Mis ojos se fijaron en mi suegra, cuyo rostro parecía haber visto un fantasma. En su mano temblorosa, un pequeño sobre se movía nerviosamente, y sus ojos reflejaban un miedo silencioso. La música alta del salón de banquetes en la antigua mansión ahogaba todos los demás sonidos, creando un instante de privacidad entre nosotras.

Aquella soleada mañana de mayo debía ser perfecta. La antigua mansión de la familia de mi prometido, Sergei, estaba impecable, lista para recibir a los invitados. Los camareros acomodaban las copas de cristal con precisión, mientras el aire se llenaba con el aroma de rosas frescas y champagne de primera calidad. Los retratos enmarcados en dorado parecían vigilarlo todo desde las paredes, con un silencio imponente.

—Anastasia, ¿has notado que Sergei está actuando extraño hoy? —susurró mi suegra, mirando a su alrededor con nerviosismo.

Fruncí el ceño. Era cierto que Sergei había estado tenso durante todo el día. En ese momento, estaba al otro lado del salón, con el teléfono pegado a la oreja y el rostro completamente rígido, como si estuviera ocultando algo.

—Son solo nervios por la boda —intenté tranquilizarme, ajustándome el velo.

—Lee esto. Ahora mismo —murmuró ella, deslizando un sobre en mis manos antes de desaparecer entre los invitados, recuperando al instante su porte elegante y su sonrisa ensayada.

Confundida y con el corazón latiendo con fuerza, busqué un rincón apartado y abrí la nota rápidamente. Mi respiración se detuvo al leer:

“Sergei y su familia planean deshacerse de ti después de la boda. Eres parte de un plan. Saben sobre la herencia de tu familia. Huye si quieres sobrevivir.”

Mi primer impulso fue reír; debía ser una broma de mal gusto de mi suegra. Pero entonces vinieron a mi memoria las llamadas misteriosas de Sergei, que siempre colgaba cuando yo entraba, su frialdad repentina, esas miradas cómplices…

Al levantar la vista, me crucé con la suya. Sergei había terminado la llamada y ahora me observaba, pero aquella mirada no era de amor — era fría, calculadora, vacía. Ya no era el hombre del que me había enamorado, sino un completo desconocido.

—¡Nastya! —me llamó mi amiga, llena de entusiasmo—. ¡Ya es hora!

—¡Voy enseguida! Solo necesito pasar al baño primero.

Sin pensarlo dos veces, di la vuelta sobre mis talones. Fingiendo tranquilidad, caminé con paso firme hacia el pasillo de servicio. Apenas salí a la calle, me quité los zapatos y corrí tan rápido como pude, sin atreverme a mirar atrás.

Ese día lo dejé todo atrás: la boda, el vestido, mi pasado… incluso mi nombre.

Y durante 15 años, nadie supo adónde fui.