
En el polvoriento pueblo de Río Seco, allá por el año 1875, donde el sol quemaba como un hierro al rojo y los coyotes aullaban como almas en pena, vivía un vaquero llamado Juan el lobo Ramírez. Juan era un tipo curtido por el desierto con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda de un duelo que ganó por los pelos en Chihuahua.
Montaba un Mustang negro como la noche y su revólver Colt era más fiel que cualquier amigo. Pero la vida en el oeste no era fácil. Juan andaba huyendo de la ley por un robo a un banco en el paso que no cometió y el hambre le roía las tripas como un lobo famélico. Un día, mientras cabalgaba por el cañón del con el sombrero calado hasta las cejas para que no le diera el sol de frente, vio humo saliendo de una cabaña abandonada. suerte”, murmuró entre dientes oliendo a frijoles y tortillas calientes. Bajó del caballo con sigilo, el dedo en el gatillo, porque en esas tierras un hombre solo era presa fácil para bandidos o apaches. Al acercarse oyó una voz cantarina como de mujer, tarareando una ranchera vieja. empujó la puerta chirriante y allí estaba ella, María la viuda López, una morena de ojos negros como pozo sin fondo con un vestido rojo que se pegaba a su cuerpo como segunda piel.
Dicen que era viuda de un minero que murió en un derrumbe en Sonora, pero los chismes del pueblo hablaban de que ella misma lo había empujado al abismo por celos. María lo miró de arriba a abajo con una sonrisa pícara que podía derretir el plomo. ¿Qué buscas, vaquero?, preguntó sirviendo un plato de pozole humeante. O vienes a robarme el alma.
Juan se quitó el sombrero, revelando su cabello revuelto y polvoriento. El olor a comida le hizo rugir el estómago. Solo un poco de comida, señora. No quiero problemas. Llevo días sin probar bocado. María se ríó. Una risa profunda que resonó en la cabaña como eco en el cañón. Siéntate, geey, pero nada es gratis en este mundo.
¿Qué me das a cambio? Juan sacó una moneda de plata de su bolsillo, pero ella la rechazó con un gesto de cabeza. No quiero tu dinero sucio. Mira, te propongo un trato. Si haces el amor conmigo todos los días, no pasarás más hambre. Juan se quedó pasmado, el plato en la mano. Era una broma. Pero los ojos de María brillaban con fuego y en el oeste las mujeres como ella no bromeaban con esas cosas.
Él era un hombre solo, perseguido por sheriffs y cazarreompensas, y esa oferta sonaba a salvación envuelta en pecado. Asintió, y esa noche, bajo la luna llena que iluminaba el desierto como un farol, sellaron el pacto con besos ardientes y promesas susurradas. Al día siguiente, Juan se despertó con el sol alto, el cuerpo dolorido, pero el estómago lleno.
María le había preparado huevos rancheros con chile verde y le contó su historia mientras comían. Ella huía de un cacique de Durango que la quería para él solo, un tal don Vicente, un gordo con bigote espeso y pistoleros a sueldo. “Me persigue como un perro tras un hueso”, dijo ella. Y Juan sintió un cosquilleo en la nuca. Pero el trato era el trato y cada atardecer, cuando el sol se hundía tras las montañas, ellos se perdían en la cabaña entre risas y gemidos que ahuyentaban a los fantasmas del desierto. Pasaron semanas. Juan ayudaba
a María con el huerto que había plantado atrás, regando maíz y tomates con agua del pozo. Aprendió a hacer tortillas a mano y ella le enseñó a bailar al son de una guitarra que encontró en un cajón. Pero el oeste no perdona la paz. Una tarde, mientras Juan cazaba conejos en el cañón, oyó cascos de caballos.
Se escondió tras una roca y vio a un grupo de jinetes con sombreros anchos y rifles Winchester. Al frente iba don Vicente con su panza rebosando sobre la silla, gritando órdenes en español rudo. Encuéntrenla, cabrones. María es mía. Juan corrió de vuelta a la cabaña, el corazón latiéndole como un tambor a Pache.
Encontró a María empaquetando provisiones en una mula. “Vienen por ti”, dijo él jadeando. Ella lo miró con calma, como si lo esperara. Siempre vienen, mi lobo, pero ahora te tengo a ti. Lucharás por mí. Juan sacó su colt y lo cargó con balas frescas. Por ti hasta el infierno respondió. Esa noche, en lugar de amor, prepararon una emboscada.
María conocía el cañón como la palma de su mano. Colocaron rocas para bloquear el paso y se escondieron en las alturas. Al amanecer, los pistoleros de don Vicente llegaron, oliendo a tequila y humo de cigarro. El primer tiro de Juan derribó al explorador, un tipo flaco con cara de rata. Los demás se dispersaron disparando al azar.
“Allá arriba!” gritó uno. María, con un rifle que había pertenecido a su marido, apuntó y acertó a otro en el hombro. Don Vicente maldecía desde su caballo. bruja. Pero Juan saltó como un puma, rodando por la pendiente y enfrentándolo cara a cara. “Déjala en paz, gordo”, gruñó Juan, el revólver apuntando al pecho.
Don Vicente se ríó sacando su propia pistola. “Tú, el lobo Ramírez. Tengo una recompensa por tu cabeza. Dos pájaros de un tiro. El duelo fue rápido, como un relámpago en tormenta. Don Vicente disparó primero, rozando el brazo de Juan, pero el lobo era más veloz. Su bala se clavó en el corazón del cacique.
Los pistoleros restantes, al ver caer a su jefe, huyeron como coyotes asustados, dejando un rastro de polvo. María bajó corriendo, vendando la herida de Juan con un trapo limpio. “Mi héroe”, susurró besándolo con pasión. Pero la victoria duró poco. Días después, mientras cabalgaban hacia el norte, buscando un pueblo nuevo donde esconderse, Juan notó que María actuaba raro.
Miraba al horizonte con ojos tristes y por las noches, en lugar de amor, se acurrucaba en silencio. Una mañana, al despertar, encontró una nota en su almohada. Mi lobo. El trato fue dulce, pero el desierto llama. No me busques. Siempre tuya, María. Juan sintió un vacío en el pecho como si le hubieran robado el alma. Montó su Mustang y la siguió rastreando huellas en la arena.
La encontró en un celun de frontera en Nogales bailando con un gringo alto y rubio, un contrabandista de armas. ¿Por qué? Le preguntó irrumpiendo con el revólver en mano. María lo miró, los ojos llenos de lágrimas fingidas. Era un juego, Juan. Don Vicente era mi socio. Lo mataste por mí y ahora heredo su fortuna.
Pero el amor, eso fue real, al menos un poco. Juan se sintió traicionado, el corazón hecho trisas. El grengo sacó su pistola, pero Juan fue más rápido, disparando al aire para ahuyentarlo. Agarró a María por el brazo. El trato era todos los días, dijo con voz Shonka. No me dejes con hambre. Ella se zafó riendo amargamente. El oeste no es para promesas, güey.
Vete antes de que llame a la ley. Juan salió del celú, el sol cegándolo. Montó y cabalgó hacia el desierto solo otra vez. Pero en su mente las palabras de María resonaban: “Si haces el amor conmigo todos los días, no pasarás más hambre.” Aprendió que el hambre no era solo de comida, sino de confianza, de amor verdadero.
Años después, en un pueblo lejano, Juan se convirtió en seri casado con una mujer honesta que le dio hijos. Pero en noches de luna llena, recordaba a la viuda y se preguntaba si el desierto aún guardaba sus secretos. El oeste era así, lleno de traiciones, balas y amores que queman como el sol.
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