El vuelo hacia casa

Alicia llevaba más de seis años trabajando como azafata para una importante aerolínea internacional. Había cruzado el Atlántico tantas veces que ya ni siquiera se molestaba en contar las horas de vuelo o los husos horarios que cambiaba en cada jornada. Sin embargo, desde hacía unos meses, algo había cambiado en su interior: su instinto maternal se había despertado de forma inesperada tras casarse y, sobre todo, tras el nacimiento de su primer sobrinito. Aquel pequeño, de apenas unos meses, se había convertido en el centro de la familia y en la luz de sus días libres. Desde entonces, cada vez que veía un bebé en el avión, no podía evitar acercarse, hacerle una carantoña, ofrecerle una manta extra o simplemente sonreírle a la madre. Sentirse mamá, aunque solo fuera por unos minutos, la reconfortaba y le daba fuerzas para soportar la rutina y el cansancio de los vuelos transoceánicos.

Aquel día, a pesar del jetlag acumulado y del cansancio de una larga rotación de vuelos, Alicia sentía una alegría especial. Era su último trayecto antes de volver a casa, a Madrid, donde la esperaban su marido y unos días de descanso merecido. Caminaba por los pasillos del avión con una sonrisa contagiosa, saludando a los pasajeros y repartiendo bandejas de comida con una amabilidad que sorprendía incluso a sus compañeros, quienes bromeaban sobre su buen humor.

El vuelo había despegado de São Paulo hacía menos de tres horas, y aún quedaban más de nueve para llegar a destino. Era de noche y la mayoría de los pasajeros intentaban dormir, pero otros aprovechaban para ver películas, leer o simplemente mirar por la ventanilla la oscuridad del Atlántico.

El encuentro con la mujer y el bebé

Mientras avanzaba por uno de los pasillos, Alicia se fijó en una mujer sentada junto a la ventanilla, en la fila 23, con el ceño fruncido y una expresión de pocos amigos. En sus brazos sostenía un bebé envuelto en una manta azul. Al acercarse para ofrecerle el menú (pollo o carne), Alicia no pudo evitar fijarse en la criatura, que dormía profundamente.

—Pobrecito, debe estar muy cansado —comentó con dulzura—. ¿Necesita usted algo para que el bebé descanse mejor? ¿Una manta extra o tal vez calentar el biberón cuando se despierte?

—No, gracias —respondió la mujer, seca y tajante, sin mirarla siquiera.

La respuesta dejó claro que no quería que nadie se acercara. Alicia, acostumbrada a todo tipo de pasajeros, siguió su camino, pero no pudo evitar sentir una punzada de molestia. Mientras recogía las bandejas vacías, le comentó a su compañero Javier lo desagradable que le había parecido aquella mujer. Él, para su sorpresa, le contó que también había tenido un encontronazo al intentar ayudarle con la maleta: la mujer le había empujado y le había lanzado una mirada de odio.

—Debe de ser una maleducada de mucho cuidado —concluyó Javier.

Alicia asintió, pero no pudo quitarse la imagen del bebé de la cabeza. Como tía reciente y niñera ocasional, sabía que los bebés de pocos meses no suelen dormir tantas horas seguidas, y mucho menos en un entorno tan ruidoso y extraño como un avión. Además, la madre no había pedido nada para el niño, ni un biberón, ni un cambio de pañal, ni siquiera una almohada.

Las primeras sospechas

Un par de horas después, mientras recogía los restos de comida, Alicia decidió dar una segunda oportunidad a la mujer. Al fin y al cabo, el bebé no tenía la culpa del mal carácter de su madre.

—Espero que la comida haya sido de su agrado —dijo con una sonrisa forzada—. Si desea cambiar el pañal al bebé, tenemos en la parte posterior del avión una mesita habilitada para tal efecto.

—Ya le dije antes que no necesito ninguna ayuda —contestó la mujer, aún más seca.

Alicia sintió cómo la rabia le subía por dentro. No podía entender cómo alguien podía ser tan desagradable, especialmente viajando con un bebé. A partir de ese momento, decidió observarla con atención, esperando que infringiera alguna norma para poder llamarle la atención. Sin embargo, la mujer apenas se movía, y lo más curioso era que el bebé seguía dormido, inmóvil, desde hacía más de seis horas.

Alicia sabía que los bebés comen cada tres horas y que si no se les cambia el pañal con frecuencia se les puede irritar la piel. Algo no encajaba.

El mal aspecto del bebé

Aprovechando que la mujer se había quedado dormida con el bebé en brazos y la mantita se había desplazado, Alicia se acercó con sigilo y miró la carita del pequeño. Lo que vio la inquietó profundamente: la piel del bebé estaba pálida, casi translúcida, y su rostro parecía hinchado. Además, desprendía un olor desagradable, mezcla de sudor, leche agria y algo más intenso, como a podrido. Supuso que el bebé se habría hecho caca encima y su descuidada madre no se había dado cuenta.

Decidió despertar a la señora para advertirle.

—Disculpe, señora —dijo suavemente, tocándole el hombro—. Creo que el bebé se ha hecho caquita, ¿quiere que le habilite la mesita para cambiarle el pañal?

La mujer reaccionó de inmediato, cubriendo la cabeza del bebé con la manta.

—No moleste más, ya le dije antes que no necesito ayuda.

—Pero señora, si no cambia usted el pañal al bebé puede ocasionar molestias a los otros pasajeros y, lo que es peor, puede provocar una irritación de la piel a su bebé.

—¡No me va a decir usted cómo cuidar a mi hijo! ¡Váyase inmediatamente o le pongo una denuncia al bajar del avión!

Alicia, impotente, se fue cabizbaja hacia la cabina, sabiendo que tenía terminantemente prohibido discutir con un pasajero sin la presencia del jefe de cabina. Decidió contarle la situación a su superior, quien, tras escucharla, se dirigió con ella al asiento de la mujer.

—Buenas noches, señora —dijo el jefe de cabina con voz calmada—. Quisiera informarle de la posibilidad de cambiar el pañal a su bebé de una forma más cómoda en la parte trasera del avión y le ruego que lo haga para evitar molestias a los otros pasajeros.

—Ya le he dicho a la chica que cambiaré a mi hijo cuando yo quiera. ¿Quiénes se creen ustedes para ordenarme lo que tengo o no que hacer?

—Señora, por supuesto no le estamos ordenando nada, pero como usted leyó al comprar el billete, es su obligación mantener la higiene de su hijo y traer con usted el alimento que precise. En todo caso, le informo que tenemos preparados de leche a bordo si los necesita.

—Si no me dejan de molestar, les pondré una denuncia y le diré a mi marido que es abogado que se encargue de que nunca más vuelvan a volar.

El jefe de cabina, paciente pero firme, insistió en que solo cumplían con su deber y que la salud del bebé era prioritaria. La discusión subió de tono, y la mujer, en su furia, se olvidó de cubrir la cabeza del niño. El olor se hizo aún más insoportable, y, bajo la tenue luz de la cabina, el color de la piel del bebé parecía más bien violeta, casi morado. El niño no se movía ni respondía a los estímulos.

—Señora, su bebé tiene mal aspecto. Es nuestra obligación comprobar el buen estado de salud de todos los ocupantes del avión. ¿Me permite que le revise?

—¡Usted no va a tocar a mi bebé, pederasta asqueroso!

—Señora, me veo obligado a pedirle que me permita comprobar que el bebé se encuentra bien o deberé informar al capitán.

—Llame usted al presidente si quiere, pero no van a tocar a mi hijo.

La intervención del capitán

El jefe de cabina le pidió a Alicia que fuera a la cabina y comunicara al capitán la situación. El capitán Armando Fuentes, hombre de experiencia y temple, pidió un relevo y se dirigió personalmente al asiento de la mujer.

—Buenas noches, señora. Mi nombre es Armando Fuentes y soy el capitán de este vuelo. Como máxima autoridad de este avión le solicito que inmediatamente permita a los tripulantes revisar el estado de salud de su hijo o me veré obligado a advertir a las fuerzas del orden del país de destino para que le estén esperando al aterrizar el avión.

La mujer, con cara de asustada, cedió un poco.

—Capitán, usted entenderá que no quiero que personas desconocidas toquen a mi hijo. Yo misma iré al baño y cambiaré a mi bebé, perdón.

—Alicia, acompáñela al baño y cerciórese de que cumple con mis indicaciones —ordenó el capitán.

Alicia, con el corazón en un puño, acompañó a la mujer hasta el baño. Sabía que algo no iba bien: ningún bebé duerme tantas horas sin comer, sin ser cambiado y menos aún con varias personas discutiendo a su alrededor. Cuando la mujer se encerró en el baño con el niño, Alicia, aprovechando que la puerta estaba parcialmente rota, espió por la rendija.

Lo que vio la dejó sin habla: la mujer desnudó al bebé y un olor pútrido inundó el pasillo. El niño estaba completamente morado, con una gran cicatriz que le cruzaba el pecho. No se movía ni hacía ningún gesto.

Alicia dio un grito desgarrador. Uno de sus compañeros, mucho más fuerte, empujó la puerta hasta abrirla por la fuerza. La mujer se abalanzó contra ellos, dejando caer al bebé al suelo. Gracias a la ayuda de un pasajero, lograron inmovilizarla.

El espantoso descubrimiento

El capitán comunicó al aeropuerto de Madrid que estuvieran esperando las fuerzas de seguridad. El bebé estaba muerto, y las continuas negativas de la madre a recibir ayuda se debían a que intentaba ocultar su estado.

La policía, al revisar el cuerpo, se llevó una desagradable sorpresa. El bebé había sido vaciado de todos sus órganos internos y, dentro de su cuerpecito cosido con hilo quirúrgico, encontraron gran cantidad de droga. La supuesta “madre”, al entrar en el baño, planeaba tirar por el inodoro toda la droga que había en el interior del niño muerto para evitar ser capturada por la aduana y enjuiciada por narcotráfico.

El regreso a casa

El resto del vuelo transcurrió en un silencio sepulcral. Alicia, en shock, apenas podía moverse. El llanto de los pasajeros, la tensión y el horror de lo descubierto flotaban en el ambiente. Al aterrizar, la policía se llevó a la mujer esposada y al bebé para la autopsia. Los pasajeros fueron testigos de una de las historias más espeluznantes de la aviación moderna.

Alicia tardó semanas en recuperarse. Durante mucho tiempo, tuvo pesadillas y evitó mirar a los bebés en los vuelos. Sin embargo, poco a poco, comprendió que su instinto y su preocupación habían sido fundamentales para evitar que aquella mujer lograra su cometido. La noticia salió en todos los periódicos: “Azafata descubre el tráfico de droga más macabro de la década”.

Años después, Alicia volvió a sonreír al ver a un bebé en brazos de su madre, pero nunca olvidó la noche en la que un simple instinto maternal salvó a todo un avión de convertirse en cómplice involuntario de un crimen atroz.