Pancho Villa lo hizó por los huevos en plena plaza, mientras todo el pueblo miraba paralizado de horror. El sol del mediodía caía despiadado sobre la multitud que había sido despertada a punta de rifle para presenciar aquella lección que jamás podrían borrar de sus memorias.

El hombre que se creía el más valiente de los guardias blancas colgaba desnudo como un costal de frijoles, pagando con sangre y humillación las palabras que había escupido tres días antes en la cantina de don Salomón. Tú estás escuchando el canal Legendarios del Norte. Dime desde qué ciudad nos estás oyendo.

Dale like al video y ahora sí, vamos a comenzar. Todo había comenzado cuando Jeeka, con sus 40 años mal vividos y una cara que parecía tallada con hacha Roma, se había plantado en medio de la cantina con una botella de tequila en una mano y la lengua más suelta que las riendas de un potro salvaje.

Ese tal de Villa no pasa de ser un vaquero frustrado, un mugriento ladrón de gallinas que no sirve ni para cuidar chivos. Había bramado ante los parroquianos que bebían en silencio, gesticulando como loco con el brazo libre. Un bandido con sombrero de payaso, un charlatán de pueblo que se cree general. Si se me apareciera aquí enfrente, le enseñaría cómo se las arregla un guarda blanca de verdad y lo mandaría de vuelta a su chiquero con el rabo entre las patas.

Las palabras le salían arrastrándose entre dientes amarillos por el tabaco y la mala vida, mientras sus ojos pequeños y porcinos brillaban con la valentía líquida que dan el alcohol y la ignorancia. Los hombres que bebían mezcal alrededor de las mesas de pino se miraron entre ellos con caras de espanto, como si hubieran visto al mismísimo escupir en la cruz del altar mayor.

Pero Jeeka estaba demasiado borracho para darse cuenta del silencio mortal que se había apoderado del lugar, demasiado embriagado con su propia brabuconería, para entender que había cruzado una línea que no debía cruzarse jamás. siguió vomitando veneno por esa boca que pronto le traería la desgracia. Ya me he enfrentado a revolucionarios. Sí, señor. No hay cristiano en este mundo que me meta miedo.

Ese tal Francisco Villa no es más que pura labia de pueblo, mercadotecnia de revolución. En la primera balacera seria sale corriendo como liebre espantada. Don Crisanto, un viejo que vendía piloncillo en el mercado y tenía más años que Mecate en Corral, se acercó al Jeca y le jaló del brazo con manos temblorosas. Cállate esa boca, muchacho.

Esa clase de conversaciones no llevan a ningún lado bueno. Pero Jeeka se zafó de un manotazo, tambaleándose, pero firme en su necedad. Bueno, no hay nada malo en decir la verdad. que venga Villa a buscarme, que me va a encontrar y va a saber lo que es bueno.

Lo que Jeeka no sabía era que Anacleto Herrera, conocido como el cuervo por su afición a rondar donde olía a muerte, estaba sentado en la mesa del rincón bebiendo su tequila despacio y escuchando cada palabra que salía de esa boca El cuervo no era villista, pero tampoco era guarda blanca. era de esa clase de hombres que viven de vender información al mejor postor y sabía muy bien que ciertas conversaciones valían oro sonante.

Tus ojos negros como pozos sin fondo no perdían detalle mientras memorizaba cada insulto, cada fanfarronada, cada palabra que podría significar pesos en su bolsillo y problemas gordos para el Bocasas, que las había pronunciado. Tres días después de aquella tarde  el cuervo estaba en el campamento de Villa, escondido entre los mezquites y nopales de la sierra de Santa Clara, donde el general revolucionario planeaba sus próximos movimientos contra los federales.

El lugar estaba protegido por una muralla natural de rocas y cactus que rasgarían la piel de cualquier cristiano que tratara de acercarse sin conocer el camino. Y era allí donde Francisco Villa, el hombre más temido y respetado del norte de México, estudiaba mapas y contaba balas, mientras sus hombres limpiaban sus rifles bajo la sombra escasa de los wizaches.

“Mi general”, dijo el cuervo quitándose el sombrero de palma desilachado mientras se acercaba al lugar donde Villa estaba sentado en una piedra grande revisando el tambor de su pistola. Colt, tengo un pendiente que contarle. Hay un desgraciado allá en San Isidro que anda hablando mal del general Villa, que a los 37 años ya era una leyenda viva con cicatrices en el rostro que contaban historias de guerra y ojos que parecían ver a través de las personas hasta llegar a sus almas, levantó la cabeza despacio con esa calma

peligrosa que precedía a las tempestades. ¿Qué clase de conversación? preguntó con voz que sonaba como piedras rodando por un barranco. El cuervo se humedeció los labios resecos antes de responder, sabiendo que estaba entregando a un hombre a la muerte, pero también sabiendo que no informar a Villa sería peor para su propia salud.

dijo que el general no pasa de ser un vaquero alzado, que es pura labia de pueblo y que si se lo encontrara de frente le enseñaría cómo se las arregla un guarda blanca de verdad. El silencio que siguió fue del tipo que antecede a los terremotos. Los otros villistas, Rodolfo Fierro, Tomás Urbina, Candelario Cervantes y media docena más, dejaron lo que estaban haciendo y se quedaron inmóviles, sabiendo que cuando Villa se ponía así de callado, era porque el infierno estaba a punto de soltarse. El general siguió limpiando su pistola,

pero ahora cada movimiento era más lento, más deliberado, como si estuviera canalizando toda su furia en ese ritual mecánico. “¿Cómo se llama ese valiente?”, preguntó Villa sin levantar los ojos del arma, pero su voz había bajado un tono y ahora sonaba como el silvido de una víbora antes de atacar. Jequeiros, respondió el cuervo.

Guarda blanca de los ascendados de la región. Trabaja principalmente para don Serafín Queiros, cobrando deudas y dando golpizas a quien debe dinero. Villa asintió despacio, como si estuviera archivando esa información en algún rincón oscuro de su mente, donde guardaba las cuentas pendientes y las venganzas por cobrar.

¿Y qué más sabes de él, cuervo? El informante tragó saliva sabiendo que estaba sellando el destino de Jeca, pero incapaz de detenerse ahora que había empezado. Vive en una casa chica atrás de la iglesia. Tiene mujer y dos hijos pequeños. Acostumbra a beber en la cantina de don Salomón todas las tardes después del trabajo y tiene fama de valiente entre la gente del pueblo, pero nunca se ha enfrentado a un revolucionario de verdad.

Villa se quedó en silencio por un tiempo que se sintió eterno mientras el viento del desierto silvaba entre los nopales y hacía crujir las ramas secas de los mezquites. Cuando habló, su voz era baja y cortante como navaja de barbero. Ese jeca no es solo un bocas. Ya he oído hablar de él.

Fue él quien le pegó el tiro a Jacinto Morales cuando el muchacho estaba durmiendo. Lo mató por la espalda y después se anduvo jactando por todo el pueblo. Jacinto Morales había sido uno de los villistas de Villa, un chamaco de apenas 19 años que había dejado el grupo temporalmente para visitar a su familia en San Isidro.

Alguien había soplado su presencia en el pueblo y Jeeka había esperado a que el muchacho se durmiera en la casa de su madre para descargarle el revólver en la espalda. Después se había paseado por las cantinas, presumiendo de haber matado a un bandido villista como si fuera una hazaña digna de corrido. Ah, entonces no es solo cuestión de boca grande, continuó Villa.

Y ahora había algo en su voz que hizo que hasta los más curtidos de sus hombres sintieran un escalofrío. Es cuestión de venganza y de dar ejemplo. se levantó de la piedra y empezó a caminar de un lado para otro como hacía siempre que estaba planeando algo. Era así como funcionaba su cabeza fríamente, calculando cada movimiento como si fuera una partida de ajedrez, solo que las piezas eran vidas humanas y el premio era el respeto a través del miedo.

Vamos a entrar al pueblo de noche”, dijo Villa después de varios minutos de caminar y pensar con esa manera suya de planear que hacía que sus hombres supieran que la cosa iba en serio. 10 hombres no más. Tiene que ser rápido y certero. Si aparecen los federales, ya estaremos lejos. Los federales eran el ejército regular que perseguía a los revolucionarios, comandados por oficiales como el capitán Máximo Terrazas.

grupos de soldados que conocían el desierto casi tan bien como los mismos villistas. Un enfrentamiento con ellos significaba bajas de los dos lados y Villa prefería evitarlo cuando fuera posible. ¿Y cómo va a ser, mi general?, preguntó Tomás Urbina, un hombre bajo y macizo, que tenía la puntería más certera de todo el grupo y una lealtad hacia Villa, que era más sólida que las rocas de la sierra.

Villa se detuvo y empezó a dibujar en la tierra con una vara seca, haciendo un mapa improvisado de San Isidro del desierto. Primero rodeamos la casa de él. Si trata de correr, le cortamos las piernas. Si se resiste, lo matamos. Pero yo lo quiero vivo para dar el ejemplo. ¿Y si la familia está ahí? preguntó Candelario Cervantes, un villista que había visto ya demasiada guerra para su edad, pero que todavía conservaba algo de conciencia cuando se trataba de mujeres y niños.

A las mujeres y a los niños no se les toca. Esa es la regla, respondió Villa con firmeza. Pero él él va a pagar por todo lo que ha hecho. Durante los tres días siguientes, Villa planeó cada detalle de la operación como si fuera un asalto a una plaza federal. mandó al cuervo de regreso al pueblo para que mapeara los movimientos de Jeca y descubrió que el guardablanca tenía la costumbre de llegar a su casa siempre después de las 10 de la noche, viniendo de la cantina donde bebía, que la casa quedaba en una calle sin salida, que era fácil de rodear, y que el delegado local

se acostaba temprano y solo tenía dos rurales para cuidar todo el pueblo. La noche escogida no había luna. El cielo estaba cargado de nubes oscuras que prometían lluvia, pero todavía no habían cumplido la promesa. Era el tipo de noche que los revolucionarios preferían, oscura lo suficiente para moverse sin ser vistos, pero no tan oscura que entorpeciera la puntería si llegaban las balas.

Villa escogió a sus hombres Rodolfo Fierro, Tomás Urbina, Candelario Cervantes, Baudilio Uribe, Cresencio Márquez, Melitón Lozoya y tres más. Cada uno sabía exactamente cuál era su función. No habría improvisación ni titubeos. Cabalgaron durante toda la tarde, parando solo para descansar los caballos y tomar agua de los pozos que Villa conocía de memoria.

Cuando llegaron a los alrededores de San Isidro, el sol ya se había escondido completamente detrás de los cerros pelones. El pueblo dormía ignorante de lo que estaba por venir, sus casas de adobe desperdigadas como dados tirados por la mano de Dios en medio del desierto. Recuerden, les dijo Villa en voz baja mientras revisaba las armas por última vez. Nadie mata sin mi orden.

Nadie toca a mujeres niños y nadie roba nada. No vinimos aquí para saquear, vinimos para hacer justicia. Los villistas asintieron en silencio. Conocían el código de villa y sabían que desobedecerlo significaba muerte segura. Aunque fueran revolucionarios, aunque fueran hombres de guerra, tenían reglas. Y esas reglas eran lo que los separaba de ser simples bandidos.

Entraron al pueblo como fantasmas, aprovechando cada sombra, cada callejón, cada rincón oscuro. San Isidro dormía profundamente, sin imaginar que la muerte andaba caminando por sus calles de tierra apisonada. La casa de Jeca Keiros era pequeña y modesta, hecha de adobe y techada con tejas de barro, con una ventana chica al frente, una puerta de mezquite que había visto días mejores y un corralito atrás donde se oía el ruido de las gallinas en el gallinero.

Villa hizo una seña con la mano y sus hombres se desperdigaron. En menos de 2 minutos la casa estaba completamente rodeada. No había manera de que Jeeka escapara, aunque quisiera. El revolucionario se acercó a la puerta del frente con fierro y urbina flanqueándolo y tocó tres veces despacio, como quien viene a hacer una visita de cortesía.

¿Quién es? Vino una voz de mujer desde adentro de la casa. Una voz que sonaba asustada y adormilada al mismo tiempo. Rurales respondió Villa, disimulando la voz para que no lo reconocieran. Necesitamos hablar con don Jeca. Hubo un silencio después el ruido de pasos acercándose a la puerta.

Carmen Keiros, una mujer de unos 30 años, abrió todavía en camisón con cara de sueño y de susto. Cuando vio a Villa con su sombrero ancho adornado con una estrella de plata, el rifle en la mano y los otros revolucionarios detrás de él, casi se desmayó del espanto.

“¿Dónde está su marido?”, preguntó Villa entrando a la casa sin ceremonia. Carmen temblaba como hoja en vendaval tratando de taparse mejor con el camisón. No, no está aquí, tartamudeó. Mentira, dijo Fierro desde la puerta. Su caballo está en el corral. Se oye que alguien se está moviendo adentro. Del fondo de la casa llegó el ruido de alguien tratando de abrir una ventana.

Villa hizo una seña y Crescencio Márquez corrió hacia atrás. Segundos después se oyó un grito y el sonido de alguien cayéndose. “Ya lo tenemos, mi general!”, gritó Crescencio. Jeeka apareció siendo arrastrado en calzones, con la cara hinchada de los golpes y los ojos saltones del miedo. Cuando vio a Villa, trató de tirarse al suelo.

No me mate, mi general, por el amor de Dios, no me mate. Villa lo miró con esa sonrisa fría que ponía cuando estaba a punto de hacer algo particularmente violento. ¿Dónde quedó toda esa valentía? ¿Dónde está ese guarda blanca que me iba a enseñar cómo se hacen las cosas? Jeeka trataba de hablar, pero solo le salían balbuceos incoherentes, mezclados con soyozos de terror puro.

Estaba borracho, mi general, no sabía lo que estaba diciendo. Perdón por el amor de la santísima Virgen. Tú mataste a Jacinto Morales por la espalda, dijo Villa agachándose hasta quedar a la altura de los ojos de Jeca. Yo yo no quería. Fue orden del patrón. Orden o no orden. Quien jaló el gatillo fuiste tú. Y ahora vas a aprender que en el desierto la palabra tiene precio y la traición se paga con sangre.

Carmen Keiros trató de acercarse, pero Candelario la detuvo con cuidado, pero con firmeza. Por favor, no le hagan daño, tiene familia”, suplicó con lágrimas corriendo por las mejillas. “Jacinto Morales también tenía familia”, respondió Villa sin quitar los ojos de Jeca. “Tenía madre, hermanos, una novia que lo estaba esperando.

Pero tu marido no pensó en eso cuando mató al muchacho mientras dormía. El miedo de Jeeka era tan grande que había perdido el control de la vejiga. El olor a orines se extendió por la casa, mezclándose con el sudor frío y el terror que emanaba de cada poro del guarda blanca cobarde. “Sáquenlo para fuera”, ordenó Villa, “y traigan la reata.

” “¿Para dónde se lo van a llevar?”, preguntó Carmen desesperada. “A la plaza. La gente de San Isidro va a aprender hoy una lección que no se les va a olvidar nunca. Dos villistas agarraron a Jeca por los brazos y lo arrastraron hacia fuera de la casa. El hombre que tres días antes se jactaba de enfrentar a cualquier revolucionario.

Ahora lloraba y suplicaba como un niño asustado. Era increíble como el valor líquido se evaporaba cuando llegaba la hora de la verdad. Cuando el peligro dejaba de ser palabras en una cantina y se convertía en rifle apuntándole a la cabeza, la plaza central de San Isidro quedaba frente a la iglesia.

una construcción sencilla de piedra que ya tenía más de 100 años y había visto pasar revoluciones, invasiones y toda clase de violencias que habían marcado la historia del norte de México. En el centro de la plaza había un mesquite viejo, grande, con ramas gruesas que daban sombra durante el día. Era debajo de ese árbol donde la gente se reunía en las fiestas, donde los músicos tocaban sus guitarras y donde los niños jugaban.

Pero esa noche el mezquite iba a servir para un propósito muy diferente. Villa escogió una rama específica, alta lo suficiente para que todo el pueblo pudiera ver, gruesa lo suficiente para aguantar el peso y en una posición que dejaba a Jeca viendo hacia la iglesia. Había un simbolismo en eso.

El pecador colgado frente a la casa de Dios como una advertencia de lo que les pasaba a los que traicionaban la palabra empeñada. “Fierro, despierta al pueblo”, ordenó Villa con voz que cortaba el aire nocturno como machete afilado. “Quiero a todos aquí, hombres, mujeres, niños, todos. Y si no quieren venir, no es invitación, es orden.

Los villistas se desperdigaron por San Isidro del desierto, tocando de puerta en puerta, despertando a las familias y obligándolas a dirigirse a la plaza. El sonido de botas, llantos de niños asustados y murmullos de terror se extendió por las calles polvorientas como una plaga bíblica.

En media hora, prácticamente toda la población de San Isidro estaba ahí. todavía en ropa de dormir, temblando de frío y de miedo bajo las estrellas que brillaban como ojos de Dios mirando hacia abajo. Villa se subió al pequeño kiosco que estaba frente a la iglesia, usado por el presidente municipal en los discursos oficiales. Desde allí podía ver todos los rostros, todos los ojos fijos en él, esperando para ver qué diablos iba a pasar.

Gente de San Isidro comenzó con voz lo suficientemente fuerte para ser oída por todos, pero sin gritar, porque Villa sabía que el poder real no necesitaba gritos para hacerse respetar. “Conocen a este hombre”, señaló hacia Jeca, que estaba amarrado y siendo sujetado por dos villistas. “Sí”, respondieron varias voces en la multitud, “Porque no había alma en el pueblo que no conociera al guarda blanca fanfarrón”.

¿Saben lo que hizo?”, preguntó Villa paseando la mirada por la multitud como un halcón que busca presa. Silencio total. Nadie quería ser el siguiente en llamar la atención del general revolucionario. Mató a uno de mis muchachos, un chamaco de 19 años que solo quería ver a su familia. Lo mató por la espalda como cobarde y después tuvo el descaro de hablar mal de mí en la cantina.

Villa bajó del kiosco y se acercó a Jeca, que temblaba como epiléptico en pleno ataque. Ahora va a pagar por todo delante de todo el mundo para que nadie se olvide de lo que les pasa a los que se meten conmigo. Los villistas ya habían preparado la reata, una punta amarrada en la rama del mesquite, la otra formando un lazo que iba a ser usado de una manera muy específica y muy dolorosa.

“Por favor, mi general”, imploró Jeca una última vez con voz que ya no sonaba humana, sino más bien como el gemido de un animal herido. “Máteme de una vez, pero no haga esto. Muerte es para los hombres, respondió Villa con esa frialdad que lava la sangre hasta en el calor del desierto. Tú no pasas de ser una alimaña.

Y fue entonces que comenzó el castigo que haría que Jeeka Keiros fuera recordado para siempre en la historia de la Revolución Mexicana, no como un valiente que enfrentó a Villa, sino como un ejemplo de lo que les pasaba a los que desafiaban al general del pueblo. El lazo no fue puesto en el pescuezo de Jeca. Villa tenía planes mucho más elaborados para aquel castigo.

Fierro y Crescencio sujetaron al guardablanca mientras Urbina preparaba la reata de una manera que hizo que hasta algunos de los villistas más experimentados tragaran saliva seca. “Quítenle los calzones”, ordenó Villa con voz que no admitía discusión. “No, por favor!”, gritó Jeca tratando de debatirse, pero los dos villistas lo sujetaban como tornillo de banco.

Los calzones fueron desgarrados y tirados al suelo. Ahí, desnudo de la cintura para abajo, delante de toda la población del pueblo, Heekiros perdió los últimos fragmentos de su dignidad antes de que el castigo siquiera empezara. Urbina, con la habilidad de quien había enlazado mucho ganado en su vida de vaquero, hizo un lazo doble con la reata.

La primera vuelta pasó por debajo de los testículos de Jeca, la segunda por encima, creando una trampa que se apretaría cada vez más con el peso del propio cuerpo. Era un castigo que había visto en su juventud cuando los ascendados castigaban a los peones que les robaban ganado, pero nunca había imaginado que él mismo lo aplicaría.

Súbanlo”, dijo Villa con la misma voz con que habría ordenado encillar un caballo. Fierro y Candelario jalaron la otra punta de la reata y fueron alzando a Jeca lentamente. El hombre empezó a gritar antes de salir del suelo, cuando sintió la reata apretándose en sus partes más sensibles.

“Paren, paren por el amor de Dios.” berreaba tratando de sostenerse en el aire, pero no había nada donde apoyarse. La multitud miraba en silencio mortal. Algunas mujeres taparon los ojos de los niños, otras simplemente miraban fijamente, hipnotizadas por el horror. Los hombres se miraban entre ellos, sabiendo que cualquiera de ellos podría estar en esa posición si hubiera cometido el mismo error que Jeeka.

Era una lección que se estaba grabando en las almas de todos los presentes con hierro candente. Villa observaba todo con la frialdad de un carnicero, examinando una rez. No había placer en sus ojos, pero tampoco había piedad. Era simplemente justicia, siendo hecha de la manera brutal que el desierto entendía, con la lógica implacable de un mundo donde la supervivencia dependía del respeto y el respeto se ganaba a través del miedo. Más alto, ordenó.

fue hisado hasta quedar a la altura de los ojos de Villa, balanceándose ligeramente en el aire nocturno. El peso de su propio cuerpo hacía que la reata se apretara cada vez más, causando un dolor que iba mucho más allá de lo físico. Era un dolor que atacaba el alma, la dignidad, todo aquello que hacía que un hombre se sintiera hombre.

Ahora todo el mundo puede ver, dijo Villa, dirigiéndose a la multitud con la autoridad de quien había nacido para mandar. Pueden ver al valiente que me iba a enseñar cómo hace las cosas un guardablanca de verdad. Jeeka trató de hablar, pero solo conseguía producir sonidos incomprensibles, mezclados con gemidos de dolor que parecían venir desde el mismísimo centro de la Tierra.

Su cara estaba roja como chile, las venas del pescuezo saltadas, los ojos desorbitados. Hace tres días, continuó Villa caminando alrededor del árbol mientras hablaba, esta alimaña estaba en la cantina de ustedes, borracho, diciendo que yo no pasaba de ser un vaquero alzado, presumiendo que si me encontraba me iba a enseñar cómo se hacían las cosas.

Se detuvo justo debajo de Jeca y miró hacia arriba. Pues enséñame ahora, valiente. Dime cómo hace las cosas un guarda blanca de verdad. La respuesta fue solo un gemido agudo, casi animal. Eka estaba pasando por un tipo de tortura que pocos hombres podrían soportar.

Cada movimiento que hacía para tratar de aliviarse solo empeoraba su situación. El castigo tenía una crueldad refinada que iba más allá de la simple violencia. Era una humillación total, un despojo completo de la dignidad humana. Villa se volteó hacia la multitud que lo miraba con una mezcla de terror y fascinación mórbida.

Este hombre mató a Jacinto Morales, uno de mis muchachos, un chamaco de 19 años que solo quería ver a su madre. lo mató por la espalda como cobarde y después tuvo la cara de jactarse del asunto como si fuera una haña digna de corrido. Doña Remedios, una vieja que vivía cerca de la plaza y había visto pasar demasiadas revoluciones para su gusto, se adelantó tímidamente.

Mi general, ¿no cree usted que ya ha sufrido suficiente? Villa se volteó hacia ella con ojos que parecían dos pedazos de carbón ardiendo. Suficiente. Jacinto Morales murió con tres tiros en la espalda. Murió lejos de casa, lejos de su familia, sin poder siquiera defenderse. Eso sí es suficiente.

La vieja bajó la cabeza y se echó para atrás entre la multitud. Nadie más se atrevió a interceder por Jeca. El castigo siguió su curso inexorable. Los minutos pasaban como horas marcados por los gemidos del castigado que colgaba del mesquite como una fruta Villa encendió un cigarro de hoja y se quedó fumando, observando. No había prisa.

Aquella lección necesitaba ser bien aprendida y las lecciones que se aprenden rápido se olvidan fácil. Mi general, dijo Fierro acercándose, y si se nos muere ahí colgado, entonces se muere, respondió Villa soltando una bocanada de humo. Pero no se va a morir fácil. El hombre es animal resistente y Jeeka realmente era resistente.

A pesar de todo aquel dolor, a pesar de la humillación completa, su cuerpo se negaba a desmayarse. Era como si Dios quisiera que sintiera cada segundo de aquel castigo, como si el universo conspirara para que pagara hasta el último centavo de su deuda con la justicia del desierto. Del otro lado de la plaza, Carmen Keiros apareció corriendo, trayendo a Pedrito y Carmencita de la mano.

Los dos niños pequeños, medio dormidos y asustados por los gritos que habían estado oyendo desde su casa. Cuando vio a su marido colgado de aquella manera, se dejó caer de rodillas en el suelo polvoriento y empezó a llorar con un sonido que partía el alma hasta los villistas más curtidos. Por favor, mi general. gritó entre sozos que le salían del fondo del pecho.

Él tiene familia, tiene hijos pequeños. Villa la miró sin expresión, como si estuviera viendo a través de ella hacia algo que solo él podía ver. Jacinto Morales también tenía familia. Tenía madre que lloró mucho cuando supo que su hijo había muerto. Tenía hermanos que juraron venganza.

tenía una novia que todavía lo está esperando sin saber que nunca más va a volver. “Pero está sufriendo demasiado”, insistió Carmen con la voz quebrada por el llanto y la desesperación. “No está sufriendo ni la mitad de lo que sufrió la madre de Jacinto cuando recibió el cuerpo de su hijo acribillado a balazos.” Respondió Villa con una frialdad que helaba la sangre. La mujer siguió llorando, pero no dijo nada más.

Sabía que insistir podría hacer que Villa cambiara de opinión y simplemente matara a Jeca de un tiro. Las horas fueron pasando con la lentitud de la miel espesa. Jeeka ya no gritaba, solo gemía bajito, con un sonido continuo que recordaba el lamento de un coyote herido en la sierra. Su cuerpo estaba cubierto de sudor a pesar del frío de la madrugada del desierto.

La reata había cortado la piel en algunos puntos y pequeños hilos de sangre le corrían por las piernas, brillando negros bajo la luz de las estrellas. Villa terminó el cigarro y tiró la colilla al suelo, pisándola para apagar las brasas, y se acercó otra vez al árbol. Peca, le gritó.

El hombre colgado movió ligeramente la cabeza, mostrando que todavía estaba consciente, aunque fuera a medias. Sigues vivo, porque quiero que te acuerdes de este momento el resto de tu vida. Quiero que cada vez que te veas en el espejo, recuerdes que un día te colgaron por los huevos en la plaza delante de todo el pueblo.

Hizo una pausa encendiendo otro cigarro con manos que no temblaban ni un poquito. Pero principalmente quiero que te acuerdes de por qué estás ahí. No es solo porque hablaste mal de mí, es porque mataste a uno de mis muchachos por la espalda. Porque eres un cobarde que solo sabe disparar a hombres dormidos. Jeeka trató de hablar, pero solo consiguió hacer un ruido ronco que sonaba más animal que humano.

Villa se acercó más, poniendo la oreja cerca de la boca del castigado. ¿Qué? ¿Quieres decir algo? Con mucho esfuerzo, Jeca consiguió susurrar. Ma, máteme. De una vez. Villa soltó una risa seca que no tenía ni una gota de alegría. La muerte es para los hombres, ya te lo dije. Tú no pasas de ser una alimaña. Las alimañas no merecen muerte honrada.

Se alejó otra vez y se dirigió a la multitud que había estado parada ahí durante horas viendo el espectáculo con una mezcla de horror y fascinación que los haría recordar esa noche hasta el día de su muerte. Quiero que se graben bien esta imagen.” Les dijo con voz que llegaba hasta el último rincón de la plaza. “Quiero que se la cuenten a sus hijos, a sus nietos, a quien quiera oír.

Quiero que sepan que quien se mete con Villa, quien mata a los muchachos de Villa, acaba así.” Señaló hacia Jeca, que seguía balanceándose ligeramente en el aire, colgado por los testículos como un costal de maíz, sin dignidad, sin honor, sin nada.

Don Epitacio Ruiz, el delegado de la ciudad, un hombre de unos 50 años que ya había visto muchas cosas en la vida, pero nada como aquello, se acercó temblando. Mi general, usted no puede dejarlo ahí. Se va a morir. Y quién dijo que me importa si se muere o no. Replicó Villa con una furia súbita que hizo que el delegado diera un paso atrás. Pero, pero eso no es cristiano.

Villa se volteó hacia él con una rabia que parecía salir de las entrañas mismas de la tierra. Cristiano, ¿quieres hablar de cristianismo conmigo? ¿Dónde estaba el cristianismo cuando este desgraciado mató a un muchacho de 19 años por la espalda? ¿Dónde estaba cuando se jactaba de haber matado a mi chamaco? El delegado retrocedió asustado, balbuceando disculpas que sonaban huecas en el aire seco de la madrugada.

Yo solo quise decir, no quisiste decir nada, lo cortó Villa. Estás aquí para aprender también, para saber que en el desierto la justicia se hace con las propias manos. Volvió a caminar alrededor del árbol, observando a Jeca desde todos los ángulos. El hombre estaba claramente en el límite de su resistencia. Su cuerpo temblaba no solo de dolor, sino de agotamiento.

Cada respiración era un esfuerzo inmenso. “¿Saben cuál es la diferencia entre ustedes y yo?”, preguntó Villa a la multitud con esa manera suya de convertir cada castigo en una lección de filosofía del desierto. Ustedes viven de rodillas. Se doblan ante el asendado, ante el cura, ante el delegado, ante quien tenga poder.

Yo no me doblo ante nadie”, señaló hacia Jeca otra vez. Este se doblaba ante don Serafín Keiros. Mataba a quien el patrón le mandaba matar. Golpeaba a quien el patrón le mandaba golpear. Pero cuando se apareció un hombre de verdad delante de él, se convirtió en eso. La multitud escuchaba en silencio religioso.

Aunque muchos no estuvieran de acuerdo con lo que estaba pasando, nadie se atrevía a contestar a Villa. Sabían que era capaz de matar a todo el pueblo si lo consideraba necesario. El poder de vida y muerte que tenía sobre ellos era absoluto y todos lo sabían. Mi general, dijo Crescencio Márquez acercándose con cuidado. Está amaneciendo. Los federales pueden aparecer. Villa miró hacia el horizonte y vio los primeros signos del amanecer pintando el cielo de un color rosa pálido que contrastaba brutalmente con la escena de horror que se desarrollaba en la plaza.

Había pasado toda la noche dando su lección de moral revolucionaria. Era hora de partir. Bájenlo ordenó. Fierro y Candelario aflojaron la reata lentamente con cuidado de no soltarla de golpe. Jeca descendió como un costal de frijoles mojados, desplomándose en el suelo y quedándose hecho ovillo en posición fetal. Estaba vivo, pero apenas conseguía moverse.

Su respiración era entrecortada. Su piel había tomado un color grisáceo y sus ojos vidriosos miraban la nada. Villa se agachó al lado de él, poniendo una mano en el hombro del hombre destrozado. Vas a vivir, Jeca. Vas a vivir para contar esta historia, para que todo el mundo sepa lo que les pasa a los que se meten conmigo.

Se levantó y hizo una seña a sus villistas. Era hora de irse. El mensaje había sido entregado, la lección había sido dada y el ejemplo había quedado grabado en la memoria colectiva de San Isidro del desierto con hierro candente. “Gente de San Isidro”, dijo subiéndose otra vez al kosco para la despedida.

“Pueden irse a sus casas, la lección está dada. Ahora solo tienen que no olvidarla.” me empezó a alejarse, pero se detuvo y se volteó una última vez con esa sonrisa fría que ponía cuando quería dejar las cosas bien claras.

Y si a alguien se le ocurre la idea brillante de llamar a los federales o tratar de seguirme, regreso. Y la próxima vez no va a ser solo uno el que va a sufrir. Los villistas montaron en sus caballos y desaparecieron en el desierto, tragados por la luz dorada del amanecer que empezaba a calentar las piedras y los nopales. Dejaron atrás un pueblo traumatizado y un hombre quebrado que cargaría para siempre las marcas físicas y psicológicas.

de aquella noche  Jeca se quedó en el suelo de la plaza por más de una hora, temblando, incapaz de levantarse o siquiera de hablar. Cuando finalmente consiguió moverse, fue ayudado por Carmen y por algunos vecinos que se compadecieron de su situación. Nunca más volvió a jactarse de nada. Nunca más habló de enfrentar revolucionarios. De hecho, raramente hablaba de cualquier cosa.

Se había convertido en un hombre callado, cabizajo, que evitaba las multitudes y prefería quedarse en casa mirando hacia la nada con ojos que habían visto el fondo del infierno. La historia del castigo de Jeca Keiros se extendió por todo el norte de México como fuego en pasto seco. En cada cantina, en cada mercado, en cada encuentro de vaqueros. La misma conversación se repetía.

Villa había colgado a un guarda blanca por los huevos en la plaza de San Isidro. Los detalles variaban según quién contara la historia, pero lo esencial permanecía igual. Desafiar al general del pueblo costaba demasiado caro. Tres semanas después de aquella noche Villa estaba acampado en la sierra de la silla entre Chihuahua y Durango, cuando el cuervo Herrera apareció otra vez.

El hombre llegó de madrugada cabalgando duro con cara de quien traía noticias importantes y posiblemente peligrosas. Mi general, dijo todavía jadeando por la cabalgada, tengo novedades sobre el asunto de San Isidro. Villa estaba sentado cerca del fuego comiendo carne seca con tortillas de maíz. No levantó los ojos del plato.

Qué novedades. Jeeka sigue vivo, pero el animal se volvió loco. No habla con nadie, no trabaja más para don Serafino. Se pasa el día entero sentado en la puerta de su casa viendo la nada. ¿Y qué? preguntó Villa masticando despacio. El cuervo se humedeció los labios resecos antes de continuar. Don Serafino Keiros está furioso.

Perdió a su mejor guarda blanca y está diciendo que va a dar recompensa de 5,000 pesos para quien traiga la cabeza del general. Ahora Villa sí levantó los ojos. 5,000 pesos era dinero suficiente para comprar un rancho pequeño con ganado y todo. Era una cantidad que haría que mucha gente pensara en probar suerte, incluso algunos que se consideraban amigos de la revolución.

5000 pesos repitió Tomás Urbina, que estaba del otro lado del fuego limpiando su rifle. Ese ascendado tiene dinero de sobra. No es solo dinero, explicó el cuervo, sabiendo que llevaba información que podía cambiar el destino de todos los presentes. Es cuestión de prestigio. Si los guardias blancas empiezan a pensar que cualquier revolucionario puede hacer lo que quiera con ellos, la autoridad de don Serafino se viene abajo y un acendado sin autoridad no dura mucho en estos tiempos.

Villa masticó la carne seca lentamente pensando, sabía que aquella reacción de don Serafino era esperada. Ningún hombre poderoso podía permitir que su autoridad fuera desafiada sin dar respuesta. Era el juego del desierto, acción y reacción, violencia generando más violencia en una espiral que parecía no tener fin. ¿Hay más?, preguntó, aunque por la cara del cuervo ya sabía que sí.

Sí, don Serafino mandó buscar a Macario Santoscoy, el que le dicen el víbora, lo conoce el general Villa conocía así y el solo nombre le dejó un sabor amargo en la boca. El víbora era un matador profesional, un hombre que vivía exclusivamente de matar gente por dinero.

A diferencia de los revolucionarios que tenían sus códigos y sus reglas, Santoscoy mataba a cualquiera por cualquier motivo, siempre y cuando el pago fuera bueno. Era un sujeto alto y flaco con una cicatriz que le iba de la 100 hasta la comisura de la boca, resultado de un navajazo que casi lo mata años atrás en una cantina de Torreón.

Tenía ojos de reptil moverse que recordaba a las víboras del desierto. Silenciosa, calculada, mortal. El víbora, murmuró Villa, y hubo algo en su voz que hizo que todos los villistas que estaban alrededor del fuego prestaran atención. Hace tiempo que no veo a ese desgraciado. Dicen que está reuniendo gente. Continuó el cuervo.

Quiere agarrar al general de sorpresa cuando esté durmiendo, igual que hicieron con Jacinto Morales. Villa se levantó y empezó a caminar de un lado para otro, como hacía siempre que estaba planeando algo. Los otros revolucionarios conocían aquel ritual y sabían que era mejor quedarse callados hasta que el general hablara.

¿Dónde se está escondiendo el víbora?, preguntó después de varios minutos de caminar y pensar, en la hacienda de don Serafino. Pero no va a ser fácil llegar ahí. La hacienda queda en un valle cerrado de vaqueros armados y el ascendado contrató 10 hombres más solo para proteger a Santoscoy. ¿Cuántos hombres tiene el víbora? Unos cinco o seis, todos matadores conocidos.

gente que ha andado con él en otros trabajos. Villa se detuvo de caminar y se quedó mirando el fuego, donde las brasas crepitaban bajito y mandaban chispas hacia el cielo estrellado. Estaba calculando las posibilidades, pesando los riesgos. Atacar la hacienda de don Serafino sería como meter la mano en un nido de alacranes, pero dejar a el víbora suelto tampoco era opción.

Un hombre como Santoscoy no se conformaría con quedarse escondido para siempre. Mi general, dijo Fierro, que había estado escuchando en silencio. Y si esperamos a que salga de la hacienda, algún día va a tener que salir. El víbora no es tonto, respondió Villa. Sabe que yo sé que anda detrás de mí.

No va a salir de la protección del ascendado hasta estar seguro de que puede agarrarme. “Entonces, ¿qué vamos a hacer?”, preguntó Candelario Cervantes, ajustando la cartuchera que llevaba cruzada en el pecho. Villa sonrió, pero no era una sonrisa alegre, era el tipo de sonrisa que aparecía en su cara cuando iba a hacer algo particularmente peligroso y violento.

Vamos a darle a don Serafino lo que quiere. Vamos a ir hasta su hacienda. Ah, mi general, dijo Urbina preocupado. Eso es suicidio. La hacienda tiene mucha gente armada. Estaríamos en clara desventaja. No vamos a atacar la hacienda, aclaró Villa agachándose para dibujar en la tierra con una vara seca. Vamos a hacer algo mejor que eso. Empezó a hacer un mapa improvisado en el suelo, marcando caminos y obstáculos.

La hacienda de don Serafino queda aquí en el Valle de los Remedios. Tiene tres caminos para llegar. Uno por el norte que pasa por el pueblo de Nazas, uno por el sur que viene de la laguna, y uno por el este, que corta la propiedad de su compadre, don Porfirio Castellanos. ¿Y por el oeste?, preguntó Crescencio. Por el oeste está el río Nasas, muy ancho para cruzar a caballo y lleno de remolinos que se tragan a cualquier cristiano que trate de pasarlo.

Nadie intenta cruzar por ahí. Entonces, ¿cómo vamos a llegar a la hacienda sin que nos vean? Insistió Urbina. No vamos a llegar a la hacienda respondió Villa con esa sonrisa que no prometía nada bueno. Vamos a hacer que don Serafino venga hasta nosotros. Los villistas se miraron entre ellos sin entender.

Villa siguió dibujando en la tierra, agregando detalles a su plan. El hacendado tiene una hija, ¿no es cierto? Juana, de 17 años. Muchacha bonita que estudia en el colegio de las monjas en la capital. ¿No es así, Cuervo? Sí, confirmó el cuervo, aunque ahora había algo en su voz que mostraba que empezaba a entender hacia dónde iba la cosa.

Ella viene a pasar las vacaciones en la hacienda todos los fines de año. Debe llegar dentro de una semana más o menos. Villa tiró la vara al fuego y se levantó sacudiéndose las manos. Entonces, eso es. Vamos a secuestrar a la hija de don Serafino. El silencio que siguió fue pesado como plomo.

Aunque fueran revolucionarios, aunque fueran hombres acostumbrados a la violencia, la idea de secuestrar a una muchacha de 17 años no les caía bien a nadie. “Mi general”, dijo Candelario vacilante. “la muchacha no tiene culpa de nada.” “Claro que no tiene culpa. Por eso no le vamos a hacer daño, solo la vamos a usar para sacar al padre de su madriguera. ¿Y si el ascendado no viene?, preguntó Fierro.

Va a venir, respondió Villa con una seguridad que no admitía dudas. Don Serafí no quiere a esa hija más que a su propia vida. Si la agarramos, viene y trae a el víbora con él. Durante los días siguientes, Villa planeó cada detalle de la operación como si fuera un asalto a una plaza federal.

Mandó al cuervo a descubrir exactamente cuándo llegaría la hija del ascendado, qué camino haría, cuántos hombres estarían escoltándola. Descubrió que Juana viajaba siempre en la misma carreta, escoltada por apenas cuatro vaqueros. Porque don Serafino no quería llamar la atención de los federales ni de otros revolucionarios que anduvieran por la región.

“La carreta pasa por el camino viejo de Nasas”, reportó el cuervo después de varios días de espionaje. Siempre a media tarde, cuando el sol está más fuerte, paran para descansar en la sombra de los álamos, cerca del aguaje de Santa Rita. “¿Cuántos hombres?”, preguntó Villa. Cuatro vaqueros, el carretero y la muchacha, todos armados, menos ella. Claro, perfecto.

El día señalado, Villa estaba escondido con ocho hombres entre los álamos cerca del aguaje. Era un lugar ideal para una emboscada. ofrecía buena cobertura, tenía varias rutas de escape y quedaba lo suficientemente lejos de la hacienda para que nadie oyera balazos si llegaban a ser necesarios.

La carreta apareció puntualmente a media tarde, levantando una nube de polvo en el camino de tierra. Era una carreta elegante, pintada de azul con detalles dorados, jalada por dos mulas vallos bien cuidadas. Los cuatro vaqueros cabalgaban alrededor, atentos, pero sin parecer esperar problemas. Cuando la carreta se detuvo en la sombra de los álamos, exactamente como el cuervo había predicho, Villa hizo la seña.

Los villistas salieron del escondite con las armas en alto, rodeando rápidamente al grupo. “Nadie se mueva”, gritó Fierro con el rifle apuntando al vaquero más cercano. Los escoltas trataron de sacar las pistolas, pero ya era tarde. Estaban en clara desventaja numérica y posicional.

El carretero levantó las manos inmediatamente, mostrando que no iba a resistir. “Tranquilos, muchachos”, dijo Villa, acercándose a la carreta con las manos en alto para mostrar que no venía con intenciones de matar. “Nadie va a morir hoy si todos hacen lo que les mando.” La puerta de la carreta se abrió y una muchacha joven asomó la cabeza.

Juana Keiros era realmente hermosa, cabello castaño largo que le caía sobre los hombros, ojos verdes como jade, piel clara protegida del sol del desierto. Llevaba un vestido azul claro, propio de quien tenía dinero y educación. ¿Quiénes son ustedes?, preguntó tratando de mantener la compostura, pero con la voz temblándole ligeramente.

“Soy Francisco Villa”, respondió él, quitándose el sombrero en señal de cortesía. “Y usted es, Juana, hija de don Serafino Queiros. ¿Qué quieren de mí? Queremos que venga con nosotros. Va a ser nuestra huésped por unos días.” Yo no voy a ningún lado”, respondió la muchacha con más valor del que Villa esperaba de alguien tan joven.

“Sí va a venir, señorita, pero no se preocupe, nadie le va a poner una mano encima.” Palabra de Villa. Uno de los vaqueros, más valiente o más tonto que los otros, trató de sacar el revólver. Crescencio fue más rápido y le disparó al brazo. El hombre cayó del caballo gritando, “El próximo que trate de ser héroe se muere”, advirtió Villa.

“No vinimos aquí a jugar.” Juana bajó de la carreta con dignidad, aunque claramente asustada. Era una muchacha educada que sabía cómo comportarse en situaciones difíciles, incluso en una como aquella que probablemente nunca había imaginado. “Señor”, le dijo a Villa con una voz que trataba de sonar firme. “Mi padre va a pagar cualquier cantidad que ustedes pidan. No necesitan llevarme.

No queremos dinero de su padre, señorita. Queremos que venga a buscarnos personalmente. Va a traer toda la policía. Estoy contando con eso. Villa hizo una seña y Melitón trajo un caballo manso para que Juana montara. La muchacha vaciló por un momento, mirando a los vaqueros heridos y asustados. “Va a estar bien”, le dijo Villa con una gentileza que sorprendió hasta a sus propios hombres. “Va a volver a su casa en pocos días.

Solo necesito resolver una pendencia con su padre.” “¿Qué pendencia?” contrató a un matador para asesinarme. Eso no es cosa que se haga entre hombres de honor. Juana montó en el caballo con la ayuda de Candelario, que fue cuidadoso para no tocarla de manera inapropiada.

Aunque fueran revolucionarios, los hombres de villa tenían respeto por las mujeres de familia. “Lleven el recado a don Serafino”, les dijo Villa a los vaqueros. Díganle que su hija está conmigo y que si la quiere de vuelta tiene que venir a buscarme personalmente. Solo o máximo con tres hombres. Si trae federales o rurales, la muchacha muere. ¿Dónde debe buscarlo el patrón? Preguntó el carretero.

En la sierra del cerca del cañón de la víbora, mañana al mediodía, y díganle que traiga a Macario Santoscoy. Quiero resolver todo de una vez. Los villistas montaron en sus caballos y partieron, llevando a Juana en medio del grupo. La muchacha cabalgaba en silencio, mirando hacia atrás de vez en cuando, viendo la carreta hacerse cada vez más pequeña en el camino polvoriento.

Durante la cabalgada hasta la Sierra del  Villa mantuvo conversación educada con la prisionera. Le preguntó sobre sus estudios, sobre la capital, sobre cómo era la vida en el colegio de las monjas. Juana, superando el miedo inicial, respondió con cortesía, “Usted no es como yo pensaba que sería”, le dijo en determinado momento.

¿Cómo pensaba? Más salvaje, más animal. Villa se rió y por primera vez en días su risa tuvo algo de genuino. Soy salvaje cuando necesito serlo, señorita, pero no con quien no se lo merece. Y mi padre se lo merece. Su padre contrató a un asesino para matarme por la espalda. ¿Le parece eso cosa de hombre honrado? Juana se quedó en silencio.

Sabía que su padre no era un santo, pero también sabía que Villa no era una víctima inocente. Usted también ha matado a mucha gente, le dijo. He matado, sí, pero siempre de frente, siempre dando oportunidad de defensa. Nunca maté a nadie dormido, como hicieron con mi muchacho. Llegaron a la Sierra del  al atardecer.

Era un lugar estratégico que ofrecía buena vista de la llanura alrededor. Tenía varias rutas de escape y agua abundante. Villa mandó a sus hombres posicionarse en puntos estratégicos, preparándose para el encuentro del día siguiente. Juana fue acomodada en una cueva pequeña en la ladera de la sierra, protegida del viento y con privacidad.

Villa mandó a Crescencio hacer una fogata pequeña para que se calentara. y pidió a Candelario que preparara comida decente. “Disculpe las molestias, señorita”, le dijo. “Mañana vuelve a su casa. ¿Está seguro de que mi padre va a venir?” “Estoy seguro. Su padre podrá hacer muchas cosas, pero la quiere más que a su propia vida.

Y si trae muchos hombres, ahí las cosas se van a poner feas, pero la culpa no va a ser mía.” Durante la noche, Villa se quedó pensando en lo que iba a pasar al día siguiente. Sabía que don Serafino no vendría solo, por más que él se lo hubiera pedido. Hombres como el ascendado no llegaban donde habían llegado siendo confiados.

vendría armado hasta los dientes, trayendo todos los hombres que pudiera reunir. Y Villa estaba contando exactamente con eso. Al amanecer, los vigías de Villa ya habían avistado movimiento en la llanura. Una columna de más de 15 hombres se acercaba a la sierra, levantando una nube de polvo que se podía ver desde lejos.

Al frente venía don Serafino, fácilmente reconocible por su sombrero blanco y su caballo alán. A su lado cabalgaba el víbora con esa cara marcada por la cicatriz que lo hacía inconfundible. “Mi general”, dijo fierro. “trajeron demasiada gente. No podemos enfrentar todo eso.” “No vamos a enfrentar”, respondió Villa con calma. “Vamos a hacer algo mejor.” se acercó a la cueva donde estaba Juana.

Señorita, su padre llegó y trajo medio mundo con él. Me va a soltar. La voy a soltar, pero primero necesito que haga algo por mí. ¿Qué? Necesito que grite bien fuerte llamando a su padre para que oiga su voz y sepa que está bien. Juana vaciló y después se queda aquí quietecita hasta que yo resuelva mi problema con el víbora.

La muchacha se subió a una piedra alta y gritó, “Papá, papá, estoy aquí, estoy bien.” Su voz rebotó por la sierra y llegó hasta la llanura. Inmediatamente la columna se detuvo y don Serafino gritó de vuelta, “¡Juana! Papá, está aquí, mi niña. Ahora bájese de ahí y quédese callada”, le dijo Villa. Se posicionó en una saliente de la roca desde donde podía ver toda la llanura y gritó, “¡Don Serafino, soy yo, Villa.

¿Dónde está mi hija, desgraciado?”, le respondió el asendado con voz que se oía ronca por la distancia y la rabia. “Su hija está bien y va a seguir bien si hace lo que le mando. ¿Qué es lo que quiere? Quiero que mande a sus hombres para atrás y venga solo. Usted y el víbora tenemos una conversación pendiente. No confío en usted.

Ay, yo no confío en usted tampoco, pero su hija está aquí conmigo y usted sabe que si algo sale mal, ella paga los platos rotos. Hubo un silencio largo. Don Serafino estaba claramente discutiendo con sus hombres qué hacer. Finalmente gritó de vuelta, “Está bien, el víbora y yo vamos para allá, pero si le toca un pelo a mi hija, no le voy a tocar ni un pelo.” Palabra de Villa.

El acendado hizo una seña a sus hombres que retrocedieron unos 200 met. Después, él y el víbora empezaron a subir la sierra solos con las armas en la mano, pero sin apuntar a nadie. Villa bajó para encontrarlos en una clareira pequeña a media ladera. Estaba solo, pero sabía que sus hombres lo cubrían desde varias posiciones.

“Don Serafino”, dijo cuando los dos llegaron cerca. El ascendado era un hombre gordo de unos 60 años con bigote canoso y ojos pequeños pero astutos. “¿Dónde está mi hija?”, preguntó sin preámbulos. Su hija está bien, pero antes de devolvérsela, el víbora y yo tenemos una cuenta que ajustar. Macario Santoscoy se adelantó.

Era realmente un sujeto de aspecto desagradable, alto, flaco, con aquella cicatriz horrible en la cara y ojos de serpiente. Villa le dijo con voz áspera, vine aquí a resolver esto de una vez. ¿Viniste? Qué bueno, porque yo también vine. Los dos hombres se miraron por un momento que pareció eterno.

Don Serafino se alejó algunos pasos, sabiendo que ahí iba a correr sangre. “Tú mataste a Jacinto Morales por la espalda”, dijo Villa. “Ahora vamos a ver si tienes valor para enfrentarme de frente. Yo mato a cualquiera de frente o por la espalda”, respondió el víbora. “Muerte es muerte. En serio, pues vamos a probar eso.

Y fue entonces que empezó el duelo que cerraría para siempre la historia de Gekiros, de don Serafino y del matador el víbora de una vez por todas. Un duelo que sería recordado por mucho tiempo en los desiertos de Chihuahua y Durango, como el día en que Villa mostró una vez más por qué le decían el general del pueblo.

El tiro de Elbíbora salió primero, pero erró por poco, pasando tan cerca de la cabeza de Villa que le quemó el pelo. El disparo del general acertó en pleno pecho del matador, que cayó hacia atrás como muñeco de trapo. murió antes de tocar el suelo, con los ojos todavía abiertos, mirando el cielo azul del desierto, que nunca más volvería a ver.

Don Serafino miró el cuerpo del víbora y después a Villa, que ya estaba guardando la pistola en la cartuchera con la calma de quien acababa de matar una víbora de verdad. Ahora máteme a mí también”, dijo el asendado con una resignación que sonaba más a cansancio que a valor. “No lo voy a matar, don Serafino. Usted no vale una bala.

” Villa se acercó al hombre mayor que temblaba no de miedo, sino de rabia impotente. “Pero a partir de hoy, deja de perseguirme, deja de contratar matadores, porque si no, la próxima vez no va a ser solo el víbora el que se muera.” Y mi hija, su hija se la lleva y se lleva también una lección. Villa hizo una pausa mirando hacia la llanura donde los hombres del ascendado esperaban inquietos.

En el desierto, don Serafino, quien siembra vientos, cosecha tempestades, y usted sembró una tormenta que por poco se lo lleva puesto. Juana bajó de la cueva escoltada por Candelario, corrió hacia su padre y se echó en sus brazos llorando de alivio. El acendado la abrazó fuerte, agradecido de tenerla de vuelta sana y salva.

Puede irse, don Serafino”, dijo Villa, “y llévese el cuerpo de Elvíbora también, que sirva de ejemplo para otros.” Don Serafino montó a Juana en la grupa de su caballo y bajó la sierra, cargando el cuerpo del matador amarrado en el propio caballo de Santoscoy. Cuando llegó a la llanura, hizo una seña a sus hombres y toda la comitiva partió en dirección a la hacienda, dejando atrás una nube de polvo que se perdía en el horizonte.

Villa se quedó en la sierra viéndolos alejarse. Sabía que había ganado una batalla más. Pero la guerra seguía, siempre seguía. Era esa la vida del revolucionario, una lucha constante por la supervivencia, por el respeto, por el derecho de vivir libres en un mundo que no toleraba la libertad de los pobres.

Y en San Isidro del desierto, Jecaqueiros seguía sentado en la puerta de su casa, mirando la nada, recordando todas las noches el momento en que fue colgado por los huevos. delante de todo el pueblo. Recordaba y sabía que aquella marca nunca saldría de su alma. Era el precio de haber desafiado al hombre equivocado en el momento equivocado, en el lugar equivocado. El desierto no perdona.

Y villa era el desierto hecho hombre. Ora, compadre, mira en tu pantalla y verás el próximo destino de Pancho Villa. Ven con nosotros haciendo clic en tu pantalla ahora. No te lo pierdas que nos encontrarás del otro lado en otra historia fascinante de la Revolución Mexicana.