Anton apretó el volante con fuerza, sus ojos fijos en el interminable atasco que se extendía por la calle principal. No podía soportar la lentitud del tráfico; su paciencia ya estaba al límite. “Toda esta ciudad está llena de idiotas sin coche, ¿cuándo se acabará esto?”, murmuró, tamborileando con los dedos sobre el volante.

Miró a su alrededor buscando algo que le distrajera. Fue entonces cuando algo le llamó la atención. Un todoterreno de lujo se detuvo justo frente a él. Brillaba bajo el sol de la tarde, impecablemente pulido y con el cromado reluciendo. Parecía recién sacado de un anuncio publicitario.

La mujer al volante se quitó las gafas de sol, se pasó la mano por el cabello y se miró en el espejo retrovisor. Anton se quedó paralizado por un momento. ¿Quién era ella? Entonces, la reconoció. Su corazón dio un vuelco. Era Lera, su ex esposa.

“¿No puede ser…?” murmuró entre dientes. ¿Cómo podía estar ella manejando ese coche tan caro? En ese instante, las imágenes de su pasado juntos se agolparon en su mente. Recordó el tiempo que habían compartido. Durante el divorcio, él se había asegurado de que ella no se quedara sin nada. ¡Él había pagado por su independencia! Y ahora, ella conducía esa camioneta mientras él seguía atascado con su viejo coche que apenas arrancaba.

“¿Qué demonios pasó?”, pensó Anton, mirando fijamente la camioneta. ¿Ocultó ingresos? ¿Se metió en algo raro?

El recuerdo de sus primeros días juntos le invadió la mente. Lera había sido diferente, una chica excéntrica, pintando grafitis en las paredes de su granja. A él le parecía algo ridículo, algo sin sentido. Pero se lo calló, porque algo de ella le atraía. Su belleza, su desorden. Y, sin saber cómo, ese breve romance se convirtió en una relación seria. Durante mucho tiempo, se mintió a sí mismo creyendo que se había enamorado de ella.

La boda fue su gran apuesta, un acto de formalidad. Un anillo de diamantes, flores, luces de colores. Pero al final, en el fondo, se arrepintió. La fiesta de bodas se convirtió en una pesadilla con los amigos de Lera, ruidosos y extravagantes, que no encajaban en su mundo perfecto de “gente decente”.

Cuando vio el caos de esa fiesta, decidió controlar todo. Lera sería su esposa, y no iba a dejar que esa gente entrara en su vida. Le prohibió ver a sus amigos. “Mis amigos son gente real, parte de la élite”, le dijo con desdén. Lera, aunque dolida, aceptó las condiciones, pero no podía dejar de ver cómo él la moldeaba a su imagen.

Las presiones no terminaron allí. En su casa ya no cabía el desorden. Los olores a pintura, el caos de sus cuadros y su actitud rebelde empezaron a incomodarlo. Lera ya no era la mujer que él había conocido, la que le parecía interesante por su libertad y sus ideas. Ahora, todo eso le parecía un estorbo.

Le obligó a dejar de pintar. “Si te gusta tanto el arte, ve a un museo. No tienes que estar vagando por callejones con tu pintura.” Y así, Lera comenzó a perder su esencia, la que la había hecho tan única. Anton, sin embargo, no se percataba de lo que estaba haciendo. Solo veía a alguien que no encajaba en su mundo. Un mundo que ahora, al mirarla en esa camioneta, parecía tan ajeno a él.

Anton observó cómo el vehículo se alejaba. Algo en su pecho se apretó. ¿Qué había hecho con ella? ¿Y cómo se había ido tan lejos mientras él seguía atrapado en su pasado?