Capítulo 1: El final, o el principio

No sé por dónde empezar. Supongo que por el final, porque ahí fue cuando me di cuenta de todo.

—¿Y el papá? —me preguntó la maestra del jardín mientras me devolvía el cuaderno de mi hija.

—No tiene —respondí. Suave. Sin escándalo. Sin pena.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que la pregunta me atravesaba como un puñal, y la respuesta me llenaba la boca de piedras. Pero ahora, después de tanto, era solo una frase más, una verdad dicha sin miedo.

Capítulo 2: Antes del silencio

Cuando conocí a Julián, yo tenía veintitrés años y una lista interminable de sueños. Él era un poco mayor, tenía esa sonrisa fácil y el descaro de quien cree que el mundo está para ser conquistado. Nos conocimos en la universidad, en una fiesta de esas donde la música está tan alta que solo queda acercarse para poder hablar.

Bailamos, reímos, tomamos más de la cuenta. Al final de la noche, me acompañó a casa. Me besó en la puerta y me prometió que me llamaría al día siguiente. Y lo hizo.

Así empezó todo. Los meses siguientes fueron una mezcla de cine, paseos por el parque, cenas improvisadas y mensajes a cualquier hora. Me enamoré de su risa, de sus historias, de la manera en que me miraba como si yo fuera la respuesta a todas sus preguntas.

Cuando le conté que estaba embarazada, su reacción no fue la que yo esperaba. Me miró como si le hubiese dicho que se había perdido el último capítulo de su serie favorita. Se quedó en silencio, después me abrazó, me juró que íbamos a salir adelante juntos, que iba a acompañarme en cada ecografía, cada antojo, cada miedo.

Y después… silencio.

Capítulo 3: El abandono

Al principio pensé que algo grave había pasado. Que había chocado, que estaba en coma, que lo habían abducido los extraterrestres. Pero no. Solo era cobarde.

—Estoy confundido —me dijo por mensaje—. Necesito tiempo.

Yo tenía náuseas, contracciones, y él necesitaba tiempo.

Las semanas pasaron. Lo llamé, le mandé mensajes, le pedí que por favor hablara conmigo, que entendiera que no estaba sola en esto. Pero nunca respondió. El miedo se convirtió en rabia, la rabia en tristeza, y la tristeza en resignación.

Crecí rápido. Me volví madre, mujer, enfermera, maestra, cocinera y todo lo que una criatura necesita para sentirse amada. Y ella lo fue. Lo es. Amada.

Capítulo 4: La llegada de Lucía

El día que Lucía nació, llovía. El hospital estaba frío, las luces demasiado blancas. Mi mamá me acompañó, me sostuvo la mano durante las contracciones, me peinó el cabello cuando el sudor me empapaba la frente.

Cuando por fin la tuve en brazos, supe que nada volvería a ser igual. Era pequeña, arrugada, con unos ojos enormes que parecían querer entenderlo todo. Lloró fuerte, como si reclamara su lugar en el mundo.

—Bienvenida, mi amor —le susurré—. No sé si lo haré bien, pero te prometo que siempre estaré aquí.

Afuera, la lluvia seguía cayendo. Julián no apareció. No llamó. No preguntó.

Capítulo 5: Los primeros años

Los primeros meses fueron una mezcla de cansancio, miedo y ternura. Lucía lloraba mucho, dormía poco, y yo aprendía a ser madre sobre la marcha. Mi mamá me ayudó, pero la mayor parte del tiempo éramos solo nosotras dos.

Aprendí a preparar biberones a oscuras, a cambiar pañales con una mano, a dormir en intervalos de veinte minutos. Lloré de agotamiento, de miedo, de soledad. Pero también reí, mucho. Lucía tenía esa capacidad de iluminarlo todo con una sonrisa, de hacer que el mundo fuera menos hostil.

No lo busqué. No lloré más de lo que debía. Aunque a veces me inventaba que estaba trabajando lejos, solo para que mi hija no sintiera el abandono tan temprano.

Capítulo 6: La vida sigue

Con el tiempo, la vida se acomodó. Conseguí trabajo en una librería, cerca de casa. Lucía empezó el jardín de infantes. Hicimos amigas, armamos rutinas, construimos una vida a nuestra medida.

A veces, cuando veía a otros padres en la puerta del jardín, sentía una punzada en el pecho. Pero después miraba a Lucía, tan feliz, tan llena de vida, y se me pasaba.

Un día, mientras jugábamos en la plaza, me preguntó:

—¿Por qué no tengo papá?

Me quedé helada. No supe qué decirle. Al final, le dije la verdad, una verdad adaptada a su edad:

—Tu papá no está con nosotras, pero tienes mucha gente que te quiere.

Ella se conformó con eso. Me abrazó y siguió jugando.

Capítulo 7: El mensaje

Hasta que una tarde me llegó un mensaje:

> “Vi a tu hija en las fotos. Es igual a mí. ¿Podemos hablar?”

Lo primero que pensé fue: “¡Qué suerte que no sacó tu alma!”

Me temblaron las manos. Dudé en responder. ¿Para qué? ¿Por qué ahora?

Pasaron horas antes de que contestara:

—¿Qué quieres, Julián?

La respuesta llegó rápido:

—Quiero conocerla… estar en su vida.

Quedamos en un café. Llegó con una rosa, como si eso alcanzara. Me miró a los ojos con esa carita de “perdoname” que antes me derretía.

—Quiero conocerla… estar en su vida. —me dijo con voz entrecortada.

—Llegaste tarde. No es que no te esperé… es que me cansé de hacerlo.

—¿Ella sabe quién soy?

—Sí. Sos el que no vino.

Se quedó en silencio. Ni siquiera pidió café.

Me levanté y le dejé una foto. Era mi hija vestida de princesa, en su cumple número cinco, rodeada de globos y sonriendo con todos los dientes. Atrás escribí: “Esta es la vida que no elegiste.”

La mía siguió. La nuestra.

Capítulo 8: Mamá, sos la mejor

Y cada vez que mi hija me abraza y me dice “mamá, sos la mejor del mundo”, entiendo que no me falló él… me elegí yo.

La vida no fue fácil, pero fue nuestra. Aprendimos a celebrar juntas, a llorar juntas, a construir una familia de a dos. Hicimos amigos, viajamos, nos caímos y nos levantamos.

Lucía creció rodeada de amor. Mi mamá, mis amigas, las maestras del jardín, los vecinos. Todos formaron parte de su tribu. Nunca le faltó un abrazo, una palabra de aliento, una risa compartida.

A veces, en las noches silenciosas, pienso en Julián. Me pregunto si alguna vez entendió lo que perdió. Pero ya no duele. No porque haya dejado de importar, sino porque aprendí a sanar.

Capítulo 9: El reencuentro

Pasaron los años. Lucía terminó el jardín, empezó la primaria, hizo nuevos amigos. Yo cambié de trabajo, me animé a estudiar de noche, conocí gente nueva.

Un día, en la puerta del colegio, lo vi. Julián. Estaba parado a unos metros, mirando a Lucía de lejos. No se animó a acercarse. Me miró, bajó la cabeza y se fue.

Esa noche, Lucía me preguntó:

—¿Ese era mi papá?

Asentí.

—¿Por qué no vino antes?

—No todos saben quedarse, mi amor.

Ella me abrazó fuerte. No hizo más preguntas.

Capítulo 10: Elegirse

Con el tiempo, entendí que el abandono no fue mi culpa. Que no era menos madre, menos mujer, menos digna. Que la vida a veces duele, pero también enseña.

Aprendí a elegirme. A ponerme en primer lugar, a cuidar de mí para poder cuidar de Lucía. Aprendí que la familia no siempre es la que nos toca, sino la que elegimos construir.

Y así seguimos. Juntas. Fuertes. Felices.

Capítulo 11: Epílogo

Hoy, cuando alguien me pregunta por el papá de Lucía, ya no me duele responder.

—No tiene —digo, con una sonrisa.

Porque lo que tiene es mucho más grande: una madre que la ama, una vida llena de risas, una historia propia.

Y cada vez que mi hija me abraza y me dice “mamá, sos la mejor del mundo”, entiendo que no me falló él… me elegí yo.

Fin