El aroma a diésel y tortillas recién hechas se mezclaba en el aire matutino de la terminal de autobuses de Guadalajara. Eran las 5:47 de la mañana del 15 de marzo de 1988 y Ricardo Herrera ajustaba por última vez los espejos de su autobús azul y blanco con destino a Puerto Vallarta.
A sus 45 años, Ricardo había manejado esa misma ruta durante 18 años sin una sola falta, convirtiéndose en una leyenda entre los conductores de la empresa Transportes del Pacífico. “Oiga, don Ricardo”, le gritó Tomás Rincón desde la oficina de despacho. “Ya revisó los frenos. Ayer hubo reportes de lluvia en la sierra. Ricardo levantó el pulgar sin voltear. Su rutina era sagrada.
revisión completa del motor, llantas, frenos, luces y sistema eléctrico. Luego un café negro y un cigarro delicados mientras esperaba a los pasajeros. Carmen, su esposa, le había empacado dos tortas de jamón y un termo con café de olla, como había hecho cada mañana durante los últimos 15 años de matrimonio. La terminal comenzaba a llenarse de viajeros, comerciantes convultos de mercancía.
Familias cargando maletas de cartón amarradas con mecate, estudiantes universitarios que regresaban a clases después del fin de semana. Ricardo conocía a muchos de ellos por nombre. Doña Esperanza Morales, la señora que vendía churros cerca de su casa, siempre tomaba el primer autobús del martes para visitar a su hermana en Puerto Vallarta.
Buenos días, don Ricardo”, le dijo Esperanza mientras subía al autobús con una canasta cubierta con un rebozo. “¿Cómo está la familia?” “Muy bien, doña Esperanza. Diego ya está terminando la preparatoria y Ana cada día más estudiosa.” Carmen le manda saludos. Ricardo acomodó la canasta de la señora en el compartimento superior con cuidado.
Era un hombre corpulento, pero gentil, con bigote poblado y manos callosas, que siempre olían a jabón zote por el lavado constante. Los pasajeros lo respetaban porque nunca conducía a exceso de velocidad, siempre se detenía en los pueblos para que compraran refrescos o comida y jamás les gritaba, ni siquiera a los niños inquietos. El autobús se llenó completamente.
23 pasajeros en total, según el registro que Ricardo completó meticulosamente antes de partir. Entre ellos, un joven estudiante de medicina que regresaba a la Universidad de Guadalajara, una madre con dos niños pequeños, tres comerciantes de telas y un anciano que viajaba con su nieto para una consulta médica en Puerto Vallarta. A las 6:15 en punto, Ricardo encendió el motor.
El rugido del diésel resonó en la terminal mientras el autobús comenzó a moverse lentamente hacia la salida. Tomás Rincón le hizo la seña de despedida desde la ventana de la oficina, sin saber que sería la última vez que vería a su compañero de trabajo. La carretera a Puerto Vallarta serpenteaba a través de las montañas de la Sierra Madre Occidental.
En marzo el paisaje era una mezcla de verde intenso por las lluvias del invierno y tonos dorados donde el sol comenzaba a secar la vegetación. Ricardo conocía cada curva, cada pendiente, cada pueblo en el camino. Mascota, San Sebastián del Oeste, el desvío hacia Talpa de Allende, puntos de referencia que había memorizado durante miles de viajes.
En el kilómetro 89, donde la carretera se adentraba en un cañón profundo, Ricardo detuvo el autobús en una pequeña fonda llamada El descanso del viajero. Era una parada tradicional, un lugar donde los conductores repostaban combustible, revisaban las llantas y los pasajeros podían estirar las piernas y comprar refrescos. Media hora de descanso, anunció Ricardo por el altavoz interno del autobús.
“Aprovechen para ir al baño y comprar algo de comer.” Esperanza Morales bajó del autobús y se dirigió hacia la fonda, donde conocía a la dueña. Los comerciantes de telas compraron refrescos y pan dulce. El estudiante de medicina se quedó en su asiento leyendo un libro grueso sobre anatomía. Ricardo bajó para revisar las llantas traseras y hablar con don Aurelio, el encargado de la gasolinera.
¿Cómo está el camino adelante, don Aurelio?, preguntó Ricardo mientras se limpiaba las manos con un trapo grasoso. Pues mire, don Ricardo, anoche llovió bastante en la sierra. Hay algunos derrumbes menores, pero nada que no se pueda pasar con cuidado. Eso sí, tenga cuidado en las curvas del río Ameca, porque el asfalto está resbaladizo. Ricardo asintió.
Había pasado por esas curvas miles de veces, pero nunca las subestimaba. El río Ameca corría profundo y caudaloso durante la temporada de lluvias, serpenteando por el fondo del cañón a unos 50 m debajo de la carretera. A las 8:45 todos los pasajeros habían regresado al autobús. Ricardo hizo el conteo final. 23 personas, todas en sus asientos, encendió el motor y reanudó el viaje hacia Puerto Vallarta.
La siguiente parada programada sería en el pueblo de San Sebastián del Oeste, a unos 40 km de distancia. El autobús avanzaba por la carretera serpenteante. Ricardo conducía con la experiencia de décadas, reduciendo la velocidad en las curvas más cerradas y tocando ligeramente el claxón antes de cada curva ciega. Por las ventanillas se podía ver el paisaje montañoso de Jalisco, Pinos. eninos y algunos árboles de mango que comenzaban a florecer.
Esperanza Morales se había dormido en su asiento, arrullada por el movimiento constante del autobús. Los niños jugaban con unos carritos de juguete en el pasillo bajo la mirada vigilante de su madre. El estudiante de medicina seguía concentrado en su libro. El ambiente era tranquilo, casi somnoliento, como en todos los viajes matutinos a Puerto Vallarta.
A las 9:23 de la mañana, según los registros posteriores de la empresa, Ricardo realizó su última comunicación por radio con la Central de Transportes del Pacífico. Central aquí, unidad 47, todo en orden. Pasando por el kilómetro 112, llegada estimada a San Sebastián. 9:45 Cambio recibido unidad 47 buen viaje. Ricardo, cambio y fuera.
Esas fueron las últimas palabras que se escucharon de Ricardo Herrera. Cuando el autobús no llegó a San Sebastián del Oeste a la hora programada, nadie se preocupó inicialmente. Los retrasos eran comunes en esa ruta montañosa, un rebaño de cabras cruzando la carretera, un derrumbe menor que obligaba a esperar o simplemente tráfico lento por algún vehículo descompuesto.
Pero cuando el reloj marcó las 11:0 de la mañana y no había noticias del autobús 47, Tomás Rincón comenzó a inquietarse. Intentó comunicarse por radio varias veces, pero solo escuchó estática. A las 11:30 decidió reportar la situación al supervisor de turno. “Quizás se le descompuso el radio”, dijo el supervisor. “Ya sabes cómo son esos equipos viejos.
Manda a alguien por la carretera para ver qué pasó. Tomás subió a una camioneta de la empresa junto con otro conductor y comenzó a recorrer la ruta en sentido inverso, desde San Sebastián del Oeste hacia Guadalajara, buscando cualquier señal del autobús azul y blanco. Preguntaron en las fondas, en las gasolineras, en los pueblos pequeños. Nadie había visto pasar la unidad 47 esa mañana.
Cuando llegaron a El descanso del viajero, don Aurelio confirmó que Ricardo había hecho su parada habitual alrededor de las 8:15. Se fue como siempre, don Tomás. Saludó, revisó las llantas y partió hacia Puerto Vallarta. Parecía normal, tranquilo. No notó nada extraño. ¿Algún problema con el autobús o con los pasajeros? Para nada.
Todo estaba en orden. Ricardo incluso me comentó que su hijo Diego ya estaba por graduarse de la preparatoria. Tomás y su compañero continuaron la búsqueda por la carretera, revisando cada curva, cada barranca, cada desvío posible. Era como si el autobús se hubiera desvanecido en el aire.
No había rastros de llantas, no había señales de accidente, no había testigos de nada inusual. Al caer la tarde, cuando la búsqueda informal no había dado resultados, la empresa Transportes del Pacífico tomó la decisión de reportar oficialmente la desaparición a las autoridades. El comandante Raúl Vázquez de la Policía Estatal de Jalisco, se hizo cargo del caso.
En su casa de la colonia Santa Teresita en Guadalajara, Carmen Herrera esperaba a su esposo con la cena preparada. Diego había llegado de la preparatoria y Ana de la escuela secundaria. Era una rutina familiar. Ricardo siempre regresaba del viaje a Puerto Vallarta alrededor de las 7:0 de la noche, cansado pero contento de estar en casa.
Cuando el reloj marcó las 8 y Ricardo no había llegado, Carmen sintió una punzada de preocupación en el estómago. Su esposo era un hombre de horarios precisos. en 18 años de trabajo, jamás había llegado tarde sin avisar. A las 8:30 sonó el teléfono. Carmen Herrera. La voz al otro lado del teléfono era formal, distante.
Habla el comandante Raúl Vázquez de la policía estatal. Necesito informarle que su esposo Ricardo no completó su ruta programada el día de hoy. Carmen sintió como si el suelo se moviera bajo sus pies. agarró el teléfono con más fuerza mientras Diego y Ana la observaban desde la mesa del comedor, donde los platos de cena se enfriaban intactos.
¿Qué quiere decir con que no completó su ruta? ¿Dónde está mi esposo? Señora, en este momento no lo sabemos. El autobús desapareció en algún punto entre la fonda El descanso del viajero y San Sebastián del Oeste. Mañana temprano iniciaremos operaciones de búsqueda más amplias. Esa noche Carmen no durmió.
se quedó sentada en la cocina con una taza de café que se había enfriado hacía horas, mirando por la ventana hacia la calle, donde Ricardo siempre estacionaba su tsuru blanco cuando regresaba del trabajo. Diego intentó consolarla actuando con la madurez forzada de un joven de 16 años que de repente se había convertido en el hombre de la casa.
Ana lloraba en silencio, abrazada a la fotografía familiar que tenían en la sala. Al amanecer del 16 de marzo, el comandante Vázquez organizó la primera búsqueda oficial. Tres patrullas de la policía estatal, dos camionetas de protección civil y un helicóptero militar recorrieron toda la ruta entre Guadalajara y Puerto Vallarta. utilizaron binoculares para revisar cada barranca, cada río, cada valle visible desde la carretera.
La búsqueda se concentró especialmente en la zona montañosa donde la carretera serpenteaba junto al río Ameca. Era el tramo más peligroso de toda la ruta, curvas cerradas, precipicios profundos y puntos donde un vehículo podría salirse del camino y caer cientos de metros hacia el fondo del cañón.
Si el autobús se salió de la carretera por aquí”, le explicó el comandante Vázquez a Carmen durante una reunión en las oficinas de la policía. Podría estar en el fondo de alguna barranca cubierto por la vegetación. “Necesitamos tiempo para revisar cada metro.” Carmen asintió, pero en su interior crecía una desesperación que la consumía.
No solo era su esposo el desaparecido, eran 24 personas, incluyendo niños y ancianos. Familias enteras esperaban noticias en Guadalajara y Puerto Vallarta. La noticia de la desaparición del autobús se extendió rápidamente por los medios locales. Desaparece autobús con 24 personas en ruta Guadalajara, Puerto Vallarta, titularon los periódicos.
La radio difundió la información cada hora. pidiendo a la población cualquier pista que pudiera ayudar en la búsqueda. Esperanza Morales, la vendedora de churros que había abordado el autobús esa mañana, tenía una hermana llamada Refugio, que vivía en Puerto Vallarta.
Cuando Esperanza no llegó como estaba programado, Refugio pensó inicialmente que había cancelado el viaje por alguna razón personal, pero al escuchar las noticias en la radio se dio cuenta de la terrible realidad. Mi hermana nunca faltaba a nuestras citas”, le contó refugio al reportero de radio Tapatía.
H todos los martes venía a visitarme desde hace 5 años. Era muy puntual, muy responsable. Algo grave tuvo que haber pasado. Durante la segunda semana de búsqueda llegaron grupos de voluntarios desde diferentes partes de Jalisco, familiares de los desaparecidos, bomberos voluntarios, montañistas experimentados. y hasta estudiantes universitarios que querían ayudar en las labores de rastreo. Se organizaron búsquedas terrestres sistemáticas.
Equipos de cinco o seis personas caminaban por senderos de montaña revisando barracas, cuevas y ríos. utilizaban machetes para abrir camino entre la vegetación espesa y cuerdas para descender a lugares de difícil acceso. Carmen participó en varias de estas búsquedas, caminando durante horas bajo el sol intenso de marzo, gritando el nombre de Ricardo hasta quedarse ronca.
Diego la acompañaba siempre cargando agua y provisiones, tratando de mantener la esperanza viva para su madre y su hermana menor. “Mamá”, le dijo una tarde mientras descansaban a la sombra de un árbol de mango. “Papá es muy inteligente. Si algo pasó, él sabría cómo sobrevivir. Conoce estas montañas mejor que nadie.
” Carmen quería creer en las palabras de su hijo, pero cada día que pasaba sin noticias era como una piedra más pesada en su pecho. El comandante Vázquez expandió la investigación más allá de la búsqueda física. Interrogó a todos los empleados de Transportes del Pacífico. Revisó los antecedentes de Ricardo. Investigó si había tenido problemas personales, deudas o enemigos.
Todo apuntaba al mismo resultado. Ricardo Herrera era un hombre respetable, sin vicios, sin deudas importantes, querido por su familia y respetado por sus compañeros. Es como si la tierra se los hubiera tragado”, le comentó Vázquez a su capitán después de tres semanas de investigación infructuosa.
He trabajado casos de desaparición durante 20 años, pero nunca había visto algo así. Un autobús entero con 24 personas no desaparece sin dejar rastro. Las teorías comenzaron a surgir entre la población. Algunos hablaban de secuestro, aunque no había pedido de rescate. Otros mencionaban la posibilidad de que el autobús hubiera caído a algún río muy profundo donde la corriente hubiera arrastrado los restos.
También estaban los que sugerían que Ricardo había huido con el autobús y los pasajeros por razones desconocidas, teoría que enfurecía a Carmen y a su familia. “Mi esposo jamás abandonaría a su familia”, declaró Carmen en una entrevista para el noticiero de Televisa Guadalajara. Ricardo es un hombre honorable que dedicó su vida a cuidar de otros.
¿Alguien sabe qué pasó con ese autobús? Y no vamos a parar hasta encontrar la verdad. A medida que pasaban las semanas, la cobertura mediática comenzó a disminuir. Otros casos ocuparon los titulares y la búsqueda oficial se redujo gradualmente. El comandante Vázquez mantuvo el caso abierto, pero con recursos limitados y sin pistas nuevas.
Las esperanzas de encontrar a los desaparecidos se desvanecían. En la terminal de autobuses de Guadalajara colocaron una placa conmemorativa en honor a Ricardo y los pasajeros desaparecidos. Tomás Rincón, quien había sido asignado a la ruta Puerto Vallarta después de la desaparición de su compañero, pasaba junto a esa placa cada mañana antes de iniciar su turno.
Nunca me acostumbré a esa ruta, confesaba años después. Cada vez que pasaba por las curvas del río Ameca, pensaba en don Ricardo. Me imaginaba su autobús en algún lugar de esas montañas esperando a que lo encontráramos. Carmen enfrentó dificultades económicas severas. La pensión que recibía de la empresa de autobuses era insuficiente para mantener a su familia.
Diego tuvo que abandonar sus planes de estudiar ingeniería para trabajar en un taller mecánico y ayudar con los gastos del hogar. Ana, aunque más pequeña, también sintió el peso de la ausencia paterna en sus estudios y en su vida diaria. La casa de la familia Herrera se convirtió en un lugar de peregrinaje silencioso para otros familiares de desaparecidos.
Mujeres que habían perdido a sus esposos, padres que buscaban a sus hijos, hermanos que no tenían noticias de sus seres queridos. Carmen los recibía con café y palabras de aliento, formando una red informal de apoyo mutuo. “La esperanza es lo único que nos mantiene vivos”, decía Carmen mientras servía café a doña Remedios, cuyo hijo había desaparecido seis meses después que Ricardo.
Mientras no encontremos un cuerpo, mientras no tengamos pruebas, ellos siguen vivos en algún lugar. Los primeros aniversarios de la desaparición fueron particularmente dolorosos. El 15 de marzo de 1989, exactamente un año después, Carmen organizó una misa en la parroquia de Santa Teresita. Asistieron familiares de los 24 desaparecidos, compañeros de trabajo de Ricardo, vecinos y periodistas locales.
El padre Sebastián, el sacerdote que ofició la ceremonia, habló sobre la importancia de mantener la fe en momentos de incertidumbre. No sabemos dónde están nuestros seres queridos, dijo durante su homilía, pero sabemos que están en las manos de Dios y que algún día tendremos las respuestas que tanto buscamos. Después de la misa, los asistentes caminaron en procesión hasta la terminal de autobuses, donde depositaron flores junto a la placa conmemorativa.
Carmen llevaba un ramo de claveles blancos, las flores favoritas de Ricardo. Diego y Ana caminaban a su lado, más altos y más maduros que el año anterior, pero con la misma tristeza en sus ojos. Conforme pasaron los años, la vida continuó su curso inexorable. Diego se casó con una muchacha del barrio y tuvo dos hijos.
Ana terminó la preparatoria con excelentes calificaciones y consiguió trabajo en una oficina gubernamental. Carmen envejeció rápidamente, como si los años de incertidumbre hubieran acelerado el tiempo en su cuerpo y su rostro, pero nunca dejó de buscar. Cada vez que escuchaba rumores sobre autobuses encontrados en barracas remotas. Cada vez que alguien mencionaba haber visto restos de vehículos en las montañas de Jalisco, Carmen tomaba un camión y viajaba para investigar personalmente.
Siempre regresaba con las manos vacías y el corazón más pesado. En 1995, 7 años después de la desaparición, el comandante Vázquez se retiró de la policía estatal. Antes de entregar sus archivos, visitó a Carmen en su casa para despedirse y asegurarle que el nuevo comandante continuaría con el caso. “Señora Carmen”, le dijo mientras tomaban café en la cocina, donde habían hablado tantas veces durante esos años.
Quiero que sepa que este caso me cambió como policía y como persona. Jamás olvidaré a Ricardo ni a los otros pasajeros. Sé que algún día vamos a tener respuestas. Carmen le agradeció con lágrimas en los ojos. Vázquez había sido más que un investigador. Había sido un amigo que entendía su dolor y su necesidad de encontrar la verdad.
El nuevo comandante a cargo del caso, un joven llamado Alberto Mendoza, revisó todos los archivos y decidió reabrir la investigación con nuevos enfoques. Utilizó tecnología más avanzada, incluyendo radares que podían detectar objetos metálicos enterrados y equipos de buceo especializados para revisar los ríos más profundos de la región.
Durante 1998, 10 años después de la desaparición, se realizó una búsqueda intensiva en el río Ameca. Buzos profesionales recorrieron kilómetros del cauce, desde las montañas hasta la desembocadura en el Pacífico. Utilizaron sondas para detectar objetos grandes, sumergidos, y exploraron cada posa profunda y cada recodo del río.
No encontraron nada relacionado con el autobús desaparecido. La frustración y el desgaste emocional comenzaron a afectar a toda la familia Herrera. Diego desarrolló problemas de alcoholismo que casi destruyen su matrimonio. Ana se volvió extremadamente protectora con sus propios hijos, temerosa de que también desaparecieran misteriosamente.
Carmen sufrió episodios de depresión severa que la obligaron a tomar medicamentos y recibir terapia psicológica. Es como vivir en el limbo”, le explicó Carmen a su psicóloga durante una sesión. “No puedo hacer el duelo porque no sé si está muerto. No puedo seguir adelante completamente porque no sé qué pasó.
Estoy atrapada en ese 15 de marzo de 1988 esperando que Ricardo regrese a casa. Los casos de desapariciones forzadas se habían vuelto más comunes en México durante los años 90 y 2000. Carmen se unió a organizaciones de madres buscadoras, participó en marchas y protestas. Aprendió sobre sus derechos legales y sobre las técnicas de búsqueda.
Su dolor personal se transformó gradualmente en una lucha más amplia. En 2005, 17 años después de la desaparición, Carmen recibió una llamada que revivió todas sus esperanzas. Un campesino de la región montañosa había encontrado restos de un vehículo viejo en una barranca muy profunda cerca del río Ameca.
Las autoridades organizaron una expedición para investigar el hallazgo. Carmen, Diego y Ana viajaron hasta el lugar acompañados por el comandante Mendoza y un equipo de expertos forenses. Descendieron con cuerdas hasta el fondo de la barranca, donde efectivamente encontraron los restos corroídos de un vehículo. Pero cuando limpiaron el lodo y la vegetación, descubrieron que se trataba de una camioneta particular que había caído décadas atrás, no del autobús que buscaban.
Carmen lloró de decepción durante todo el viaje de regreso a Guadalajara. Habían pasado 17 años y seguían sin tener ninguna pista concreta sobre el destino de Ricardo y los 23 pasajeros. Mamá”, le dijo Ana mientras la abrazaba en el asiento trasero del automóvil, “Tal vez deberíamos considerar la posibilidad de hacer una ceremonia de despedida.
No significa que dejemos de buscar, pero sí que aceptemos que puede que nunca encontremos las respuestas.” Carmen no respondió. Miraba por la ventanilla hacia las mismas montañas, donde en algún lugar imposible de localizar, su esposo había desaparecido para siempre junto con el autobús 47. 22 años pueden transformar completamente un paisaje.
Lo que en 1988 era una carretera serpenteante rodeada de vegetación silvestre. En 2010 se había convertido en una autopista moderna de cuatro carriles con puentes de concreto que atravesaban los valles más profundos. El progreso había llegado a las montañas de Jalisco y con él proyectos de construcción que requerían mover toneladas de tierra y desviar el curso de ríos enteros.
El ingeniero Miguel Ángel Soto supervisaba la construcción del nuevo puente sobre el río Ameca, un proyecto que formaría parte de la autopista Guadalajara Puerto Vallarta. Era el 23 de agosto de 2010 y las máquinas excavadoras habían estado trabajando durante 3 meses para crear los cimientos del puente en el lecho del río.
“Ingeniero Soto!”, le gritó el operador de la excavadora más grande, un hombre llamado Jesús Contreras, que tenía 15 años de experiencia en obras públicas. Venga a ver esto. Mi máquina se atoró con algo muy grande. Miguel Ángel caminó hasta la orilla del río, donde la excavadora había estado removiendo sedimento y rocas acumuladas durante décadas.
El brazo mecánico había encontrado resistencia contra algo metálico que no cedía a la presión hidráulica. ¿Qué piensa que sea, don Jesús? Pues no sé, ingeniero, pero es grande y está muy enterrado. Tal vez un puente viejo o los restos de alguna construcción antigua. Soto autorizó el uso de una segunda excavadora para ayudar en la extracción.
Trabajaron con cuidado, removiendo lodo y sedimento alrededor del objeto misterioso. Conforme avanzaban, comenzaron a distinguir una forma rectangular y alargada, cubierta por una capa espesa de lodo endurecido y vegetación. acuática. Cuando finalmente lograron extraer el objeto del lecho del río, un silencio extraño se apoderó de toda la obra. Era inconfundible.
Los restos de un autobús completamente corroído y deformado por más de dos décadas bajo el agua, pero claramente reconocible por su estructura característica. “Dios mío”, murmuró Miguel Ángel. Esto es un autobús. El vehículo estaba completamente cubierto de óxido y limo.
Los cristales habían desaparecido hace mucho tiempo y la carrocería se había comprimido por el peso del sedimento. Pero en el frente, aunque apenas visible bajo capas de corrosión, todavía se podían distinguir los colores azul y blanco característicos de transportes del Pacífico. Jesús Contreras, que había vivido toda su vida en la región, recordaba las historias que su padre le contaba sobre el autobús desaparecido en los años 80.
Su padre había participado en algunas de las búsquedas voluntarias organizadas por las familias de los desaparecidos. “Ingeniero”, dijo con voz temblorosa, “creo que acabamos de encontrar el autobús que desapareció hace como 20 años, el que llevaba al conductor Ricardo Herrera.
Miguel Ángel ordenó inmediatamente la suspensión de todos los trabajos de construcción, acordonó el área y estableció comunicación directa con las autoridades de Guadalajara. En menos de dos horas llegaron al sitio equipos de la policía estatal, peritos forenses y representantes de la Procuraduría de Justicia del Estado. El Dr. Alejandro Campos, médico forense con 25 años de experiencia, dirigió el operativo de recuperación.
Era un hombre meticuloso y sensible, consciente de que cada fragmento recuperado podría brindar respuestas a familias que habían esperado durante más de dos décadas. “Necesitamos proceder con extremo cuidado”, explicó el doctor Campos a su equipo. Este autobús ha estado sumergido durante 22 años. Los restos humanos, si los hay, estarán completamente deteriorados, pero podríamos encontrar objetos personales, documentos o pistas que ayuden a identificar qué pasó exactamente. La extracción completa del autobús tomó 3 días.
utilizaron grúas especiales y equipos de buceo para asegurar que cada pieza fuera recuperada y catalogada apropiadamente. Conforme removían el lodo del interior del vehículo, comenzaron a aparecer objetos que habían permanecido preservados por el ambiente anaeróbico del fondo del río. Una cartera de piel café completamente empapada, pero aún reconocible.
monedas de diferentes denominaciones que habían circulado en México durante los años 80. Un reloj de pulso con la correa desintegrada, pero la caratula aún legible. Fragmentos de ropa que se desintegraban al menor contacto con el aire. Pero el descubrimiento más impactante llegó el segundo día de excavación. En lo que habría sido el asiento del conductor, encontraron una identificación oficial en una funda de plástico que había resistido parcialmente el paso del tiempo.
Aunque el documento estaba severamente dañado, aún se podían leer fragmentos del nombre. Ricardo Her era, y una fotografía descolorida, pero reconocible. El comandante Alberto Mendoza, quien había continuado investigando el caso durante todos esos años, recibió la llamada en su oficina de Guadalajara.
Después de tanto tiempo, finalmente tenían evidencia física concreta de lo que había pasado con el autobús desaparecido. ¿Están seguros de que es el autobús de Ricardo Herrera? preguntó Mendoza por teléfono. “Cletamente seguro,”, respondió el Dr. Campos desde el sitio de la excavación. Tenemos la identificación del conductor, monedas de la época y varios objetos personales que coinciden con los inventarios de pertenencias reportadas por las familias en 1988.
Mendoza sabía que tendría que hacer la llamada más difícil de su carrera profesional. Carmen Herrera, ahora una mujer de 71 años, había esperado este momento durante 22 años. Carmen estaba preparando la comida del domingo en su cocina cuando sonó el teléfono. Ana, que ahora tenía 34 años y era madre de tres hijos, había venido a visitarla como todos los domingos.
Diego, de 38 años, estaba en el patio jugando fútbol con sus sobrinos. Carmen Herrera, sí. Habla Carmen, señora, habla el comandante Mendoza de la Policía Estatal. Tengo noticias importantes sobre su esposo, Ricardo. Carmen sintió que las piernas se le aflojaban. Se sentó en la silla más cercana mientras Ana corría hacia ella al notar su expresión de shock. Encontramos el autobús, señora Carmen.
Después de 22 años encontramos el autobús de su esposo. Las palabras llegaron a Carmen como ecos distante. Había imaginado este momento miles de veces durante más de dos décadas, pero ahora que finalmente estaba sucediendo, se sentía completamente desconectada de la realidad. ¿Dónde? ¿Dónde lo encontraron? En el lecho del río Ameca, señora, estaba enterrado bajo metros de sedimento. Un proyecto de construcción lo descubrió por casualidad.
Ana tomó el teléfono de las manos temblorosas de su madre. Diego había escuchado desde el patio y entró corriendo a la cocina con tierra en los zapatos y sudor en la frente. Comandante, habla Ana Herrera, la hija de Ricardo. Encontraron, encontraron restos humanos, señorita. Estamos todavía en el proceso de excavación.
Es muy probable que después de tanto tiempo bajo el agua, los restos humanos se hayan desintegrado completamente, pero sí encontramos objetos personales, incluyendo la identificación de su padre. La noticia se extendió rápidamente por toda la colonia Santa Teresita. Los vecinos que habían conocido a la familia Herrera durante décadas llegaron a la casa para acompañar a Carmen en este momento tan esperado y tan temido al mismo tiempo.
Esperanza Morales había muerto 5co años atrás, pero su hermana refugio, que aún vivía en Puerto Vallarta, recibió la noticia a través de un primo que vivía en Guadalajara. Después de 22 años, finalmente sabría qué había pasado con su hermana. Los medios de comunicación reaccionaron inmediatamente. Encuentran autobús desaparecido hace 22 años en Río de Jalisco, tituló El informador.
Familia Herrera recibe noticias después de más de dos décadas de búsqueda. Reportó Milenio Diario. Carmen, acompañada por Diego y Ana, viajó al sitio de la excavación. El día siguiente era la primera vez en 22 años que veía algo concreto relacionado con la desaparición de su esposo.
El autobús corroído y deformado era una imagen devastadora, pero también representaba el final de la incertidumbre que había dominado su vida durante más de dos décadas. Es él”, murmuró Carmen mientras observaba los restos del vehículo. “Es el autobús de Ricardo. Dr. Campos la recibió con delicadeza profesional y comprensión humana. Le mostró la identificación de Ricardo, que aunque dañada era claramente reconocible.
Señora Carmen, quiero que sepa que vamos a hacer todo lo posible para determinar exactamente qué pasó. Los análisis forenses nos darán más información sobre las causas del accidente. Carmen asintió sin decir palabra. Después de tantos años imaginando este momento, la realidad era a la vez menos dramática y más definitiva de lo que había esperado.
No había respuestas inmediatas sobre cómo había terminado el autobús en el fondo del río, pero al menos tenía la certeza de que Ricardo no había abandonado voluntariamente a su familia. Durante los días siguientes continuaron apareciendo objetos personales entre los restos del autobús, una canasta de mimbre que probablemente había pertenecido a Esperanza Morales.
Libros de texto que podrían haber sido del estudiante de medicina, juguetes pequeños que tal vez habían pertenecido a los niños que viajaban con su madre. Cada objeto recuperado era fotografiado, catalogado y analizado por expertos forenses. Aunque no encontraron restos humanos identificables después de tanto tiempo bajo el agua, la evidencia física confirmaba que las 24 personas reportadas como desaparecidas habían estado efectivamente en el autobús cuando ocurrió el accidente.
El análisis preliminar de los restos del vehículo sugería que había sufrido un impacto severo antes de terminar en el río. La parte frontal estaba completamente aplastada y había evidencia de daños consistentes con una caída desde gran altura. Por la posición en que encontramos el autobús y por los daños que presenta explicó el perito mecánico que participó en la investigación.
Creemos que el vehículo se salió de la carretera en una de las curvas más peligrosas y cayó directamente al río. La caída habría sido de aproximadamente 50 m. Pero quedaban muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué Ricardo había perdido el control del autobús? ¿Había sido un fallo mecánico, una condición climática adversa o algún factor humano? ¿Por qué no se había encontrado el vehículo durante las búsquedas intensivas realizadas en los años posteriores a la desaparición? Carmen regresó a su casa en Guadalajara con sentimientos encontrados. Por un lado,
el alivio de saber finalmente qué había pasado con Ricardo. Por otro lado, la tristeza de confirmar que había muerto hace 22 años y la frustración de no tener respuestas completas sobre las circunstancias del accidente. Esa noche, mientras Ana preparaba té en la cocina y Diego revisaba los periódicos con las noticias del hallazgo, Carmen se sentó en la sala mirando las fotografías familiares que había mantenido en el mismo lugar durante más de dos décadas.
Al menos ya sabemos”, le dijo Ana mientras le entregaba una taza humeante. “Papá no nos abandonó, fue un accidente.” Carmen asintió, pero en el fondo de su corazón sabía que aún faltaba una pieza del rompecabezas. Encontrar el autobús era solo el comienzo. Ahora necesitaba entender por qué había tardado 22 años en aparecer y qué había causado exactamente el accidente que había cambiado para siempre. El destino de 24 personas.
Los análisis forenses del autobús tomaron tres semanas adicionales. El doctor Alejandro Campos y su equipo trabajaron meticulosamente examinando cada fragmento metálico, cada componente mecánico que hubiera sobrevivido al paso del tiempo y la corrosión del agua. Lo que encontraron cambiaría para siempre la comprensión de lo que realmente había ocurrido el 15 de marzo de 1988.
Comandante Mendoza, dijo el doctor Campos durante una llamada telefónica el 18 de septiembre de 2010. Necesito que venga urgentemente al laboratorio forense. Hemos encontrado algo que no esperábamos. Mendoza llegó al laboratorio una hora después, acompañado por el fiscal especial asignado al caso, Dr.
Campos, los recibió en una sala donde habían dispuesto fotografías ampliadas y fragmentos del autobús sobre mesas metálicas. ¿Qué encontraron, doctor? Miren esto. Dijo Campos señalando una fotografía que mostraba el sistema de frenos del autobús. Estos son los restos de las pastillas de freno delanteras.
Noten que están completamente gastadas más allá de cualquier límite de seguridad, pero eso no es lo más importante. Dr. Campos tomó una segunda fotografía que mostraba el cilindro maestro del sistema de frenos. Aquí pueden ver que hay evidencia clara de sabotaje. Alguien perforó deliberadamente el depósito de líquido de frenos. La perforación es demasiado precisa para ser accidental o resultado de desgaste normal.
El silencio en la sala era palpable. Después de 22 años, el caso había tomado un giro completamente inesperado. No había sido un accidente, había sido un acto deliberado que había causado la muerte de 24 personas inocentes. ¿Están completamente seguros de que es sabotaje? Preguntó el fiscal. Sin ninguna duda.
Además, encontramos esto en el compartimento de herramientas del autobús. Dr. Campos mostró una bolsa de evidencia que contenía un pequeño clavo oxidado con rastros de líquido de frenos. El clavo tiene el diámetro exacto de la perforación. Alguien lo insertó deliberadamente para drenar el líquido de frenos gradualmente. Mendoza sintió un escalofrío.
Durante más de dos décadas había investigado el caso como una desaparición misteriosa y ahora se enfrentaba a un homicidio múltiple premeditado. Doctor, según su análisis, ¿cuándo se habría hecho este sabotaje? Basándose en el patrón de corrosión y en la cantidad de líquido de frenos que quedaba en el sistema, estimamos que la perforación se hizo entre 12 y 18 horas antes del accidente.
El sabotaje estaba calculado para que los frenos fallaran gradualmente durante el viaje. La información forense mantuvo confidencial mientras las autoridades decidían cómo proceder con la investigación. Mendoza sabía que tenía que informar a Carmen Herrera sobre los hallazgos, pero también entendía que esta noticia devastaría completamente a una familia que apenas comenzaba a procesar el duelo después de tantos años de incertidumbre.
La revelación llegó de manera inesperada tres días después. Aurelio Sandoval, el anciano que había sido propietario de la fonda, El descanso del viajero en 1988, se presentó voluntariamente en las oficinas de la policía estatal. Ahora tenía 89 años y estaba gravemente enfermo de cáncer.
Su hija lo acompañó porque sabía que su padre tenía algo importante que confesar antes de morir. “Ah, comandante”, dijo Aurelio con voz temblorosa, “He vivido 22 años con un secreto que me ha estado matando por dentro. Cuando vi en las noticias que encontraron el autobús de don Ricardo, supe que ya no podía seguir callando.
Mendoza grabó la conversación mientras Aurelio relataba una historia que ninguno de los investigadores había imaginado. Todo comenzó por el dinero explicó el anciano. Mi fonda estaba quebrada. Debía tres meses de renta. Tenía deudas con los proveedores y mi esposa estaba muy enferma. Necesitaba dinero urgentemente para pagar su tratamiento médico.
Aurelio pausó para tomar agua y recuperar fuerzas antes de continuar. Un hombre llegó a mi fonda el 13 de marzo de 1988. Nunca supe su nombre verdadero, pero me dijo que era de la Ciudad de México. Me ofreció 50.000 1 pesos por hacer algo muy sencillo, dañar los frenos del autobús de don Ricardo cuando hiciera su parada de rutina. Le dijo, “¿Por qué quería sabotear el autobús, nunca me explicó sus motivos.
Solo me dijo que necesitaba que pareciera un accidente y que nadie debía salir lastimado seriamente. Me aseguró que el autobús solo se quedaría sin frenos en una zona plana donde don Ricardo podría detenerlo sin problemas. Mendoza sentía cómo se le helaba la sangre mientras escuchaba la confesión. Pero algo salió mal, ¿verdad? Sí.
Murmuró Aurelio con lágrimas en los ojos. Yo no sabía que don Ricardo iba a tomar la ruta de las curvas del río ese día. Pensé que iba a ir por la carretera vieja, que es más plana. Cuando me enteré de que se había desaparecido en las montañas, me di cuenta de que había matado a 24 personas inocentes. La confesión continuó durante 3 horas.
Aurelio explicó cómo había perforado el depósito de líquido de frenos mientras Ricardo revisaba las llantas traseras, aprovechando que todos los pasajeros habían bajado para comprar refrescos y ir al baño. Usé un clavo delgado, como me había enseñado el hombre de la Ciudad de México.
La idea era que el líquido se fuera saliendo poco a poco para que los frenos fallaran gradualmente después de varias horas de manejo. ¿Qué pasó con ese hombre? Volvió a verlo nunca más. Me pagó la mitad del dinero por adelantado y me dijo que me pagaría el resto después de que el trabajo estuviera hecho. Pero después de la desaparición del autobús, jamás regresó.
Me quedé con el dinero, pero también con la culpa que me ha estado carcomiendo durante 22 años. Aurelio también reveló detalles sobre las búsquedas que se habían realizado en los años posteriores a la desaparición. Muchas veces vinieron a preguntarme si había visto algo extraño el día que desapareció don Ricardo. Yo siempre mentí.
Les decía que todo había sido normal, que el autobús había partido como siempre, pero por las noches no podía dormir pensando en esas familias que estaban buscando a sus seres queridos. La hija de Aurelio, una mujer de 60 años llamada Esperanza, confirmó que su padre había tenido problemas de insomnio y depresión durante décadas, pero que nunca le había explicado la causa.
“Mi papá siempre fue un hombre muy religioso.” Testificó esperanza. Iba a misa todos los días. Se confesaba constantemente, pero nunca parecía encontrar paz. Ahora entiendo por qué. Mendoza preguntó sobre la descripción del hombre que había contratado a Aurelio para sabotear el autobús. Era alto, moreno, bien vestido.
Hablaba como chilango, con acento de la Ciudad de México. Tendría unos 40 años, tal vez 45. Manejaba un carro nuevo, creo que era un Tsuru blanco. Me dijo que era ingeniero, pero nunca me mostró identificación. ¿No le preguntó por qué quería sabotear específicamente el autobús de Ricardo Herrera? Le pregunté, pero no me quiso decir.
Solo mencionó algo sobre que don Ricardo sabía cosas que no debía saber y que era necesario darle una lección para que se quedara callado. Yo pensé que se refería a algún problema laboral, no a algo tan grave. La investigación tomó un nuevo rumbo. Mendoza comenzó a revisar expedientes de 1988 relacionados con transportes del Pacífico, buscando cualquier pista sobre posibles conflictos laborales, problemas financieros de la empresa o situaciones que hubieran podido motivar a alguien a querer silenciar a Ricardo Herrera.
Lo que encontró en los archivos de la empresa fue revelador. Durante 1987 y principios de 1988, Ricardo había reportado varias irregularidades en los horarios y rutas asignadas a algunos conductores. Había documentado casos donde ciertos autobuses hacían paradas no autorizadas y transportaban pasajeros sin registro oficial.
Tomás Rincón, el compañero de Ricardo que aún vivía y trabajaba para una empresa de transporte diferente, fue entrevistado nuevamente después de tantos años. Sí, don Ricardo era muy observador, confirmó Tomás. Siempre decía que algunos conductores estaban involucrados en actividades sospechosas. Había autobuses que salían con destino a Puerto Vallarta, pero llegaban con menos pasajeros de los registrados o viceversa.
Ricardo reportó estas irregularidades a la gerencia. Claro que sí. Don Ricardo era muy honesto. Presentó varios reportes al gerente general, un señor llamado Enrique Salinas, pero nunca pasó nada. De hecho, me acuerdo de que Ricardo me comentó que el gerente le había dicho que se enfocara en manejar y no en meterse en asuntos de otros conductores.
Mendoza investigó a Enrique Salinas y descubrió que había renunciado abruptamente a su puesto en Transportes del Pacífico en abril de 1988, apenas un mes después de la desaparición de Ricardo. Según los registros laborales, Salinas había migrado a Estados Unidos y había perdido contacto con sus antiguos empleadores.
La investigación se complicó aún más cuando aparecieron testimonios adicionales de empleados jubilados de la empresa de autobuses. Varios confirmaron que durante 1987 y 1988 había rumores sobre el uso de autobuses comerciales para transportar mercancía ilegal entre Guadalajara y la costa del Pacífico. Era la época en que comenzaron a crecer los carteles”, explicó un mecánico jubilado que había trabajado en transportes del Pacífico.
Había mucho dinero moviéndose y algunos empleados de la empresa estaban involucrados. Don Ricardo era de los pocos que se negaba a participar en esos arreglos. Carmen Herrera recibió la noticia del sabotaje y la confesión de Aurelio en su casa, acompañada por Diego y Ana. Mendoza había decidido informarle personalmente, consciente del impacto emocional que tendría esta revelación.
Señora Carmen, tenemos información definitiva sobre lo que pasó con Ricardo. No fue un accidente. Las palabras del comandante golpearon a Carmen como un martillo. Después de 22 años de pensar que Ricardo había muerto en un accidente trágico pero natural, descubrir que había sido asesinado deliberadamente era devastador.
¿Quién? ¿Por qué? Fueron las únicas palabras que pudo articular. Mendoza le explicó la confesión de Aurelio y las sospechas sobre la participación de Ricardo en reportes de actividades irregulares dentro de la empresa de autobuses. Su esposo era un hombre íntegro, señora Carmen. Por eso lo mataron, porque no se podía comprar, porque no se quedaba callado ante las injusticias.
Diego golpeó la pared con el puño, furioso por descubrir que la muerte de su padre había sido un crimen planificado. ¿Van a arrestar a ese viejo que saboteó el autobús? Aurelio Sandoval está muy enfermo. Probablemente no viva más de unas semanas, pero vamos a continuar investigando para encontrar a la persona que lo contrató. El verdadero culpable sigue libre.
Ana abrazó a su madre mientras procesaban juntas esta nueva realidad. El dolor de la pérdida se había transformado en rabia por la injusticia, pero también en una extraña sensación de alivio por saber finalmente la verdad completa. Las investigaciones continuaron durante meses, pero el rastro del hombre que había contratado a Aurelio se había enfriado completamente después de más de dos décadas.
Enrique Salinas nunca fue localizado en Estados Unidos. Los récords de transportes del Pacífico de esa época habían sido destruidos en un incendio en 1995. Aurelio Sandoval murió tres semanas después de su confesión, llevándose consigo los últimos detalles sobre el hombre que había orquestado el asesinato de Ricardo Herrera y los 23 pasajeros inocentes.
El caso fue oficialmente reclasificado como homicidio múltiple, pero permanece sin resolver. En cuanto a la identificación del autor intelectual, Carmen, Diego y Ana obtuvieron por fin las respuestas que habían buscado durante más de dos décadas, aunque esas respuestas trajeron consigo un nuevo tipo de dolor.
“Al menos sabemos que papá murió por ser honesto”, dijo Ana durante la ceremonia de sepultura simbólica que realizaron para Ricardo y los otros pasajeros. murió porque no se vendió, porque defendió lo correcto. Carmen, ahora con 72 años y envejecida por tantos años de sufrimiento, finalmente pudo hacer el duelo que había estado postergado durante más de dos décadas.
Pero también inició una nueva lucha, exigir justicia para Ricardo y para todas las víctimas de la violencia que había comenzado a crecer en México durante esos años. La historia del autobús desaparecido se convirtió en un símbolo de las miles de desapariciones forzadas que habían ocurrido en el país. Carmen se unió a organizaciones de madres buscadoras y dedicó sus últimos años a ayudar a otras familias a encontrar a sus seres queridos desaparecidos.
El río Ameca siguió corriendo junto a la nueva autopista, llevando consigo los secretos de tantas historias no contadas. Pero la historia de Ricardo Herrera ya no era un misterio. Era el testimonio de un hombre bueno que murió por negarse a ser cómplice del mal y de una familia que nunca dejó de buscarlo hasta encontrar la verdad.
En la terminal de autobuses de Guadalajara, la placa conmemorativa instalada en 1989 fue reemplazada por una nueva que decía en memoria de Ricardo Herrera y 23 pasajeros, víctimas de la violencia. Su memoria vive en la lucha por la justicia. 15 de marzo de 1988. 23 de agosto de 2010. La verdad había tardado 22 años en emerger de las profundidades del río, pero finalmente había salido a la luz.
Y aunque el dolor nunca desaparecería completamente, Carmen Herrera pudo dormir en paz por primera vez desde aquel terrible día de marzo de 1988, sabiendo que Ricardo había sido exactamente el hombre íntegro que ella siempre creyó que era. Yeah.