
Hoy quiero contar la historia de una joven traicionada por su propio padre y de la Pache, que lo arriesgó todo por salvarla. Es un relato de supervivencia de confianza nacida en el silencio y de dos almas que se enfrentaron al poder y a la mentira. Si esta historia te llega al corazón, ayúdanos a llegar a los humil suscriptores. Ahora comienza su travesía.
Red Bluff, territorio de Colorado, abril de 1878. El polvo se deslizaba por el cañón como si fuera un recuerdo lento y con intención. se metía por debajo de las puertas, se aferraba a las suelas de los botines y terminaba en los pulmones de los hombres que hablaban poco. Nico Blackstone, apache de nacimiento y sombra por necesidad, estaba recargado contra la viga de madera frente al edificio del estado danés, los brazos cruzados sobre un pecho tallado entre sol y cicatrices. había pasado toda la mañana recorriendo los márgenes del territorio tras el
rastro de unas armas que, según el juez Dan, le habían sido robadas. Pero Nico conocía la verdad. Los enemigos de Daine no eran bandidos, eran hombres como él, empujados al borde por tierras que antes les pertenecían. Y ahora bajo esa luz dorada que parecía apagarse, Nico, no regresaba a descansar, sino a vigilar una casa que jamás le había abierto la puerta.
Arriba en el porche de la casa grande y blanca, una lámpara colgaba balanceándose apenas. De adentro salía música entrecortada, notas de piano, risas apagadas, vasos brindando. Esa noche era la cena de compromiso de Leon. Iba a ser prometida al hijo del alcalde un hombre de mandíbula dura, ambicioso y con unas manos que jamás conocieron el trabajo honesto.
Nico no estaba invitado, nunca lo estaba. Durante 9 años había servido al juez primero como rastreador, luego como reparador y después como algo que no tenía nombre. Su lealtad era moneda de cambio, su silencio un seguro, pero no importaba cuántas órdenes cumpliera, ni cuántas escaramuzas desactivara antes de que estallaran. Para el juez, él seguía siendo un salvaje a medio civilizar. Lo soportaban, pero no confiaban en él.
Tenía 17 años cuando vio por primera vez a Leona. Entonces ella era solo una niña descalsa en el huerto con las mangas remangadas y la cara salpicada de sol. A diferencia de su padre, sus ojos eran de curiosidad, no de desprecio. Jamás retrocedió al verlo. Solo por eso era imposible olvidarla. Ahora tenía 24 y en su espalda seguía esa firmeza callada.
El tiempo había afinado su rostro hasta hacerlo imponente, pero sus ojos conservaban esa inteligencia contenida como un ave atrapada. Estaba de pie junto a la ventana enmarcada por unas cortinas de tercio pelo escuchando al hombre a su lado hablar. Ella asentía donde debía, pero Nico notó que su sonrisa era de cartón.
Solo una vez cruzó su mirada con la de él apenas un instante y algo que no tenía nombre se encendió entre los dos. Él desvió la vista antes de que se hiciera eterno. Más tarde, esa misma noche de regreso en el barracón, Nico se quitó la ropa sucia del camino y se lavó en un balde de ojalata.
El agua se tornó color óxido, pero no era de esa mugre que se quita con jabón. Su cuerpo dolía con ese cansancio mudo de quien ha vivido demasiado y se contiene a sí mismo. Estaba sentado sobre su catre con los pies descalzos tocando la madera atento. A lo lejos la fiesta se iba apagando.
Se oían relinchos, risas sueltas y luego otra cosa, un golpe seco, murmullos apagados, un arrastre. Nico se levantó cuchillo en mano. Salió a la luz de la luna. Todo el rancho estaba en silencio demasiado. Fue entonces que notó algo en la puerta de servicio. Un frasco tierra removida, huellas frescas de botas, una marca de arrastre. El estómago se le encogió. Siguió el rastro cruzando los jardines y el huerto bajando la pendiente donde los árboles ya no eran tan tupidos.
En el límite de los campos bajos cerca del barranco, halló un pedazo de tela desgarrada seda fina color leonus. Las huellas giraban hacia el este tres caballos, quizá cuatro y uno, que hasta hace poco iba sin jinete. Conocía ese camino. Llevaba al desierto. Allá no hay leyes ni autoridades, solo barrancas secas y hombres que no le rinden cuentas a nadie. Volvió corriendo a los establos con el corazón golpeándole el pecho.
Ghost su Mustango, también lo sintió. Ojos abiertos resoplando fuerte. Nico encilló rápido, sin alforj, sin comida, solo su rifle, su cuchillo y esa rabia que no quema, sino que hiela. Pasó frente a la casa principal al salir. La ventana del despacho del juez tenía una luz ámbara encendida dentro.
Voces calmadas. Se la llevaron dijo una. La tomaron. Una pausa. El juez los dejó. Silencio. Pero, señor el alcalde, su pacto no lleva mi sangre, dijo el juez sin emoción. Nunca la llevó. Es el precio nada más. La sangre de Nico hervía. Ahí estaba la verdad más cruda y vil. Leona tirada como si fuera un trato roto.
No golpeó la puerta, no dijo palabra. Cabalgó en la noche como sombra prendida en llamas. Al amanecer ya se adentraba por las veredas del cañón siguiendo rastros de cascos. Solo alguien como él sabría leerlos. Encontró un arroyo seco donde el agua bordeaba huellas frescas, tres caballos, uno sin montar.
Un par de marcas de botas cerca de la orilla, unas más pequeñas. Alguien tropezó. Una rama quebrada con un trozo de seda lo confirmó. Ella seguía viva. Siguió adelante con el sol, elevándose detrás como filo encendido, mientras el calor crecía también su determinación. Recordaba su rostro la firmeza de su quijada, como fruncía el seño. Al leer.
Recordaba cuando ella le entregó un libro sabiendo que él no sabía leer, y le dijo suave, “Deberías aprender. Tus palabras merecían ser escritas.” Nadie le había hablado así antes, ni siquiera los suyos. y ahora se la habían llevado no por rescate ni por ambición. No, esto era castigo. El juez quería borrar el pasado antes de que hablara y Nico lo sabía la recuperaría.
Aunque tuviera que romper todo Red Bluff para lograrlo, el sol ya estaba alto quemando los cañones. Cuando Nico alcanzó la vereda minera abandonada, cruzó caus secos y matorrales de mezquite, siguiendo el rastro entre las grietas y senderos que solo quienes crecieron entre esas piedras podían leer. Las señales eran claras. Tres jinetes, una mujer. Se la llevaron rápido, sin delicadeza.
No intentaron esconder sus huellas. Pensaban que nadie los seguiría. O tal vez creían que nadie se atrevería. Nico se agachó junto a una huella fresca en la tierra blanquecina. El espacio entre marcas le dijo que los caballos habían disminuido el paso. Menos prisa. Estaban cerca de donde pensaban esconderse. Observó el terreno los muros rocosos a ambos lados.
Más adelante, una grieta angosta en los riscos. Un pasaje ciego ideal para una emboscada. Dejó sus fantasmas atados bajo una corniza y siguió a pie el rifle en la espalda y el cuchillo en la cintura. El silencio mandaba interrumpido solo por el zumbido de algún insecto y el chillido lejano de un halcón. Entonces lo oyó voces apagadas resonando entre las piedras, risas, un gruñido, algo se cayó. Avanzó sin ruido.
Una abertura desgastada apareció en la roca medio oculta por ramas secas. Un viejo túnel minero olvidado medio derrumbado, pero lo bastante profundo para esconder a hombres sin alma. se acercó más afinando el oído. Dentro alguien soltó una maldición. Hold her still dam it. Otra voz más cruel. Girl don’t have sense to scream no more. La visión de Nico se volvió filosa.
Con todos voces dentro. El tercero debía estar vigilando afuera. Mejor no dudó. Atravesó los arbustos como vendaval cuchillo por delante. El primero ni siquiera alcanzó su arma. Nico hundió la hoja justo debajo de las costillas, girando con fuerza antes de que el cuerpo cayera.
El segundo retrocedió buscando su escopeta, pero Nico ya estaba encima. Lo envistió los puños golpeando como martillos, un derechazo a la mandíbula, luego uno seco al cuello. El hombre se fue al suelo ahogándose con su propio aliento. Y entonces, silencio, luego respiración superficial entrecortada. Nico se dio la vuelta y la vio.
Leona yacía en el suelo de tierra, las muñecas atadas por encima de la cabeza, los tobillos amarrados con fuerza, su vestido rasgado y manchado de sangre, su piel pálida y llena de moretones, pero tenía los ojos abiertos, perdidos, llenos de miedo. Se acercó hasta sus pies. Leona dijo con la voz baja, “Soy yo.” Nico parpadeó. intentó hablar, pero los labios le temblaban.
Él se arrodilló y cortó las cuerdas de sus muñecas. Cuando pasó a los tobillos, se detuvo notando la mancha oscura entre sus piernas. El estómago se le revolvió. ¿Estás herida?, preguntó tenso. Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. No, no, de esa manera, susurró. Es solo que me bajó. Aniko le tomó un segundo entender, luego lo comprendió todo.
Un alivio lo recorrió como viento sobre leña encendida. Ah, murmuró. Está bien. No se sonrojó, no apartó la mirada, solo la ayudó a incorporarse envolviéndola en su abrigo. Las manos de ella temblaban. “Pensé que no vendrías”, dijo. “Si vine.” Eso fue todo. Él la ayudó a ponerse de pie. Las rodillas le fallaron.
La sostuvo levantándola sin esfuerzo en sus brazos. Ella hundió el rostro en su hombro mientras él la sacaba a la luz. El cielo afuera enseguecía después de la cueva. Sus dedos se aferraban débilmente a su camisa. Acamparon en un arroyo estrecho a unos 8 km de la mina resguardados entre formaciones rocosas.
Nico encendió una fogata con raíces secas y puso agua a hervir. Le dio una taza de ojalata. Su abrigo aún la envolvía. Bebió despacio. Sus labios agrietados y pálidos. ¿Sabías a dónde irían? Preguntó ella. Sabía qué clase de hombres eran respondió él sin rodeos. Aquí me escondería yo si no quisiera que me encuentren. Ella asintió apenas. El silencio se alargó entre los dos.
No incómodo, pero denso, como algo que llevaba demasiado tiempo enterrado. ¿Por qué los envió mi padre?, preguntó al fin. Nico no contestó de inmediato. Limpiaba su cuchillo con manos firmes. “Porque ya no eres parte del plan”, dijo. “Porque sabes demasiado.” Su garganta se movió al tragar. “Siempre me odió”, susurró. “Nunca imaginé cuánto.
” Nico levantó la mirada. “No es tu padre.” Leona parpadeó. que él dejó el cuchillo a un lado. Lo escuché decirlo. Se lo dijo al emisario del alcalde. Dijo que no eras de su sangre, que no pagaría para traerte de vuelta. Ella lo miró los labios entreabiertos. Por eso no vino dijo. Por eso me miraba como si le recordara algo falso.
Nico no respondió. Él sabía lo que era que te miraran así. Ella se ajustó el abrigo. Siempre pensé que si era lo suficientemente buena me vería. ¿Qué importaría? Nico la miró directo. Si importas. Solo que no para él. Le ardían los ojos, pero las lágrimas no salieron. Esa etapa ya había pasado.
Lo que sentía ahora era algo más frío. Vendrá por nosotros, dijo. Lo sé. Ella extendió la mano sobre el fuego sus dedos rozándolos de él. No quiero volver. No volverás. Lo dijo como una promesa. Al caer la tarde, Nico afiló su rifle y contó su cuchillo. León yacía bajo su manta mirando las estrellas asomarse.
El calor de la fogata le acariciaba el rostro, pero era su cercanía lo que le daba seguridad. No salvación, solo no estar sola. Él no pidió agradecimientos, no habló del mañana. Pero mientras el viento soplaba entre los riscos como un susurro antiguo, ambos sabían que esto apenas comenzaba. Red Bluff aún no había terminado con ellos.
El sol se elevaba lentamente detrás de los riscos de arenisca, lanzando largas pinceladas anaranjadas sobre el matorral. Reinaba el silencio en el arroyo, donde Nico y Leona se habían refugiado. Ese tipo de silencio que solo llega cuando el miedo se ha drenado y el cansancio toma su lugar.
El aire aún conservaba un frío amargo y el fuego de la noche anterior ya era cenizas. Leona se movió bajo el abrigo de Nico con un dolor sordo en los miembros constante. Al sentarse, sus ojos se encontraron con los de él al otro lado del pequeño campamento. Él estaba agachado cerca del borde del risco observando el horizonte. El rifle reposaba junto a él, las manos quietas pero tensas. Ella aclaró la garganta con suavidad. Él se levantó y se acercó.
¿Estás bien? Ella asintió ajustándose el abrigo. Adolorida, pero viva. Dormiste yo no soñé, añadió ella. No sé si eso sea buena señal. Nico se agachó junto al fogón, echó unas ramitas y reavivó las llamas. Significa que tu cuerpo aún no se rinde. Ya basta. Leona lo observó en silencio por un largo instante.
“Siempre hablas como si hubieras vivido dos vidas.” “Las he vivido,”, respondió él con voz serena. “A media mañana ya iban a caballo. Nico al frente, Leona detrás de él sobre Ghost.” El Mustang avanzaba tranquilo acostumbrado al peso. Leona se aferraba a él los dedos presionando sus costados para mantener el equilibrio.
Seguían una vereda angosta y serpente sobre la cresta con vista a Red Bluff en la lejanía, un pequeño grupo de casas bajo la sombra del campanario blanco de una iglesia. Nico se detuvo en un promontorio y señaló. Allá dijo. Es hacia donde vamos. Leona frunció el ceño. Red Bluff es lo último que deberíamos. No al pueblo la interrumpió él. A las afueras.
¿Hay alguien ahí en quien confío? Más o menos. Leona no respondió, solo se sostuvo de él mientras reanudaban el camino. Al atardecer llegaron a las afueras de Red Bluff, evitando los caminos principales entre matorrales y mesquites. Una cabaña desgastada se alzaba en una colina sobre el pueblo oculta entre robles salvajes y un jardín abandonado.
Humo salía de la chimenea. Nico bajó del caballo y llevó a Ghost al corral lateral. ayudó a Leona a desmontar con cuidado. Dentro de la cabaña flotaba un aroma a tabaco y papel envejecido. Había mapas por todas las paredes. Una estufa de tubo silvaba suavemente en una esquina. Glenn llamó Nico.
Un momento después, un hombre salió de un cuarto lateral con canas y ojos vivos rondando los 60. Llevaba tirantes y una pistolera. Su ojo izquierdo era de vidrio. “Carajo”, dijo. No esperaba verte de nuevo y mucho menos con ella. Necesita un lugar donde descansar”, dijo Nico. “Solo un día o dos.” Glenn lo miró con recelo.
“¿Sabes bien de quién es, hija?” Leona dio un paso al frente. “Ya no soy su hija.” Glen. La miró luego a Nico. “Problemas.” Nico asintió. “Y vienen rápido. Esa noche Glenn les dejó quedarse en el cuarto lateral. Olía a Cedro y Cuero. Leona se dejó caer en el catre rendida. Nico se quedó junto a la ventana el rifle sobre las piernas. Ella habló.
Culey, ¿cómo lo conoces? La voz de Glen. Nico sonó casi como un susurro. Solía montar con los Rangers. Se largó cuando incendiaron mi aldea. Rechazó el siguiente nombramiento. Dijo que la justicia no debía llevar placa y te eligió a ti. No confía en nadie, pero reconoce la verdad cuando la ve. Ella se acomodó la cobija sobre los hombros.
Nico, cuando escuchaste cómo hablaban de mi padre, quiero decir, él siempre planeó venderme. Él desvió la mirada hacia la ventana. No creo que alguna vez te haya visto como hija, solo como un número en sus cuentas. Fuiste una herramienta para cerrar un trato. Leona soltó el aire corto y áspero. Solía rezar en esa iglesia cada semana.
Creía que si me portaba bien, Dios le daría sentido a todo. “Tal vez ese fue el problema”, murmuró Nico. ¿Querías encontrar sentido en algo construido sobre mentiras? A la mañana siguiente, Glenn le entregó a Nico una hoja de pergamino doblada. Esto me lo dio uno de los del archivo del juzgado. Es un chamaco callado.
Me lo debía. Es una copia de las actualizaciones del título de tierras de Deine del último trimestre. Nico desdobló el papel. Había una lista de nombres, algunos tachados otros añadidos recientemente. Leona se acercó. Las tierras de mi madre, susurró señalando con el dedo. Se suponía que debían quedar intactas en fide y comiso, pero aquí están, dijo Nico. Manchadas a nombre de CC.
La voz de Leona tembló. Ella murió antes de que pudiera tomar nada. Recuerdo que dijo que las dejaba para mí. Su nombre debería estar en ese título, no el de él. Nico siguió con la vista la columna. Mira este, dijo con fecha de dos meses después de su muerte. Eso no puede ser. Lo falsificó, dijo Leona sin rodeos. Nunca fue suyo.
Y si mintió sobre esto, mintió sobre más cosas, murmuró Glen. Un hombre que destroza el pasado y lo reescribe a su conveniencia. No te detengas solo en la tierra. Necesitas pruebas. Leona alzó la vista hacia Nico. Hay una caja fuerte en su despacho oculta bajo la duela cerca del estante. Lo he visto abrirla después de reuniones nocturnas.
Nico asintió lentamente. Iremos esta noche. Aquella noche, envueltos en sombras, regresaron al estado Danés, evitando el camino principal. Dejaron los caballos atados bajo el risco y avanzaron a pie pegados a la línea alta de pasto. La casa estaba en penumbra. Casi todo el personal había sido despedido después de la fiesta de compromiso.
Entraron por la puerta trasera del servicio. El despacho olía a whisky rancio y aceite de armas. Nico cruzó la habitación en tres pasos largos, levantó la alfombra y forzó la tabla del suelo. La caja fuerte seguía allí vieja y con hierro curvado. ¿Sabes el código?, preguntó él. Leona se arrodilló junto a él. Sus dedos temblaban.
Usaba el año en que compró la toga del juez. Creo que 1865. El dial hizo click. El pestillo se dio. Adentro había fajos de escrituras, billetes y un pequeño cuaderno negro. Nico lo abrió con cuidado. Nombres, pagos, firmas, algunas marcadas con tinta roja. Esto es, dijo él, todo lo que ha hecho para comprar poder, los sobornos, los hombres silenciados.
Mira esto, susurró Leona sacando una hoja doblada. Era una carta. La letra de su madre la encontró, la guardó para asegurarse de que nadie más lo supiera jamás. Nico le puso una mano en el hombro. Ahora lo sabemos nosotros. Desde afuera se oyó el chasquido seco de una rama. La voz de un arma. Suéltalo. Los dos se giraron con lentitud. El alguacil estaba en la puerta.
Revólver en alto. Sabía que volverías arrastrándote, niña. Detrás de él había dos ayudantes. Con las armas listas. Nico miró a Leona. Ella no parpadeó y cuando sus dedos se deslizaron dentro del abrigo buscando la pequeña pistola que Nico le había dado esa mañana, él comprendió algo. Ya no tenía miedo. El instante se congeló.
El metal brillaba bajo la luz de la lámpara. Los dedos de Leona se cerraron con firmeza sobre la empuñadura de su arma y el cuerpo de Nico se desplazó apenas calculando la posición de los tres hombres al otro lado del cuarto. El alguacil Rook Lyle no era ningún tonto. Llevaba más de 10 años siendo el perro de presa de Dan, demasiado astuto para la mayoría y más despiadado que todos los demás.
Los dos ayudantes que lo escoltaban Raley y Bun parecían sabuesos soltados justo antes del ataque. “Aléjense de la caja fuerte”, gruñó Rook. “Quedan arrestados por allanamiento, robo y tentativa de sedición. Sedición.” La voz de Leona sonó firme, pero helada, retumbando en la habitación. “¿De qué rincón oscuro sacaste esa ley, Rook? Mi padre tiene jurisdicción sobre estos territorios.
Ya no eres una deine preciosa, escupió Rook con desprecio. Ese apellido era tu escudo y ya no lo tienes. Entonces habló Nico, su voz tan firme como el acero. La que debería estar esposada no es ella. Los ojos de Ruc se entrecerraron. Nunca sabes cuándo cerrar el hocico, ¿verdad? Apache soltó con veneno. Se acabaron las palabras.
Leona fue la primera en moverse. Se echó hacia un lado sacando la pistola de su abrigo. El primer disparo retumbó haciendo eco en los muros de madera. Rally gritó su brazo sacudiéndose cuando la bala le atravesó el músculo. Boom se abalanzó, pero Nico reaccionó más rápido.
En tres zancadas, cruzó el cuarto, agarró la lámpara del escritorio y la lanzó con toda su fuerza. El vidrio estalló en mil pedazos. La llama rugió al instante. El sherifff retrocedió cuando el aceite prendió en la cortina. Fuego. El fuego se alzó como una flor rabiosa detrás de él. Nico envistió a Bun con el hombro estrellándolo contra la estantería. La madera crujió.
Una lluvia de libros legales antiguos cayó como ladrillos. Ruc disparó una vez fallando a Nico por apenas unos centímetros. Entonces Nico se le fue encima cuchillo en mano una ráfaga de acero y furia forcejearon entre el humo. El alarido del sherifff resonó cuando la hoja de Nico le abrió un tajo profundo en el costado.
“Corre”, gritó Nico por encima del crepitar de las llamas, pero Leona no huyó. Disparó de nuevo dándole a Rallyy en la pierna cuando intentaba levantarse. Luego se giró, tomó el libro negro del escritorio y corrió hacia donde estaba Nico. Juntos irrumpieron por la puerta principal escapando hacia la noche gélida. Detrás de ellos el humo se enroscaba por la ventana rota mientras cruzaban el jardín y se internaban en el huerto.
Ghost ya esperaba tras la cerca, las pezuñas inquietas, los ojos desorbitados por el olor a incendio. “Súbete”, apremió Nico ayudando a Leona a montar. Él se subió detrás justo cuando los gritos comenzaban a resonar desde la mansión. Las linternas se encendieron como estrellas violentas. Los disparos rompieron la noche.
Una bala silvó junto al hombro de Nico desgarrando su abrigo. Él se inclinó hacia adelante, espoleando a Ghost con fuerza. Se desvanecieron entre el viento que soplaba entre los árboles, cortándoles el rostro como látigo, mientras los cascos golpeaban con furia la tierra cuarteada y las raíces secas.
Detrás de ellos, la casona ardía en llamas una chispa accidental, una decisión desesperada o quizás el peso de la justicia al fin cayendo. No se detuvieron hasta el amanecer cuando la luz empezó a pintar de cobre las cuchillas de las lomas. Cerca de los restos de un rancho olvidado, encontraron un granero vencido escondido entre los pliegues de la tierra.
Leona se bajó del caballo con las piernas temblorosas, los dedos torpes, la cara sin color por el desgaste. Estás sangrando murmuró Nico bajó la vista. La sangre empapaba su costado saliendo en silencio bajo el abrigo. No es grave, murmuró. Quieto le ordenó. Él no discutió. Ella arrancó trozos del de su vestido y limpió la herida con el poco whisky que quedaba en un viejo frasco de silla.
Las manos le temblaban, pero trabajaba con firmeza callada. ¿Te duele? Sí. Bien, él esbozó una sonrisa apenas visible. Cuando el sangrado comenzó a ceder, Leona amarró el vendaje y se dejó caer hacia atrás, secándose el sudor de la frente. Casi nos matan, pero no lo lograron. Él la miró de frente. No dudaste allá atrás. En el despacho él había desviado la mirada a la mandíbula apretada.
sabía lo que nos esperaba. Lo que no calculé fue el incendio. Leona alzó el cuaderno negro. Esto lo cambia todo. Demuestra que todo lo que dijiste era cierto. Fraude de tierras, sobornos, asesinatos por encargo. Ha estado lavando todo a través de obras de caridad y grupos políticos disfrazados de santos.
Miró los nombres escritos con tinta negra. Estos hombres han manejado este pueblo por años, pero ya no más. alzó la vista. Y ahora que ya los desenmascaramos, pero no en Red Bluff, no mientras sigan controlando la ley. Leona frunció el ceño. Entonces, ¿dónde hay un juez itinerante en Santa Fe? Dijo Nico. Es limpio, justo. Una vez fui su escolta. Nos va a escuchar si logramos entregarle estas pruebas.
Es una semana de camino y tu herida. sobreviviré. Ella le rozó los dedos apenas. Me salvaste, susurró. Él sostuvo su mirada. Llevo tiempo haciéndolo, solo que tú no lo sabías. Esa noche, mientras el viento entraba por las rendijas del granero y el cielo se cerraba como un telón negro sobre ellos, Leona no podía dormir.
El silencio pesaba apenas roto por la respiración rasposa de Nico. Se giró hacia él. ¿Por qué te importo? Preguntó en voz baja. Él abrió los ojos. Quiero decir, ¿por qué yo? ¿Por qué no irte cuando tuviste la oportunidad? Tardó un momento en responder. Entonces, ¿porque te vi? ¿Qué quieres decir? La primera vez hace 9 años estaba sentada bajo los árboles leyendo, “Alzaste la vista hacia mí como si fuera una persona. Nadie más lo hizo jamás.” Ella soltó el aire despacio.
“¿Y tú crees que eso es amor?” “No lo sé”, respondió él, “pero fue suficiente para que no me convirtiera en uno de ellos.” Ella se inclinó, le tocó el costado vendado. Aún podrías morir por esto. Ya he muerto antes. Pero no de golpe, murmuró con una sonrisa leve. Eso suena muy apache. Es que soy muy apache.
Ella se acercó más, le besó la frente con suavidad. Luego se acostó a su lado su mano sobre la de él. Afuera el viento soplaba grave entre las ruinas del rancho. Los lobos ya venían. Pero por ahora, entre los huesos de lo que alguna vez fue, tenían un momento de paz. Los dos primeros días de camino hacia Santa Fe fueron duros y callados.
Nico guiaba a Ghost por cauces secos y senderos viejos entre el desierto alto, siempre vigilando las crestas por si algo se movía. El sol caía sin piedad y el viento arrojaba polvo en sus ojos hasta que todo el mundo parecía desdibujado. Leona cabalgaba detrás de él, los brazos rodeándole la cintura, el rostro apoyado justo en el hueco entre sus omóplatos. Su agarre no venía del miedo, sino del agotamiento. Cada músculo le dolía.
Cada bocanada de aire sabía a tierra y a humo viejo, pero no se quejaba. Nico sangraba otra vez a través de la venda. La segunda noche. Se detuvieron en una vieja cabaña de pastor oculta entre un manto de pinos piñoneros. El techo estaba medio derrumbado, pero las piedras aún guardaban calor y la chimenea, aunque rota, respondió al fuego.
Mientras Leona avivaba las llamas, Nico se dejó caer en el suelo, el sudor bajándole por las cienes. “Tienes fiebre”, murmuró con los dedos en su mejilla. “He pasado por cosas peores.” “Eso no es una respuesta.” Ella hirvió agua, rompió más tela de su en agua y trató de limpiar la herida. Se le había abierto otra vez durante el viaje enrojecida furiosa.
Leona molió salvia seca del costalito de Nico, preparó una cataplasma amarga y la colocó sobre la piel. Él no se movió, pero apretó la mandíbula con fuerza. “No quiero que mueras antes de llegar”, le dijo. Antes no te importaba. Ella levantó la vista de golpe. Eso no es justo. Sus ojos se suavizaron. “Lo sé.” permanecieron en silencio un rato con el chisporroteo del fuego entre los dos.
Afuera, el viento se colaba entre los pinos como advertencias al oído. ¿Crees que ya estén cerca?, preguntó Leona. Nico asintió. Si no era ahora, sería pronto. El sheriff Rooks tenía demasiado orgullo para abandonar la persecución. Y tu padre tiene más miedo de que se sepa la verdad, que del peligro mismo Leona apretó el cuaderno negro contra su pecho.
Todavía me acuerdo de cuando pensé que casarme me daría seguridad, murmuró. Eso fue lo que mi padre me juró. Pero cada hombre en esa fiesta me miraba como si yo fuera una cuenta por cobrar. La voz de Nico sonó casi como un suspiro. Tú vales más que promesas dichas por hombres con cuchillos escondidos en la espalda. Ella no apartó la vista del fuego.
¿Tú crees que las personas cambian? Nicoel se tomó su tiempo antes de responder. No dijo por fin, pero sí creo que pueden decidir en quién convertirse después. Al amanecer volvieron a escribir. La fiebre de Nico bajó durante la noche y aunque el dolor seguía punzando en su costado, se mantenía más erguido sobre la silla.
La pistola de Leona ahora colgaba de su cintura ya sin esconderla y no era por apariencia. Cruzaron al territorio de Nuevo México antes del mediodía. El paisaje se abría en algunas zonas llanuras inmensas que luego se plegaban en colinas rojizas y cañadas profundas. El camino hacia Santa Fe serpenteaba por una tierra dura salpicada de antiguas misiones de los pueblos originarios y desfiladeros que devoraban la luz.
Fue al mediodía del tercer día cuando el peligro los encontró. Los jinetes aparecieron de pronto cuatro en total, con los rostros cubiertos y las armas listas. No eran autoridades, sino matones a sueldo. Uno de ellos alzó el fusil y disparó al aire a modo de advertencia. El polvo se levantó a centímetros de las patas del caballo de Nico. Giró con fuerza llevando al Mustang hacia unas rocas.
Bajaron detrás de un montículo y se cubrieron entre los salientes de arenisca. Leona cayó a su lado jadeando. “Nos siguieron.” “No son de la ley”, murmuró Nico. “Y no les importa disparar primero.” Un estruendo de disparos retumbó sobre sus cabezas. Astillas de piedra les salpicaron los rostros. Leona se cubrió la cabeza y luego buscó su arma. Nicola miró de reojo.
¿Sabes disparar? No, dijo ella sin dudar, pero sé apuntar. Él le pasó el rifle de repuesto que llevaba en la alforja y le susurró las indicaciones. Espera mi señal. No dispares si no se acercan demasiado. Nico se arrastró por la cresta dando un rodeo silencioso entre arbustos y piedras. Dos de los hombres armados avanzaron sin cuidado, confiados en exceso.
Uno encendió un puro mientras caminaba sonriendo como un perro que ya se creía ganador. Nunca vio venir a Nico. Un golpe certero en la garganta, luego el cuchillo al riñón. El otro sujeto se giró al escuchar el ruido, pero una piedra le golpeó de lleno en la cara seguida del puño de Nico que le destrozó la mandíbula. Ambos cayeron al suelo sin disparar. De nuevo se escucharon balazos cuando los últimos dos se acercaban hacia donde estaba Leona. Ella esperó, siguió esperando y luego se puso de pie.
El rifle tronó. Uno de ellos cayó hacia atrás, los hombros destrozados. El último trató de huir, pero Nico lo derribó con un tiro limpio por detrás directo a la pantorrilla. El hombre gritó y luego se desvaneció gimiendo hasta perder el sentido. Nico volvió junto a Leona respirando agitado.
Ella bajó el arma con lentitud. Solo quería asustarlo. Lo hiciste él miró al herido. Pero no puedes seguir creyendo que el miedo es suficiente. Leona bajó la vista hacia sus manos. No temblaban. Entonces lo aprenderé. Esa noche acamparon en un cañón seco rodeado de torres de piedra.
El cielo se extendía claro inmenso y la luna era una línea fina como hoja afilada. Nico afilaba su cuchillo mientras Leona revisaba más páginas del libro negro. Levantó la mirada. Hay un nombre aquí que reconozco. El juez Hurst. Mi padre siempre decía que era incorruptible. Entonces quizás sea él a quien necesitamos. Ella asintió. vive cerca de Santa Fe.
A un día de camino de la capital, Nico guardó su cuchillo. Entonces, allá iremos. Ella cerró el libro. No quiero solo entregar esto, quiero declarar. Quiero que la gente lo escuche de mi voz. ¿Estás segura? Estoy harta de ser alguien a quien callan o usan o venden. Él la observó de verdad. No eres la misma chica que saqué de esa cueva. Ella le tocó el brazo.
Tú tampoco eres el hombre que se escondía entre sombras. Él cubrió su mano con la suya. No se besaron. Aún no, pero algo dentro de ellos cambió. Hecho raíz. creció más allá de la necesidad o el rescate. No era solo amor lo que nacía, era lealtad, era respeto y un dolor compartido como carga que se aligera. Llegaron al rancho del juez Hurster. La tarde del día siguiente.
Una casa de adobe y piedra se alzaba junto a un viejo bosquecillo de álamos. Sin guardias, sin sirvientes, solo un hombre de cabello plateado y mirada gastada sentado en el porche con un cuaderno sobre las piernas. Juez Horst llamó Leona mientras desmontaba. El anciano alzó la vista los ojos entrecerrados. Eres la muchacha de Dane. Ela avanzó con el libro en la mano.
Ya no. Detrás de ella, Nico seguía montado vigilando el horizonte. “Necesitamos 10 minutos”, dijo ella. Solo eso. El juez tomó el libro, ojeó unas páginas y tardó un buen rato en alzar la vista. El cielo matutino sobre Santa Fe estaba teñido de dorado pálido con betas de azul plomo.
La noche aún no se rendía del todo. En el patio de adobe de la finca del juez Hurst, las chicharras guardaban silencio. La gente también. Nico permanecía junto al arco del portón fusil en mano. Sus ojos seguían a cada jinete que cruzaba el camino lejano. El pueblo más abajo comenzaba a despertar y con él el peligro. Adentro, Leona se sentó frente al juez en una mesa de roble robusta.
El cuaderno negro yacía abierto entre ambos. Hst llevaba horas leyendo. Cada hoja que volteaba tenía el peso de la ley. Sabía que De era ambicioso, dijo al fin Horst. Pero esto, esto supera la ambición. Esto es traición. Leona mantenía las manos entrelazadas con fuerza sobre su regazo. ¿Puedes llevarlo ante el tribunal? Puedo, respondió él.
Pero no saldrá limpio. Ya compró a varios. La mitad del circuito tiene conocidos en la oficina territorial. Incluso en Santa Fe estaré jugando en campo enemigo. Yo declararé, dijo ella con voz baja. Nombraré a cada hombre. Cada trato, cada contrato falso que me puso enfrente. Hur la observó largo y firme. ¿Sabes en lo que te estás metiendo? Ahora sí. Él asintió con un solo gesto.
Entonces salimos al anochecer sin ruido. Estarán bajo custodia hasta la audiencia. Leona exhaló los hombros por fin cediendo. Nico entró cerrando la puerta atrás de sí. Ya llegaron. ¿Quién? Preguntó Leona. Rook y cuatro jinetes más. Los vi cruzando la loma del sur. Van tras la pista. Horst se levantó. Llamaré a los federales.
No va a dar tiempo, dijo Nico. Actuarán antes del anochecer. El juez los miró a los dos. Entonces los aguantamos lo suficiente para salir. Esa tarde se arrastró como un trueno lento en un cielo sin nubes. El juez Hurstmó a dos de sus peones y mandó cerrar con trancas la entrada principal.
Leona ayudaba a guardar los documentos de prueba en un bolso de lona mientras Nico revisaba la munición y engrasaba los rifles. “Pensé que se sentiría como una victoria. La justicia nunca lo hace”, dijo Leona mientras cargaba las balas con los dedos temblorosos. “Es solo una forma más callada de violencia”, respondió Nico. Ella lo miró con una mezcla de duda y firmeza en los ojos.
“¿Crees que salgamos vivos de esto? Creo que ya hemos sobrevivido a cosas peores.” Asintió. Y por un instante eso bastó. Al caer la tarde se escucharon los cascos. No galopaban, acechaban. Cinco jinetes cruzaban entre los matorrales cerca del lindero. Nicolas vigilaba desde la segunda ventana del establo, siguiendo sus sombras como si fueran lobos rodeando un corral. “Están esperando que caiga la noche”, murmuró.
“Entonces actuamos antes,” dijo Horst entregándole un Winchester a Nico. “Si buscan sangre, la mía no será fácil de conseguir.” Leona se colocó detrás de Nico ajustando la pistola a su cadera. No voy a esconderme. Él se giró hacia ella. Deberías. No, si esto se acaba hoy, quiero terminarlo de pie. Él la miró fijamente mandíbula tensa.
Entonces, no titubees. No lo haré. El primer disparo llegó justo cuando el sol desaparecía detrás de las colinas. Uno de los hombres de Ruca agazapado tras un mezquite abrió fuego hacia la casa. La bala se incrustó en la pared de Adobe junto a la puerta. Nico respondió de inmediato derribándolo con un disparo limpio al hombro y entonces estalló el caos. El tiroteo vino desde ambos lados.
El aire se llenó de polvo. Otro hombre corrió hacia el cerco, pero uno de los rancheros de Hurstribó antes de que llegara a la mitad del camino. Dentro del portón, Leona se agachó. Arma en mano. Respiración agitada pero concentrada. Rook cargaba con otro jinete intentando entrar por el costado.
Nico lo enfrentó de frente lanzándose desde el techo del establo como un relámpago de gamusa y acero. Derribó al segundo hombre de su caballo y giró para encarar a Rook. El alguacil levantó su pistola. “Deberías haberte quedado en tu reserva”, escupió. “Nunca tuve una”, dijo Nico. Y se lanzaron. Peleaban como fieras. Puños codazos. sangre.
La herida del costado de Nico volvió a abrirse, pero no cayó. Esquivó un golpe desbocado, hundió su antebrazo en la garganta de Ruk y ambos rodaron por el suelo. La pistola se deslizó por la tierra. Leona corrió hacia ella. La levantó justo cuando Rook se incorporaba detrás de Nico.
La boca llena de sangre, la mirada desencajada, extendió la mano hacia su cuchillo y se congeló. Leona estaba a unos metros de distancia con la pistola apuntando directo al pecho de él. “No lo hagas”, dijo Rook. Dudó, pero aún así se lanzó. El disparo retumbó como el último aliento de alguien. Rook cayó de rodillas con la sorpresa dibujada en el rostro y luego se desplomó hacia adelante encima de Wusti.
La violencia volvió de golpe como un telón que cae. Los jinetes que seguían con vida salieron huyendo. El suelo quedó cubierto de casquillos, huellas y manchas de sangre. Leona dejó caer el arma las manos temblándole. Nicolas sostuvo antes de que tocara el suelo. No quería hacerlo susurró ella. Pero hiciste lo que tenías que hacer.
Ella lo miró la voz entrecortada. Eso me convierte en uno de ellos. No, respondió él. Te convierte en alguien libre. Tres días después estaban frente al tribunal territorial en Santa Fe. El juez Hurst presentó todas las pruebas. Leona leyó su declaración con voz firme, mencionando a cada hombre cada delito y a su propio padre como el cabecilla de toda la corrupción.
La sala se quedó en un silencio seco y denso. En menos de una semana se giraron órdenes de arresto. Se congelaron bienes. El estado confiscó toda la información. Leona se negó a asistir a la sentencia. Nicola esperó afuera recargado en una columna bajo el sol de la mañana. Cuando ella salió no dijo nada, solo lo abrazó fuerte pegando el rostro a su pecho. ¿Y ahora qué? Preguntó él. Nos vamos.
susurró ella, a dónde a donde sea, mientras el camino sea largo y el pasado no nos alcance. Se marcharon esa misma noche sin despedidas, sin ceremonia, solo un hombre y una mujer alforjas, llenas de verdades y sangre, que aún no se borraba de sus recuerdos. Cabalgaron hacia el oeste cruzando montañas y ríos, buscando una paz que ningún juez podía otorgar.
Y bajo las estrellas girando sobre ellos, Nico estiró la mano. Leona no la soltó. Siguieron hacia el sur hasta que el paisaje volvió a cambiar hasta que los pinos altos dieron paso al mesquite y al matorral seco. Y las estrellas en la noche colgaban más bajas, más grandes, como si los retaran a soñar.
En algún lugar más allá de las cruces cambiaron los fantasmas por dos caballos fuertes sin nombres, solo cascos y polvo, y siguieron adelante hasta que el pasado dejó de susurrar detrás de ellos. En un vallecito cerca de un pueblo fronterizo llamado Socorro del Norte encontraron una choa medio tragada por la tierra, un arroyo que aún corría y un grupo de álamos que brillaban como plata bajo la luna. No era gran cosa, pero era suyo.
Las primeras semanas fueron duras. De esas durezas que nunca se cuentan en las historias. Construyeron un techo con manos que todavía guardaban la memoria del combate. Nico cazaba y ponía trampas enseñándole a Leona cómo despellejar un conejo, cómo caminar sin romper el silencio. Ella trabajaba la tierra, abría zanjas para los frijoles y las hierbas amargas y aprendía a encender fuego con pedernal y corteza en lugar de cerillos. Casi nunca hablaban de Red Bluff, ni de la sangre, ni del juicio que convirtió el
nombre de su padre en polvo. Pero en los momentos callados, cuando Leona removía pan de maíz sobre una olla humeante, o cuando Nico sacudía su abrigo en los últimos rayos del sol, a veces se encontraban con la mirada y esa mirada lo decía todo. Habían sobrevivido no solo al peligro, también a la podredumbre.
la podredumbre que también vivía dentro de ellos junto con las heridas, las dudas y los Y sí, m, una vez Leona preguntó mientras veían el humo elevarse por la chimenea hacia el atardecer. ¿Crees que algún día volveremos a ser buenos? Nico la miró durante un buen rato. Nunca fuimos malos, dijo. Solo estábamos rotos. Una mañana despertaron con el sonido lejano de cascos. No eran rápidos ni sonaban amenazantes, solo un jinete.
Nico se levantó con el rifle colgado bajo el hombro y se paró en la entrada. Un alguacil federal se acercaba con el abrigo empolvado y el sombrero ladeado. Bajó del caballo lentamente y se quitó el sombrero. Buenos días, dijo. Nico no respondió. El alguacil miró más allá de él y vio a Leona en la sombra de la cabaña.
Vengo con noticias, no con problemas. dijo el alguacil. El juez Horse me pidió que los encontrara. Pensó que debían saberlo. Leona dio un paso al frente. ¿Saber qué? El alguacil sacó un documento del abrigo, un aviso oficial firmado y sellado. Daine murió. Le enterraron un cuchillo en la prisión territorial. No dijo nada ni al final. Leona no se movió. Su rostro no mostró nada.
No dejó testamento. No tenía herederos. Los bienes fueron disueltos. La mayoría del dinero se redistribuyó en reparaciones y reclamos de tierras. El alguacil los miró a ambos. Eso era todo. Que tengan buen día. Montó de nuevo y se alejó sin esperar agradecimientos. Solo cuando el polvo se asentó, Leona habló. No siento nada. No se supone que sientas, respondió Nico con suavidad.
Eso es el duelo. Cuando ya se te acaba. Esa noche se sentó bajo el álamo con los brazos envueltos alrededor de las rodillas. El viento se colaba entre las ramas. El fuego chispeaba cerca. Me odiaba porque le recordaba a ella. Ella susurró. Nico se sentó a su lado, su hombro cálido rozando el de ella, pero su rostro, no lo recuerdo.
Solo me viene a la mente lo helado que estaba el de él. No intentó decir nada para consolarla, solo esperó. ¿Tú crees que vivir así basta?”, preguntó ella. “Aquí escondidos, viviendo paso a paso en lugar de avanzar con fuerza.” Él no dudó. “No es esconderse”, respondió él. “Es decidir.” Ella lo miró los ojos cansados, pero aún con vida.
Antes pensaba que estaba destinada a algo grande, algo que todos vieran, algo que contara. “Lo estuviste”, dijo él. Pero ahora tomó su mano con dureza, sí, pero viva, cálida, presente. Ahora estás aquí. Sigues de pie y eso también tiene peso. Con el paso de los meses, la cabaña se volvió a hogar. La tierra empezó a dar más de lo que quitaba.
Gallinas con el tiempo. Luego un par de cabras. Nico levantó un corral con madera seca. Leona cosió cortinas usando sacos viejos de flores y una vez al mes iban al pueblo por víveres donde nadie hacía preguntas porque no hacía falta. De vez en cuando alguien tocaba la puerta. Viajeros errantes, soldados sin uniforme, mujeres sin historia.
Algunos dormían una noche, otros se quedaban más. Todos recibían pan, algunos sanaban. Una muchacha de apenas 16 llegó sangrando sin zapatos. Leona le lavó los pies con sus propias manos. Nico le ofreció un catre bajo el cobertizo. La joven se fue dos días después. No dijo palabra, pero dejó un pendiente plateado y un ramo de flores silvestres.
Leona colgó las flores arriba de la chimenea. Estamos levantando una iglesia, bromeó una vez. Nico solo sonrió. Pero no de las que uno se arrodilla. Luego llegó el bebé. No era suyo. Una canasta al amanecer en la entrada envuelta en una manta rústica y un viejo abrigo militar. Sin nota, solo un suspiro bajito.
Leona miró a la criatura por largo rato, luego la alzó contra su pecho. Nunca preguntó quién fue la madre ni por qué la dejó. Solo le dio leche de cabra con un paño y la arrulló toda la noche. La llamaron clara. Para cuando llegó la primavera, las cicatrices ya se notaban menos. No desaparecieron, pero al menos ya no estaban abiertas. Leona sembró flores junto al arroyo.
Lupinos silvestres brillantes tercos. Nico construyó una cuna con madera de álamo tallada con paciencia y manos serenas. Una noche bajo un cielo estrellado y los aullidos lejanos de los coyotes se sentaron afuera con clara dormida entre los dos. Ella nunca sabrá de dónde venimos, dijo Leona. Y no lo necesita. Leona sonrió. Ojalá crezca salvaje. Lo hará, pero no perdida.
Se quedaron mirando las brasas hasta que solo quedaron rescoldos. Entonces Nico la miró y habló en voz baja. Nunca te lo dije. ¿Sabes lo que pensé la primera vez que te vi? Estabas leyendo bajo el árbol del huerto vestido rojo las rodillas llenas de tierra, respondió ella en un susurro. Si me acuerdo del vestido. No sabía que me veías. Siempre te veía.
Ella tomó su mano y esta vez sí se besaron. No porque el cuento lo exigiera, sino porque el silencio entre los dos por fin se había ablandado lo suficiente para sostenerlo. y en algún rincón de ese desierto alto donde la ley falló. Y la verdad una vez ardió hasta las raíces. Dos personas escribieron otro tipo de justicia, no con balas, ni con sermones, ni con poder, sino con presencia, con quedarse, con un fuego que no lo destruyó todo, solo lo necesario para dejar espacio a algo mejor. Gracias por llegar hasta el final de esta historia. Me alegra de
corazón que te hayas quedado conmigo. Tu apoyo vale muchísimo. Si puedes, regálame un me gusta y suscríbete al canal. Así podré seguir compartiéndote historias sinceras como esta.
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