La noche cayó otra vez. No había luna, solo el reflejo pálido de la nieve iluminando la ventana. Y otra vez, nadie llamó a la puerta.

Después, Polinka se sentó en el taburete frente a la estufa y observó cómo las llamas comenzaban a bailar en el interior de hierro fundido. La habitación se llenó poco a poco de un tenue calor, y la niña estiró las manos para calentarlas. No sonreía, pero sus ojos se relajaron por primera vez en dos días.

El reloj de pared marcaba las siete y cuarto. Su madre seguía sin aparecer.

Polinka no lloraba. No porque no quisiera, sino porque sentía que si lloraba, se rompería. Y si ella se rompía, ¿quién quedaría para cuidar de la casa? ¿De la estufa? ¿De los pequeños pájaros que solían posarse en la rama frente a su ventana?

Durante el día, Polinka recorrió la casa buscando restos de comida. Encontró medio pan duro debajo de un trapo en la alacena y un terrón de azúcar envuelto en papel viejo. Lo partió en dos: medio para ahora, medio para más tarde. Con eso, y un poco del agua del cubo, volvió a su cama, aún enfundada en la sudadera de su madre que olía a humo y jabón.

Afuera la nieve comenzaba a caer.

La niña dibujó un corazón en el vaho del cristal de la ventana. En su mente, lo llenaba de palabras que no sabía escribir pero que sí sabía sentir: mamá, vuelve, te espero.

La noche cayó otra vez. No había luna, solo el reflejo pálido de la nieve iluminando la ventana. Y otra vez, nadie llamó a la puerta.

Polinka durmió mal. Soñó con pasos en la nieve, con una silueta acercándose a la casa, con una mano tibia en su frente. Pero al despertar, todo estaba igual. Más frío. Más silencio. Menos esperanza.

Sin embargo, no se dejó vencer.

Volvió a encender la estufa, aunque solo quedaban dos leños. Movió los brazos para entrar en calor, luego se sentó con su cuaderno y dibujó con lápiz lo que más deseaba: una taza de té humeante y su madre sentada a su lado, sonriendo. Dibujó la estufa, la mesa, las patatas humeantes. Incluso dibujó el pan que ya no tenía.

Fue entonces cuando oyó los golpes en la puerta.

Al principio pensó que los había imaginado. Pero no: tres golpes firmes. Se puso de pie, cruzó la habitación en puntas de pie y abrió apenas una rendija.

Era una mujer. No su madre. Otra mujer, con un abrigo largo y una bufanda tejida.

—Hola, pequeña —dijo suavemente—. Soy de los servicios sociales. ¿Estás sola?

Polinka no respondió, solo asintió despacio.

La mujer entró con cuidado, como si la casa fuera una caja de cristal. Llevaba una bolsa: sacó una manta gruesa, una barra de pan, una pequeña bolsa de patatas y una lata de carne en conserva. Luego se arrodilló junto a ella y, sin preguntar más, la abrazó. Fue ese calor humano, más que el de la estufa, el que finalmente quebró la muralla de la niña. Polinka apoyó la cabeza en su hombro y lloró, en silencio.

Días después, Polinka fue llevada a un hogar de acogida. No lujoso, pero cálido. Tenía una cama propia, comida caliente, y una mujer que la despertaba cada mañana con una taza de té y pan con mantequilla.

Su madre no volvió. Nadie supo qué ocurrió.

Pero cada vez que veía una estufa encendida, Polinka recordaba que incluso en los inviernos más duros, ella había mantenido el fuego vivo.

Y eso, en su corazón, le daba fuerza para seguir adelante.