Nunca me gustó hablar de esto mientras seguía trabajando ahí. En parte porque uno aprende a no meterse en lo que no le corresponde, y en parte porque cuando te acostumbras a ver cosas raras todos los días, acabas pensando que el problema eres tú.

Me llamo Miguel, tengo 37 años y hasta hace poco era mesero de un table dance en la Ciudad de México. Estaba por la calzada de Tlalpan, medio escondido entre un negocio de autopartes y una refaccionaria. Es uno de esos lugares que no tiene letrero grande, solo una luz roja encendida todo el tiempo y un portero que no sonríe ni aunque le pagues por ello.

Trabajé allí poco más de 8 años. No era el mejor sueldo, pero sobrevivía. Con el tiempo uno se acostumbra al ambiente: la música fuerte, las luces bajas, el olor a perfume barato, cigarro y los tragos diluidos. Pero hay cosas en las cuales no debería acostumbrarse nadie.

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A mí no me pasó todo lo que voy a contar, pero sí estuve presente cuando muchos empezaron a hablar de lo que sí pasó. Lo que sí pasó directamente lo tengo bien grabado, aunque preferiría no tener que recordarlo.

La primera vez que me lo tomé en serio fue con Marta. Marta era una bailarina veterana, no de las que andaban detrás de los clientes pidiendo fichas. Ella tenía su propio estilo, elegante, callada casi siempre, se arreglaba sola. Nunca le vi quitarse los tacones, ni siquiera cuando subía a los camerinos. Era reservada, pero siempre llegaba a tiempo, cumplía con su turno y se iba sin hacer ruido.

Una noche dejó de llegar, sin aviso, sin explicación. Pensamos que se había ido del lugar o que se había ido a otro club que pagaba mejor. Pasó más de una semana sin que nadie supiera nada. Fue entonces que un DJ nuevo, uno que llevaba apenas días con nosotros, bajó a la barra a medianoche y preguntó por la chava que había subido sola hacía rato.

“¿Cuál?” preguntamos.

“Pues la de vestido rojo, la que se subió hace como 15 minutos. Estaba sola, pero bailó toda la canción completa como si alguien la hubiera pedido.”

Nadie la había visto.

Nada fuera de lo normal, excepto que en la pista había huellas de tacones recién marcadas en el polvo fino del escenario, justo donde ella bailaba normalmente. Uno de los de limpieza subió a verificar, pasó el trapo y no se quitaban. Tuvo que usar limpiador de vidrios para que se borraran, como si hubieran estado ahí desde hace días.

La cosa quedó como una anécdota más hasta que alguien más dijo que también la vio en el baño días después. Se estaba arreglando frente al espejo. Luego está lo del cliente que no tocaba nada. Ese empezó a venir a finales de 2021. Era un tipo que no llamaba la atención, pero que tampoco pasaba desapercibido. Alto, delgado, con un traje oscuro siempre bien planchado. Tenía algo raro. No por cómo se vestía, sino por cómo no se movía.

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Siempre llegaba a la misma hora, como eso de las 10:10, siempre los días martes y siempre se sentaba en la misma mesa cerca del baño de hombres. Pedía una cerveza y ni una palabra más. Nadie lograba hacerle conversación: ni las fichas, ni las bailarinas, ni los compañeros. Y si lo saludabas, apenas levantaba la mirada.

Pero lo que más nos sacó de onda fue cuando lo vimos en las cámaras. Resulta que el gerente pidió revisar una grabación de cada martes por un tema de inventario, y fue ahí donde algo no cuadró. En unas tomas, el tipo estaba sentado, y en otras no había nadie en la mesa. Y no es que se haya movido, en lugar de él había una silueta rara, como una sombra con forma de persona, muy tenue. Lo revisamos todos, pensamos que era un fallo de luz, pero pasó en más de una cámara en ángulos diferentes.

Luego, un guardia nuevo, que no sabía nada de eso, se puso a revisar otras fechas y encontró que esa silueta aparecía incluso en días en que el lugar estuvo cerrado por mantenimiento.

Una bailarina nueva intentó usar una mesa el martes sin saber nada. Dijo que se sintió mal apenas se sentó, como si le hubieran echado agua fría a la espalda. Vomitó negro en el baño. Desde entonces, nadie se sienta en esa mesa y nosotros a limpiar.

Y por si fuera poco, el tipo dejó de venir los martes. Ahora viene los viernes y ya no siempre está solo. También están los camerinos. El segundo camerino en el fondo lleva cerrado desde 2020. La última vez que lo usó fue una chava llamada Fanny que se desmayó adentro después de haber escuchado llantos de alguien detrás del espejo. Desde entonces, nadie ha querido volver a usarlo. Lo raro es que cada vez que alguien entra ahí, ya sea por limpiar o por error, el lugar huele a flores marchitas.

No perfume, no basura, flores podridas. Y siempre es el mismo olor, sin importar la hora o la persona.

Una bailarina veterana llamada Lupita me dijo que ella había visto alguien ahí dentro cuando pasaba por fuera. No era un reflejo, era una mujer sentada en el piso, con las piernas estiradas, moviéndose como si se meciera. La última vez que el gerente trató de abrirlo para hacer inventario, la chapa se rompió sola al meter la llave. Ni un ruido fuerte, ni fuerza, solo crujió y cayó al suelo. Desde entonces le pusieron una tabla con clavos, pero aún así, hay noches en que se escucha un portazo en ese cuarto, como si alguien saliera de golpe.

Uno pensaría que en un lugar como ese, donde cada noche hay música, gritos, risas falsas y reggaetón hasta las 5 de la mañana, nada debería sentirse, solo el bullicio. Pero ahí, entre las luces rojas y los espejos, el silencio se mete cuando menos te lo esperas, y a veces ese silencio viene acompañado.

Hay un cuarto VIP con la puerta roja. Este cuarto está en el segundo piso, justo al fondo del pasillo. Se usa poco porque es incómodo. Un sofá largo, paredes negras con grafitis mal borrados y una puerta que se trababa al cerrarse.

En 2018, un cliente murió de un infarto ahí dentro. Estaba con una chica, según dijeron, y cuando ella fue a buscar ayuda, ya era tarde. Después de eso, nadie volvió a usar ese cuarto. La puerta quedó cerrada y con el candado puesto. El detalle es que cada tanto ese candado parece cerrado por dentro. Lo descubrimos una noche que uno de los cadeneros juró haber escuchado que alguien estaba golpeando la puerta desde dentro, como si pudiera salir. Fuimos a revisar con el encargado de seguridad y, efectivamente, la puerta estaba cerrada con candado, pero el candado estaba colgado por dentro.

No se pueden cerrar desde adentro sin llave. Es imposible. Y aún así, ahí estaba. Después de forzarle, encontramos el cuarto vacío, pero el aire dentro estaba caliente, como si hubiera estado alguien respirando fuerte minutos antes.

Una vez se encerró una bailarina y un cliente. Ellos no volvieron a hablar del tema, pero el cliente no regresó jamás, y la bailarina terminó renunciando esa misma semana. La vi antes de irse, y estaba pálida, temblando. Me dijo solamente una frase: “Ahí dentro había alguien más con nosotros.”

También está el almacén. Este se encuentra bajando unas escaleras mal puestas junto a la cocina. Se supone que solo se usa para guardar cosas viejas, muebles rotos, disfraces pasados de moda, luces fundidas. Yo nunca había tenido que entrar hasta que una noche nos quedamos sin hielos. Fui a buscar una hielera vieja que según el DJ estaba guardada ahí desde hace años. Abrí la puerta con cuidado, y el foco de adentro no servía, así que usé la linterna del celular. Todo era polvo, polvo encima de polvo, y en una esquina, un espejo redondo sin marco, apoyado contra la pared. Me llamó la atención porque, en medio de tanta porquería, el espejo estaba limpio. Lo alumbré de frente, y juro por mi madre que vi una mujer peinándose el cabello de espaldas.

No me asusté al principio porque pensé que alguien más había entrado, pero cuando bajé la linterna para ver quién era, no había nadie más en la habitación. Ni un solo paso, ni sombra, solamente yo.

Me quedé varios segundos tratando de convencerme de que tal vez era un reflejo raro. Agarré la hielera y me fui, sin mirar atrás. Esa noche soñé con una mujer tres veces. En una de esas, me desperté con la camisa rasgada por la espalda, como si alguien me hubiera metido las uñas. No lo conté y simplemente dejé de entrar a ese almacén.

También está lo de la niña en la barra. Esto es reciente, apenas pasó hace unos meses. Cuando todavía me estaba pensando si me quedaba o no, era una fichera que llevaba años ahí. Empezó a decir que veía una niña pequeña sentada en la barra. La describía con un cabello muy lacio, vestida de blanco y sin zapatos. Siempre estaba mirando hacia el escenario, pero si alguien pasaba cerca, se volteaba lentamente.

Mayra pensó que estaba alucinando por cansancio, por algún medicamento que estaba tomando, hasta que otra compañera, Angie, dibujó esa misma niña en una servilleta. Lo hizo sin saber nada, solo diciendo “Vi a esta niña en mi sueño, me dio miedo.”

Cuando Mayra la vio, se le fue el color. Las dos renunciaron esa misma semana. Desde entonces, la barra empezó a tener fallas eléctricas, justamente en esa sección. Los focos parpadeaban, los enchufes tronaban, incluso el sonido del estéreo se bajaba solo, cada vez que alguna bailarina se recargaba ahí.

Y no me lo van a creer, pero en el último video de vigilancia que revisamos antes de que me fuera, en la barra aparece por unos segundos una figura muy bajita, sentada con las piernas colgando. No se mueve, no se voltea, pero está ahí. Realmente fue algo bastante raro.

Una de las últimas noches que trabajé ahí, no hubo gritos, no hubo visiones ni cosas volando. Fue algo simple. Yo estaba solo en la cocina, cortando limones para los vasos. Ya era tarde, la música estaba baja y no había clientes, todos estaban en el salón de arriba viendo una presentación especial. Y ahí fue cuando escuché mi nombre. No fue un grito, más bien fue un susurro pegado a mi oído. Me quedé congelado, con los limones en las manos. No había nadie detrás de mí.

Salí de la cocina sin terminar, me metí al baño y me quedé ahí casi 20 minutos temblando. No me atreví a volver a entrar solo. Esa fue la última noche. Al día siguiente llamé al encargado y le dije que ya no volvería.

No sé qué pasa en ese club. No sé si es el lugar, las personas, las cosas que se quedaron impregnadas en las paredes. Pero lo que sí sé es que hay algo ahí, que no se ve pero se queda contigo, que se arrastra entre los cuartos vacíos, que se refleja donde no debe y que llama a las personas por su nombre, aunque no debería saberlo.

Desde que me fui de ahí, créanme que duermo mejor. Creo que fue lo mejor que pude haber hecho.