Capítulo 1: Martes de lluvia

Nunca ladraba. No una sola vez. No hasta que la niña susurró: “Pero no te perderé, ¿verdad?” —y la perra aulló como si contuviera la tormenta misma. Ese fue el momento en que todo cambió.

La primera vez que llegaron, las botas de lluvia de la niña chirriaron como pena en el pasillo.
Clara Mae Benson tenía siete años y ya era sabia en el dolor. Sus ojos eran demasiado grandes para su rostro pálido, y su voz demasiado suave para un mundo lleno de truenos. Apretaba una correa de goma roja, enrollada en torno a una perrita temblorosa cuyo pelaje tenía el color de la tostada quemada.
La perra se llamaba Junebug, aunque nadie preguntó nunca por qué. La recepcionista solo las registró y dijo:
—¿Otra vez por aquí, cielo?

Cada martes. 4:15. Lloviera o no, aunque siempre llovía, de algún modo.

La clínica olía a Lysol, croquetas y oraciones calladas. Las paredes eran de ese beige que olvida su nombre. Sobre el mostrador colgaba una foto polvorienta del doctor Hal Whitmore dándole la pata a un sabueso llamado Duke, ya muerto y laminado en honor.

Clara siempre se sentaba en la segunda silla desde la esquina, donde el techo no goteaba, y donde Junebug podía acurrucarse en su regazo y respirar como solo lo hacen los perros que saben que tu alma está agrietada.
Junebug tenía una estrella blanca en el pecho, como un pequeño trozo de cielo, y las patas delanteras torcidas hacia afuera, lo que le daba un andar de disculpa perpetua.

Nunca ladraba. Ni una sola vez. Pero sus ojos… Señor, sus ojos. Sostenían el peso del mundo.

Nadie hacía preguntas. Ni la recepcionista, ni la técnica veterinaria, ni siquiera el propio doctor Whitmore. Junebug era llevada atrás para “pruebas” mientras Clara esperaba, hojeando revistas viejas de perros e intentando no temblar.

La señora Eleanor McCaskill, que siempre traía a su gato persa Walter los martes, una vez se inclinó y susurró:
—Esa pobre chucha parece que ya se despidió de algo que nunca va a recuperar.

Clara solo asintió.

Junebug no levantó la cabeza. Pero su cola golpeó una vez.

Capítulo 2: El tercer martes de octubre

El tercer martes de octubre, el aire olía a centavos mojados y corteza húmeda. Ese olor que anuncia una tormenta a punto de recordar algo viejo y salvaje.

Junebug gimió en el coche, bajo y suave. Clara se inclinó y acarició sus orejas desgreñadas, el pelo desgastado detrás de ellas.

—Hoy no tenemos que tener miedo —susurró Clara.

Su madre, Jolene Benson, apretó el volante.
—Cariño, sabes lo que dijo el doctor Whitmore.

Clara no respondió. Miró por la ventana el cementerio que pasaban cada semana. Alguien había dejado un globo atado a una cruz blanca.

Dentro, la sala de espera estaba más vacía que de costumbre. Solo la señora McCaskill y un golden retriever tosiendo en la esquina. Un reloj marcaba los segundos demasiado alto.

Junebug arañó la pierna de Clara hasta que la levantó al regazo. Entonces se hizo un ovillo, como si pudiera desaparecer en el denim de los tirantes de Clara.

El doctor Whitmore las llamó él mismo. Caminaba con una leve cojera de un accidente con el tractor hacía décadas. Decían que no sonreía desde que murió su esposa en el 94.

—Señorita Clara Mae —dijo suavemente, abriendo la puerta del consultorio.

Entraron. Junebug dudó. Luego, con un suspiro resignado que solo los perros pueden dar, entró.

El doctor recorrió la espalda de Junebug con sus manos, palpando aquí y allá, revisando su vientre, sus encías, sus ojos.

—No está subiendo de peso —dijo tras una larga pausa.

Clara lo miró, el rostro inescrutable.

—Pero tampoco pierde. Y no hay fiebre. No noto masas. No hay nada que yo llamaría enfermedad. —Miró a Jolene—. ¿Están seguras de que es ella la que tratamos?

El silencio cayó.

—Es la que mantiene a Clara en pie —dijo Jolene, la voz baja.

Junebug alzó la vista, una oreja caída, ojos viejos y grandes.

—La semana pasada —dijo Jolene lentamente—, los glóbulos blancos de Clara bajaron otra vez. El doctor Stanley en oncología dijo… —Se detuvo. La voz se le quebró.

—Ya sé lo que dijo —replicó Whitmore—. Pero a veces la medicina no ve la verdad.

Se volvió hacia Junebug.
—¿No es así, chica?

Junebug lamió los dedos de Clara.

Después, Clara pidió esperar en el coche bajo la lluvia.
—Solo unos minutos —dijo.

Así se sentaron, la lluvia tamborileando en el parabrisas como si el cielo tuviera un secreto que confesar. Clara apoyó la cabeza en la espalda de Junebug. La perra no se movió, solo respiró, lenta y firme, como si quisiera insuflar cada aliento en el pecho frágil de la niña.

—Mamá dice que quizá pierda el pelo otra vez —susurró Clara.

Junebug se removió. Soltó un suspiro diminuto.

—Pero no te perderé a ti, ¿verdad?

Silencio.

Entonces, Junebug hizo algo que nunca había hecho. Alzó el hocico al cielo gris y aulló. Un solo aullido, largo, bajo, lleno de algo antiguo.

Jolene los miró por el retrovisor, las manos apretadas en el regazo.

—¿Oíste eso? —preguntó Clara, los ojos abiertos, brillantes.

Jolene asintió.
—Sí, cariño.

Y entonces, Clara sonrió.

La primera sonrisa real en semanas.

Capítulo 3: Historias de sala de espera

Dentro de la clínica, el doctor Whitmore miró el expediente en su mano. No había registros de vacunación. Ni visitas previas. Ni microchip.
Ningún historial.

Solo una palabra escrita en la letra de Jolene:

“Compañera”.

Y debajo:
“Por favor, no las separen”.

Whitmore miró hacia el estacionamiento, donde la chucha miraba a través del cristal empañado del Subaru azul.

Por primera vez en años, el doctor sintió un escalofrío.

La semana siguiente, la lluvia era más fuerte. El agua golpeaba los cristales de la clínica como si quisiera entrar. Clara llegó con el cabello mojado, la frente perlada de fiebre. Junebug la seguía, pegada a su pierna.

La señora McCaskill, sentada con Walter en su transportín, la saludó con una sonrisa triste.

—Hoy el cielo está llorando contigo, niña —susurró.

Clara se sentó en su silla habitual. Junebug subió a su regazo y la miró, los ojos llenos de preguntas que nadie se atrevía a formular.

La recepcionista, una mujer de cabello teñido de rubio y uñas rojas, se acercó con una manta.

—¿Quieres esto para la perrita? —preguntó.

Clara asintió. Junebug se acurrucó sobre la manta, temblando.

El reloj avanzaba lento. Cada segundo era una gota más en el vaso de la espera.

Capítulo 4: El aullido y la promesa

Esa tarde, después de la consulta, Clara y su madre caminaron bajo la lluvia hacia el coche. Junebug, mojada y temblorosa, se sacudió antes de subir.

—¿Por qué nunca ladra? —preguntó Jolene, arrancando el coche.

Clara pensó un momento.
—Creo que tiene miedo de romper algo —respondió en voz baja.

Jolene la miró por el retrovisor, los ojos llenos de preocupación.

En casa, Clara se quedó dormida abrazada a Junebug. La perra, siempre alerta, no cerró los ojos hasta que la niña empezó a soñar.

Esa noche, Clara despertó sobresaltada. Afuera, la tormenta rugía. Se sentó en la cama, el corazón acelerado. Junebug levantó la cabeza, atenta.

—¿Sigues aquí? —susurró Clara, acariciando la cabeza de la perra.

Junebug lamió su mano. La niña sonrió, y por un instante, el miedo se fue.

Pero al día siguiente, los análisis no mejoraron. Jolene lloró en silencio en la cocina. Junebug se sentó a sus pies, en silencio.
El silencio de los perros que saben.

Capítulo 5: El secreto de Junebug

Días después, Clara preguntó en la clínica:

—¿Por qué Junebug no tiene historia?

El doctor Whitmore se quedó quieto.
—A veces, las mejores cosas llegan sin aviso —dijo.

Clara asintió, como si entendiera.

Esa tarde, después de la consulta, la señora McCaskill se acercó a Jolene en el estacionamiento.

—Esa perra no es de aquí, ¿verdad?

Jolene negó con la cabeza.

—La encontramos una noche de tormenta, hace un año. Estaba en la puerta, empapada, con la estrella blanca en el pecho. Clara la abrazó y dejó de llorar.

La señora McCaskill sonrió.

—Hay perros que llegan para quedarse. Otros, para proteger.

Jolene cerró la puerta del coche y miró a Junebug, que la observaba desde el asiento trasero.

—No sé cuánto tiempo nos quede —susurró—. Pero mientras esté aquí, Clara no estará sola.

Capítulo 6: La tormenta

El día que todo cambió, la tormenta fue más feroz que nunca. El viento sacudía los árboles, la lluvia golpeaba los tejados como tambores de guerra.

Clara tenía fiebre. Jolene la llevó a la clínica, temblando.

—No puedo respirar bien —susurró Clara.

Junebug lloriqueó, desesperada, arañando la puerta del coche.

En la sala de espera, el doctor Whitmore salió corriendo.

—¡Llévenla adentro!

Clara se desmayó en los brazos de su madre. Junebug saltó, aullando, un sonido que hizo que todos se detuvieran.

El doctor la tomó en brazos, corrió al consultorio, y empezó a trabajar. Junebug no se separó de la puerta, aullando cada vez que Clara dejaba de respirar.

Cuando todo parecía perdido, Clara abrió los ojos.
Junebug estaba a su lado, la cabeza apoyada en su pecho.

—No te vayas —susurró la niña.

La perra lamió su mejilla, y por primera vez, ladró. Un solo ladrido, fuerte, claro.
El corazón de Clara latió de nuevo.

Capítulo 7: El milagro

Pasaron los días. Clara mejoró. Junebug no se apartó de ella ni un instante.

El doctor Whitmore llamó a Jolene.

—No entiendo lo que pasó —confesó—. Pero esa perra…
Se interrumpió.
—Cuídalas.

La señora McCaskill trajo flores. La recepcionista horneó galletas para Clara.

La tormenta pasó. El sol salió tímido entre las nubes.

Clara y Junebug jugaron en el jardín. La niña reía, el pelo al viento, la perra saltando a su lado.

Por primera vez en mucho tiempo, la esperanza volvió a la casa.

Capítulo 8: La despedida

El verano llegó. Clara estaba fuerte, su cabello crecía de nuevo. Junebug envejecía, pero seguía a su lado, fiel.

Una tarde, Clara se sentó junto a la perra bajo el árbol del jardín.

—¿Te vas a ir algún día? —preguntó, acariciando la estrella blanca en el pecho de Junebug.

La perra la miró, los ojos llenos de amor.

—No te perderé, ¿verdad?

Junebug gimió suave. Luego, alzó la cabeza y aulló al cielo, como si hablara con las nubes.

Clara la abrazó fuerte.

—Siempre juntas.

Epílogo

Junebug nunca ladró de nuevo. Pero cada vez que Clara la necesitaba, la perra aullaba, llamando a la tormenta y protegiendo a la niña con su amor.

La clínica siguió recibiendo pacientes. El doctor Whitmore colgó una nueva foto en la pared: Clara y Junebug, juntas, sonriendo.

Nadie preguntó nunca de dónde venía la perra.
Solo sabían que, mientras estuviera allí, nada malo podía ocurrir.

Y así, bajo la lluvia o al sol, Clara y Junebug caminaron juntas, sabiendo que el amor verdadero nunca se pierde, aunque el mundo entero se empeñe en lo contrario.

FIN