La noche que Sofía llegó al hospicio de
la santísima misericordia, noviembre de
1892
se desangraba en la canícula tardía de
la ciudad de Puebla.

Tenía 11 años, una
trenza negra llena de nudos y una
cartilla de bautismo doblada en cuatro
que la monja portera ni siquiera miró al
inscribirla.

El carro de mulas, que la
dejó en la puerta olía a paja húmeda y a
cal apagada.

Los faroles de aceite
trazaban en la empedrada sombras que
parecían manos alargadas.

Dentro la luz
de la capilla apenas tiznaba de
translúcido el aire.

Todo lo demás era
piedra, cal y un silencio que sabía a
caldo rancio.

Las hermanas de la caridad
llamaban al edificio los muros verdes,
porque el revoque original, un estuco
italiano que la cofradía importó 20 años
atrás, había tomado un musgo persistente
que resistía la calada temporada de
lluvias.

A los niños recién llegados les
decían que el color era una señal de
esperanza, pero los antiguos sabían que
si uno pegaba la oreja al muro en la
madrugada, podía escuchar el rasguño de
las ratas detrás de los ladrillos.

El
hospicio funcionaba como un engranaje
perfecto dentro del régimen porfiriano.

El Estado enviaba una subvención para
mantener la niñez desvalida.

La diócesis
sumaba donativos en oro y los hacendados
locales completaban la ecuación
adoptando aprendices que en la práctica
terminaban como servidumbre de campo sin
salario.

Se llamaba contrato de tutela y
duraba hasta los 15 años en el caso de
los varones o hasta que las niñas
sentaran cabeza mediante matrimonio
concertado con algún caporal.

La ley
recién promulgada elogiaba el sistema,
transformaba al mendigo en productor,
decía la Gaceta Oficial.

Nadie
preguntaba por la mortalidad de los
menores enviados a haciendas azucareras,
ni por las chicas que antes de los 14
parían en cascos de hacienda sin partera
titulada Mejor allá que con los ladrones
que abundan en la capital, sentenciaba
Zorclotilde, la superiora, en la hora
del rosario.

Los niños repetían amén
murmurando, porque la primera regla del
hospicio era no levantar la voz, la
segunda no preguntar por los que
desaparecían tras la reja lateral.

Sofía
aprendió rápido ambas reglas.

El primer
día la raparon, le dieron un sayal
áspero y la ubicaron en la celda 17, un
cuarto de 10 camas con suelos de barro.

Allí conoció a Luciana, una chiquilla de
9 años pálida como cal, que le explicó a
medias la rutina.

Despertar a las 4,
misa a las 5, rancho de atolillo sin
azúcar, hilado de manta por la mañana,
costura de sotanas por la tarde y dos
veces por semana muestra.

La muestra es
cuando vienen los patrones a escoger”,
susurró Luciana mientras cosía un
dobladillo torcido.

Te hacen abrir la
boca, probar si se te mueven los
dientes.

Revisan las manos que no tengan
sarna.

Las que pasan la prueba se van.

A
las demás nos queda rezar para no
enfermar aquí.

¿Y si te enfermas?,
preguntó Sofía.

Luciana bajó la vista y
señaló el suelo.

La fosa común está
detrás del huerto.

A Sor inocencia le
gusta el sifón con cloro limonoso.

Dice
que mata el mal olor antes de la
vigilia.

Durante semanas, Sofía y Lo
bordó iniciales para sotanas y escuchó
historias a media voz.

La de Eduardo, 14
años, trasladado a una mina en Pachuca y
devuelto sin vida 7 meses después,
porque el polvillo le rompió los
pulmones.

La de María Rosario, que el
capataz de la hacienda de San Lorenzo
embarazó para luego abandonarla, la de
Joaquín, que se escapó saltando la tapia
y apareció a la semana colgado de un
fresno por mano de Dios o del dueño del
árbol, decían.

En las noches, la
muchacha trazaba con el dedo en la pared
los nombres de quienes iban partiendo.

Para diciembre había contado 42 en menos
de un semestre.

Un jueves, después de
las vísperas, llegó al hospicio don
Matías Zúñiga, terrateniente en Atlisco.

Vestía chaqueta de gamuza fina y botas
lustradas con grasa de carnero.

Buscaba
lotecito de peones jóvenes sanos que
aguanten sol.

Sor Clotilde alineó en el patio a 16
varones y 10 mujeres.

Sofía, con el
estómago retorcido, sintió la mano
callosa del mayordomo levantarle la
barbilla.

“Buena dentadura, señor”,
informó el hombre.

“Sin picaduras”,
reafirmó Zúñiga, mirando como quien
sopesa un costal.

“La tomo, 5 pesos de
plata.

Ya que aprendan a cegar caña,
valdrán el doble.

” De nada sirvió que
Sofía balbuceara que su madre tal vez
aún vivía.

La monja portera emitió un
certificado huérfana total.

Esa misma
tarde la subieron a una carreta junto a
Luciana y otros seis.

Viajaron 12 horas
entre baches y polvo hasta la finca El
Palmar.

Allí la recibieron techos de
lámina, un galpón sin camas y el olor
dulzón de la caña fermentada.

Les
asignaron un número, no un nombre.

Sofía
fue la 45a.

Aprenderían a machetear caña a cambio de
dos tortillas, un jarro de atole aguado
y posada en los tabiques.

La escuela
prometida existía solo en un papel
firmado ante el juez de paz.

La primera
semana, el caporal, un mestizo huesudo
con látigo de cuero crudo, recetó 20
azotes a 45a, porque sus manos
inexpertas mellaron el filo del machete.

Luciana recibió 10 por cortarse el
antebrazo.

La herida se infectó y a los
tres días le subió la fiebre.

El
boticario de la hacienda dijo que no
malgastaría morfina en crías que siempre
llegan de repuesto.

Luciana deliró
pidiendo agua.

A la madrugada del sexto
día se quedó quieta.

Sofía la abrazó
hasta que la campana del alba llamó al
corte.

El administrador se presentó con
una libreta y tachó el número 47C.

Preguntó si alguien tenía reclamo.

Nadie
respondió.

Con la pérdida, Sofía
aprendió a endurecerse.

Afiló el machete
con piedra de río, envolvió la
empuñadura con trozos de manta para no
despellejarse los dedos y calculó el
tajo como le enseñó un viejo labriego,
Taraumara, un golpe seco a la base, otro
para limpiar la hoja.

A los dos meses
podía cegar 20 surcos diarios.

La
espalda se llenó de cicatrices cruzadas
que ardían con el sudor.

En las noches
el escosor no la dejaba dormir.

Entonces
repasaba los nombres que había tallado
en el hospicio y añadía mentalmente los
de los que caían ahora.

32b muerto por
insolación.

29 reventado bajo un carro
cañero.

51D desaparecida tras acompañar
al administrador a la bodega.

El día del
aniversario de su ingreso lo recordó
porque era la víspera de la fiesta de la
purísima y en el hospicio horneaban pan
dulce.

Sofía despertó con el rumor de
voces agitadas.

Un inspector del
gobierno enviado por la Secretaría de
Fomento, había llegado tras denuncias
anónimas de trato inhumano.

El caporal
alineó a los niños en el patio.

Suúñiga
sonreía con el bigote engominado, seguro
de su maquinaria de sobornos, libros de
asistencia falsos, recetas de botica con
firmas imitadas, recibos de pago de
jornales nunca entregados.

El inspector,
un hombre enjuto, con anteojos redondos,
preguntó a cada infante.

“¿Estás sano?
¿Comes bien? ¿Quieres volver con la
hermana Clotilde?” Los chicos,
entrenados por el miedo, respondían,
“Sí, señor, todo bien.

” Sofía sintió la
sangre golpearle los oídos.

Podía callar
o hablar.

Si callaba, seguiría viva,
quizás.

Tal vez, con suerte la elegirían
para servicio doméstico en Atlixo,
cuando cumpliera 13.

Si hablaba, el
látigo vendría esa misma tarde o algo
peor, el pozo de castigo donde
encerraban a los rebeldes.

Cuando el
inspector llegó a ella, alzó la vista y
encontró sus ojos tras los lentes
empañados.

Número 45a.

Informe.

Sofía respiró.

Vio como
estampas los muros verdes, la fosa, la
trenza cortada, la fiebre de Luciana, la
cadera rota de 32B, el silencio.

Y
habló, “Señor, no hay escuela.

Comemos
tortilla y agua.

Nos azotan por cada
mala caña.

No bautizan a los muertos, no
escriben a los padrinos, no pagan.

El
patio quedó mudo.

El caporal apretó el
mango del látigo.

Zúñiga atensó la
mandíbula.

El inspector cerró la
libreta.

Guardó silencio un instante que
pareció un siglo.

Luego dijo que
necesitaba revisar la fosa detrás del
ingenio.

Ordenó abrir sacos de
registros.

Anunció visita sorpresa de la
Secretaría de Gobernación en 15 días.

Esa noche, Sofía durmió con las manos
atadas a un poste de madera.

El caporal
prometió que en cuanto el inspector
cruzara la puerta, la lengua larga
terminaría en la zanja.

Ella cerró los
ojos, preguntándose si cuando muriera
alguien recordaría su nombre y no solo
el número.

La luna se filtraba por los
listones del techo.

Las motas de polvo
parecían luciérnagas atrapadas.

Pensó
que lo peor en este mundo no era morir,
sino hacerlo sin que nadie escribiera en
voz alta el motivo.

15 días pueden ser
una eternidad o un parpadeo según el
largo de la soga que te espera al final.

Para Sofía fueron ambas cosas.

Cada
amanecer veía la silueta del inspector
entre las grúas del ingenio, tomando
notas, midiendo sacos de caña,
interrogando a mayordomos.

Zúñiga
sonreía con la seguridad de quien envía
regalos a la prefectura, cajas de
aguardiente, sobres con plata.

El
caporal moderó los golpes, pero solo en
exteriores.

Por las noches se desquitaba
en el galpón, pateando a los niños que
no podían tragar el atole agrio.

Sofía
contaba los días con muescas en un
tablón.

A la décima muesca, supo que el
plan era resistir hasta que el inspector
se fuera y luego desatar el infierno.

Debía escapar antes.

Recordó historias
de peones que seguían el cauce del río
hasta encontrar el camino real.

Algunos
llegaban a Izúcar, otros se perdían
entre cañaverales.

Había brigadas
rurales que devolvían fugitivos por unos
pesos.

El deocarto día corrió un rumor
entre los niños.

El inspector volvería a
la capital.

Zúñiga ofrecía un convite de
despedida con música de fandango.

Todo
era fachada para firmar un acta de
conformidad.

Por la tarde, Sofía robó un
trozo de hilo de cáñamo y un yesquero
medio vacío.

Los escondió en un pliegue
del sayal.

Antes del toque de silencio
buscó a Simón.

14D.

un chiquillo de
Veracruz que había sido grumete y
conocía de brújulas.

“Nos vamos esta
noche”, susurró.

“Llevaremos el hilo por
si hay que atar el machete al palo y
hacer lanza.

Si nos agarran, nos
cuelgan”, contestó Simón, pero sus ojos
tenían un brillo de alta mar.

“Si nos
quedamos también”, dijo Sofía.

Eso
bastó.

Cerca de la medianoche, cuando
los músicos de Jarana dormían nebrios
bajo la ceiva, Sofía y tres niños más.

Simón, Paz, 12 B y un mudo apodado
carillón se deslizaron fuera del galpón.

El caporal roncaba en un petate con un
rifle Springfield a su lado.

Pasaron
junto al corral de mulas, cruzaron los
trojes de bagazo y se internaron en el
cañaveral denso.

El cielo sin luna era
un techo opaco.

Avanzaban al tacto,
orientados por la corriente del canal de
riego.

Cada hoja de caña los tajeaba
como cuchilla.

El jugo les untaba los
brazos de pegajosa dulzura.

Caminaron
dos horas hasta que el yesquero murió.

Escucharon ladridos, perros de guardia,
y se tiraron al suelo respirando tierra.

Un resplandor anaranjado surgió a lo
lejos.

La caldera del ingenio vomitaba
chispas.

Sofía imaginó con un escalofrío
que el caporal había descubierto la
fuga.

En la oscuridad, Simón apuntó a la
constelación tenue que asomaba.

La cruz
de Cal murmuró, “El este es aquel lado.

Si llegamos al río antes del alba, los
perros pierden el rastro.

Pero la suerte
es un hilo frágil.

El río estaba más
cerca de lo que creían y al mismo tiempo
un centinela de ronda los vio.

El primer
disparo resonó como latigazo en la
noche.

Paz cayó con un gemido.

Herida en
la pierna.

Carillón gritó sin sonido.

Sofía cargó a paz.

Simón empujó entre la
maleza.

Otro tiro pasó zumbando.

El
guardia gritaba injurias, pero el
cañaveral es un laberinto que favorece a
los pequeños.

Llegaron a la orilla
fangosa y se lanzaron al agua.

El mudo
braba como pez.

Sofía sintió que la
camisa pesaba plomo.

Paz lloraba.

La
sangre entibiaba el agua fría.

alcanzaron la ribera contraria y se
arrastraron como cangrejos entre lirios.

El alba los encontró temblando con los
labios morados a 4 km de el palmar.

Simón insistía en continuar.

Sofía miró
la pierna de paz.

La bala había
atravesado el muslo.

La hemorragia era
lenta pero constante.

“Si no la curamos,
se muere antes del mediodía”, dijo.

“y
si volvemos es peor”, respondió Simón.

Mas el destino a veces suelta una hebra
de luz.

Las campanas de una hacienda
cercana, la Concepción tañeron a
memoria.

Allí trabajaban peones libres,
no tutelados, y el administrador era
primo del inspector.

Arrastraron a paz
por un sendero entre Maguelles hasta la
casona.

Los vio la cocinera y dio
alarma.

Un capataz los sometió.

Pero
Sofía gritó el nombre del funcionario de
Puebla.

La palabra abrió puertas.

El
mayordomo los llevó a la enfermería.

La
bala era de calibre pequeño.

Salió
limpia.

Un médico rural, raro
privilegio, enjuagó la herida con
carbolizado y cosió cinco puntos.

El
inspector llegó a mediodía sorprendido
de encontrarlos.

Tomó declaración a los
cuatro.

Observó las cicatrices de Sofía,
la atadura de Cáñamo, el yesquero vacío.

Anotó la descripción del caporal, los
nombres en clave, los números.

¿Tienes
apellido?, preguntó.

Me llamo Sofía
García Ruiz.

respondió ella, recuperando
verdades enterradas.

El hombre firmó un
documento con sellos, protección
precautoria.

Los niños quedaban bajo
custodia estatal hasta audiencia en
Puebla.

Sofía no sabía si eso
significaba libertad o una jaula
diferente.

Solo supo que por primera vez
alguien escribía su nombre y no su
número.

Días después estalló un
escándalo en la prensa liberal.

El
monitor republicano publicó Menores
esclavizados en ingenios poblanos bajo
la égida de pseudobenefactores.

El gobierno local negó, pero el
Ministerio de Justicia envió
comisionados.

Zúñiga huyó.

El caporal
fue hallado ahorcado en la casa de
Bagazo.

Suicidio.

Dictaminaron.

La
superiora Clotilde declaró ignorancia y
el hospicio fue clausurado por
irregularidades.

Los niños restantes se distribuyeron en
conventos de otras provincias o
volvieron a las calles.

Sofía, Simón y
Carillón fueron internados en la casa de
Patronato de Puebla, un edificio algo
menos cruel.

Paz, tras sanar fue
entregada a un matrimonio sin hijos que
prometió escolarizarla.

Nunca supieron
si cumplió su promesa.

El inspector
Rodrigo Palomar les enseñó a leer por
las noches.

Les mostró en un periódico
un editorial que celebraba la victoria
de la moral sobre la codicia.

Sofía no
creyó en victorias.

Cada cicatriz le
recordaba que la moral es lenta y el
látigo rápido.

A los 16 la pusieron de
ayudante en un telar con salario de 8
centavos por día.

Miseria, pero salario al fin.

Simón se
enroló en los ferrocarriles.

Carillón,
mudo todavía, acompañó a un fotógrafo
ambulante y aprendió a revelar placas de
vidrio.

Antes de separarse, Sofía volvió
a los muros verdes.

El edificio estaba
vacío en ruinas.

El musgo cubría las
paredes como un sudario.

Entró por la
ventana rota de la capilla y halló,
tirado en el suelo, un pedazo de banco
con su viejo graffiti, los nombres
tallados a punta de clavo.

Pasó la mano
sobre cada letra hasta llegar al último,
Luciana.

sacó de un bolso un lápiz y
añadió una línea.

Sofía García Ruiz,
sobreviviente.

No era venganza ni homenaje, era
constancia, porque pese a los periódicos
y los decretos, supo que otros hospicios
seguían funcionando, otros contratos de
tutela se firmaban, otros números
sustituían a los caídos.

Pero también
supo que algún día otro niño o niña
leería su nombre y sabría que no todos
los destinos estaban escritos de
antemano, que a veces basta una voz que
diga no para abrir grietas en un muro
verde y que las grietas con suerte se
vuelven puertas.

M.