Marta sostenía el móvil con las manos temblorosas. Una voz femenina, desconocida para ella, susurraba al otro lado de la línea. Momentos antes, esperaba escuchar a su esposo, Luis, pero en lugar de eso, ese susurro cargado de nervios y ansiedad hizo que su corazón latiera acelerado.
“¿Dónde te encuentras?”, deseaba gritar, pero se contuvo, forzándose a mantener la compostura. Con la mayor calma posible, indagó:
“¿Dónde estás?”
Una pequeña risa nerviosa de la mujer rompió el silencio. Luis no dijo nada, y su silencio parecía más ensordecedor que cualquier respuesta. Los recuerdos de los momentos vividos juntos invadieron su mente: las mañanas con café, las caminatas por el parque los domingos, las tardes compartiendo libros. ¿Acaso todo eso era un engaño? ¿Una mentira construida sobre una base falsa? En un instante, lo que había parecido tan seguro empezó a desmoronarse.
Marta cerró los ojos, intentando aceptar lo que estaba escuchando. Solo debía captar la verdad, aún la tenía al alcance de su mano.
El silencio de Luis seguía siendo pesado. Más tarde, la mujer habló de nuevo, esta vez con un tono más suave, como si se acercara más. El corazón de Marta latió más fuerte. Lo que antes eran simples sospechas ahora se convertían en algo nítido, tan afilado como un cuchillo.
“Estoy en el trabajo”, afirmó Luis, demasiado calmado, demasiado ensayado.
“¿Qué son esos sonidos?”, preguntó Marta, intentando no perder el control.
Una pausa larga. Finalmente, Luis contestó, sin dar detalles:
“Una reunión. Tengo gente aquí.”
Pero Marta ya lo intuía. Esa excusa no encajaba. La risa, la cercanía en la voz de la mujer, no correspondían a un encuentro laboral. ¿Era una aventura? ¿Una mentira tan simple como cualquier otra? Marta decidió no apresurarse, aunque sentía que algo crucial se estaba revelando.
Esa noche, Marta logró mantener la serenidad. La cena, la conversación sobre lo cotidiano, las tareas del hogar: cada gesto realizado con total precisión, como si nada estuviera fuera de lugar. Luis no sospechó en absoluto.
Al caer la noche, cuando él descansaba en su cama, Marta tomó el móvil. Sabía la clave desde el nacimiento de su hija, Lucía. Sus dedos temblaron al desbloquear el dispositivo. Lo primero que la desconcertó fue el nombre en la pantalla: “Laura”. Decenas de mensajes, cada uno más cercano y personal que el anterior. Fotografías que hablaban más de lo que las palabras podían expresar, revelando sin rodeos lo que había estado sucediendo.
Marta quedó inmóvil, con la sensación de que algo en su interior se rompía. No sentía rabia ni tristeza, solo un vacío helado. Ya no podía negar lo que había descubierto. No era un error. Era una traición deliberada.
Esa misma noche, dejó el teléfono a un lado, tratando de mantener la calma. Luis seguía durmiendo tranquilo a su lado, ajeno a todo lo que había pasado. Marta apretó las manos contra la palma, luchando contra la furia que empezaba a elevarse en su pecho.
Al amanecer, todo parecía continuar igual. El desayuno, el café, un beso fugaz cuando Luis partió al trabajo. Él, inmerso en su propia burbuja, ni siquiera la miró. Mientras tanto, Marta mantenía una sonrisa calculada, tan afilada como una daga.
A lo largo del día, su mente se centró en el siguiente paso. ¿Destruir su matrimonio? ¿Perdonar? ¿Generar un escándalo? No, eso sería demasiado simple, demasiado predecible. Necesitaba algo más elaborado, algo que le diera control sobre la situación.
Esa noche, Marta ya tenía un plan. Llamó a su amiga Natalia, la única persona en quien confiaba. Natalia, abogada de profesión, entendió sin necesidad de explicaciones.
“Necesito que me consigas documentos”, dijo Marta de manera serena. “Todo lo relacionado con nuestras propiedades y cuentas.”
Natalia, como buena amiga, se puso en marcha. En un par de días, Marta tuvo todo lo necesario: contratos, extractos, registros.
Luis no mostró ningún indicio de sospecha. Seguía desempeñando su papel de marido perfecto, enviando mensajes, cada uno de ellos ahora una cruel ironía.
Finalmente, llegó el día que marcaría un giro.
Marta invitó a Luis a un restaurante en Madrid, el mismo donde celebraron su décimo aniversario. Luis, algo sorprendido, aceptó, pensando que su esposa deseaba revivir momentos pasados.
En el restaurante, bajo la suave luz y la música de fondo, Marta mantuvo la calma. Ordenó el vino favorito de Luis y sonrió, como hacía años. Luis, relajado, pensó que todo estaba bien.
“¿Por nosotros?” levantó su copa.
“Por la verdad”, contestó Marta, con una mirada gélida.
Luis, al notar su actitud tan tranquila y penetrante, sintió que algo no iba bien. Sus ojos se cruzaron con los de Marta, que lo observaba con una calma que le helaba la sangre.
“Sé lo de Laura”, dijo Marta en voz baja.
El silencio se alargó. Luis palideció y su copa se quedó a medio camino.
“¿Qué quieres decir?”, tartamudeó, intentando defenderse.
Marta no contestó, simplemente dejó una carpeta sobre la mesa, con todos los documentos que había conseguido: mensajes, extractos bancarios, registros. Todo estaba expuesto, claro como el agua.
“Decide”, dijo Marta con voz firme. “O nos divorciamos de manera amistosa y me das la mitad de lo que hemos logrado, o destrozo tu reputación públicamente.”
Luis la miró, sin poder creer lo que veía. La mujer que conocía había cambiado completamente.
Dejó la copa en la mesa. Una gota de vino cayó sobre el mantel blanco, marcando la señal de que lo inevitable estaba por suceder.
“Marta, puedo explicarlo todo…” comenzó Luis, pero el silencio de Marta lo cortó.
“Ya es demasiado tarde para explicaciones”, respondió fríamente. “Hace meses tenías la oportunidad de ser honesto conmigo.”
El camarero, dándose cuenta de la tensión, se retiró discretamente. El ambiente se llenó de un silencio denso, como si estuvieran atrapados en una isla desierta.
Luis comprendió al instante que ya no había marcha atrás. La traición estaba completamente descubierta y su matrimonio irremediablemente roto.
“¿Qué quieres?”, preguntó Luis en voz baja.
“Justicia”, respondió Marta.
Su plan había funcionado a la perfección. Natalia había preparado todo, y Luis no tenía derecho a nada: ni a la casa, ni a los ahorros, ni a los bienes comunes.
“Tenemos una hija”, protestó Luis.
“Por eso lo hago con dignidad”, contestó Marta con firmeza. “Por ella.”
Esa misma noche, Marta recibió un mensaje de Natalia: “Todo está listo. Podemos proceder con los documentos mañana.”
Marta levantó lentamente la copa de vino y bebió, manteniendo su calma intacta.
La batalla legal comenzó, y mientras Luis llamaba a Laura para contarle que todo había cambiado, la realidad se desmoronaba ante sus ojos.
Las semanas pasaron, con Luis cada vez más desesperado, mientras Marta protegía a su hija, Lucía, quien, aunque pequeña, sentía la presión.
Una noche, Lucía le preguntó a su madre:
“¿Papá nos va a dejar?”
Marta, con voz suave pero segura, le respondió:
“Papá ya nos dejó. Solo que sigue aquí físicamente.”
Desde ese momento, Marta comprendió que su objetivo no era la venganza. Solo necesitaba proteger a su hija y rehacer su vida. Las adversidades se convirtieron en un proceso de renovación.
Marta salió del divorcio con la cabeza erguida, no solo en términos económicos, sino también con una paz interior renovada.
Un año después, Marta había cambiado por completo. Su trabajo se convirtió en una fuente de satisfacción personal, y la relación con Lucía era más sólida que nunca. Luis, por su parte, veía a su hija solo de manera ocasional, en encuentros fríos y breves.
Marta, ahora diferente, sonrió al saber que había encontrado la mejor versión de sí misma.
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