Mi nombre es Eduardo Martínez, soy médico especializado en terapia física y quiropráctica, y tengo mi propio consultorio desde 2008. Trabajo en una pequeña y tranquila zona de Salamanca, Guanajuato.
Siempre me he sentido afortunado de poder ayudar a aquellos que sufren de dolores articulares o problemas crónicos, pero en ocasiones, mi trabajo me ha llevado a situaciones que nadie puede predecir, situaciones que desafían toda lógica. Esta es una de esas historias, una que cambiaría para siempre mi forma de ver la vida y la muerte.
Todo comenzó en 2009, cuando una paciente muy especial llegó a mi consulta. Se trataba de Doña Leticia, una mujer de unos 65 años, que aunque parecía mucho mayor, tenía una energía vital que le restaba años. Ella llegó con dolores constantes en sus rodillas, cuello y espalda baja.
En los ratos entre sesiones, Doña Leticia solía hablar de su nuera, Nelly, quien estaba pasando por momentos difíciles de salud. Me comentó que Nelly había tenido complicaciones con su embarazo y que, desde entonces, su salud se había deteriorado enormemente.
Acepté tratar a Nelly sin pensarlo demasiado, con la esperanza de aliviar su sufrimiento. Pero, cuando conocí a Nelly por primera vez, algo en su apariencia me inquietó. Era una joven de unos 20 años, muy delgada, pero con una presencia sombría y silenciosa.
Su piel era pálida y reseca, y las ojeras bajo sus ojos eran tan profundas que parecían permanentes. Su mirada, distante y apagada, me hizo pensar que había pasado por más de lo que alguien tan joven debería.
Nelly comenzó a contarme su historia. Llevaba viviendo con el hijo de Doña Leticia más de seis meses, y al poco tiempo de estar juntos, se enteró de que estaba embarazada.
Aunque en principio fue un momento de felicidad, rápidamente las cosas empeoraron. Los médicos dijeron que todo estaba bien, que el embarazo avanzaba con normalidad, pero Nelly no mejoraba. De hecho, su salud se deterioró aún más, hasta el punto de que tuvo que ser hospitalizada.
Lo peor vino después: perdió el embarazo y, al realizarle estudios más profundos, descubrieron que sus riñones eran más pequeños de lo normal. El esfuerzo del embarazo había dañado su función renal, lo que llevó a Nelly a necesitar diálisis peritoneal.
Llevaba tiempo dándose cuenta de la carga que Doña Leticia llevaba, acompañando a Nelly en cada consulta, en cada tratamiento, en cada internamiento. No era solo un apoyo físico, sino que el dolor emocional que ella cargaba era igual de pesado.
Un día, mientras trataba a Doña Leticia, me preguntó si podía ayudar a Nelly con su dolor en el cuello y la espalda, porque los médicos no le daban solución. “Por favor, doctor, haga lo que pueda,” me dijo con la voz llena de desesperación. Acepté sin pensarlo mucho y le pedí que trajera a Nelly al consultorio.
Dos días después, Nelly regresó, pero algo en ella había cambiado. Estaba aún más delgada de lo que recordaba, con el rostro cubierto de arrugas prematuras, y los ojos hundidos bajo las ojeras. Doña Leticia la acompañaba, ayudándola a caminar, porque Nelly ya no tenía fuerzas para mantenerse por sí sola.
Cuando nos saludamos, Nelly forzó una sonrisa, pero su esfuerzo fue evidente. No tenía energía para más, pero lo que vi en ella fue una honestidad en su intento de mostrarse bien.
Para poder trabajar, la acomodé de lado, ya que el catéter en su abdomen no le permitía acostarse boca abajo. Comenzamos con las terapias, eran sesiones semanales que se prolongaron por casi 4 años. Los avances fueron lentos, a veces casi imperceptibles, pero suficientes para que su calidad de vida mejorara un poco.
Nelly empezó a venir menos, de vez en cuando, más esporádicamente. A veces pasaban semanas sin verla, otras veces meses, pero no me parecía extraño. Había algo en su historia que no tenía sentido desde el principio, algo que siempre sentí incompleto.
Una tarde, cerca de las 7, estaba atendiendo a un paciente cuando escuché que tocaron la puerta. Me disculpé y fui a abrir. Allí estaba Nelly, con una sonrisa amplia, casi perfecta. Sus ojos brillaban con una intensidad que no recordaba haber visto antes. Su piel lucía diferente, más suave, más viva, como si algo dentro de ella se hubiera renovado. Parecía más joven, irónicamente, más joven.
“Buenas tardes, doctor,” dijo con una alegría casi contagiosa. “Solo vine a saludarlo y agradecerle por todo lo que ha hecho por mí. Estoy muy agradecida.”
Su voz tenía un tono liviano, como si flotara. Me tomó por sorpresa, no sabía qué responder. “No hay de qué, Nelly. Es mi trabajo.” Respondí, tratando de mantener la calma, aunque algo en mí se sentía inquieto.
Ella asintió, todavía sonriendo. “Bueno, doctor, no le quito más su tiempo. Muchas gracias y que le vaya bien.”
Le deseé lo mismo, le pedí que se cuidara y que saludara a Doña Leticia. Cerré la puerta tras ella sin pensar demasiado en la visita, pero una sensación extraña se apoderó de mí. Algo no estaba bien.
Pasaron varios días y, un momento, salí al negocio de un amigo cercano, justo al lado del consultorio, para preguntar sobre un medicamento. Al llegar, vi a Doña Leticia conversando con él. Me acerqué a saludarla, feliz de verla después de tanto tiempo.
“Doña Leticia, ¿cómo está? Qué gusto verla por aquí.”
“Aquí ando,” respondió con una voz apagada, cómplice del cansancio.
“¿Y Nelly? ¿Cómo ha estado?” le pregunté.
Al mencionar su nombre, ella miró hacia abajo, sumida en una extraña quietud. Un silencio extraño llenó el aire. Después, en voz baja, casi como si quisiera que nadie más la oyera, dijo: “Nelly… no está bien, doctor. Ella… falleció.”
Me quedé paralizado. No pude reaccionar. “¿Qué? ¿Cómo puede ser?” balbuceé, sintiendo que el suelo se desmoronaba bajo mis pies.
“Nelly falleció hace seis meses,” dijo Doña Leticia, su voz se volvió más grave, como si cada palabra que saliera de su boca fuera una carga.
No podía creerlo. “No puede ser… yo la vi, justo en la puerta de mi consultorio.” Mi voz tembló, y el frío recorrió mi espina dorsal.
Doña Leticia no dijo nada más, solo me miró un momento y luego sacudió la cabeza. “Ella no puede haber vuelto. Se fue hace mucho tiempo.”
Todo a mi alrededor se desmoronaba. ¿Cómo podía haber visto a Nelly después de su muerte? Mi mente se rebelaba contra lo que acababa de escuchar. Algo no estaba bien.
El día siguiente, llamé al hospital para confirmar la información. “Nelly falleció hace seis meses. Sufría de insuficiencia renal,” dijeron. “Lo sentimos mucho.”
Mi cabeza estaba hecha un lío. Cómo era posible que algo tan extraño hubiera ocurrido. ¿Era posible que mi mente me jugara una broma tan cruel?
Al final, todo lo que me quedaba eran recuerdos de Nelly, su sonrisa, sus ojos, y sus palabras de agradecimiento que todavía resonaban en mi mente, como una despedida del más allá.
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