La soledad pesaba más de lo que podía soportar.

Una nuera obliga a una anciana a vivir en un viejo garaje, pero semanas después aparece un desconocido — Historia del día

Cuando Mateo, el hijo de Beatrice Fairman, contrajo matrimonio con Rita, le pidió a su madre que les permitiera mudarse a la amplia casa de cinco habitaciones donde él había crecido.

Beatrice, que sufría de una profunda soledad desde hacía años, aceptó encantada. La idea de tener compañía nuevamente, y de formar un lazo con su nueva nuera, le parecía una bendición.

Jamás imaginó que esa decisión marcaría el inicio de una amarga pesadilla.

Durante los primeros meses, todo parecía perfecto. Mateo y Rita se instalaron en la casa tras su luna de miel, y los tres compartían la vida con armonía. Como Beatrice ya estaba jubilada, se encargaba de la cocina y del hogar, mientras los jóvenes trabajaban. Ellos estaban agradecidos, y todos vivían en relativa paz.

Con el tiempo, Beatrice incluso llegó a sentir un afecto sincero por Rita. Pero todo se desmoronó cuando Mateo fue ascendido y enviado al extranjero por su empresa. Al principio, era solo por unas semanas.

Durante ese tiempo, Rita agradecía tener a Beatrice cerca. Hablaban con Mateo por videollamada y mantenían la esperanza de su regreso. Sin embargo, cuando la empresa informó que Mateo debía trasladarse seis meses a la sucursal de Londres, las cosas cambiaron.

— Sé que será difícil — dijo Mateo —, pero es una oportunidad. Después de esto, me promoverán y no tendré que viajar más.

— ¡Hemos pasado más tiempo separados que juntos! — protestó Rita, visiblemente molesta.

— Querido, creo que Rita tiene razón — agregó Beatrice con suavidad —. Ella te necesita.

— Pero es un sacrificio necesario… para todos — insistió Mateo.

Finalmente, se marchó.

Durante las primeras semanas, todo siguió su curso: llamadas constantes, conversaciones alegres, palabras de amor. Luego, las llamadas se acortaron. Se volvieron esporádicas. Después, solo una vez a la semana. Hasta que, un día, dejaron de llegar.

Preocupadas, ambas intentaron contactarlo sin éxito. Rita llamó a la empresa. La respuesta las dejó heladas.

— ¿Mateo? — respondió su jefe, confundido —. Se fue de Londres hace dos semanas. Dijo que tenía prisa por volver a casa…

Pero Mateo nunca llegó.

Nadie sabía nada. No abordó ningún vuelo. La policía británica no tenía información. Mateo había desaparecido.

Beatrice se aferró a la fe y a la esperanza. Rita, en cambio, comenzó a llenarse de rabia.

— ¡Tu hijo me abandonó! ¡Y tú sabías que esto pasaría! — gritaba.

— No sé nada, te lo juro, hija…

— ¡Mentiras! Estoy atrapada contigo, una vieja inútil. Ya pasaron tres meses, y no pienso seguir esperando.

Esa noche, Rita salió arreglada, con un vestido ajustado y los labios pintados de rojo. No regresó hasta el amanecer.

Fue la primera de muchas noches fuera de casa.

Y poco después, comenzó a traer a un hombre: alto, moreno, de aspecto imponente. Su nombre era Bill.

Cuando Beatrice se atrevió a alzar la voz, Rita estalló como un volcán:

—¡Matt me dejó! ¡No le debo nada! ¡Bill me ama!
¡Y tú, cállate!

Al día siguiente, Beatrice encontró todas sus pertenencias amontonadas junto a la puerta principal.

—¿Qué haces con mis cosas? —preguntó, desconcertada.

—Te mudas al garaje —respondió Rita con frialdad—. Bill se viene a vivir conmigo. Necesitamos privacidad.

Beatrice suplicó, intentó hacerla entrar en razón, pero Rita ya había tomado una decisión tan cruel como definitiva.

Esa misma noche, la anciana dormía en un garaje húmedo y lleno de polvo, rodeada de cajas olvidadas y el chillido de las ratas, mientras su casa —su hogar por décadas— era tomada por Rita y su amante.

Parecía que todo estaba perdido.

Hasta que, una sofocante tarde, mientras Beatrice descansaba a la sombra frente al garaje, un coche negro se detuvo frente a la casa. La puerta se abrió… y una figura familiar descendió.

—¿¡Matt!? —exclamó ella, poniéndose de pie, incrédula.

—¿Eres tú? ¡Pensé que habías muerto!

—¡Mamá! —dijo él, corriendo hacia ella, con los ojos brillantes de emoción—. ¿No recibiste mis mensajes? ¡Han sido los tres peores meses de mi vida!

—No… nunca llegó nada. He vivido con miedo…

—Tuve un accidente. Estuve hospitalizado, en recuperación… pero estoy bien ahora. Solo pensaba en volver a casa. Rita… debe estar desesperada…

Beatrice bajó la mirada, con dolor.

—Hijo… ya no vivo en la casa. Estoy en el garaje. Rita trajo a su novio. Ocupan la casa.

Matt quedó en silencio. Su expresión cambió de golpe: el hijo sumiso dio paso a un hombre resuelto. Cruzó el jardín con paso firme y abrió la puerta principal.

Rita, sorprendida, dejó caer su taza de té. Bill, sentado en el sillón, se levantó de un salto.

—¿Matt? —murmuró Rita, lívida—. ¿Estás… vivo?

—Sí —respondió él, con una calma que helaba—. Pero ya no soy tuyo. Empaca tus cosas. Esta es la casa de mi madre. Y no quiero volver a verte nunca más.

Rita rompió en llanto. Suplicó, mintió, negó lo evidente.

Pero Matt no cedió.

En menos de dos horas, Rita y Bill se marcharon para siempre.

Matt se quedó.

Hizo todo lo posible por enmendar el daño causado, aunque sabía que nada podría borrar completamente el sufrimiento. Sin embargo, para Beatrice, no hacía falta más.

Su hijo estaba vivo, sano… y había vuelto a casa.

Y eso, para ella, era el regalo más grande de todos.