“Me robó el alma Dios mismo”: la desgarradora confesión de Leo Dan antes de su adiós definitivo
Leo Dan, una de las voces más emblemáticas de la música latinoamericana, no solo dejó un legado musical monumental, sino también una historia de vida marcada por la adversidad, la redención y una fe
Nacido como Leopoldo Dante Tévez en Atamisqui, Argentina, desde pequeño convivió con la tragedia familiar, perdiendo a muchos de sus hermanos al nacer.
A los cuatro años ya tocaba la armónica, y a los seis la guitarra.
Su talento era innegable, pero fue su hambre por salir de la pobreza lo que lo empujó a Buenos Aires, donde tras una simple prueba con la disquera CBS, su destino cambió en solo 15 días.
Su ascenso a la fama fue meteórico.
En los años 60, sus conciertos causaban verdaderos disturbios, con multitudes descontroladas que obligaban a la policía a intervenir.
Su popularidad era tan desbordante que el mismo presidente argentino lo nombró joven embajador de la nación.
Pero mientras millones coreaban sus éxitos como “Cómo te extraño mi amor” o “Pídeme la luna”, Leo Dan cargaba una soledad interna que ni la fama ni el dinero podían aliviar.
En 1966, el destino le regaló a Mariette, una mujer húngara con quien vivió una historia de amor tan intensa que días después de conocerse, ya estaban casados.
Pero el fervor de sus fanáticos no aceptó la noticia: avalanchas humanas y hasta huesos rotos fueron parte de la escena en su caótica boda.
Nada, ni el odio momentáneo del público, pudo romper el lazo entre Leo y Mariette, con quien crió cuatro hijos y compartió una vida de complicidad.
Sin embargo, su camino no estuvo exento de tropiezos.
En 1975, el “Rodrigazo” —una brutal crisis económica en Argentina— le arrebató todo.
Pensó dejar la música, pero fue en su momento más oscuro cuando afirmó haber recibido un mensaje directo de Dios.
“Me dijo que era uno de los elegidos”, confesó en una entrevista.
Fue entonces cuando dejó de cantar para el mundo y empezó a cantar para Él.
Ese giro espiritual transformó su vida, su carrera y su visión del arte.
A lo largo de los años, Leo Dan batalló con diabetes, hipertensión y complicaciones hepáticas derivadas del alcohol.
Fue hospitalizado varias veces, sometido a paracentesis y luchó contra el miedo escénico durante toda su carrera.
“Sufro muchísimo antes de cada show.
Me entra pánico, rezo para que lo cancelen.
Pero cuando subo, me convierto en el hombre más feliz del mundo”, reveló.
En sus últimos años, vivió en Miami, rodeado de su familia, nietos y un perro llamado Blacky.
Aunque siguió componiendo, se retiró poco a poco de los escenarios.
En 2024, con 82 años, emprendió una última gira llamada “El adiós de una leyenda”.
El 14 de febrero de 2025 sería su gran concierto en Arizona, una despedida a lo grande.
Pero el destino tenía otros planes.
El 1 de enero de ese mismo año, Leo Dan falleció mientras dormía, en paz y junto a su esposa, según confirmó su familia.
Horas antes, había subido un video de fin de año a Instagram agradeciendo a sus fans.
Nadie imaginó que esa sería su despedida.
En ese mismo clip, aparecían escenas íntimas de su vida, incluida su emotiva reunión con el Papa Francisco.
El comunicado oficial no reveló la causa de su muerte, pero fuentes cercanas confirmaron que sus condiciones crónicas le habían pasado factura.
Su muerte conmovió al mundo entero.
En redes sociales, millones compartieron recuerdos, canciones y homenajes.
En sus últimas entrevistas, Leo se reía del rumor constante de su muerte, pero esta vez, el silencio fue definitivo.
Aún así, sus palabras siguen retumbando: “La fe me sacó de Atamisqui.
La música fue mi don, pero la fe fue mi misión”.
Con más de 2.
000 canciones, 70 millones de discos vendidos y un Grammy a Mejor Compositor, Leo Dan no fue solo un cantante.
Fue un sobreviviente, un mensajero de esperanza y un artista que convirtió el dolor en poesía.
Desde su infancia entre cerdos y cabras hasta cantar frente al presidente y encontrar el amor eterno, Leo Dan escribió su vida como si fuera una de sus letras: cruda, profunda y absolutamente inolvidable.
Mientras el mundo lo despide, una cosa queda clara: Leo Dan no murió.
Vive en cada nota que alguna vez cantó.
Vive en cada corazón roto que consoló con su música.
Y vive, sobre todo, en esa fe que lo salvó de todo…incluso de sí mismo.
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