Cuando mi hermana Maya me llamó, yo estaba al otro lado del país, en una concentración de motociclistas. Estaba lejos, disfrutando de la libertad del viento en la cara y el rugir de las motos, pero la urgencia en su voz me hizo sentir que algo no estaba bien. Me rogó que no cancelara el viaje, que aún tenía tiempo y que todo estaría bien. En ese momento, pensaba que todo podría esperar. Me equivoqué.
Tres hermosos bebés nacieron esa noche. Rita, Bella y Kirill. Y Maya no sobrevivió. La noticia llegó tan rápido como el golpe de una moto contra el pavimento. Cuando llegué al hospital, el olor a desinfectante y a la piel de los pequeños me dio la bienvenida. En el espacio frío de la sala de neonatos, los sostuve por primera vez, envueltos en mantas, su calor contrastando con la frialdad del entorno. Aún podía oler la gasolina y el cuero de mi chaqueta. No tenía ningún plan. No sabía qué hacer. Pero en ese momento, cuando miré a esos pequeños, supe que no los dejaría ir.
El tiempo cambió para mí. Los viajes nocturnos fueron reemplazados por tomas nocturnas. Los chicos del taller me ayudaban para que pudiera recoger a los niños de la guardería a tiempo. Aprendí a trenzarle el pelo a Bella, a calmar a Rita cuando lloraba, y a hacer que Kirill comiera algo más que pasta con mantequilla. Dejé de viajar lejos. Vendí dos de mis motos. Construí literas a mano con madera reciclada y clavitos, pero mucho amor. Cinco años pasaron rápidamente. Cinco cumpleaños, cinco inviernos de gripe, fiebre, y noches sin dormir. No era perfecto, pero estaba ahí. Todos. Malditos. Días.
Y entonces, apareció él.
El padre biológico. El hombre que ni siquiera figuraba en los papeles de nacimiento. Nunca estuvo presente en el embarazo de Maya. Ella me había dicho que él había dicho que una familia de trillizos no encajaba con su estilo de vida. Pero ahora, parecía querer aparecer. Y no vino solo. Traía a una trabajadora social llamada Marina. Apenas la vi, sabía lo que vendría.
Marina me miró con su sonrisa condescendiente, su mirada evaluadora. Me inspeccionó desde mi overol manchado de aceite hasta los dibujos en el refrigerador, las bicicletas en el patio, las botas alineadas junto a la puerta. Tomó notas. Su mirada se detuvo demasiado tiempo en el tatuaje de mi cuello. Lo peor era ver a los niños no entender. Rita se escondió detrás de mí, Kirill empezó a llorar, y Bella, la más valiente, preguntó: “¿Este hombre es ahora nuestro padre?”
Con todas las fuerzas que tenía, respondí: “Nadie los va a llevar. Solo sobre mi cadáver.”
Ahora, en una semana tenemos la audiencia. Tengo un abogado. Un buen abogado, carísimo, pero lo vale. Mi garaje apenas sobrevive porque soy el único que lo mantiene, pero vendería mi última llave inglesa para quedarme con ellos. No sé qué decidirá el tribunal, pero sé que no me rendiré. Ellos son mi vida. Son mi familia. Y no voy a dejar que nadie me los arrebate.
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