Durante décadas, Machu Picchu ha sido un símbolo de misterio, historia y espiritualidad. Millones de turistas han recorrido sus antiguos senderos de piedra, maravillándose con las ruinas incas y las nubes que acarician las montañas, como si ocultaran secretos ancestrales. Pero no todos los que

llegan regresan.
En el invierno de 1989, un joven turista europeo llamado Eric Vandal desapareció sin dejar rastro durante una visita aparentemente normal al santuario histórico. Tenía 27 años. Era originario de los Países Bajos y viajaba solo con una mochila, una cámara de rollo y un pequeño cuaderno donde anotaba

cada descubrimiento como si estuviera escribiendo un diario arqueológico personal.
Lo que parecía una excursión común a la ciudadela terminó en uno de los casos más extraños y desconcertantes jamás registrados en la región de Cuzco. Eric se había hospedado en un hostal de Aguas Calientes, el pequeño pueblo al pie de la montaña. Allí compartió mesa con otros mochileros, rió con los

dueños del lugar y comentó su entusiasmo por explorar sectores poco transitados del antiguo camino inca.
No era un aventurero imprudente ni un principiante. Había estudiado historia precolombina, hablaba un español aceptable y según los registros tenía un permiso válido para visitar la zona arqueológica. Sin embargo, la mañana del 3 de julio de 1989 salió temprano del hostal con su equipo y jamás

regresó.
Las autoridades locales iniciaron una búsqueda limitada, creyendo en un inicio que podría haberse extraviado. Pero el tiempo pasó y con cada día que Eric no aparecía, crecía el temor de que algo mucho más oscuro se escondiera en la selva. Lo más inquietante fue que su mochila fue encontrada una

semana después en una zona de difícil acceso a más de 3 horas de la ruta turística.
Estaba cerrada, sin signos de forcejeo, y aún contenía su diario, su cámara con el rollo sin revelar y una brújula antigua marcada con símbolos extraños que no figuraban en mapas conocidos. Nadie entendía por qué había salido de los senderos autorizados, ni qué lo había llevado tan adentro de una

zona que, según los locales, debía evitarse.
Algunos decían que fue víctima de un accidente, otros hablaban de saqueadores, pero los más supersticiosos creían que había despertado algo que debía permanecer dormido. Su desaparición con el tiempo se volvió leyenda, pero lo que nadie sabía era que esta historia no había terminado. 15 años más

tarde, en 2004, en lo profundo de la selva cerca de Bilcabamba, una expedición encontró algo que cambiaría todo lo que se creía sobre aquel caso.
Antes de seguir con esta historia inquietante, dime, ¿desde qué país y ciudad estás escuchando esto? Puede que estés más cerca del misterio de lo que crees. En mayo de 2004, un grupo de investigadores independientes liderado por el biólogo peruano Álvaro Maita y financiado por una fundación alemana

de conservación, se adentró en la selva cercana a Bilabamba para estudiar especies endémicas.
Nadie en ese equipo tenía idea de que estaban a punto de tropezar con una pista que conectaría directamente con uno de los casos de desaparición más inquietantes de los años 80. Fue en una quebrada estrecha y cubierta de musgo mientras buscaban rastros de un tipo de orquídea silvestre que uno de

los asistentes notó una estructura parcialmente oculta entre las raíces de los árboles.
No era una cueva ni una formación natural. Era una especie de abrigo rudimentario hecho con piedras apiladas y ramas secas, cuidadosamente entrelazadas, como si alguien hubiera intentado protegerse del clima. Dentro de esa pequeña estructura hallaron lo que quedaba de una mochila cubierta de Moo,

una cámara fotográfica antigua severamente dañada, restos de tela y una caja metálica oxidada con iniciales grabadas. EVD.
Los investigadores intrigados enviaron las piezas a Cuzco para su análisis. Fue entonces cuando una antropóloga local, que recordaba vagamente la desaparición de Eric Vandal, conectó las iniciales con el caso de 1979. En pocos días la noticia se filtró a la prensa regional. posibles restos del

turista desaparecido hace 15 años hallados en Bilcabamba.
Lo que parecía un eco olvidado del pasado volvió al primer plano del interés público, pero el hallazgo más perturbador no fue la mochila ni la cámara, sino lo que contenía el cuaderno aún legible envuelto en una tela sellada con cera. Aunque deteriorado por la humedad, sus páginas revelaban una

secuencia de anotaciones que nadie esperaba.
Eric había descrito haber sido seguido por presencias invisibles y haber escuchado cánticos durante la noche provenientes de zonas donde no debería haber nadie. En una de las últimas páginas escribió, “No estoy solo, algo me observa. No entiendo qué estoy descubriendo, pero no es inca, es más

antiguo.” Esas palabras congelaron la sangre de quienes las leyeron.
¿Qué había encontrado Eric en aquel rincón de la selva? ¿Y por qué parecía cada vez más convencido de que lo que estaba viendo no pertenecía a este tiempo? Aquel descubrimiento no cerró el caso, lo abrió aún más. Los rumores volvieron a crecer. ¿Fue un crimen, una desaparición voluntaria? O había,

como algunos decían, algo enterrado en lo profundo de la historia andina, que nunca debió ser desenterrado.
Eric había desaparecido buscando respuestas. 15 años después, sus palabras solo dejaban más preguntas. Ras, el hallazgo del cuaderno de Eric Vanal. La atención de los medios internacionales volvió con fuerza a Perú. El Ministerio de Cultura ordenó el análisis forense del contenido recuperado y un

equipo especializado en conservación de documentos antiguos se encargó de restaurar, página por página, los escritos del turista desaparecido.
Lo que encontraron fue algo que superaba cualquier expectativa lógica. Entre las anotaciones había mapas dibujados a mano, referencias a coordenadas que no coincidían con rutas turísticas conocidas y símbolos que hasta entonces no se habían identificado con ninguna cultura registrada en la región.

Algunos recordaban glifos preincaicos, otros parecían inspirados en rituales chamánicos.
Las últimas páginas del cuaderno estaban especialmente dañadas, pero los expertos lograron rescatar fragmentos clave. Uno de ellos decía, “He visto rostros en la piedra. No es un sueño. Ellos están aquí desde antes que el tiempo tenga nombre.” Otro apuntaba, “Si algo me sucede, que nadie intente

seguir este camino. No es un destino para nosotros.
” Estas frases cargadas de una mística inquietante avivaron la fascinación de investigadores y conspiracionistas por igual. Las teorías surgieron como hongos tras la lluvia, desde civilizaciones perdidas hasta portales interdimensionales escondidos en las montañas. Mientras tanto, la familia Vanada

nuevamente en Holanda. Los padres de Eric, ya ancianos, se mostraron escépticos al principio.
Habían vivido 15 años en el dolor de la incertidumbre, sin respuestas ni justicia. Sin embargo, al ver el cuaderno y confirmar que la letra coincidía con la de su hijo, aceptaron viajar a Perú para asistir a una expedición que seguiría las coordenadas encontradas.

“Si hay una posibilidad de entender lo que le pasó a Eric, iremos hasta el final”, declaró su madre. con lágrimas contenidas a un periodista neerlandés que los acompañaba. Fue entonces que un grupo multidisciplinario, arqueólogos, lingüistas, expertos en culturas prehispánicas y un equipo de

filmación europeo se organizó para adentrarse en la zona de Vilcabamba.
Lo que estaban a punto de encontrar no solo arrojaría luz sobre la desaparición de Eric, sino que encendería una alarma silenciosa en la comunidad científica. Ciertas historias que consideramos mitos tal vez solo sean recuerdos mal contados de algo que ocurrió y que aún no ha terminado del todo. La

expedición partió en la madrugada del 17 de septiembre de 2004 desde Cuzco con destino a la selva de Bilcabamba.
El equipo equipado con tecnología moderna, cámaras de visión térmica, drones y provisiones para varias semanas, incluía también a un chamán local que había sido consultado por los lugareños. “Este no es un lugar para turistas”, dijo con voz baja antes de partir, mirando hacia las montañas como si

pudiera ver algo que los demás no.
Lo que parecía al principio una simple ruta de senderismo se volvió cada vez más silenciosa y opresiva con cada kilómetro recorrido. Los árboles se cerraban sobre el cielo y la sensación de ser observado se intensificaba, incluso entre los más escépticos del grupo. Al tercer día de caminata

encontraron los primeros rastros, una pequeña fogata ya reducida a cenizas viejas y un trozo de tela desgarrada, similar al tipo de mochila que Eric usaba en los años 80.
Pero lo que más inquietó al grupo fue una inscripción tallada en una roca cercana oculta tras una liana espesa. No era una marca reciente, parecía antigua, pero con un estilo que ninguno de los arqueólogos pudo identificar con exactitud. Era un símbolo en forma de espiral invertida, rodeada de

pequeñas figuras humanoides sin rostro.
El chamán, al verla, murmuró algo en quechua y se negó a continuar. Dijo que ese lugar era una puerta y que el que la abría nunca regresaba igual. Pese a sus advertencias, el resto del equipo decidió seguir. Usaron las coordenadas del cuaderno para adentrarse más allá de lo que cualquier sendero

marcaba en los mapas modernos. Fue entonces cuando comenzaron los fenómenos extraños.
Equipos electrónicos fallaban sin motivo aparente. Brújulas giraban en círculos y sonidos extraños. Voces apenas audibles como susurros arrastrados por el viento. Se escuchaban durante la noche. Algunos miembros del equipo comenzaron a tener sueños intensos con figuras encapuchadas, ruinas

sumergidas y un Eric Vandal de ojos vacíos que les pedía que regresaran.
El punto culminante llegó al séptimo día, cuando en medio de la niebla matinal divisaron lo que parecía una entrada tallada en la piedra, semicubierta por raíces y musgo. No estaba en ningún registro arqueológico y su arquitectura no se correspondía con ninguna cultura andina conocida.

En la parte superior, grabado con una precisión escalofriante, estaba el mismo símbolo de la espiral invertida que habían visto días antes. Algo en el aire cambió en ese momento. La selva se quedó en silencio absoluto. No había pájaros ni insectos, solo el sonido de las propias respiraciones y el

eco lejano de algo que se arrastraba lentamente. Nadie lo dijo en voz alta, pero todos pensaron lo mismo.
Eric Vandal había encontrado este lugar antes que ellos y algo, quizá algo que no debía ser visto, lo había mantenido allí. Entrar en aquella estructura fue una decisión que dividió al grupo. Algunos querían esperar, estudiar, registrar. Otros sentían una urgencia incontrolable, como si algo o

alguien los empujara hacia adentro.
Finalmente, cuatro integrantes cruzaron la entrada, armados con linternas, cámaras y una tensión tan densa que el aire parecía pesar en los pulmones. La oscuridad dentro era total. Las paredes, de piedra lisa y fría, estaban cubiertas de símbolos similares a los de la espiral, pero más pequeños y en

patrones repetitivos.
No había telarañas, ni insectos, ni signos de vida. Solo silencio y algo más. Una vibración leve, como si todo el lugar respirara. A los cinco minutos de exploración, uno de ellos tropezó con un objeto en el suelo. Al apuntar la linterna, sus ojos se agrandaron. Era una cantimplora metálica con una

etiqueta grabada, aunque oxidada, aún se leía claramente.
E Vandal, 1989. El objeto parecía haber sido colocado allí a propósito. Cerca, bajo una fina capa de tierra y polvo, descubrieron lo que parecía ser una especie de altar. Encima, cuidadosamente alineados, había varios objetos, una libreta de notas con las páginas húmedas, una cámara Polaroid rota y

una pequeña figura de piedra con un rostro sin rasgos.
La libreta aún tenía tinta legible en algunas partes. En la última página, escrita con prisa y desorden, se leía. Si encuentran esto, no lo despierten. La atmósfera se volvió irrespirable. Un zumbido empezó a recorrer los pasillos. sutil al principio, pero luego más agudo, como un lamento distante.

La luz de las linternas comenzó a parpadear y la temperatura descendió de golpe. Fue entonces cuando uno de los exploradores, el más joven del grupo, giró hacia el fondo del pasillo y murmuró, “¿Lo vieron?” Nadie respondió, pero todos lo sintieron. una presencia, un cambio en la presión del aire,

como si algo hubiera despertado con su llegada. Salieron de la estructura casi corriendo, llevándose solo la libreta y la cantimplora.
El chamán los esperaba fuera, inmóvil, con los ojos cerrados y sus labios murmurando oraciones. Cuando vio los objetos, negó con la cabeza y pronunció solo una frase. Ustedes no lo encontraron. Él los llamó. Esa noche el equipo acampó en silencio. Nadie comió, nadie habló.

En sus sueños todos vieron a Eric de nuevo, no como era antes, sino cambiado, más delgado, más pálido y sonriendo. A la mañana siguiente, el chamán había desaparecido. Cuando el equipo emergió de la selva, exhausto y marcado por algo que no podían explicar en voz alta, no fueron recibidos por el

silencio. La historia ya había estallado.
Un dron enviado días antes por la cadena europea de televisión había transmitido imágenes del templo oculto, del símbolo espiral, de las coordenadas recuperadas y lo más impactante, una de las fotografías reveladas del interior mostraba en la penumbra silueta al fondo del pasillo, humana, erguida

observando. La prensa no tardó en bautizar la estructura como el santuario de Eric.
La libreta fue escaneada, analizada, viralizada. Expertos en paleografía, antropología y psicología analizaron sus frases como si fueran escrituras sagradas. Algunos afirmaban que Eric había sido víctima de una secta ancestral. Otros creían que había descubierto una comunidad escondida que

practicaba rituales de aislamiento.
Pero la teoría más inquietante provenía de un lingüista alemán. Los símbolos en las paredes no pertenecían a ninguna lengua conocida, al menos no humana. Afirmaba que su estructura tenía patrones similares a la codificación binaria, lo que sugería un sistema de comunicación no terrestre.

Mientras tanto, en Holanda, los padres de Eric recibieron las pertenencias halladas en una ceremonia privada. Su madre, al tocar la cantimplora, dijo entre lágrimas, “Todavía está aquí.” No se refería a un lugar, se refería a ese algo que todos los involucrados sentían, pero que nadie podía

nombrar. Algunos miembros del equipo, una semana después del regreso, comenzaron a experimentar sueños idénticos.
En ellos caminaban solos por la selva y siempre, en algún punto, una voz susurraba su nombre. Uno de ellos, el operador de cámara, desapareció de su casa más tarde. Su teléfono fue hallado reproduciendo en bucle el audio distorsionado de la cinta encontrada en el altar. El gobierno peruano decidió

cerrar el acceso a la zona, declarándola área restringida por motivos de preservación cultural.
A pesar de ello, comenzaron a circular por internet grabaciones clandestinas, testimonios de locales que hablaban de luces flotando entre los árboles, de cantos nocturnos que no provenían de voces humanas y de sombras que se desplazaban sin hacer ruido, como niebla con voluntad propia. Fue entonces

cuando una última pieza del rompecabezas apareció.
Una nueva carta fechada en 1994 y firmada por E llegó a la embajada de Países Bajos en Lima. El sobre estaba dañado como si hubiera sido enterrado durante años. La carta decía, “No intenten traerme de vuelta. No pertenezco ya a su tiempo, pero sigo observando.” Con la difusión mundial de la carta

firmada por E. Un nuevo capítulo comenzó.
Lo que antes era un caso de desaparición sin resolver se transformó en un fenómeno global. Las redes sociales se llenaron de grupos que debatían el significado oculto del mensaje y en foros de conspiración surgió una teoría inquietante. Eric no solo había sobrevivido en la selva, sino que había

accedido a un conocimiento ancestral reservado a los escogidos.
Su nombre empezó a aparecer en murales, canciones y tatuajes como símbolo de trascendencia y conexión con la verdad oculta. En Francia, Alemania y Estados Unidos surgieron comunidades autodenominadas Los Vigías de Bilcabamba, personas que aseguraban haber recibido sueños similares a los del equipo

expedicionario.
Una voz que les hablaba en idiomas que no entendían, una presencia en medio de la selva que los llamaba por su nombre. Un escritor japonés publicó un libro titulado Eric, el guardián del umbral, que vendió millones de copias y fue traducido a más de 20 idiomas.

En él sugería que el joven neerlandés había sido reclutado por una conciencia planetaria dormida que despertaba cada cierto tiempo para corregir los errores de la humanidad. Mientras tanto, la madre de Eric, convertida en figura pública, apareció en entrevistas sin buscar protagonismo. “Yo no

quiero fama, solo quiero que no lo olviden”, decía con la mirada fija en el vacío.
En una de esas entrevistas mostró una pequeña piedra que había recibido por correo sin remitente meses después de su regreso de Perú. era idéntica a las piedras del altar encontrado en el templo con una espiral tallada a mano. Según ella, al tocarla sentía que su hijo estaba cerca. Y lo más

desconcertante, la piedra parecía emitir un leve zumbido al caer la noche. Los gobiernos involucrados, incluyendo Perú y Países Bajos, se vieron presionados a reabrir las investigaciones.
Se organizaron nuevos vuelos satelitales para analizar la zona de Bilcabamba. Y fue durante uno de estos sobrevuelos que algo inesperado ocurrió. Una figura humanoide fue detectada caminando sola por una zona inhóspita de la selva, justo donde se había encontrado el cuaderno de Eric. La imagen,

aunque borrosa, mostraba una silueta con una especie de túnica blanca.
Al ampliarla, parecía que la figura se giraba hacia la cámara y sonreía. A pesar de los intentos por silenciar la imagen, esta se filtró. Los medios la apodaron, el monje de Bilabamba. Para algunos era Eric, para otros un impostor. Pero la mayoría coincidía en una cosa. Lo que sea que ocurrió en

1989 no había terminado, al contrario, estaba apenas comenzando.
Mientras los satélites seguían arrojando imágenes inexplicables y las investigaciones oficiales parecían estancarse en burocracia, algo aún más perturbador comenzaba a tomar forma. Los guías locales, muchos de ellos descendientes directos de comunidades quechuas, comenzaron a negarse a entrar en

ciertas zonas de la selva. Allí la selva respira, decían, con una mezcla de respeto y terror.
Sus relatos coincidían: animales huyendo sin razón aparente, árboles que sangraban un líquido espeso al ser cortados, brújulas que giraban sin control y susurros que no venían de ninguna parte, o tal vez de todas. Uno de estos guías llamado Juan Ila accedió a hablar con un periodista extranjero que

investigaba el caso de Eric.
Durante la caminata, Juan se detuvo repentinamente. Había encontrado en el suelo una inscripción tallada en piedra oculta bajo una alfombra de hojas secas. La piedra del tamaño de un cuaderno tenía la misma espiral del altar descubierto años antes. Alrededor de ella símbolos que nadie pudo

traducir. Pero lo más desconcertante fue lo que ocurrió esa noche en el campamento.
Todas las linternas fallaron al mismo tiempo. Las baterías se drenaron en minutos y una bruma espesa rodeó las carpas. A pesar del cielo completamente despejado, el periodista logró grabar parte del suceso en un antiguo walkman con cassette. Aunque el audio estaba dañado por la humedad, una parte

se escuchaba claramente, una voz femenina susurrando en francés, repitiendo la misma frase: “Jesuis en Corlá, Jesuis en Corlá, todavía estoy aquí.
” cuando mostró la grabación a los expertos en sonido, uno de ellos, exanalista de inteligencia, se puso pálido al reconocer un patrón de ondas idéntico al utilizado por transmisiones militares secretas en la década de los 80. Desde ese momento, muchos comenzaron a asociar el caso de Eric con

experimentos ocultos, portales interdimensionales o incluso contactos con algo que la civilización moderna apenas comenzaba a comprender.
Lo cierto es que desde aquella noche el periodista abandonó el proyecto, vendió todo y desapareció de la vida pública. Se rumorea que vive en un monasterio en los Alpes Suizos, sin internet ni teléfono. Algunos afirman que jamás volvió a dormir bien. La comunidad científica se dividió mientras unos

lo catalogaban todo como una serie de coincidencias exageradas por la imaginación popular.
Otros, entre ellos antropólogos y astrobiólogos, comenzaron a revisar antiguos textos incas y registros coloniales. En varios documentos se hacía mención a los elegidos que cruzan sin morir, personas que entraban en la selva y no regresaban. pero cuya presencia seguía manifestándose en formas

imposibles.
Uno de esos textos hablaba de un lugar donde el tiempo se dobla y el alma se prueba. Y cada vez eran más los que empezaban a creer que Eric Vandal no se había perdido, sino que había sido convocado. En 2004, 15 años después de la desaparición de Eric Vandal, un grupo de investigadores liderados por

el arqueólogo peruano Dr. Nicolás Alzamora regresó a la zona restringida de la selva, donde se habían detectado anomalías satelitales.
La misión estaba financiada por una fundación privada suiza, cuyos representantes se negaron a dar entrevistas. Solo dijeron que estaban siguiendo coordenadas olvidadas. Lo que encontraron allí desafió toda lógica conocida. A 70 km de la última señal registrada de Eric, en una zona donde ni

siquiera los drones podían sobrevolar sin fallas, encontraron una cueva oculta tras una caída de rocas.
Dentro, protegida por capas de humedad, musgo y oscuridad, había una especie de altar tallado directamente en la roca viva. Pero lo más impactante fue un objeto apoyado sobre una roca central, un cuaderno de viaje con la tapa aún intacta. empapada pero legible. En la primera página escrita a mano,

una frase en holandés, si encuentras esto, significa que logré verlo.
El cuaderno pertenecía, sin lugar a dudas, a Eric Van. La escritura coincidía, las fechas también, pero había algo imposible. Las últimas entradas estaban fechadas en 1994, 5 años después de su desaparición. En ellas, Eric relataba haber descubierto un camino invisible, un trayecto que no se veía

con los ojos, sino que se sentía al respirar.
Decía que había dejado de tener hambre, que el tiempo no pasaba igual y que había empezado a soñar con su propia infancia, aunque nunca había dormido. En otra página describía figuras humanoides hechas de luz, cantos sin idioma, y una puerta viva que se abría cuando uno aceptaba dejar atrás todo lo

que había sido.
El último escrito, casi ilegible, decía: “No estoy perdido, estoy más cerca que nunca.” Lo que dejó a todos perplejos fue que ese cuaderno, aunque claramente envejecido, estaba libre de mo o insectos, como si hubiera sido colocado allí apenas días antes. Lo enviaron a laboratorios en Europa. El

carbono 14 confirmó. Las páginas eran de 1988, pero la tinta la tinta no correspondía a ninguna marca comercial.
Un químico alemán afirmó que se trataba de una composición anómala, no fabricada por humanos en esa época. La noticia fue ocultada al público. El gobierno peruano declaró la zona como reserva arqueológica crítica y cerró todos los accesos. Solo se filtró una foto del cuaderno a contraluz con la

inscripción visible que circuló brevemente por foros de teorías de conspiración antes de desaparecer de la web.
La fundación Suiza jamás volvió a operar en Latinoamérica, pero para quienes habían seguido el caso desde el inicio, esa foto era prueba suficiente. Eric había estado allí y quizás aún lo estaba. Hoy la desaparición de Eric Vandal sigue siendo uno de los enigmas no resueltos más desconcertantes de

la historia moderna del turismo en Perú.
No hay cuerpo, ni testigos, ni pruebas definitivas de lo que realmente ocurrió. Solo quedan su cuaderno, los fragmentos de su obsesión y un sendero cerrado por el silencio oficial. A pesar del paso del tiempo, su familia jamás volvió a pisar América del Sur. Y en cada aniversario su hermana mayor,

Ingrid, publica la misma frase en un foro holandés. Te sigo esperando donde el mundo se acaba.
Pero algo más ocurrió en 2019. Un excursionista amateur, que acampaba en los límites del área prohibida, captó una imagen extraña en su dron. En un claro rodeado de niebla, se veía una figura de pie alta, vestida con una camiseta blanca manchada, que alzó el rostro y levantó la mano como si

saludara. El archivo fue subido a internet y borrado en menos de 24 horas.
La cuenta del excursionista fue cerrada. y desde entonces no volvió a publicar. Sin embargo, alguien descargó esa imagen antes de que desapareciera. En ella, ampliando el rostro pixelado, hay quienes afirman ver los mismos ojos que aparecen en una foto de pasaporte de Eric, la misma sonrisa tímida.

Otros dicen que fue un montaje, una broma, pero aquellos que han estudiado el caso durante años coinciden en algo.
En la muñeca de la figura se ve algo brillante, una pulsera tejida a mano, azul y roja, la misma que la madre de Eric le había regalado antes de su viaje a Perú. A veces los misterios no necesitan resolverse para seguir vivos. Algunos, como este parecen diseñados para recordarnos que no todo en el

mundo tiene explicación y que hay senderos que se abren solo para quienes están dispuestos a perderse en ellos.
Y mientras haya alguien que aún recuerde su nombre, Eric Van Dall, seguirá caminando por esas montañas. M.