Entré en una floristería para comprar ramos para mi esposa y mi hija. Ya había elegido uno cuando de repente noté a un anciano en la entrada.

Un abrigo antiguo, pantalones de pinzas, zapatos, una camisa sencilla debajo del abrigo.

No parecía una persona sin hogar. Él simplemente era pobre. Pero al mismo tiempo, sorprendentemente limpio y digno.

Una vendedora, una muchacha joven, se acercó al anciano. Ella ni siquiera lo miró e inmediatamente dijo:

— ¿Por qué te quedas aquí, abuelo? Estás molestando a los clientes.

El anciano no discutió, simplemente dijo suavemente:

—Disculpe señorita… ¿Cuánto cuesta una ramita de mimosa?

 

 

La muchacha dijo en tono molesto:

—¿Estás loco o qué? Veo que no tienes dinero. ¿Por qué preguntas?

El anciano sacó del bolsillo tres billetes arrugados de diez rublos y preguntó con cautela:

—¿Tal vez habría algo por treinta?

La vendedora miró el dinero, hizo una mueca de desprecio y sacó de una cesta un tallo de mimosa casi muerto: roto y sin brillo.

—Toma, toma esto. Y salir de aquí.

El anciano tomó con cuidado la ramita y luego, pensativamente, intentó enderezarla. Fue entonces cuando vi una lágrima rodar por su mejilla, y su rostro mostraba tal desesperación que me rompió el corazón.

Sentí una profunda pena por este pobre anciano y decidí darle una lección a esta vendedora grosera e insolente.

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Наглая продавщица продала старику сломанную ветку мимозы: я не сдержался и решил помочь старику

 

Me acerqué a la vendedora, sintiendo que la ira crecía en mi interior:

—¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?

Ella simplemente se dio la vuelta y me miró. Su rostro se puso pálido. Ella se quedó en silencio.

—¿Cuánto cuesta la cesta completa? — Le pregunté.

— ¿Qué?… Uh, unos doscientos euros, supongo… — murmuró.

Saqué el dinero, se lo entregué, tomé la cesta de ramos y se la di al anciano.

—Toma, esto es para ti. Te lo mereces. Dáselo a tu esposa.

El anciano se quedó allí congelado, sin creer lo que veía. Él dio una pequeña sonrisa. Las lágrimas aún fluían, pero él continuaba agarrando aquella misma ramita rota en sus manos.

 

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—Vamos juntos —sugerí.

Entramos en la tienda vecina. Compré un pastel y una buena botella de vino.

El anciano permaneció allí, todavía sosteniendo el ramo en sus manos.

—Abuelo —le dije—, no te preocupes. Tengo dinero. Y tienes una esposa que amas. Complacerle.

Él asintió, incapaz de contener las lágrimas.

—Llevamos cuarenta y cinco años juntos… Ella está enferma… ¿Pero cómo pude venir sin flores en su cumpleaños? Gracias, muchacho…