa se levantó. Doña Remedios me dice que conoce tratamientos para tu lepra. Óleo de Chaul Mogra dice que se llama. Van a hacer que esas manchas desaparezcan, muchacho. Y las otras cicatrices. Tocó la marca en la mejilla del niño.

Esas las vas a llevar con orgullo, porque son prueba de que sobreviviste, de que fuiste más fuerte que el hombre que intentó quebrarte. Lupita se acercó tímidamente. Mi general. Usted va a volver algún día. Villa sonríó. Si me necesitan, manden mensaje. Pancho Villa siempre protege a los que no pueden protegerse solos.

Se despidió de las familias reunidas, estrechando manos callosas, recibiendo bendiciones de ancianos, escuchando promesas de padres que jurarían criar a sus hijos en libertad. Cuando finalmente montó en siete leguas, el sol ya tocaba el horizonte. Los dorados formaron columna detrás de él. Antes de partir, Villa miró una última vez hacia atrás. Vio el humo de las hogueras donde ardían los papeles de servidumbre.

Vio a las familias reunidas comiendo juntas sin miedo. Vio a los niños jugando donde antes solo había llanto. Y vio algo más, algo que nadie mencionaba, pero todos sabían. En el rincón más alejado del campo santo había tumba nueva, sin nombre, sin cruz. La tierra recién removida era la única señal de que alguien había sido enterrado ahí.

Nadie hablaría de esa tumba, nadie preguntaría. Con el tiempo la maleza la cubriría y sería olvidada, igual que el nombre del hombre que descansaba debajo. Así era la justicia del pueblo, rápida, final y silenciosa como la muerte en el desierto. Villa giró a siete leguas hacia el norte. Vámonos, muchachos, todavía hay mucho México que liberar.

Ah, cabalgaron hacia el crepúsculo, dejando atrás la hacienda San Miguel del desierto, que ya no sería hacienda, sino tierra de los que la trabajaban. El viento nocturno comenzaba a soplar, trayendo frescor después del calor brutal del día, llevándose los últimos ecos de gritos que nadie recordaría, de dolores que comenzaban a sanar, de cadenas que habían sido rotas para siempre.

Cabalgaron durante tres horas bajo estrellas que brillaban como brasas dispersas en el cielo negro del desierto. El silencio entre los dorados era diferente al silencio de la ida. No era tensión, sino cansancio. No era anticipación, sino reflexión. Cada hombre procesaba a su manera lo que habían presenciado, lo que habían permitido, lo que habían dejado atrás en ese patio polvoriento.

Villa iba adelante como siempre, erguido en siete leguas, pero su mente estaba lejos. pensaba en Tomasito, en esas manchas blancas en la piel que lo habían marcado como diferente, como inferior, como merecedor de castigo. Pensaba en Lupita y los otros niños que ahora dormirían sin sobresaltos. Pensaba en doña Remedios y su hijo muerto. En Saturnino, el traidor, que había sido perdonado. En Facundo, el verdugo, que había elegido la redención.

y pensaba, aunque no quería, en próspero aguirre y en esa tumba sin nombre. había cruzado una línea. ¿Había dejado de ser justiciero para convertirse en simple vengador? La pregunta lo perseguía como coyote hambriento, pero entonces recordaba los ojos de Tomasito cuando pedía las obras, esa humillación tan profunda que el niño prefería comer desperdicios antes que pedir un plato entero.

Recordaba las tres cruces en el campo santo, tres vidas pequeñas apagadas por crueldad y la pregunta se respondía sola. Algunos hombres no merecían juicio, merecían justicia rápida y final. Detuvieron el campamento cerca de medianoche junto a un arroyo seco donde los álamos muertos formaban siluetas retorcidas contra el cielo estrellado. Los dorados desenrollaron sus petates sin hablar mucho, agotados no tanto del cuerpo, sino del alma.

El tuerto se acercó a Villa, que estaba sentado en una roca mirando hacia el sur, hacia donde habían dejado San Miguel. Mi general, ¿puedo hablar con franqueza? Siempre puedes, tuerto, por eso te tengo cerca. El veterano se sentó junto a él, sacó tabaco y comenzó a liar un cigarro con manos expertas. Lo que hicimos hoy hizo pausa, lamió el papel, selló el cigarro.

va a contar historias. Los peones van a decir que Pancho Villa llegó como ángel vengador. Los ricos van a decir que somos peores que animales. Los federales van a poner precio más alto a su cabeza. Villa sonrió sin humor. Ya tienen precio alto en mi cabeza. ¿Qué son unos pesos más? No es broma, mi general.

Matar federales en batalla es una cosa, pero esto, el tuerto encendió su cigarro con una brasa del fogón. Esto fue ejecución, fue castigo. Los de arriba no van a perdonarlo. Que no perdonen. Yo tampoco perdono lo que ese desgraciado hizo. Villa recogió un puñado de arena y la dejó escurrir entre sus dedos.

Mira, tuerto, yo sé que no soy santo. Sé que he hecho cosas que van a mandarme derecho al infierno cuando me toque. Pero si voy a arder, que sea por proteger a quien no puede protegerse, que sea por darle chance a niños como Tomasito de crecer sin chicote marcándoles la espalda. El tuerto asintió despacio.

Por eso lo seguimos, mi general. Por eso todos estos hombres dejarían a sus familias y cabalgarían al infierno si usted lo pide, porque saben que cuando Pancho Villa dice que pelea por los de abajo, no son palabras no más. Es verdad. Se fumaron el silencio por un rato, escuchando el crepitar del fuego y el aullido lejano de coyotes cazando en la oscuridad. Finalmente, Villa habló.

¿Sabes qué es lo que más me da coraje? que es mi general que Aguirre no es el único. Hay cientos como él por todo el norte, miles tal vez ascendados que creen que la tierra les da derecho sobre vidas ajenas, que piensan que porque tienen escrituras y apellidos españoles pueden hacer lo que quieran con los de abajo. Villa escupio en la arena. Un hombre puede matar a 100 aguirres y todavía quedarían 900 más.

Entonces matamos a los 900. El tuerto dijo esto con simpleza, de quien habla del clima. Villa rió, una risa corta y seca. Ojalá fuera tan simple, amigo, pero no se puede matar a todos. Lo que hay que matar es la idea, el sistema que los crea.

Por eso peleamos esta revolución, no solo para quitar a Huerta o a Carranza o a quien se siente en la silla. Peleamos para que niños como Tomasito puedan caminar con la frente en alto, para que no existan más haciendas donde se venda a la gente como ganado. Se levantó sacudiéndose el polvo de los pantalones.

Pero eso toma tiempo y mientras tanto, cuando me encuentro con un próspero aguirre”, dejó la frase sin terminar, pero el mensaje era claro. A la mañana siguiente partieron temprano, cuando el horizonte apenas empezaba a teñirse de gris. Tenían que llegar a Chihuahua antes del anochecer porque había mensajes esperando, órdenes del centauro del norte que necesitaban atención, batallas que planear y hombres que reclutar.

La revolución no paraba nunca, ni siquiera para que un general descansara después de hacer justicia. Mientras cabalgaban, Villa pensaba en algo que doña Remedios le había dicho antes de partir. Mi general, hay otros niños sufriendo en otras haciendas, en otros ranchos. Usted no puede salvarlos a todos.

Y él había respondido, señora, no puedo salvarlos a todos, pero puedo salvar a los que encuentre en mi camino. Esas palabras lo perseguían. Ahora, ¿cuántos más como Tomasito existían? ¿Cuántos más esperaban que alguien cualquiera escuchara sus gritos? El pensamiento lo atormentaba y lo impulsaba al mismo tiempo, porque Villa sabía algo que muchos revolucionarios olvidaban.

La revolución no era solo tomar ciudades o ganar batallas, era también esto. Era llegar a un rancho perdido y romper las cadenas de 50 familias. Era mirar a un niño leproso a los ojos y decirle que su vida importaba. Era enseñarle a los poderosos que había límites que no se podían cruzar sin consecuencias. Acabas de escuchar el canal Legendarios del Norte y ahora en tu pantalla tienes la próxima historia.

Haz clic en ella y nos veremos del otro lado.