
un príncipe con un propósito oculto, una mujer marcada por la adversidad y un destino que desafía todas las reglas. Lo que comienza como un engaño cuidadosamente planeado, pronto se convierte en un juego peligroso de emociones, cuando él, fingiendo ceguera intenta descubrir la verdad sobre una misteriosa mendiga de espíritu indomable.
Pero lo que no espera es que ella desafíe sus creencias, sacuda su mundo y despierte en él. un amor tan poderoso que lo llevará a arriesgar su título, su futuro y su corazón. Pero antes de que comencemos esta hermosa historia de romance de época, dime desde dónde estás escuchando nuestras historias narradas y cuéntame qué es lo que más te gusta de nuestras historias de época.
Me encanta leer los comentarios con sus opiniones. La lluvia caía sobre Londres con una furia incesante, empapando las calles adoquinadas y transformando las callejuelas en ríos de lodo. El cielo, cubierto de nubes espesas, parecía aplastar la ciudad con su peso, sofocando la luz de los faroles y envolviendo cada rincón en una penumbra espectral.
Elenor Nell Hastings avanzaba con pasos cautelosos. su delgado cuerpo envuelto en un abrigo gastado que poco hacía para protegerla del frío cortante. El viento le azotaba el rostro con gotas heladas, enredando mechones de su cabello oscuro alrededor de sus mejillas. Su vestido, otrora digno de una dama, era ahora poco más que un trapo remendado y sucio, un testimonio mudo de la ruina que había caído sobre su familia.
Caminaba con la espalda recta, el mentón en alto, negándose a dejar que la miseria la doblegara. Pero su estómago vacío tenía otra opinión. El hambre ardía en su interior, un dolor punzante que la acompañaba día y noche. Aún así, Nel no suplicaba. No pediría limosna como los demás.
Su orgullo, por frágil que fuese, era lo único que aún le pertenecía. se detuvo al borde de una plaza estrecha, donde un grupo de niños arapientos se refugiaba bajo un portal desvencijado. Se abrazaban los unos a los otros para conservar el calor, sus rostros demacrados iluminados apenas por la tenue luz que escapaba de una taberna cercana. Nel conocía ese tipo de hambre, el que vaciaba el alma tanto como el cuerpo.
Sin dudarlo, se acercó y se acucilló frente a ellos. ¿Quieren escuchar una historia? Los niños la miraron con recelo al principio, acostumbrados a la crueldad del mundo. Pero la voz de Nel tenía algo hipnótico, una dulzura inesperada que les recordaba tiempos mejores. Uno de ellos, un pequeño de mejillas sucias y ojos enormes, sacó un trozo de pan endurecido de su bolsillo y se lo ofreció en silencio.
Él tomó la ofrenda con una reverencia fingida, como si acabara de recibir el regalo de un rey, y lo partió con cuidado antes de llevarse un pedazo a la boca. El pan era áspero y seco, pero para ella sabía a un banquete. Había una vez, comenzó dejando que su voz flotara en el aire húmedo. Un rey que perdió su corona, pero nunca su honor.
Los niños la escuchaban con atención, atrapados por cada palabra. Nel los miró con una mezcla de ternura y amargura. Eran huérfanos de las calles, igual que ella. Aunque su linaje alguna vez le hubiera asegurado un destino diferente, la realidad se había encargado de demostrarle lo frágil que era la fortuna.
A su alrededor, los comerciantes cerraban apresuradamente sus puestos, lanzándole miradas cargadas de desdén. Señoras envueltas en mantos gruesos pasaban de largo, aferrando sus bolsos y sus collares con gestos de desconfianza. Para ellos, Nel no era más que una sombra, una amenaza invisible de lo que podía sucederle a cualquiera si la suerte dejaba de sonreírle.
Pero ella no les prestó atención, no esperaba compasión ni la necesitaba. El viento arreció y la lluvia se volvió más agresiva, haciendo imposible continuar allí. Nel se puso de pie y les dedicó una última mirada a los niños. “Que sueñen con reyes y coronas”, les dijo con una sonrisa apenas perceptible antes de alejarse por las calles inundadas.
Avanzó con prisa, buscando un refugio donde guarecerse. Sus ojos divisaron un alpendre estrecho frente a una librería. No había nadie cerca y el escaparate ofrecía al menos una leve barrera contra la tormenta. Se encogió bajo el tejado y se abrazó a sí misma, pero no pasaron ni dos minutos antes de que la puerta de la librería se abriera con violencia.
“Fuera de aquí”, rugió el dueño, un hombre regordete con un chaleco de lana. Nel no tuvo tiempo de reaccionar antes de que él la empujara hacia la calle. No permitimos por dioseras en mi establecimiento. Resbaló en el barro y cayó sobre sus rodillas. El impacto le arrancó un jadeo, pero no dejó que su dignidad se rompiera junto con su equilibrio.
Se puso de pie de inmediato, con las mejillas ardiendo de rabia e impotencia. Las gotas de lluvia resbalaban por su rostro mientras observaba al librero regresar a su cálido refugio. Quiso gritarle algo, pero no valía la pena. Con los puños apretados, se giró para marcharse cuando algo llamó su atención.
Un hombre caminaba en medio de la calle, tambaleándose como si estuviera desorientado. Su vestimenta lo delataba. Un abrigo de excelente calidad, guantes de cuero fino, botas bien lustradas. Era, sin duda, alguien de la aristocracia, pero algo estaba mal. A pesar del aguacero, el hombre no intentaba protegerse.
Su cabeza giraba ligeramente de un lado a otro, como si tratara de orientarse, y sus pasos eran inseguros, erráticos. Entonces, Nel escuchó el sonido de ruedas y cascos a la distancia. Una carruaje se aproximaba rápidamente por la calle empapada. El desconocido no parecía notarlo. Sin pensarlo, Nel corrió. Se lanzó hacia él en el último instante, empujándolo fuera del camino, justo cuando los cascos de los caballos golpeaban el suelo donde él había estado parado.
Su propio cuerpo se interpuso entre él y la caída, amortiguando el impacto mientras ambos rodaban hacia la acera. El peso del hombre la atrapó momentáneamente contra el suelo mojado. Nel sintió su respiración agitada sobre su cuello antes de que él se apartara lentamente. Respiró hondo, recuperando el aliento, y lo observó con más atención. Era alto, de complexión fuerte, con rasgos cincelados por la nobleza.
Sus cabellos oscuros estaban empapados, pegándose a su frente, y su piel tenía ese matizo, característico de los aristócratas, que rara vez se exponían al sol. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos. No la miraban realmente. Se dirigían a su rostro, pero había algo en ellos, una lejanía, una fijeza inusual. Entonces lo comprendió. Estaba ciego. Nel abrió la boca.
Aún aturdida por lo que acababa de suceder cuando un tercer hombre apareció corriendo desde la acera. Era mayor, comporte distinguido y vestimenta refinada, claramente un sirviente de alto rango. Alteza. El título flotó en el aire como un trueno silencioso. Nel sintió su corazón detenerse. El hombre que acababa de salvar no era un aristócrata cualquiera, era un príncipe.
La lluvia seguía cayendo con fuerza, empapando las calles y cubriendo la ciudad con una bruma gélida. Nel seguía arrodillada en el suelo húmedo, su respiración entrecortada por el impacto del momento. El hombre al que había salvado comenzaba a incorporarse, sus manos firmes sobre el pavimento mojado.
A pesar del alboroto a su alrededor, su rostro permanecía inexpresivo, sereno. Nel lo observó con cautela. Había algo en su manera de moverse que no coincidía con alguien completamente ciego. Sus gestos eran pausados, pero seguros, y cuando giró la cabeza en su dirección, parecía fijar su atención en ella con una precisión inquietante.
El criado, un hombre mayor de porte distinguido, llegó a su lado y se inclinó, examinándolo con preocupación evidente. “Alteza”, repitió con un dejo de desesperación en su voz. Alteza. La palabra aún retumbaba en la mente de Nel como un eco persistente que se negaba a desaparecer. Un príncipe. El desconocido, ahora revelado como alguien de sangre real, permaneció inmóvil por un instante, como si estuviera evaluando la situación.
Luego volvió el rostro en dirección a él. Su expresión intrigada, pero calma, como si intentara descifrarla a pesar de su aparente ceguera. El criado seguía parloteando, nervioso, mientras intentaba comprobar que su señor no estuviera herido. Pero el príncipe simplemente levantó una mano, un gesto silencioso que bastó para silenciarlo.
Estoy bien, dijo finalmente con voz grave y templada. No necesitaba ayuda para ponerse de pie. Con un movimiento fluido, se incorporó. sacudiendo apenas su abrigo para deshacerse del agua y el lodo. Nel se levantó también, sin apartar la mirada de él. El hombre no parecía frágil en absoluto. A pesar de su supuesta ceguera, mantenía una postura impecable, como si nada pudiera desequilibrarlo realmente.
Sujetaba su bastón con firmeza, pero no con la inseguridad que cabría esperar de alguien privado de la vista. Los ojos de Nel se estrecharon. El príncipe inclinó la cabeza levemente, como si percibiera su escrutinio. “¿A quién debo agradecer por haberme salvado la vida?”, preguntó con suavidad.
Su voz era profunda, con un acento apenas perceptible, extranjero, pero refinado. Nel se demoró en responder. Su instinto le decía que aquel hombre no era alguien a quien quisiera tener cerca por mucho tiempo, pero a la vez su mente práctica le recordaba que no ganaría nada haciéndolo enfadar. Eleanor Hastings respondió finalmente.
El criado se acercó de inmediato, sacando una bolsa de monedas de su abrigo. “Su alteza le está profundamente agradecido”, dijo extendiéndole la bolsa con visible alivio. “Acepte esto, señorita. Un pequeño gesto de gratitud.” Nel ni siquiera miró la bolsa. “No fue mi intención recibir una recompensa”, dijo con frialdad. El criado la miró como si fuera una lunática.
“Por favor, no insista. No tengo por qué aceptar dinero de un príncipe”, añadió con una ligera inclinación de cabeza, un gesto que no llegaba a ser completamente respetuoso, pero tampoco insultante. Los labios del príncipe se curvaron apenas en lo que Nel supo de inmediato que no era una sonrisa común.
No era la expresión de un hombre que había sido rechazado, sino la de alguien que acababa de encontrar algo que le resultaba interesante. “Señorita Hastings”, murmuró repitiendo su nombre como si probara su sonido en la lengua. Por alguna razón, eso la inquietó más de lo que le habría gustado admitir. Si me disculpan, debo irme. Se giró para alejarse, sintiendo el peso de su escrutinio sobre su espalda, pero apenas había dado un par de pasos cuando la voz del príncipe la detuvo. Espere.
Nel se tensó, cerró los ojos por un instante antes de volverse lentamente. Sí. El príncipe dio un paso adelante con la tranquilidad de quien está acostumbrado a que sus órdenes sean obedecidas sin discusión. Necesito una guía confiable durante mi estancia en Londres. Alguien que no sea un cortesano complaciente ni un noble con ambiciones ocultas. Las palabras flotaron en el aire entre ellos. Nel sintió su pulso acelerarse.
Era una propuesta inesperada y lo primero que pensó fue en rechazarla. La cercanía con un príncipe solo podía traerle problemas. Un hombre como él pertenecía a un mundo al que ella jamás podría aspirar, un mundo que la había condenado y olvidado. Pero entonces su estómago vacío protestó en silencio.
El hambre era un recordatorio cruel de su realidad. No podía permitirse el lujo de rechazar un trabajo, pero tampoco podía aceptar sin condiciones. “No soy una mendiga, alteza”, dijo con la voz firme. “Si acepto, será bajo mis propios términos”. El príncipe no pareció sorprendido por su respuesta. ¿Cuáles serían esos términos? Pago justo, nada de caridad.
Alexander de Montrose, porque ese era su nombre, según se presentó momentos después, inclinó la cabeza levemente, como si estuviera satisfecho con su respuesta. Entonces, tenemos un acuerdo. Nel no supo por qué sintió una punzada de aprensión. Había algo en su tono en la manera en que la observaba a pesar de su ceguera que la ponía en alerta, como si de alguna forma él supiera algo que ella no.
como si darse cuenta, acabara de enredarse en algo mucho más grande de lo que imaginaba. se despidió con una ligera inclinación de cabeza y comenzó a alejarse. Pero justo cuando doblaba la esquina, creyendo que estaba libre de su presencia, escuchó la voz del príncipe nuevamente. Era apenas un murmullo, pero su criado lo oyó claramente. Interesante.
El tono de Alexander tenía una peculiaridad que hizo que el sirviente lo mirara con cautela. Alteza. El príncipe no respondió de inmediato. Su mano descansaba sobre el bastón y su semblante seguía imperturbable. Creo que he encontrado justo lo que estaba buscando. Su criado frunció el seño, como si entendiera algo que Nel no.
¿Estás seguro de esto, alteza? Alexander esbozó una ligera sonrisa, una que su asistente reconoció demasiado bien. Completamente. El viento sopló con más fuerza, haciendo ondear el abrigo del príncipe mientras él volvía el rostro hacia la dirección en la que en él había desaparecido. Ella aún no lo sabía, pero ahora formaba parte de algo mucho más grande y no había forma de que escapara de ello.
El amanecer apenas rompía el cielo gris de Londres cuando Nell se detuvo frente a la mansión. No necesitaba mirar dos veces para saber que el edificio de piedra clara y columnas imponentes pertenecía a alguien de la más alta aristocracia. Era un palacio dentro de la ciudad con amplios ventanales que reflejaban la luz mortesina de la mañana y jardines perfectamente podados que contrastaban con las calles sombrías que ella solía frecuentar.
respiró hondo y se ajustó el abrigo raído. Su instinto le decía que girara sobre sus talones y se alejara, que no pertenecía a ese mundo. Pero su estómago vacío tenía otra opinión. Se obligó a subir los escalones de mármol y con una determinación fingida golpeó la alaba de bronce.
Un mayordomo de expresión pétrea abrió la puerta. Su mirada recorrió Anel de arriba a abajo con una frialdad calculada, como si evaluara la amenaza de su presencia en la residencia. Nombre, preguntó sin ocultar su desdén. Elenor Hastings. El príncipe Alexander me espera. El hombre ni siquiera disimuló su escepticismo. Sus labios se torcieron levemente, pero se hizo a un lado con un gesto rígido.
Sígame. Al cruzar el umbral, Nel sintió el peso de cada mirada sobre ella. Criados pasaban apresurados con bandejas y telas de lino impecables, pero sus ojos furtivos le decían todo lo que necesitaba saber. No pertenecía allí y todos lo sabían. El suelo de mármol pulido reflejaba los candelabros de cristal que colgaban del techo, proyectando destellos dorados sobre las paredes cubiertas de tapices lujosos.
Los retratos de figuras ilustres la observaban desde sus marcos dorados, testigos silenciosos de su intrusión. Mientras avanzaba por el pasillo principal, el murmullo de voces femeninas llamó su atención. A su derecha, en un salón de visitas adornado con muebles de tercio pelo, un grupo de damas elegantemente vestidas compartía té y susurros.
Una de ellas, una mujer de cabello oscuro y mirada afilada, la observó con una mezcla de curiosidad y desprecio. Con un abanico cubriendo parcialmente su sonrisa burlona, se inclinó hacia su acompañante. ¿Quién hubiera pensado que el príncipe tiene tan exóticas preferencias? La risa que siguió fue suave, apenas audible, pero llegó hasta nel con la precisión de una cuchilla afilada.
no reaccionó. Se obligó a mantener la espalda recta y el rostro impasible, aunque por dentro ardía de rabia. El mayordomo la condujo a una puerta doble de madera oscura, dio dos golpes secos y la abrió sin esperar respuesta. Su alteza, la señorita Hastings ha llegado. Nell entró con cautela.
El despacho era espacioso, con una gran chimenea encendida que llenaba el ambiente de un calor reconfortante. Estanterías repletas de libros cubrían las paredes y un escritorio de Caova ocupaba el centro de la habitación. Junto a la ventana, con las manos cruzadas detrás de la espalda, estaba Alexander de Montros. No se giró de inmediato.
Por un instante, Nel se preguntó si siquiera había notado su llegada, pero entonces, con un movimiento pausado, volvió el rostro en su dirección. “Señorita Hastings”, dijo con calma. Había algo en la forma en que pronunciaba su nombre que le resultaba inquietante, como si ya la conociera de antes, como si ella fuera un enigma que intentaba resolver. “Tome asiento.” Nell dudó, pero obedeció.
Alexander caminó lentamente hasta su escritorio y se apoyó contra él con la misma elegancia despreocupada que la noche anterior. “Le agradezco por venir”, dijo con un tono que no sonaba en absoluto como una simple cortesía. “Supongo que ya se habrá preguntado por qué la necesito.” Nel se obligó a sostener su mirada, aunque su piel se erizó bajo su escrutinio. “Dijo que necesitaba un guía,”, respondió sin rodeos.
Los labios de Alexander se curvaron levemente. Sí, pero no cualquier guía. Se inclinó ligeramente hacia ella. No quiero descripciones amables o respuestas complacientes. No necesito cortesías. Quiero verdades. La franqueza de sus palabras la descolocó por un momento. Verdades. Exactamente.
Quiero que me diga lo que ve, pero también cómo lo ve. Había algo en su tono que la hacía sentir como si estuviera siendo puesta a prueba. Apretó la mandíbula. Muy bien, dijo con frialdad. Veo una habitación opulenta, con más riqueza de la que cualquiera de nosotros podría gastar en una vida. Veo libros en sus estanterías, aunque dudo que los haya leído todos.
Veo un príncipe que parece necesitar ayuda para ver, pero que se mueve como si supiera exactamente dónde está cada objeto en la habitación. El silencio se extendió entre ellos. Alexander no reaccionó de inmediato, pero luego sonríó. Una sonrisa lenta, calculada. Interesante, murmuró. Nel sintió una punzada de inquietud.
No le gustaba esa reacción. No le gustaba que pareciera entretenido en lugar de ofendido. Apretó los puños sobre su regazo. Eso es lo que quería, Alteza. Alexander inclinó la cabeza. Precisamente el ambiente se volvió denso, cargado de algo indefinible.
Sin embargo, antes de que pudiera encontrar una excusa para marcharse, Alexander se enderezó. Comenzaremos hoy. Nel tuvo que contener el impulso de protestar. La idea de pasar tiempo a solas con él no le gustaba, no porque fuera un príncipe, sino porque había algo en él que no terminaba de descifrar. La tarde los encontró caminando por uno de los parques más concurridos de Londres.
La niebla matutina se había disipado, pero el aire seguía impregnado de humedad. Las damas paseaban con sombrillas y guantes de encaje, mientras caballeros conversaban en grupos pequeños, todos lanzando miradas de curiosidad al príncipe extranjero y a su inesperada acompañante.
Alexander caminaba con facilidad, usando su bastón con naturalidad, pero en él no dejaba de notar los pequeños detalles. cómo evitaba los charcos con demasiada precisión, cómo giraba levemente la cabeza ante los sonidos, como si pudiera calcular la distancia de quien pasaba junto a él. Como su expresión nunca era completamente ajena a su entorno, no podía confiar en él, no cuando sentía que estaba ocultando algo.
Entonces, sin previo aviso, Alexander extendió una mano y sujetó su muñeca con delicadeza, pero con firmeza. Nel se tensó. Él no dijo nada al principio, solo la estudió con esa intensidad desconcertante que ya comenzaba a reconocer. Entonces, con voz baja, soltó una pregunta inesperada. ¿Por qué no tienes miedo de mí? Nel sintió que el aire a su alrededor se volvía más espeso, como si la pregunta de Alexander hubiera cambiado el equilibrio invisible entre ellos.
¿Por qué no tenía miedo de él? La respuesta era más complicada de lo que podía admitir, porque a pesar de todo, no era la primera vez que trataba con hombres de su clase. Sabía que la nobleza podía ser cruel, egoísta, despiadada, pero también sabía que el miedo les daba poder y ella había jurado no volver a ser vulnerable ante nadie. Aún así, la intensidad en la mirada de Alexander, si es que realmente no podía ver, la hizo dudar por un instante.
“Debería tener miedo”, respondió con voz baja. El pulgar de Alexander rozó la piel de su muñeca por un breve momento antes de soltarla. La mayoría lo tendría. Nel sostuvo su mirada por unos segundos más, pero luego apartó la vista. No quería adentrarse en un terreno que no comprendía.
Caminaron en silencio por un rato, pero el ambiente entre ellos ya no era el mismo. Alexander parecía más interesado en ella de lo que le gustaría admitir. Y Nel, por su parte, no podía ignorar la creciente sensación de que él jugaba un juego cuyo objetivo aún no comprendía del todo. Los días siguientes se convirtieron en una rutina extraña.
Cada mañana, Nel llegaba a la mansión para encontrarse con Alexander. Su tarea era simple, guiarlo por la ciudad, describirle lo que veía, ayudarlo a moverse por lugares donde su ceguera dificultara su desplazamiento. Pero mientras más tiempo pasaba con él, más dudas surgían en su mente. Al principio había pensado que se trataba de una simple impresión, pero ahora lo veía con claridad.
Alexander no se comportaba como un hombre ciego, era sutil, apenas perceptible. la manera en que su cuerpo evitaba los obstáculos con precisión, la forma en que inclinaba la cabeza cuando alguien se acercaba, como si pudiera medir la distancia exacta entre ellos. Y luego estaban sus ojos.
No se movían de manera errática, como los de la mayoría de los invidentes. No parecían desenfocados ni vacíos. No, su mirada tenía dirección, tenía intención. Por otro lado, él también parecía estudiarla con el mismo nivel de interés. Durante sus paseos, en las pequeñas pausas que compartían en los cafés o en los jardines de la ciudad, Alexander hacía preguntas que parecían inofensivas, pero que en realidad sondeaban más de lo que en él estaba dispuesta a revelar.
Siempre has vivido en Londres. ¿Cómo terminaste trabajando en la calle? ¿No pareces alguien que pertenezca a este mundo? Cada vez que él intentaba acercarse demasiado a la verdad, Nel se cerraba. Respondía con frases cortas, con evasivas. Sabía cómo evitar preguntas. Había aprendido con el tiempo que el pasado era un arma peligrosa y ella no pensaba dársela a nadie.
Esa tarde, cuando regresaron a la mansión después de un recorrido por la ciudad, Nel notó algo diferente en el ambiente. Los criados parecían más tensos de lo normal, murmuraban entre ellos con rapidez, lanzando miradas discretas en dirección al salón principal. Y entonces la vio Lady Jenev Ashford. Nel no necesitaba presentaciones para saber quién era.
Todo en ella gritaba nobleza, desde su porte elegante hasta el vestido de terciopelo burdeos que acentuaba su esbelta figura. Su cabello castaño caía en bucles perfectamente estilizados sobre sus hombros y su piel tenía la porcelana impecable de quienes jamás han pasado una sola noche en la intemperie. Pero más que su apariencia, fue su expresión lo que hizo que Nel se pusiera en guardia.
Porque Lady Jeneviv no la miró con simple curiosidad, la miró como si fuera un estorbo. La aristócrata se volvió hacia Alexander con una sonrisa encantadora y deslizó su mano por su brazo con una familiaridad que dejó claro que no era la primera vez que lo hacía. Alexander querido dijo con dulzura ensayada. He venido a verte. Espero no interrumpir nada importante.
Alexander se mantuvo sereno, pero Nel notó un ligero endurecimiento en su mandíbula. Nunca interrumpes, Jenev. El alivio en el rostro de la mujer fue palpable. Entonces, ¿me permitirás acompañarte en la cena esta noche? Alexander hizo un gesto leve con la cabeza. Por supuesto. Lady Sheneviv sonrió con satisfacción, pero su mirada volvió Anel con una chispa de interés.
Oh, pero qué descortés soy”, dijo con una inclinación de cabeza falsa. “No nos han presentado.” No esperó a que Alexander hiciera las formalidades. Simplemente dio un paso hacia él, tomándola por sorpresa. “Tú debes ser la joven de la que todos están hablando”, dijo con voz suave, pero cargada de veneno.
“La nueva acompañante del príncipe.” Las palabras quedaron suspendidas en el aire, peligrosas. Nel sintió que los criados observaban la escena con disimulado interés. No era un secreto lo que Lady Jeneviv estaba insinuando. Mantuvo el rostro inmutable. Mi nombre es Elenor Hastings. La aristócrata encó una ceja con fingido interés.
Hastings, qué apellido tan familiar. Nel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Lady Jenev sonríó. Estoy deseando conocerte mejor. La amenaza estaba implícita en cada una de sus palabras. El salón de la mansión estaba iluminado con velas que proyectaban un brillo cálido sobre la mesa elegantemente dispuesta. Platos de porcelana fina, cubiertos de plata, copas de cristal con vino tinto.
Nel no debería estar allí. Sabía que su presencia era una anomalía, que ninguno de los aristócratas sentados a la mesa la veía como una igual. Alexander, en cambio, actuaba como si su presencia fuera la cosa más normal del mundo, pero Lady Jeneviv no tenía intención de permitirlo.
Mientras el resto de los invitados conversaban sobre trivialidades de la corte, la aristócrata tomó un sorbo de su copa antes de inclinarse ligeramente hacia Alexander. Querido, tu nueva acompañante tiene un pasado interesante. Las palabras lograron que la conversación en la mesa se ralentizara. Alexander giró ligeramente el rostro en su dirección con una expresión impenetrable. Ah, sí.
Lady Jenev sonrió con dulzura, pero sus ojos estaban afilados como navajas. ¿Sabías que ella no es una simple plebella? Los dedos de Nel se tensaron sobre el mantel. De hecho, continuó la mujer disfrutando cada palabra. Alguna vez fue hija de un conde. Un silencio espeso cayó sobre la mesa. Alexander sintió como Nel se tensaba a su lado. Ella no dijo nada. No tenía que hacerlo. Su expresión lo decía todo.
Lady Jeneviv había tocado en algo que en él no quería que nadie supiera y ahora el secreto estaba expuesto. El silencio que se instaló en la mesa tras las palabras de Lady Genevith era casi tangible, como una densa neblina que se filtraba entre los candelabros y los manteles de lino.
Él sintió el peso de cada mirada sobre ella, inquisitiva, expectante, pero no cedió. No lo haría. Mantuvo la espalda recta, los hombros relajados, la expresión indiferente. Sabía jugar este juego. Lo había aprendido en su otra vida, cuando aún asistía a cenas como esa, cuando aún vestía sedas en lugar de lanas ásperas, cuando su apellido tenía peso en la aristocracia.
Pero esos tiempos habían quedado atrás. Eso no cambia nada, dijo finalmente con voz firme, sin mirar a Lady Genev. Alexander la observó desde su asiento, el filo de su mirada más agudo que nunca. No, no cambia nada, murmuró él. Su tono era neutro, pero Nel no se dejó engañar. Sabía que la revelación no había pasado desapercibida para él.
Lady Jeneviv sonríó como si acabara de sembrar la semilla de la discordia y ahora solo le quedara esperar para ver cómo germinaba. El resto del jantar transcurrió bajo una tensión contenida. Lady Jenev se dedicó a llenar el espacio con anécdotas triviales de la corte. Los demás invitados reanudaron sus conversaciones con precaución, pero Nel notó que sus nombres seguían en sus labios, en sus miradas.
Ella no comió más. Alexander tampoco. Cuando finalmente el último brindis fue hecho y los invitados comenzaron a despedirse, Nel se levantó de la mesa con intención de marcharse. No debía estar allí más tiempo. Pero antes de que pudiera llegar a la puerta principal, una voz profunda la detuvo. No te vayas.
Ella se giró lentamente, encontrándose con la silueta de Alexander de pie junto a la chimenea. “No necesito tu compasión, alteza”, dijo con el tono más cortante que pudo reunir. Alexander ni siquiera parpadeó. No es compasión. Ella cruzó los brazos sobre su pecho, sintiendo como la rabia comenzaba a abrirse paso en su interior. No entiendo por qué te importa mi pasado.
Alexander la observó en silencio por un largo momento antes de responder. Porque quiero saber quién eres realmente. La frase la golpeó con más fuerza de lo que quiso admitir, porque no había burla en su voz, no había juicio, pero la herida en su interior ya estaba demasiado abierta para que pudiera aceptar algo así sin luchar contra ello.
¿Y qué esperas encontrar? Le espetó. Una historia de tragedia y redención. ¿Quieres saber cómo mi padre perdió todo en las apuestas hasta que no quedaba ni una moneda en su nombre? Como mi madre murió de tristeza y yo fui abandonada por aquellos que juraban ser nuestros amigos. Su voz tembló, pero no de debilidad, de furia.
¿Es eso lo que querías escuchar? Alexander cerró los ojos un instante, como si esas palabras hubieran calado más hondo de lo que esperaba. Cuando los abrió de nuevo, había algo en ellos que la hizo sentir vulnerable de una forma que no le gustó en absoluto. “Quería escucharlo de ti”, susurró. Nel sintió que le faltaba el aire porque no había compasión en su mirada, solo algo más peligroso, algo que no podía permitirse.
“No necesito tu lástima”, insistió. Pero esta vez su voz sonó más débil. Alexander se acercó un paso más. Y yo no te la estoy ofreciendo. Nel sintió que su corazón latía con una fuerza descontrolada, porque Alexander no se movía como un hombre cegado por la compasión, se movía como un hombre atraído hacia algo que no podía evitar.
Y entonces, sin previo aviso, él alzó la mano y rozó la suya. El contacto fue breve, apenas un rose de dedos sobre su piel, pero fue suficiente. Suficiente para hacerla contener la respiración, suficiente para que todo a su alrededor desapareciera. Y entonces él habló, su voz más baja que nunca. Tal vez no estoy tan ciego como pensabas.
Nel sintió un escalofrío recorrerle la espalda porque entendió en ese preciso instante que Alexander no solo había estado intentando descifrar su historia, él la estaba descifrando a ella. Nel despertó con una sensación de inquietud ardiéndole en el pecho.
La conversación con Alexander de la noche anterior la había dejado en un estado que no quería admitir. Tal vez no estoy tan ciego como pensabas. Esas palabras la habían perseguido durante toda la madrugada, repitiéndose en su mente con una persistencia insoportable. No importaba, no podía importarle. Se obligó a levantarse del estrecho colchón en el que dormía en la pequeña pensión donde se alojaba.
Se lavó el rostro con el agua fría de una jarra y se miró en el espejo roto colgado en la pared. No podía permitirse distracciones. Solo estaba allí porque necesitaba el dinero. Eso era todo. Desde ese día, Nel se mantuvo distante. Su trato con Alexander se volvió más formal, más impersonal. Cumplía con su trabajo sin problemas.
Lo guiaba a donde él lo necesitara. Describía los lugares con precisión, pero su tono era frío, desapegado. Evitaba mirarlo más de lo necesario. Evitaba hablar más allá de lo estrictamente necesario. Pero Alexander no era estúpido. Desde el primer momento supo que algo había cambiado.
El hecho de que Nel se alejara de él con tanta determinación solo lo hizo más consciente de la extraña conexión que se había formado entre ellos y no le gustaba. Él siempre había sido un hombre de control, alguien que nunca permitía que las emociones nublaran su juicio. Pero ahora, por primera vez en años, sentía que algo se le escapaba de las manos. Así que hizo lo que cualquier hombre en su posición haría.
intentó ignorarlo. Se sumergió en compromisos diplomáticos, en reuniones con figuras de la alta sociedad londinense. Cumplió con cenas formales, con acuerdos políticos que exigían su presencia y como era de esperarse, Lady Jenev estaba siempre cerca. La hermosa aristócrata hacía todo lo posible por recordarle que ella era la elección lógica, la compañera ideal para un príncipe de su estatus.
No entiendo por qué pierdes tu tiempo con una plebella sin apellido, susurró una noche mientras tomaban té en una lujosa residencia. Londres está lleno de mujeres mucho más adecuadas para ti. Alexander no respondió no porque estuviera de acuerdo con ella, sino porque más que lo intentara, su mente seguía regresando a Nel.
Nel continuó con su trabajo, pero su frialdad no pasó desapercibida. Alexander no hizo ningún comentario sobre ello al principio, simplemente la observaba esperando, analizando, hasta que llegó el día en que visitaron el salón de arte. El lugar era una de las galerías más prestigiosas de Londres, con enormes lienzos colgados de paredes cubiertas de terciopelo oscuro.
Había un murmullo constante en el aire, damas y caballeros caminando entre las obras con expresiones de admiración y fingido interés. Para Alexander, la visita tenía un propósito. “Describa las pinturas para mí”, le pidió con su tono usualmente tranquilo. Nel se obligó a mantener la compostura, respiró hondo y comenzó a describir lo que veía.
Pero algo en la atmósfera entre ellos estaba mal. Su voz era diferente, demasiado mecánica. Las palabras eran correctas, pero carecían de emoción, como si las pronunciara sin siquiera pensar en su significado. Alexander de inmediato lo notó. Se quedó en silencio mientras ella hablaba escuchando, dejando que cada palabra flotara en el aire.
“Eres distinta”, dijo finalmente con voz baja. Nel fingió no escucharlo. Aquí hay un retrato de una mujer con un vestido de seda azul. El artista ha usado luces suaves para resaltar los pliegues del tejido y eres distinta, repitió Alexander interrumpiéndola esta vez. Nel apretó la mandíbula.
Eso es todo lo que tienes que decir, Alexander giró ligeramente la cabeza en su dirección. Quiero saber qué te sucede. No me sucede nada, respondió con una frialdad que no engañó a nadie. El silencio entre ellos se hizo más pesado. Alexander dejó escapar un suspiro lento. Si quieres que te crea, tendrás que esforzarte más. Nel sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
No tienes por qué creerme. No te debo explicaciones. Alexander inclinó la cabeza, estudiándola de una manera que hizo que su pulso se acelerara. Antes no eras así. Ella se tensó. Antes hablábamos, antes, cuando describías algo, lo hacías con pasión. Ahora solo estás repitiendo palabras vacías.
Nel cerró los ojos un segundo intentando mantener la calma, pero él no le permitía escapar. ¿Por qué te alejas de mí? La pregunta la golpeó con fuerza. Por primera vez desde que llegaron al salón de arte, Nel lo miró de frente. Había algo en su expresión que la hizo sentir atrapada. No estaba burlándose de ella, no estaba jugando con sus emociones.
Parecía realmente confundido, como si él mismo no entendiera lo que sentía. “Porque no puedo darme el lujo de involucrarme contigo.” Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. Y entonces el silencio, uno profundo, denso, cargado de algo que no quería nombrar. Nel se dio la vuelta para irse, pero antes de que pudiera dar un paso, Alexander sujetó su muñeca.
Su toque fue firme, pero no brusco. Nel sintió su piel arder donde él la sostenía. No quiso girarse, pero lo hizo. Y cuando sus ojos se encontraron, el mundo pareció detenerse. Alexander la miraba con una intensidad que la hizo contener el aliento. No importaba que él supuestamente no pudiera verla, porque en ese momento era como si solo existieran ellos dos.
Los dedos de Alexander rodeaban su muñeca con firmeza, pero sin brusquedad, su tacto irradiando un calor inesperado que contrastaba con la frialdad del aire en el salón. Nel sintió que su piel ardía bajo la presión de su agarre, su pulso acelerándose con una fuerza alarmante.
Por primera vez en mucho tiempo no tenía una respuesta rápida, una excusa para desviar la atención. El silencio entre ellos se volvió insoportablemente denso. Alexander no la soltó. En cambio, inclinó la cabeza apenas un poco, como si la estuviera estudiando, como si su aparente ceguera no fuera un obstáculo para ver más de lo que ella jamás permitiría.
Nel se quedó inmóvil porque algo en su mirada la retenía más que su mano. No era solo un desafío, no era solo una provocación, era algo más. Él levantó la otra mano lentamente, sus dedos suspendidos en el aire, acercándose a su rostro con una lentitud exasperante. Y por un instante, solo un instante, Nel creyó que iba a tocarla, que sentiría la calidez de su piel sobre la suya, que él cruzaría ese límite invisible que lo separaba.
Su respiración se volvió errática. No se movió. No podía moverse, pero justo cuando el espacio entre ellos estaba a punto de desaparecer, un sonido interrumpió la burbuja de tensión que los envolvía. Pasos, tacones resonando contra el mármol del suelo acompañados de murmullos sofocados. Nel parpadeó como si despertara de un trance.
Alexander también pareció notar la intrusión, pero no soltó su muñeca de inmediato. Su agarre se relajó un poco, aunque su mirada permaneció fija en ella. Entonces, la voz de Lady Jeneviev perforó el aire como una daga afilada. Ah, Alexander, aquí estás. El nombre de él en los labios de la aristócrata sonó a reivindicación, a una afirmación de su territorio. La tensión entre Nel y Alexander se rompió de golpe.
Nel retiró su mano con un movimiento rápido, como si su piel se hubiera convertido en fuego repentino. Se volvió hacia el sonido de la voz y vio a Lady Jenevif Ashford entrar al salón con la confianza de alguien que jamás había sido rechazado en su vida. vestía un vestido azul medianoche exquisitamente ceñido a su figura, con encajes delicados en los puños y un escote lo suficientemente pronunciado para atraer miradas sin rozar indecencia.
Detrás de ella, un pequeño grupo de nobles los observaba con interés apenas disimulado. El aire en la habitación cambió de inmediato. Yeviv se acercó sin prisa, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, y entonces tocó el brazo de Alexander con una familiaridad descarada. Estábamos buscándote”, dijo su voz suave como la miel, pero con una posesividad latente. “No me digas que estabas ocupado.
” Nel vio como sus dedos se curvaban sobre la manga de Alexander, como inclinaba levemente la cabeza en dirección a él, reduciendo la distancia entre sus cuerpos. Y algo en su interior se retorció. Alexander no se movió, no hizo ningún esfuerzo por apartarse, pero tampoco respondió de inmediato.
Lady Jeneviev esperó, sosteniendo su sonrisa como si supiera que él no la rechazaría. Y entonces, con la elegancia de quien ha jugado este juego toda su vida, lo guió lejos de Nel. El grupo de nobles se dispersó alrededor retomando conversaciones sobre temas triviales. Pero Nel no escuchó nada de lo que decían, porque su atención estaba fija en la imagen de Alexander alejándose con Lady Jenev a su lado.
Y aunque quiso ignorarlo, aunque quiso convencerse de que no le importaba, algo dentro de ella se fracturó, porque en ese momento supo con certeza que ya no podía fingir, que por más que lo negara, por más que intentara protegerse, ya había sido atrapada. La noche había caído sobre la mansión, envolviendo cada rincón en sombras suaves, mientras los candelabros iluminaban los pasillos con un resplandor tenue.
Nel había terminado su trabajo del día y se disponía a marcharse, ansiosa por alejarse de la sofocante presencia de Alexander y de la mujer que se aferraba a su brazo con la seguridad de quien cree tener el derecho de reclamarlo. Se ajustó el abrigo con manos tensas y avanzó hacia la entrada trasera de la casa, donde los criados solían moverse con libertad lejos de la mirada de los invitados.
Sus pasos eran rápidos, decididos, pero su mente seguía atrapada en el momento en que Alexander la había sostenido en el salón de arte. No podía permitirse pensar en eso. No debía hacerlo. Justo cuando alcanzaba la puerta de salida, una voz vacilante la detuvo. Señorita Hastings se giró y se encontró con un joven criado de rostro pálido, sus manos nerviosas apretando el delantal de su uniforme.
Nel arqueó una ceja, sorprendida por la forma en que él la miraba, como si debatiera internamente si debía continuar o no. Sí, preguntó con cautela. El muchacho miró alrededor, asegurándose de que nadie estuviera escuchando. Luego inclinó la cabeza hacia ella, bajando la voz hasta un susurro. No sé si debería decirle esto, pero hizo una pausa, su garganta trabajando mientras tragaba saliva.
Hay rumores entre los sirvientes. Nel frunció el ceño. ¿Qué tipo de rumores? Él se humedeció los labios y la observó con algo parecido a la preocupación. Sobre el príncipe Alexander. Nel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Continúa. El criado respiró hondo. Se dice que él no es realmente ciego.
El impacto la golpeó con la fuerza de una bofetada. Sus sospechas, esas que había tratado de ignorar durante días, de pronto parecían mucho más reales. Cada pequeño detalle que había notado, cada instante en que Alexander se había movido con más precisión de la que debía tener un hombre sin vista, cada gesto que indicaba que percibía su entorno de una manera que no encajaba.
Todo cobró sentido. Nel sintió el peso de la revelación oprimiéndole el pecho. Si era cierto, si Alexander no era ciego, entonces todo había sido una mentira. Cada conversación, cada mirada, cada momento de vulnerabilidad que él había compartido con ella, se le revolvió el estómago.
¿Estás seguro?, preguntó intentando mantener la compostura. El criado asintió rápidamente. Algunos de los sirvientes han comentado que lo han visto moverse en la oscuridad sin dudar, que esquiva muebles sin tocarlos. Y hay algo en su mirada. No es la de un hombre que ha perdido la vista. Nel sintió su pulso martillando en sus oídos. Había querido confiar en él.
Había querido creer que de alguna forma no era como los demás hombres que había conocido en su vida, pero tal vez había cometido un error. “Gracias”, dijo en voz baja antes de girarse y salir a la noche fría de Londres. Su mente estaba decidida. Al día siguiente descubriría la verdad. A la mañana siguiente, Nell llegó a la mansión antes de lo habitual.
Los sirvientes aún estaban ocupados con sus tareas matutinas. limpiando pisos y preparando los desayunos en la cocina. La mayoría apenas notó su presencia cuando se deslizó por los pasillos, moviéndose con el sigilo de alguien acostumbrado a pasar desapercibido. Sabía exactamente a dónde ir. El despacho de Alexander se detuvo frente a la puerta entreabierta, su respiración contenida mientras escuchaba.
Y entonces la voz de Alexander rompió el silencio. “No tiene idea”, dijo con un tono relajado, como si la conversación no tuviera mayor importancia. Nel sintió un escalofrío recorrerle la columna. “¿Estás seguro de que nadie sospecha?”, preguntó otra voz más grave que Nell reconoció como la de su fiel criado. No del todo. Hay alguien que empieza a dudar. Nel apretó los puños.
Estaban hablando de ella. Pero no importa, continuó Alexander. La farsa ha servido su propósito. Nel sintió que su estómago se hundía. Farsa. El criado hizo un sonido de desagrado. ¿Hasta cuándo pretende mantener esta mentira alteza? Alexander dejó escapar una leve risa. Hasta que descubra lo que necesito. Nel se quedó paralizada. Cada palabra confirmaba sus peores temores.
Él no era ciego. Había fingido todo ese tiempo y peor aún, la había usado. La rabia subió por su pecho quemándole la garganta, pero se obligó a respirar con calma. No podía quedarse ahí más tiempo. Debía irse antes de que la descubrieran. Dio un paso hacia atrás con el corazón latiéndole con fuerza.
Pero entonces el suelo bajo sus pies crujió. El sonido, aunque leve, rompió la conversación en el despacho de inmediato. Nel sintió su sangre congelarse. Dentro de la habitación, el silencio se volvió absoluto y entonces la voz de Alexander emergió con una calma peligrosa. ¿Quién está ahí? Nel no se movió, no respiró.
Pero entonces Alexander se giró directamente hacia la puerta, su mirada fija, atenta, demasiado atenta para alguien que supuestamente no podía ver. El tiempo pareció detenerse y en ese instante supo que la había descubierto. Nel no esperó para encarar a Alexander. El peso de la traición, el ardor de la rabia y la humillación de haber creído en él la impulsaron a girar sobre sus talones y marcharse antes de que su propia furia le hiciera cometer una imprudencia.
Salió del corredor con pasos rápidos, sintiendo su pulso martillando en los oídos, como si su cuerpo le exigiera alejarse lo antes posible de esa casa, de ese hombre, de esa mentira. “Nel, la voz de Alexander resonó en el pasillo firme, autoritaria. Ella no se detuvo. Escuchó movimiento dentro del despacho, pasos avanzando con urgencia, pero no esperó a ver si él la seguía.
No le daría la oportunidad de explicarse. No cuando ya había escuchado suficiente. Descendió las escaleras de la mansión casi sin ver por dónde iba, sintiendo los ojos de los criados sobre ella, murmurando en voz baja. Era una necia, una completa y absoluta necia. Había bajado la guardia.
Había creído que por una vez alguien como él podía ser diferente, pero al final había sido una simple pieza en su juego. Salió a la calle y sintió el aire frío de la noche golpearle el rostro. Londres seguía en su rutina incesante. Los faroles encendidos reflejaban la humedad en los adoquines. Las sombras de las carrozas se deslizaban entre el ir y venir de peatones que ya no le prestaban atención.
Siguió caminando con la mandíbula apretada y los puños cerrados, ignorando la sensación de ardor en sus ojos. No lloraría. No por él, no por alguien que había convertido su vida en un engaño. Cuando llegó a la pequeña pensión donde alquilaba un cuarto modesto, se sentía exhausta, pero la furia aún latía bajo su piel.
El edificio de ladrillos oscuros y ventanas diminutas no era un hogar. Pero al menos le ofrecía refugio. Subió las escaleras con pasos pesados, sintiendo cada músculo de su cuerpo tenso de rabia. Apenas abrió la puerta de su habitación, un suspiro de sorpresa la hizo detenerse. Eleanor, la voz cálida y sorprendida de Mrs. Widmore la sacó de su estado de ira.
Nel parpadeó viendo a la anciana sentada en una de las sillas de su diminuto cuarto. Su cabello gris estaba recogido en un moño bajo y llevaba un chal tejido sobre los hombros con ese aire de dignidad tranquila que había conservado incluso después de que la ruina de los Hastings también afectara su posición. Por un instante, Nell sintió la tensión en su cuerpo relajarse.
Misis Whitmore siempre había sido un rostro amable en su vida. Incluso después de que su familia lo perdiera todo, la mujer había seguido ofreciéndole ayuda cuando podía, sin juicios ni lástima. Pero esta noche Nel no estaba de humor para recibir compasión. cerró la puerta con un chasquido y dejó caer su bolso en la mesa de madera antes de exhalar con frustración.
“¿Qué ocurre, niña?”, preguntó Missis Widmore con una dulzura cautelosa, percibiendo de inmediato que algo estaba mal. “Nel apretó los dientes. “Descubrí algo hoy”, dijo con una risa amarga. “Algo que me ha hecho sentir más estúpida de lo que jamás me había permitido ser.” Miss Whmmore la miró con paciencia. esperando Alexander de Montrose. Las palabras le supieron a veneno en la boca. No es ciego.
El aire pareció detenerse en la habitación. Miss Whmmore parpadeó sorprendida, pero no dijo nada. Nel continuó antes de que la anciana pudiera responder. Todo ha sido un engaño. Ha estado jugando con todos, haciéndonos creer que necesitaba ayuda. Se cruzó de brazos. su respiración aún agitada. Y yo fui la mayor idiota al creerle.
La anciana inclinó la cabeza, observándola con una expresión que Nel no pudo descifrar del todo. “¿Y cuál es el propósito de esa farsa?”, preguntó en voz baja. Nel dejó escapar una carcajada sin humor, un juego, un experimento. Quería ver quién era digno de confianza. Mrs. Whitmore frunció el ceño. Eso suena como un hombre que teme a los que lo rodean. Su miedo no es mi problema. La anciana se quedó en silencio por un largo momento.
Luego, con su tono sereno de siempre, dijo, “Él puede haber mentido. Sí, pero dime algo, Elanor.” Nel la miró con recelo. ¿De verdad crees que todo fue solo un juego para él? El aliento de Nel se atascó en su garganta. Por supuesto que sí, dijo con frialdad. Pero Miss Whitmore sonrió con suavidad.
Si fuera solo un juego, ¿por qué te afecta tanto? Nel abrió la boca, pero no encontró respuesta. Mis Whitmore se levantó con calma y se acercó a ella, colocando una mano cálida sobre su brazo. A veces las personas toman decisiones equivocadas para protegerse, dijo con dulzura. Y a veces lo hacen porque no saben cómo ser sinceros. Nel apartó la mirada.
No quería dudar, no quería analizarlo, pero la semilla de la duda ya había sido plantada. Mientras tanto, en la mansión de Alexander, el príncipe no encontraba descanso. Estaba inquieto, incapaz de concentrarse en nada más que en la imagen de Nel, alejándose de él, sin darle la oportunidad de explicarse.
Su criado le había preguntado varias veces si deseaba retirarse a descansar, pero él lo había ignorado. Por primera vez en mucho tiempo sentía que había cometido un error. No porque en él hubiera descubierto la verdad, sino porque se había ido antes de que él pudiera explicarle el por qué, antes de que pudiera decirle que de todas las personas que había conocido, ella era la única cuya reacción realmente le importaba. Se pasó una mano por el cabello, exhalando con frustración.
“Alteza”, dijo su asistente con cautela. “Si me permite decirlo, quizá lo mejor sería dejarlo estar. Alexander alzó la mirada, sus ojos oscuros brillando con una resolución peligrosa. No se levantó con decisión. No puedo dejarlo así. No le importaban las consecuencias.
No le importaba que no fuera apropiado para un hombre en su posición. Todo lo que sabía era que necesitaba verla. Necesitaba explicarle. Así que sin más tomó su abrigo y salió de la casa, decidido a encontrarla. La noche envolvía a Londres con un aire denso y frío, cargado con la humedad de la niebla que se filtraba en cada rincón de la ciudad.
Las calles estaban más tranquilas a esas horas, pero Alexander apenas notaba el silencio que lo rodeaba. Su mente solo tenía un objetivo, encontrarla. Los adoquines resonaban bajo sus botas mientras avanzaba por los callejones oscuros que llevaban a la pensión de Mrs. Whmore. No le importaba que no fuera un lugar adecuado para un príncipe, ni que cualquier miembro de la aristocracia lo hubiera considerado indigno de su presencia. Alexander no era un hombre impulsivo.
Siempre había calculado cada uno de sus movimientos con precisión. Siempre había tenido control. Pero esta noche el control no existía. No cuando ella había salido de su vida sin darle la oportunidad de explicarse. Cuando llegó a la puerta de la modesta pensión, tocó con firmeza, ignorando el frío que se pegaba a su piel.
El silencio del otro lado se alargó demasiado. Volvió a golpear la puerta, esta vez con más insistencia. Unos segundos después, el chirrido de la madera le indicó que alguien había respondido. Miss Whitmore se encontraba en el umbral, envuelta en su chal de lana, su mirada cautelosa al ver quién estaba allí. “Alteza”, dijo con un deje de incredulidad.
“Necesito hablar con Nel.” Miss Whmmore entrecerró los ojos como si evaluara la situación. “No creo que quiera verlo.” Alexander endureció la mandíbula. Eso no cambia el hecho de que necesito hablar con ella. La anciana suspiró, su expresión pasando de la sorpresa a la resignación. se giró y desapareció en la penumbra de la casa, dejándolo esperando.
El tiempo que tardó en volver pareció eterno. Cuando la puerta se abrió nuevamente, Nell apareció en el umbral, su silueta recortada contra la luz cálida del interior. Alexander apenas la reconoció, no porque su aspecto hubiera cambiado, sino porque la frialdad en su mirada lo golpeó con más fuerza de la que esperaba.
Ella se cruzó de brazos, como si eso pudiera ser suficiente para poner una barrera entre ellos. “¿Qué haces aquí?”, preguntó sin molestarse en ocultar su disgusto. Alexander respiró hondo. “Necesito que me escuches. No tengo nada más que decirte.” La ira en su voz era clara, pero también lo era el dolor. “Por favor”, dijo con una calma que no sentía.
Si después de escucharme sigues pensando lo mismo, me iré. Nel apretó los labios. El silencio entre ellos fue tenso. Al final ella giró sobre sus talones y se adentró en la casa sin decir una palabra. Alexander la siguió. La pequeña sala de la pensión era modesta, apenas amueblada con una mesa y algunas sillas desgastadas. Nel se quedó de pie, inmóvil mientras él cerraba la puerta detrás de sí.
La habitación estaba demasiado silenciosa, demasiado pequeña para el peso de lo que estaba a punto de decir. Fingí ser ciego, admitió sin rodeos. Y no voy a disculparme por ello. Nel soltó una risa sarcástica. Por supuesto que no, pero déjame explicarte por qué. Ella no dijo nada. Alexander tomó aire antes de continuar.
Cuando llegué a Londres, no quería que la gente me tratara como a un príncipe. No quería cortesanos aduladores ni gente que se acercara solo porque veía en mí una oportunidad de ascenso social. Se pasó una mano por el cabello, como si cada palabra le costara más de lo que esperaba. Necesitaba saber quién era sincero. Nel no se inmutó.
¿Y yo qué fui para ti? Un experimento. Alexander sintió que algo se rompía en su interior al escuchar esas palabras. No dijo con firmeza. Al principio sí, pero tú tú cambiaste todo. Ella apretó los brazos contra su cuerpo, negándose a aceptar lo que estaba diciendo. Nada de lo que vivimos fue una mentira en él. Su voz bajó un poco, pero no perdió intensidad.
No puedo fingir lo que sentí cuando me hablaste sin miedo, cuando me describiste el mundo sin adornos, sin falsedades. Ella dejó escapar un suspiro brusco y aún así, seguiste mintiéndome. Alexander cerró los ojos un momento. Tenía miedo. Nel arqueó una ceja. miedo. Él asintió lentamente. Siempre he sido lo que otros esperaban de mí.
Un príncipe, un hombre con un deber, con un propósito decidido antes de que pudiera entender qué significaba la libertad. Fingir que no veía fue la única forma en la que pude escapar. Aunque fuera por un momento, Nell sintió que su estómago se encogía, porque aunque quería aferrarse a su rabia, parte de ella entendía lo que él decía.
Lo entendía mejor de lo que estaba dispuesta a admitir, pero no podía ceder tan fácilmente. No podía olvidar el dolor de haber sido engañada. Alexander la miró fijamente. No espero que me perdones, murmuró. Pero quiero que sepas que si he venido aquí esta noche es porque no quiero perderte. El corazón de Nel dio un vuelco traicionero, pero antes de que pudiera encontrar una respuesta, un sonido la hizo sobresaltarse. Golpes apresurados en la puerta.
Mrs. Whtmore se puso de pie con rapidez, su expresión repentinamente tensa. La atmósfera cambió en un instante. Nel sintió que la incertidumbre la invadía cuando la anciana se acercó a la puerta con pasos cautelosos. Algo estaba mal. Y fuera lo que fuera, estaba a punto de cambiarlo todo.
Los golpes en la puerta resonaron con urgencia, rompiendo el tenso silencio que se había instalado en la sala. Nel sintió su cuerpo ponerse rígido, una inquietud escalando por su espalda como un presagio de que algo estaba a punto de cambiar. Misis Whitmore intercambió una mirada con ella antes de acercarse a la puerta con cautela. Alexander, quien hasta ese momento había permanecido inmóvil, también se tensó perceptiblemente.
Su postura se tornó rígida, su mirada afilada, como si presintiera que lo que estaba por venir no sería nada bueno. La anciana abrió la puerta solo un poco, pero no fue suficiente para evitar que la figura del mensajero, empapado por la humedad de la noche, se hiciera visible. “Traigo un mensaje urgente”, dijo el hombre con la respiración agitada.
Los rumores han comenzado a esparcirse por toda la ciudad. Nel sintió una punzada de alarma. ¿Qué rumores? Preguntó con voz firme, aunque en su interior ya podía adivinar la respuesta. El mensajero bajó la mirada con incomodidad antes de hablar en voz baja. Dicen que la señorita Hastings ha seducido al príncipe para asegurar su propio beneficio.
El impacto de las palabras golpeó a Nel con fuerza, como si la hubieran abofeteado. Alexander reaccionó al instante. Eso es absurdo. Su tono era cortante, peligroso, su expresión endureciéndose en una furia contenida. El mensajero pareció dudar antes de continuar. Lord Weatherby y Lady Jenevith están encabezando los rumores y no están solos.
Nel sintió que el aire en la habitación se volvía más pesado. Lady Jenev, por supuesto que era ella. Se dice que el príncipe ha sido víctima de una manipuladora, prosiguió el mensajero. Que la señorita Hastings ha fingido inocencia, pero que en realidad solo busca una posición en la sociedad. Cada palabra la hizo hervir de rabia.
No solo la estaban llamando oportunista, la estaban reduciendo a una cazafortunas desesperada, como si su único propósito en la vida fuera asegurar un matrimonio conveniente. Alexander dio un paso adelante, sus ojos brillando con una intensidad peligrosa. Voy a desmentir cada una de esas calumnias personalmente. No, interrumpió Nel. Todos en la habitación la miraron. La fuerza en su voz sorprendió incluso a Alexander.
“Si sales a defenderme públicamente, solo estarás confirmando lo que dicen.” dijo con firmeza. No importa cuán indignante sea, si un príncipe interviene en favor de una mujer caída en desgracia, nadie creerá que es solo por honor. Alexander la miró con incredulidad. “¿Y crees que voy a quedarme de brazos cruzados mientras destruyen tu reputación? ¿Y qué crees que pasará si intentas salvarla? Contrata con él.
La sociedad siempre encontrará una forma de torcer la verdad a su conveniencia. Se miraron fijamente, enredados en una tensión que parecía imposible de disipar. Alexander sintió su frustración estallar en su pecho. Nunca se había sentido así, tan impotente ante la crueldad de su propia clase, pero Nel no parecía dispuesta a doblegarse.
La admiración que sintió por ella en ese momento fue abrumadora. “No me importa lo que digan de mí”, dijo ella con la voz más serena de lo que sentía. Pero sí me importa lo que te harán a ti si sigues insistiendo en protegerme. Alexander exhaló con furia. No me interesa lo que piensen de mí. Las palabras salieron de sus labios con un tono definitivo.
Nel parpadeó sorprendida por la intensidad de su declaración. Alexander avanzó hasta ella con una determinación feroz en su rostro. Escúchame bien, dijo con gravedad. He pasado toda mi vida siguiendo lo que se espera de mí. Me han dicho cómo debo hablar, cómo debo comportarme, a quién debo tomar en cuenta y a quién debo ignorar. Nel sintió su respiración volverse superficial.
Pero tú, Su bajó un poco, pero no perdió su intensidad. Tú eres la única persona que me ha tratado como algo más que un título. Ella sintió que su corazón daba un vuelco. No permitiré que te destruyan con mentiras, declaró él sin titubear. No permitiré que te arranquen la dignidad como hicieron con tu familia.
Nel sintió una punzada de emoción treparle por la garganta. Por tanto tiempo se había prometido a sí misma que nunca más confiaría en un hombre. que nunca más se permitiría depender de alguien. Pero Alexander no era un hombre como los demás. Él la miraba con una intensidad que no tenía nada que ver con la compasión o el deseo de salvarla.
Era algo más, algo que la aterraba, pero también algo de lo que ya no podía huir. Si de verdad quieres ayudarme, murmuró. Quédate a mi lado, pero no hagas esto por lástima. Alexander sostuvo su mirada. Nunca ha sido por lástima. Nel no tuvo tiempo de responder. Un sonido en la puerta interrumpió el momento.
Una nueva figura apareció en el umbral. Un hombre con ropas impecables y expresión seria sostenía en su mano un sobre lacrado con un sello real. Un mensaje para su alteza. Alexander lo tomó con una mano firme, pero cuando rompió el sello y leyó las primeras líneas, su expresión cambió. Sus ojos se oscurecieron con algo más que furia, algo que hizo que Nel sintiera un escalofrío en la columna.
¿Qué dice?, preguntó con voz tensa. Alexander levantó la mirada y el filo en su expresión la hizo contener el aliento. Mi padre me ordena regresar al palacio. Inmediatamente. El silencio en la habitación se volvió insoportablemente denso después de la revelación de Alexander.
Él sintió como la presión en su pecho se intensificaba, como si la carta que él sostenía en su mano fuera una sentencia dictada no solo para él, sino también para ella. Regresar inmediatamente al palacio. Las palabras parecían grabarse en su mente como un eco ensordecedor. ¿Qué más dice?, preguntó finalmente, con la voz más firme de lo que sentía.
Alexander apretó la mandíbula como si le costara siquiera pronunciar las palabras. Sus ojos se quedaron fijos en la carta, su agarre tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos. Mi padre exige que regrese sin demora. Los rumores han llegado hasta la corte y se han convertido en un problema político. Nel sintió un escalofrío. Por supuesto que lo habían hecho.
No había nada que la aristocracia disfrutara más que un escándalo, pero Alexander no había terminado. El rey respiró hondo, su voz volviéndose peligrosa. Ya está considerando un matrimonio arreglado para restaurar mi reputación. El golpe de esas palabras la dejó sin aire. Todo se detuvo a su alrededor. Alexander continuaba hablando, pero Nel ya no escuchaba.
Un matrimonio arreglado. Su destino estaba decidido. No importaba lo que él quisiera, lo que ella sintiera, lo que hubieran prometido en medio de la tormenta de sus propias emociones. Alexander no le pertenecía, nunca lo había hecho. La realidad de su posición se impuso como una pared entre ellos. fría e inquebrantable.
“No voy a permitir que esto suceda”, dijo él de repente, su tono cargado de una resolución feroz. Nel lo miró aturdida. “¿Qué?” Alexander avanzó hasta quedar frente a ella. “No pienso regresar solo para ser manipulado por mi padre. No voy a dejar que decida por mí.” Nel sintió su corazón acelerar peligrosamente.
Alexander, no puedes desafiar un mandato real. Mírame intentarlo, replicó sin titubeos. La determinación en su mirada era avasalladora, pero Nel solo sintió como su angustia aumentaba. Porque no era tan simple, porque él era un príncipe, porque había un mundo entre ellos y ese mundo estaba a punto de reclamarlo. ¿Y qué harás? Susurró.
¿Te negarás a volver? ¿Te rebelarás contra la corona? Él no respondió de inmediato, solo la miró y Nel vio el peso de la lucha interna en su expresión. Voy a encontrar una forma”, murmuró finalmente. “Voy a luchar por ti.” Su confesión debería haberla hecho sentir esperanza, pero solo la llenó de desesperación, porque no importaba cuánto quisiera creerle. Sabía que no podía ganar esta batalla.
El peso de la corte, la influencia de Lady Jeneviv, la obligación de ser el hijo obediente era demasiado. Y aunque Alexander estuviera dispuesto a arriesgarlo todo, ella no podía permitirlo. No podía ser la razón de su ruina. La realidad era más cruel de lo que cualquiera de ellos quería admitir.
Ella no era de su mundo y jamás lo sería. Su garganta se cerró con la certeza de lo que debía hacer. No puedes luchar contra esto”, dijo en voz baja, apartando la mirada. Alexander frunció el ceño. “No me digas que simplemente vas a rendirte.” Nel tragó en seco. “No se trata de rendirse”, susurró. Se trata de no arrastrarte conmigo.
Alexander pareció quedarse sin aire, como si sus palabras lo hubieran golpeado físicamente. No digas eso. Nel cerró los ojos un momento, obligándose a reunir la fuerza que necesitaba para continuar. Si realmente me amas, si realmente te importa lo que pase conmigo, entonces debes dejarme ir.
El rostro de Alexander se endureció. No, su negativa fue absoluta. No me pidas eso, Nel. Pero ella ya había tomado su decisión. No podía dejar que todo terminara en desastre. No podía permitir que él destruyera su futuro por alguien que no tenía nada que ofrecerle más que un amor condenado desde el principio.
Alexander vio la determinación en su mirada y su desesperación creció. Nel. Ella dio un paso atrás, luego otro, y entonces se giró y corrió. Alexander reaccionó en un instante. Nel salió tras ella, sintiendo la urgencia quemarle el pecho. Pero cuando alcanzó la puerta de la pensión, ya era demasiado tarde. Ella se había perdido en la multitud.
Se había desvanecido entre los murmullos y las sombras de Londres. Y por primera vez en su vida, Alexander no pudo hacer nada para detenerla. Los días pasaron como un tormento para Alexander. Desde el momento en que Nel desapareció entre la multitud, algo dentro de él se fracturó. No importaba cuánto lo intentara, no podía sacarla de su mente.
Sus últimas palabras lo perseguían en cada rincón del palacio, entre las paredes doradas, los suelos de mármol y las miradas calculadoras de la corte. Había vuelto porque el deber lo llamaba, porque la orden de su padre no podía ser ignorada. Pero no importaba que estuviera allí en cuerpo, porque su corazón se había quedado en Londres, en esas calles estrechas, en una modesta pensión, donde una mujer de ojos fieros y alma indomable había cambiado su vida para siempre. Desde su regreso, el asedio había comenzado. Los ministros, los
cortesanos, su propia familia, todos esperaban su sumisión. Tu reputación está en juego, Alexander. Debes casarte con Lady Jeneviv. Es la única forma de acallar los rumores. Piensa en el reino, no en tus caprichos. Las palabras se apilaban sobre él como un peso insoportable, pero él no se doblegó. Por primera vez en su vida se negó a seguir el camino que habían trazado para él.
“No voy a casarme con Jenev”, declaró ante su padre en una reunión del consejo. Su voz firme, inquebrantable. El rey lo miró con el ceño fruncido. No tienes opción. Alexander sonrió con frialdad. Siempre hay una opción. El rey golpeó el brazo de su trono con una mueca de exasperación. Todo esto es por esa mujer.
Alexander no parpadeó. Sí. La furia en el rostro del monarca era evidente. ¿Estás dispuesto a arriesgarlo todo por ella? Alexander se inclinó hacia adelante, apoyando las manos sobre la mesa de mármol. “Ya lo arriesgué todo”, murmuró. “Y lo volvería a hacer.” La sala quedó en silencio. Los consejeros intercambiaron miradas incómodas.
Jeneviv, sentada en una de las esquinas de la habitación, apretó los labios con fuerza, sus ojos encendidos con una mezcla de incredulidad y humillación. El rey lo observó durante un largo instante, como si intentara descifrar hasta dónde llegaba su determinación, pero Alexander no tenía dudas. No más.
Esa misma noche empacó sus cosas, montó su caballo y huyó del palacio. El título, la corona, las responsabilidades impuestas. Nada de eso tenía sentido sin ella. Le tomó dos días y medio de viaje sin descanso para alcanzarla. No sabía exactamente dónde estaba, pero sabía que la encontraría.
Y cuando finalmente vio la silueta de una casa modesta en las afueras de la ciudad, cuando reconoció la figura esta en la terraza, su pecho se apretó con una emoción que lo dejó sin aire. Era ella, cubierto de polvo, con la ropa arrugada del viaje y el cabello alborotado por el viento, Alexander se detuvo ante la casa, su caballo resoplando con el cansancio.
Nel estaba en la terraza con los brazos rodeándose a sí misma mientras observaba el cielo estrellado. No lo había visto aún, pero entonces, como siera su presencia, giró la cabeza. Alexander bajó de su caballo y avanzó hacia ella con pasos firmes. Nel se quedó inmóvil. Él no esperó que hablara primero. No tenía intención de darle tiempo para escapar de nuevo. Te amo.
Las palabras salieron sin titubeo, sin reservas, sin la más mínima intención de retractarse. Nel se quedó sin aliento. Alexander avanzó otro paso. Dejé todo por ti. Ella negó con la cabeza incrédula. No, no puedes haber hecho eso. Lo hice. Ella sintió que el mundo se volvía inestable bajo sus pies. Tu padre, la corte, no me importa. Su voz era firme con la misma convicción que había llevado a cada batalla en su vida.
No me importa el reino, la política, los títulos, solo me importa estar contigo. Nel sintió sus ojos arder con lágrimas que había prometido no derramar. Alexander alzó una mano como si fuera a tocarla, pero luego la dejó caer. “Dime que no sientes lo mismo”, susurró. “Dime que no me amas y me iré.” Nel abrió la boca, pero no pudo pronunciar las palabras porque serían una mentira.
Porque después de tanto luchar contra ello, la verdad era innegable. Lo amaba más de lo que alguna vez pensó que podría amar a alguien. Las lágrimas nublaron su visión. No puedo. La voz de Alexander tembló por primera vez. No puedes que dejó escapar un soyo, entrecortado. No puedo seguir huyendo.
Los ojos de Alexander se suavizaron con una emoción profunda. Entonces, deja de hacerlo. Y por primera vez, Nel se permitió creer en el amor. Pero antes de que pudiera responder, un ruido a la distancia interrumpió el momento. Un sonido inconfundible. Cascos de caballos golpeando el suelo con urgencia. La tensión volvió al instante. Nel se giró justo cuando un grupo de cabaleiros de la corte real apareció en el camino, iluminados por la luz pálida de la luna.
Uno de ellos desmontó y avanzó con un sobre la mano. La insignia del rey brillaba en el sello de cera. Alexander apretó los dientes. El mensajero extendió la carta. su alteza. Esto es una orden directa del rey. Nel sintió que su corazón se detenía. Alexander tomó la carta rompiendo el sello con dedos tensos.
Cuando sus ojos recorrieron las líneas, su expresión cambió. La furia, la sorpresa, la incredulidad. ¿Qué dice?, preguntó Nel con un nudo en la garganta. Alexander levantó la mirada y sus ojos oscuros brillaban con algo parecido al desafío. Dice que si no regreso, seré despojado de mi título y declarado traidor. El silencio que siguió a la declaración de Alexander fue sofocante.
La amenaza escrita en la carta parecía pesar en el aire, envolviéndolos en una tensión que ni siquiera el viento nocturno podía disipar. ser despojado de su título. Declarado traidor. Nel sintió su corazón latir dolorosamente contra su pecho. Alexander se quedó quieto, su mandíbula apretada, su mano aferrando el pergamino como si pudiera destrozarlo con la fuerza de su voluntad.
Los caballeros que habían traído la misiva esperaban en silencio, con la solemnidad de quienes sabían que estaban presenciando un momento trascendental. Pero antes de que Alexander pudiera reaccionar, el líder de los jinetes, un hombre mayor con una postura rígida y uniforme impecable, carraspeó. Alteza. Hay más. Alexander alzó la mirada con dureza. Más amenazas. El hombre negó con la cabeza. No alteza.
El rey ha reconsiderado su postura. Las palabras hicieron que la tensión se transformara en algo distinto, un atisbo de esperanza, una pausa en el huracán de incertidumbre. Nel observó a Alexander fijamente, viendo como la sorpresa cruzaba fugazmente su rostro antes de volver a endurecerse. Explíquese. El caballero respiró hondo.
Cuando su alteza decidió abandonar la corte, la noticia se esparció con rapidez. Hubo quienes lo criticaron. Pero otros vieron su acto como una prueba de carácter. Alexander frunció el ceño. Prueba de carácter. El pueblo ha estado atento a cada uno de sus movimientos, mi señor. Algunos miembros de la corte han expresado que un futuro rey que sigue su propio camino, en lugar de doblegarse ante presiones políticas, demuestra una voluntad inquebrantable. Hubo un momento de incredulidad.
Alexander, que había pasado toda su vida siendo moldeado por expectativas ajenas, de repente era reconocido por desafiar esas mismas expectativas. Nel sintió su estómago revolverse. ¿Y qué dice el rey?, preguntó finalmente Alexander, su voz contenida. El caballero enderezó los hombros. Que no interferirá más en su decisión.
El aire pareció dejar los pulmones de Nel. Estaba libre. No habría castigos, ni destierro, ni traición. Alexander también tardó un momento en procesarlo. No más órdenes. El caballero negó con la cabeza. Su alteza es libre de elegir su destino. Alexander se quedó en silencio.
Luego, lentamente dejó escapar un suspiro bajo, como si de pronto el peso que había cargado por tanto tiempo hubiera desaparecido. Pero Nel, Nell no podía apartar la mirada de él. se había preparado para despedirse, para verlo partir, para aceptar que su amor no tenía un lugar en su mundo. Pero ahora él ya no tenía que irse. No había nada que lo separa.
La realidad la golpeó con fuerza. Alexander finalmente la miró y en sus ojos oscuros había algo que le robó el aliento. Determinación, certeza. Elijo quedarme”, dijo con suavidad, pero con una convicción tan firme que no dejaba lugar a dudas. El impacto de esas palabras la atravesó como una corriente eléctrica. No había marcha atrás.
Él la había elegido. A ella no un trono, no un matrimonio arreglado, no un destino impuesto. A ella, un nudo se formó en su garganta. Antes de que pudiera pensar demasiado, antes de que pudiera contener la avalancha de emociones que la golpeaba, Alexander la tomó de la mano.
Sus dedos entrelazaron los de ella con una calidez que derritió la última de sus resistencias. Inel, por primera vez en su vida, se permitió sostenerse en alguien más sin miedo a caer. En los días que siguieron, los ecos del escándalo comenzaron a disiparse. Lady Jeneviev, humillada públicamente cuando se reveló que había orquestado parte de los rumores para desacreditar Anel, fue prácticamente desterrada de los círculos sociales.
Los aliados de Alexander en la corte, aquellos que habían permanecido en silencio esperando ver en qué dirección se inclinaban los vientos, comenzaron a tomar una postura clara. El príncipe había demostrado ser más que un simple heredero obediente. Inel, con la ayuda de Mrs.
Widmore y algunos benefactores influyentes que realmente apreciaban su fortaleza, su reputación comenzó a reconstruirse. La mujer que había sido vista como una oportunista ahora era considerada una historia de resiliencia. Nada de eso le importaba a Alexander, porque para él la verdadera victoria no estaba en la aceptación de la sociedad. Estaba en Tener anel a su lado. El sol se filtraba entre los árboles mientras caminaban juntos por un sendero tranquilo, alejados del bullicio de la ciudad, por primera vez sin necesidad de esconderse.
Alexander llevaba la mano de Nel entre la suya, con la seguridad de alguien que sabía exactamente lo que quería. Ella lo miró de reojo, aún acostumbrándose a la idea de que todo esto era real, que no había un final trágico esperando en la esquina, que habían ganado. Pero cuando pensó que finalmente podía respirar en paz, Alexander se detuvo y giró para mirarla.
El viento jugueteó con sus rizos oscuros, pero su expresión era seria, profunda. Tengo algo que decirte. Nel sintió que su pecho se apretaba con anticipación. ¿Qué cosa? Alexander la miró con esa intensidad que siempre la dejaba sin aliento. Voy a casarme contigo. El mundo pareció detenerse.
Ella parpadeó como si no hubiera oído bien. Pero Alexander no sonreía, no bromeaba, solo la miraba con absoluta certeza. No estoy preguntando, continuó con voz baja. No estoy esperando un permiso. No estoy pensando en reglas, ni en títulos, ni en política. Apretó un poco más su mano. Solo sé que quiero que seas mi esposa. Nel sintió su rostro arder.
Su mente se quedó en blanco, pero su corazón, su corazón ya tenía la respuesta. El sol de la tarde caía suavemente sobre el pequeño valle donde se asentaba el pueblo, pintando el cielo de tonos dorados y anaranjados. El viento movía las hojas de los árboles con un murmullo apacible, llevando consigo el aroma de la lavanda y la tierra húmeda.
Nel respiró hondo, dejando que la brisa le llenara los pulmones. Estaba en casa, no en una mansión adornada con mármol y candelabros de cristal, ni en los pasillos llenos de intrigas de la alta sociedad londinense. No. Su hogar era aquí, en este rincón del mundo donde nadie la veía con desprecio, donde el peso de los apellidos y los títulos no dictaba el valor de una persona.
A su lado, Alexander la observaba en silencio. Llevaba una camisa de lino remangada hasta los codos, el cabello despeinado por el viento, la piel bronceada por el sol de los últimos meses. Ya no era un príncipe rodeado de falsedad, ahora solo era un hombre, un hombre que había elegido su destino. Y ese destino era ella.
¿En qué piensas? Preguntó él, su voz profunda y suave a la vez. Nel giró el rostro y lo miró en lo lejos que hemos llegado. Alexander sonrió de lado. Si hace un año me hubieras dicho que terminaríamos aquí, lejos del palacio, lejos de Londres, ¿te habrías reído? No. Negó con tranquilidad. Pero tampoco lo habría creído. Nel soltó una pequeña risa, pero no era burla, era felicidad.
Después de todo lo que habían pasado, después de cada obstáculo, de cada herida, de cada batalla que habían tenido que librar, habían llegado al otro lado. Juntos. ¿Te arrepientes?, preguntó ella con un atisbo de inseguridad. Alexander entrelazó sus dedos con los de ella. No hay un solo día en que lo haga.
Nel sintió el calor de su mano, la firmeza de su agarre, la promesa silenciosa en su tacto. Nunca había pensado que podría tener algo así. Nunca había imaginado que el amor pudiera ser tan fuerte como para hacer que un hombre dejara atrás todo lo que conocía, todo lo que esperaba de él, solo por estar a su lado. Pero allí estaban, sin títulos, sin deberes impuestos, solo ellos dos.
A veces me pregunto qué habría pasado si nunca hubieras fingido estar ciego”, dijo ella con una sonrisa pícara. Alexander dejó escapar una carcajada. “Probablemente habrías seguido evitándome.” “Probablemente.” Se quedaron en silencio por un momento, disfrutando de la paz del atardecer. Nel cerró los ojos y dejó que el viento le acariciara el rostro.
Por primera vez en su vida era libre. libre de su pasado, libre de la tristeza, libre para amar sin miedo. Alexander la miró con una expresión que decía más de lo que las palabras podían abarcar. Y cuando finalmente habló, su voz fue baja, pero cargada de emoción. Te elegiría una y otra vez, Nel. Ella abrió los ojos, encontrándose con su mirada.
Un nudo se formó en su garganta, pero esta vez no era de angustia, era de certeza. de amor. Y mientras el sol desaparecía en el horizonte, mientras las sombras se alargaban y el aroma de las flores llenaba el aire, Nel apretó su mano con fuerza y le sonríó, porque también lo elegiría una y otra vez hasta el final de sus días.
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