Fantasmas en la Calle: La Historia del Último Bocado

Nunca me gustó la soledad, aunque antes no lo sabía. Eso pensaba, al menos, antes de abrir mi puesto de tacos. Había trabajado en varios restaurantes durante años, pero la pandemia lo cambió todo. Los negocios cerraron, las calles se vaciaron, y la incertidumbre se convirtió en el aire que todos respirábamos.

Fue entonces cuando, con más miedo que valor, decidí poner mi propio puesto. Los tacos eran simples, pero de alguna manera, representaban un refugio, un lugar donde la vida, por lo menos durante unas horas, seguía.

 

 

Mi puesto, “El Último Bocado”, nació en una esquina cualquiera del centro de la Ciudad de México, en una de esas calles que antes estaban llenas de vida, pero que de repente se vaciaron por miedo a lo desconocido. Afortunadamente, con el tiempo, la ciudad empezó a recuperar su ritmo, aunque de una forma extraña. La gente, primero cautelosa, luego desesperada, volvió a las calles. Los tacos fueron un refugio para todos, incluso para mí.

Era la medianoche de una noche común. Los primeros tacos iban y venían, y la ciudad, aunque silenciosa, respiraba con ese ritmo que solo la noche tiene. Mi ayudante, Ricardo, picaba la carne con su cuchillo, mientras yo me encargaba de los tacos.

“¿Quieres más salsa, jefe?” me preguntó Ricardo, mientras levantaba la botella de salsa.

“Sí, pero no te pases. Que quede picante, pero no tanto. Ya sabes, a estos les gusta el picante fuerte, pero no tanto como para que no puedan disfrutarlo,” le respondí, sin apartar la vista de la carne que chisporroteaba sobre la plancha.

Los primeros clientes comenzaron a llegar: unos borrachos, otros oficinistas rezagados. Todo parecía normal, pero había algo extraño en el aire, una sensación de inquietud que no podía quitarme. Las luces parpadeaban con un brillo frío, y el viento soplaba con una calma inusual.

 

La Candelaria, lugar lleno de historias paranormales en Bogotá - Capital

 

 

La ciudad, que siempre parece estar en movimiento, estaba casi inmóvil. Eso me inquietaba, pero traté de ignorarlo. La rutina era lo único que me mantenía a flote.

De repente, cuando el flujo de clientes comenzó a disminuir, sentí una extraña presión en el aire. Las calles, normalmente llenas de ruido, se habían quedado en silencio. Los murmullos de la ciudad se disiparon, y todo quedó envuelto en un tipo de calma extraña. El sonido de la espátula sobre la plancha se hizo más fuerte, y el aire se hizo más denso, como si algo estuviera a punto de suceder.

“¿Qué pasa, jefe?” Ricardo me miró preocupado mientras me giraba para preparar los siguientes tacos. “Te ves raro, como… tenso.”

“No sé, Ricardo. Siento que algo va a pasar. Es como si todo estuviera demasiado… tranquilo,” respondí, aunque no tenía claro qué estaba sintiendo. “No te preocupes, solo una sensación rara. Probablemente es el cansancio.”

Pero Ricardo no parecía convencido. Lo vi mirar a su alrededor, como si esperara que algo, o alguien, apareciera. Fue entonces cuando lo vi: un joven que apareció de la nada, caminando lentamente hacia mi puesto.

Sus pasos no hacían ruido, sus movimientos eran tan suaves que no los noté hasta que estuvo justo frente a mí. Tenía el rostro inexpresivo, la piel pálida, y las ojeras tan profundas que parecían casi irreales. Sus ojos, aunque fijos en el suelo, parecían estar vacíos, como si no estuviera completamente presente.

“¿Qué pasa, amigo? ¿Te vas a sentar o qué?” le pregunté, intentando romper el hielo, aunque no podía apartar la mirada de su rostro. No entendía qué tenía de extraño en él, pero había algo en su presencia que me incomodaba profundamente.

Escuchas voces de fantasmas? La ciencia habría encontrado la respuesta

 

El joven no respondió, pero se sentó lentamente en la acera, cruzando las piernas de manera extraña, como si fuera una postura incómoda para él. Me miró fijamente unos segundos, y después, en un tono bajo y distante, dijo:

“Me da tres de suadero.”

Su voz no era débil, pero sí sonaba… como si viniera de muy lejos, como si no estuviera completamente aquí, en este mundo. Algo en su mirada me hizo dudar, pero, por alguna razón, no supe qué hacer más que darle los tacos.

“Tres de suadero, ¿verdad? Aquí tienes,” le dije, tratando de mantener la calma. Le pasé los tacos sin decir nada más. El joven los tomó lentamente y comenzó a comer, sin prisa, como si estuviera saboreando cada bocado, pero de una manera extraña. Sus ojos seguían fijos, vacíos, y no movía la boca como alguien que disfruta de la comida. Era como si estuviera comiendo algo más, algo que no podía ver.

Me giré para mirar a Ricardo, y vi que él también lo observaba con desconcierto.

“¿Lo ves, Ricardo? Está raro, ¿no?” le pregunté en voz baja.

“Sí… está muy raro, jefe. No me gusta su mirada,” respondió Ricardo, encogiéndose de hombros y mirando al chico de reojo.

El joven no parecía notar nuestra presencia. Seguía comiendo lentamente, como si el mundo alrededor de él no existiera. Fue entonces cuando me giré para recoger algunos platos sucios. Al volver a mirar, Ricardo me señaló con el dedo, sus ojos tan grandes como platos.

“Jefe, ¿lo ves?” me susurró, con voz temblorosa.

Al girarme, el joven había desaparecido. No había rastro de él. No escuché ni el más mínimo sonido. El plato vacío seguía en su lugar, pero el chico, el joven con la mirada vacía, ya no estaba allí. Me sentí mareado, como si algo estuviera mal, como si todo se hubiera detenido de repente.

“¿Dónde se fue?” preguntó Ricardo, mirando por todos lados, pero no había rastro de él.

Ni un solo paso, ni una silla moviéndose. “¿Jefe, qué está pasando?”

“No sé, Ricardo. No lo sé,” respondí, con el corazón acelerado.

Mi voz temblaba, aunque trataba de disimularlo. “Vamos a irnos, esto no está bien.”

Apagué el fogón y comenzamos a recoger los platos, pero todo se sentía diferente. Como si algo se hubiera instalado en el puesto, algo ajeno que no debería estar allí. Cuando salí a la calle, la sensación de ser observado me envolvió nuevamente.

La ciudad, que siempre está llena de gente y ruido, estaba extrañamente vacía, como si la vida hubiera desaparecido en ese preciso momento.

Me despedí de Ricardo y comencé a caminar hacia mi casa. Cada paso me parecía más pesado, y la sensación de ser seguido no me dejaba. El aire, que normalmente estaba cargado de ruido y movimiento, estaba muerto. Las luces de los postes parpadeaban con una luz fría, y las sombras parecían alargarse, como si quisieran atraparme.

“¿No lo sientes, Ricardo? pregunté en voz baja.

“Es como si algo me estuviera observando, como si no estuviera solo.”

Ricardo no respondió. Estaba tan callado como yo, y ambos caminábamos a toda prisa, como si algo nos empujara a seguir adelante.

Justo cuando giré la esquina hacia la avenida principal, escuché un sonido lejano, algo que no podía identificar al principio. Fue como un eco, un retumbar de llantas contra el pavimento, seguido por un grito ahogado. No pude entender lo que estaba pasando, pero algo dentro de mí me dijo que era algo terrible. Y antes de poder procesarlo, vi la escena frente a mí.

Un accidente. Un choque brutal. Vidrios rotos, metal retorcido, y cuerpos tendidos sobre el asfalto, cubiertos por sábanas. Las ambulancias iluminaban la noche con luces frías y metálicas, pero los cadáveres seguían allí, quietos, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. El olor a gasolina y sangre me golpeó en la cara, y el aire, que antes había sido denso, se hizo aún más espeso, más pesado.

“¿Qué… qué pasó aquí?” dijo Ricardo, su voz temblorosa.

“¿Por qué…?”

Yo no podía hablar. Solo miraba los cuerpos, el caos, y sentía una presión en el pecho que no me dejaba respirar. Todo lo que había sucedido esa noche parecía un sueño extraño, algo que no podía entender. Pero no pude quedarme más tiempo. Tomé a Ricardo del brazo y comencé a caminar rápidamente.

“No, no quiero ver más,” dije con voz rasposa, casi ahogada.

Esa noche, en mi cama, la sensación de inquietud no desapareció. Me revolvía entre las sábanas, incapaz de dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía al joven, su mirada vacía, su rostro extraño. Pero no solo eso, sentía como si todo estuviera conectado de alguna forma. El accidente. El chico en mi puesto. Algo en mí sabía que todo estaba entrelazado, pero no entendía cómo.

Finalmente, cuando la madrugada me alcanzó, cerré los ojos y, por fin, caí en un sueño intranquilo. Soñé con el joven, pero no estaba en el puesto de tacos, ni comiendo. Estaba en el accidente, mirando a través de las ventanas rotas de un auto. Sus ojos, vacíos, me miraban fijamente, como si esperaran una respuesta. Las lágrimas de sangre caían de sus ojos, y de su panza salían gotas rojas. Pero no podía hacer nada. Solo miraba.

Desperté sudando, sintiendo el peso de la pesadilla en mi pecho. Y cuando abrí los ojos, su rostro aún estaba allí, en mi mente, mirando desde las sombras.

Me levanté de la cama, traté de respirar profundamente, pero no podía. Todo había cambiado. Algo no estaba bien. Algo había cruzado el umbral entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y ahora no podía escapar.