Vera bajó del coche, cerró con fuerza la puerta y aspiró el aire húmedo del campo. Frente a ella se alzaba la casa —una estructura envejecida pero majestuosa, de dos pisos, con ventanales grandes cubiertos por cortinas pesadas, como si ocultaran secretos no aptos para la luz del día.
El portón de hierro forjado crujió al abrirse. El jardín, antes elegante, estaba ahora dominado por maleza y hiedra. Las ramas de los árboles arañaban el tejado, como queriendo arrastrar la casa de nuevo al bosque.
—¿Esto es lo que me dejó Alexei? —susurró, entre desconcierto y desdén.
Con cada paso que daba hacia la entrada, los recuerdos regresaban: la risa de Alexei, sus promesas, su traición. El pasado estaba pegado a las paredes como el polvo a los viejos cuadros del vestíbulo.
Abrió la puerta con la antigua llave de cobre. Un olor a humedad y madera vieja la envolvió. Todo estaba intacto, pero con una sensación inquietante de pausa… como si alguien se hubiera ido apresuradamente.
En la chimenea, encontró una fotografía enmarcada: Alexei, en bata, sentado en el mismo sillón del rincón. Y a su lado… no Milana, sino una niña de cabello oscuro. Vera frunció el ceño. Alexei nunca le había hablado de ninguna hija.
Revisó la casa. En el estudio, encontró cuadernos con la letra de Alexei: listas de medicamentos, horarios de visitas médicas, y… cartas. Muchas cartas. Una de ellas, fechada seis meses antes de su muerte, tenía su nombre: “Para Vera, cuando yo ya no esté”.
La abrió temblando:
“Vera,
Si estás leyendo esto, es que el destino se ha encargado de reunirnos de nuevo, aunque sea de forma indirecta. Esta casa era el lugar donde solía esconderme de todos, incluso de Milana. Aquí viví los últimos meses de mi enfermedad, lejos de sus ojos.
Hay cosas que no pude decirte. Milana no fue solo un error, fue un peligro. Y cometí el peor error de todos: dejar que alguien como ella se acercara tanto. Aquí, en esta casa, encontrarás respuestas. Busca en el sótano.
Perdóname, si puedes.
—Alexei”
Vera sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. Bajó las escaleras hasta el sótano. El aire era más frío allí, impregnado de tierra húmeda y metal oxidado. Encendió la linterna de su móvil.
En un rincón polvoriento, detrás de un armario cubierto con una manta, encontró una pequeña puerta metálica, cerrada con un candado. Recordó el manojo de llaves que venía con los papeles. Uno de ellos encajó.
Dentro había cajas archivadoras, discos duros, grabaciones, fotografías. Pruebas médicas de Alexei con diagnósticos contradictorios, recibos de clínicas privadas, informes médicos manipulados. Incluso grabaciones de voz: discusiones entre Alexei y Milana. En una, él gritaba:
—¡No quiero más tus pastillas! ¡No me hacen bien!
Vera se cubrió la boca con la mano. No estaba loca. Alexei también había dudado de Milana.
Salió del sótano en silencio, el alma oprimida por una mezcla de ira y tristeza. Al día siguiente, fue directo al despacho del notario y solicitó asistencia legal.
Semanas después, Milana fue llamada a declarar. Lo que siguió fue una avalancha de investigaciones: fraude médico, intento de homicidio, manipulación de documentos. El caso ocupó titulares durante meses.
Y Vera… Vera decidió quedarse en la casa. La restauró poco a poco. Plantó flores en el jardín, como símbolo de renacimiento. Allí encontró su paz, y una nueva vida. No la que Alexei le prometió alguna vez, sino una que ella misma construyó entre secretos desvelados y dignidad recuperada.
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