Horrorcast: Ritual Satánico – Ofreció a su Esposa e Hijos como Ofrenda

La radio emitió un ruido extraño, como un eco distante, rompiendo el sopor de la madrugada. “Unidad 307, copian, tenemos un 1016. Reportan gritos y posible violencia doméstica.” La voz del operador sonaba fría, como si fuera una rutina más. Era alrededor de las 2:30 a.m., el momento en que la noche parece no terminar nunca, pero la violencia nunca duerme.

 

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El oficial Ramírez suspiró con fastidio, ajustó su chaleco antibalas y miró de reojo a su compañera, la oficial Castillo, que apenas llevaba tres meses patrullando con él. “Otra pareja agarrándose a madrazos,” murmuró mientras encendía la sirena. “¿Crees que sea grave?” le preguntó ella, con la voz inquieta, como si la oscuridad de la calle misma los hubiera devorado.

“No pasa de empujones y una mujer llorando con moretones y esposos viciosos. Lo de siempre,” Ramírez respondió en tono cansado, pero algo en su voz hizo que la oficial joven se pusiera alerta. Sabía que en los barrios de Catepec, todo podría ser más de lo que parecía. Las calles seguían vacías y sucias, los postes de luz parpadeaban, como si algo invisible los estuviera perturbando. Las casas de bloque, con rejas oxidadas y techos de lámina, crujían al viento.

La patrulla avanzaba lentamente por el barrio hasta que llegaron a la casa número 24 en un callejón oscuro. “Aquí,” dijo Ramírez señalando la casa con la puerta principal abierta de par en par. Fuera de la casa, un par de vecinos, ancianos con caras sombrías, observaban en silencio.

“¿Qué pasó?” preguntó Ramírez al acercarse. Los ancianos apenas podían hablar, pero sus ojos reflejaban un miedo profundo, como si estuvieran ocultando algo terrible.

“Algo raro,” murmuró uno de ellos, su voz quebrada.

Ramírez asintió y le hizo una señal a Castillo para que lo acompañara. “Esto no me gusta,” dijo ella, apuntando con la linterna hacia la casa, temblorosa. “Esto no me gusta nada.”

Ramírez puso su mano sobre su pistola y entró en la casa, seguido por su compañera. El primer paso dentro de la casa fue recibido por un silencio incómodo, un silencio que no solo se podía escuchar, sino también sentir en el aire, como si la misma casa estuviera conteniendo la respiración.

En la sala, una bombilla oscilaba débilmente, proyectando sombras que se movían caóticamente, como si la oscuridad tuviera vida propia. El olor a sangre llenaba el aire, denso y asfixiante. Goterones de sangre caían de las paredes y se deslizaban por el suelo. Un retrato familiar colgaba de forma torcida, con una grieta que partía el rostro sonriente de una mujer.

La joven oficial Castillo soltó un grito al ver lo que yacía en el suelo. “¡Dios!” Su voz temblaba, sus ojos se llenaron de horror al ver el cuerpo de una mujer de unos 30 años, con la garganta desgarrada y los ojos abiertos como si hubiera visto el mismo infierno en sus últimos momentos de vida.

Ramírez la tranquilizó con un gesto. “Tranquila. Avanza y revisa la cocina. Yo voy arriba.” Castillo, aún temblando, obedeció y se dirigió hacia la cocina.

Allí, encontró más sangre. Utensilios rotos, una mesa volcada con dos platos medio vacíos, arroz seco sobre ellos. Pero lo peor fue lo que vio al abrir el refrigerador. Dentro de él, alguien había dibujado un círculo con símbolos extraños. No eran letras, ni números. Eran formas torcidas, como garras entrelazadas alrededor de un ojo y una cruz invertida, la sangre aún fresca, escurría hasta formar un charco negro de corrupción.

“Esto… no está bien,” murmuró Castillo, sintiendo el frío en su piel al ver los símbolos.

El grito de Ramírez la hizo correr escaleras arriba. En la habitación infantil, lo que encontró la paralizó. Las paredes estaban manchadas de sangre. Dos cuerpos pequeños, apenas cubiertos con cobijas, yacían en una litera. El niño mayor tenía el cráneo destrozado, y la niña menor tenía cortes tan limpios que parecían hechos con bisturí. Los huesos de ambos niños estaban expuestos, de manera casi artística. No hubo gritos, no hubo lucha, solo la muerte silenciosa de esos pequeños.

Ramírez, pálido, apuntó con su arma a una esquina del cuarto y gritó. “¡Tírate al suelo, cabrón, al suelo!” Su voz estaba llena de ira, pero también de terror palpable. Castillo se acercó y vio a un hombre delgado, con el torso desnudo y cubierto de sangre coagulada. Estaba en cuclillas, temblando, y sus ojos perdidos en la nada, repitiendo algo que parecía un rezo.

“Miguel Alcosar,” preguntó Castillo, observando una licencia sobre la cama. El hombre no respondió, solo seguía murmurando, “No eran ellos, no eran ellos, eran cosas… cosas con cara… se reían… me hablaban mientras dormía…”

Ramírez lo esposó y lo levantó de un tirón. “Estás bien loco, hijo de la chingada. Vas a pudrirte por esto,” advirtió. Pero Miguel no mostró resistencia. Lo arrastraron fuera de la habitación, entre los cadáveres y los símbolos extraños, mientras el aire estaba impregnado con el olor agrio de la sangre. Afuera, el vecindario seguía en silencio. Nadie salió a mirar, nadie gritó, nadie lloró. Solo una anciana, cruzando la acera, hizo el signo de la cruz sin mirar a los policías.

“Ese hombre no está loco,” uno de los vecinos dijo con voz baja. “Solo abrió la puerta equivocada. Siempre andaba invocando cosas que no debía.”

Ramírez ignoró el comentario, pero Castillo sintió un escalofrío recorrerle la columna. El ambiente en la calle estaba extraño, una mezcla de terror y algo más, algo que parecía presionar el pecho de todos. Las miradas de los vecinos eran esquivas, llenas de repulsión y miedo no articulado.

Cuando llegaron las unidades de apoyo, la radio emitió una orden clara. “Lleven al detenido directamente a los separos, sin escalas.” La voz autoritaria de la radio hizo que Ramírez frunciera el ceño antes de asentar la cabeza ligeramente. “Ni modo, Castillo, nos tocó la chinga,” le dijo, tratando de mantener la calma.

La patrulla arrancó y Miguel estaba en el asiento trasero, esposado, mirando por la ventana mientras murmuraba con voz hueca. “Ya viene otra vez. Ya viene a buscarme.”

Castillo miró por el retrovisor y, por un breve momento, vio los ojos de Miguel. No eran normales, estaban vacíos. Fue entonces que, por primera vez, sintió un miedo visceral y un presentimiento de que esa noche cambiaría sus vidas para siempre.