
Su novia se avergonzó de él hasta que él apareció en la fiesta con su nuevo éxito. Martina Rieta tenía 24 años y demasiadas ganas de demostrar que valía algo. Trabajaba de mozo en un restaurante del centro mientras estudiaba programación por las noches. No tenía auto, ni trajes, ni apellido ilustre, solo una cabeza inquieta y una fe obstinada en que un día todo ese esfuerzo haría sentido.
Lucía Beltrano, en cambio, venía de otra clase, hija única de un empresario con oficinas en el barrio administrativo de lujo. Vivía entre reuniones familiares, cenas elegantes y expectativas imposibles. A ella le gustaba Martín, pero también le avergonzaba su falta de proyección, como decía su madre. No es que no me caiga bien, comentó una vez la señora Beltrán mientras Lucía se probaba un vestido.
Pero, ¿realmente crees que un chico que sirve mesas puede darte estabilidad? Lucía no respondió. En el fondo, una parte de ella también lo pensaba. Martín lo intuía. Lo notaba en los silencios cuando hablaban de su futuro, en las miradas cruzadas con los padres de ella, en el modo en que Lucía evitaba presentarlo en ciertos eventos, pero seguía creyendo que el amor bastaba.
Hasta aquella noche era el aniversario del padre de Lucía, una cena en un club privado. Ella le había dicho que no fuera, que era algo muy formal. Martín insistió. No me molesta sentirme fuera de lugar, le dijo con una sonrisa cansada. Lucía accedió a regañadientes. Cuando llegó, con su única camisa buena y zapatos gastados, pero lustrados, notó las miradas.
Nadie necesitó decirle que no pertenecía. Durante la cena, un invitado comentó que estaban por invertir en una startup tecnológica. Interesante”, dijo Martín. “Yo estoy desarrollando una aplicación de gestión de datos para pymes.” El silencio fue inmediato. El padre de Lucía sonrió con condescendencia. “¡Ah, qué bien! La estás haciendo solo por ahora sí, pero tengo algunos contactos.
” Otro invitado soltó una carcajada breve. “Bueno, cuando funcione nos avisas. Siempre es bueno apoyar los sueños, aunque sean modestos. Lucía bajó la mirada. Martín sintió el golpe seco de la vergüenza. Cuando la noche terminó, él le dijo en la puerta, “No vuelvo a pasar por esto, Lucía.” “Martín, no fue para tanto, intentó ella. Fue suficiente.
No me haga sentir como un experimento social.” No volvieron a verse. Ella lo bloqueó meses después cuando él envió un mensaje breve. Espero que estés bien. Yo sigo intentándolo. Pasaron 5 años. El ascenso de Martín no fue un milagro, fue cansancio, insomnio y obstinación. Dejó el restaurante, trabajó de freelance, durmió en un escritorio, comió lo que podía.

Su aplicación Dataflow empezó a crecer de boca en boca entre pequeñas empresas. En 2 años consiguió inversores, en cuatro oficinas propias, en cinco era portada de una revista de negocios con el titular El joven que digitalizó a las pymes de Latinoamérica. Pero él apenas lo disfrutó. Había aprendido que los éxitos saben mejor cuando no se anuncian.
Una tarde, su asistente le comentó que lo habían invitado como conferencista a una gala empresarial. Martín aceptó sin pensarlo. No sabía que el evento era patrocinado por el grupo Beltrán. Cuando llegó al salón, el mismo club donde años atrás lo habían humillado, todo le pareció más pequeño. Lucía estaba ahí radiante, con un vestido azul y una sonrisa automática.
Su padre más canoso charlaba con un grupo de empresarios que ahora parecían reconocer a Martín. “Martín, Arrieta”, dijo uno tendiéndole la mano. “Un placer, tu empresa nos ha salvado de varios dolores de cabeza.” “Gracias”, respondió él con serenidad. “Solo hago mi trabajo.” Lucía lo vio acercarse y por un instante pareció no creerlo.
Él se limitó a saludarla con educación. Lucía, Martín. dijo ella con la voz trémula. No puedo creer que seas tú. Él sonrió con cortesía. El mundo es pequeño. El presentador anunció su nombre para el discurso. Martín subió al escenario. Miró al público, empresarios, políticos, rostros altivos y ella tomó aire. Hace algunos años comenzó.
Vine a este mismo lugar invitado a una cena. No era nadie. Servía mesas y estudiaba de noche. Muchos de los que estaban aquí hoy estaban entonces. No los culpo. Yo tampoco creía demasiado en mí. Sin embargo, hubo alguien que no me dejó caer y por eso estoy aquí ahora. La sala quedó en silencio. Lucía apretó la copa entre las manos.
Esta noche no quiero hablar de éxitos, quiero hablar de memoria, porque olvidamos muy rápido de dónde venimos, que nos ayudó y quién nos hizo dudar. Y al final todo eso también te construye. Bajó del escenario entre aplausos. Lucía se acercó con lágrimas contenidas. “Martín, tenía que pedirte perdón.” “No hace falta”, respondió él con calma.
Todo eso quedó atrás. De verdad no me guardas rencor. No, pero tampoco guardo lugar. Lucía sonrió con tristeza. Esas palabras acabaron con cualquier esperanza. Siempre supe que ibas a lograr algo grande. No, Lucía, tú supiste que podía hacerlo, pero no quisiste esperarlo. Él se despidió con un apretón de manos.
Luego se alejó hacia la salida, donde lo esperaba su madre. ¿Y cómo te fue?, preguntó ella. Martín sonrió. Bien, ya está todo dicho. Lucía lo miró de lejos. Sintió el mismo arrepentimiento de la primera vez que lo vio irse, pero nuevamente no dijo nada. Su orgullo y los prejuicios la alejaron de una buena persona para siempre, pero esta vez era ella quien había sido rechazada.
Cuando el auto arrancó, miró por la ventana el club que una vez lo humilló y comprendió que no había mejor venganza que llegar sin rencor y marcharse en paz. Si te gustó esta historia, suscríbete, comenta y comparte. Hasta la próxima. M.
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