Una madre soltera roba medicinas para su hijo diabético, pero resulta que el farmacéutico…
Durante tres meses, cada martes y viernes, esperaba a que el farmacéutico fuera al baño. Sabía exactamente cuánto tiempo tardaba: cuatro minutos. Lo suficiente para deslizarme detrás del mostrador, tomar dos viales de insulina del refrigerador, y salir como si nada hubiera pasado.
Mi hijo Diego tenía ocho años y diabetes tipo 1. Sin insulina, moriría. Con mi salario de mesera y sin seguro médico, cada vial costaba lo que ganaba en una semana completa. Era robar o verlo morir.
Ese viernes, todo cambió.
Entré a la farmacia San Rafael como siempre, con Diego de la mano. Él sabía el ritual: sentarse en las sillas de espera mientras “mamá hablaba con el doctor”.
—Buenos días, señora Martínez— dijo don Tomás, el farmacéutico. Un hombre mayor, siempre amable, siempre con esa sonrisa triste.
—Buenos días, don Tomás.
Esperé. Revisé mi teléfono, fingí leer las revistas. Diego dibujaba en su cuaderno. Pasaron diez minutos. Quince. Don Tomás no se movía de su lugar.
—¿Necesita algo en particular, señora Martínez?
Mi corazón se aceleró. ¿Me habría descubierto?
—No… solo estoy esperando… a alguien.
—¿A alguien?
Veinticinco minutos. Media hora. Diego empezó a ponerse inquieto. Sus niveles de azúcar debían estar subiendo; necesitábamos llegar a casa para su dosis de la tarde.
—Don Tomás, ¿podría… podría darme un vaso de agua para mi hijo?
—Por supuesto.
Se dirigió hacia la trastienda. Esta era mi oportunidad. Me levanté rápidamente, pero cuando llegué al mostrador, don Tomás apareció de nuevo.
—Aquí tiene el agua— dijo, mirándome directamente a los ojos.
—Gracias.
Le di el agua a Diego, pero algo había cambiado en la mirada del farmacéutico. Me conocía. Sabía exactamente lo que había estado haciendo.
—Diego, ve a jugar al parquecito de enfrente. Mamá te alcanza en un momento.
—¿Estás segura, mami?
—Sí, mi amor. No te alejes.
Diego salió y quedamos solos. El silencio se volvió insoportable.
—Señora Martínez, necesitamos hablar.
Me temblaban las piernas.
—Don Tomás, yo…
—¿Hace cuánto que Diego tiene diabetes?
La pregunta me tomó por sorpresa.
—¿Cómo sabe…?
—Porque conozco esa mirada. La misma desesperación que vi en mi esposa cuando nuestro hijo se enfermó.
Se sentó en una silla detrás del mostrador y me hizo señas para que me acercara.
—Mi hijo Alejandro tuvo diabetes desde los cinco años. Murió hace diez años en un accidente, pero durante quince años, mi esposa y yo vivimos con ese miedo constante de no poder pagar su tratamiento.
—Don Tomás, yo no sé de qué me habla…
—Señora Martínez, llevo tres meses viendo cómo desaparecen exactamente dos viales de insulina cada martes y viernes. Siempre los mismos días. Siempre a la misma hora.
Se me salieron las lágrimas.
—Por favor, no me denuncie. Diego es lo único que tengo. Si voy a la cárcel, él se queda solo y…
—¿Denunciarla? Señora, yo he estado ajustando el inventario para que no se note la falta.
Me quedé paralizada.
—¿Qué?
—Cada vez que usted toma dos viales, yo reporto que llegaron dos viales menos en el pedido. Le echo la culpa a errores de la distribuidora, a productos dañados durante el transporte. Mi jefe nunca se ha dado cuenta.
—¿Usted… usted sabía y me dejaba hacerlo?
—¿Sabe por qué nunca iba al baño exactamente a las 3:47 de la tarde los martes y viernes?
Asentí, confundida.
—Porque sé que usted necesita esos cuatro minutos. Pero hoy decidí que era hora de que habláramos.
—No entiendo…
Don Tomás abrió un cajón de su escritorio y sacó una caja pequeña.
—Señora Martínez, usted no tiene que robar más. Aquí tiene insulina para tres meses. Y cuando se acabe, venga a hablar conmigo.
—Don Tomás, yo no puedo pagarle…
—No le estoy cobrando. Este es mi regalo.
—¿Pero por qué? ¿Por qué haría esto por nosotros?
—Porque cuando Alejandro tenía ocho años, una vez se nos acabó el dinero para su insulina. Fui a la farmacia donde trabajaba entonces, y el dueño me dijo que no podía fiarme. Esa noche, Alejandro entró en coma diabético.
Se quitó los lentes y se limpió los ojos.
—Logré conseguir el dinero prestado y Alejandro se recuperó, pero nunca olvidé esa sensación de impotencia. Cuando abrí mi propia farmacia, me prometí que ningún niño diabético se quedaría sin insulina por mi culpa.
—Don Tomás, yo… no sé qué decir.
—No diga nada. Solo cuide a Diego. Y la próxima vez que necesite algo, no lo robe. Pídaselo. Esta farmacia es también para familias como la suya.
Me entregó la caja con las manos temblorosas.
—¿Hay más familias como nosotros?
—Tres más. Una abuela con nietos asmáticos, un señor con hipertensión, y una joven con epilepsia. Todos creen que están robando, y todos están en mis reportes como “pérdidas de inventario”.
—¿Su jefe nunca sospecha?
—Mi jefe soy yo, señora Martínez. Esta farmacia es mía. Y prefiero perder dinero a perder la tranquilidad de saber que estoy haciendo lo correcto.
Salí de la farmacia ese día con insulina suficiente y con algo que no había sentido en meses: esperanza. Diego me esperaba en el parque, dibujando en su cuaderno.
—¿Todo bien, mami?
—Sí, mi amor. Todo está muy bien.
Esa noche, antes de aplicarle su dosis, le expliqué a Diego que don Tomás era nuestro ángel guardián. Y que a veces los ángeles vienen disfrazados de farmacéuticos que entienden lo que significa amar a alguien más que a tu propia vida.
Notita para mis lectores:
Gracias por llegar hasta acá. Escribo y comparto gratis porque sé lo que es no poder pagar, y aun así necesitar una historia que abrace.
A veces no sé si voy a poder seguir. Soy mamá, escritora, y estoy cansada. Muy. Pero sigo, porque escribir es lo único que todavía me salva un poco.
Si alguna vez podés apoyarme —con un cafecito, un comentario, lo que sea—, te lo agradezco con el alma. Porque no tengo mucho, pero tengo esto. Y lo doy todo.
Gracias por no dejarme sola.
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