Transcurrieron varias semanas de angustiosa espera. Boris Petrovich yacía en la unidad de cuidados intensivos; su vida pendía de un hilo, como un pájaro que dudaba en saltar de una rama al abismo. Los médicos hacían todo lo posible, pero el cuerpo del hombre, desgastado por una neumonía bilateral grave, estaba al límite. La ventilación mecánica lo apoyaba en la respiración porque sus propios órganos ya no podían con la tarea. Cada día en esa sala era como una batalla: una batalla por la vida, donde el vencedor podía ser el tiempo… o la muerte.

Svetlana Arkadyevna, su esposa, venía todos los días. Pasaba horas junto a la cama de su esposo, acariciándole la mano, susurrándole palabras de amor que ya no oía, contándole cómo su nieto había aprendido a recitar poesía, cómo florecían las rosas en el jardín. A veces simplemente permanecía en silencio, observando el parpadeo del monitor y escuchando las constantes señales del respirador. Durante ese tiempo, su rostro se había demacrado, su mirada vacía y su voz más apagada, como si el miedo la hubiera vaciado por completo.

Pero el miedo no es lo único que habita en una persona. El miedo puede acompañar la fatiga, la ira, la decepción… e incluso una extraña, casi insoportable idea de libertad. Un pensamiento que la mujer nunca se permitió expresar en voz alta. Pero en el fondo de su alma, ese pensamiento existía. Porque estar cerca de un moribundo también es una muerte lenta, sobre todo cuando se comprende: no hay posibilidad, solo esperanza sostenida por máquinas.

Esa noche, los pasillos del hospital estaban inusualmente silenciosos. Era como si el edificio mismo se hubiera congelado, esperando algo importante. En el puesto de enfermeras estaba Liliya Sergeyevna, una enfermera experimentada que había trabajado en cuidados intensivos durante muchos años. Con el tiempo, lo había visto todo: lágrimas de alegría y gritos de desesperación, promesas hechas al borde de la inconsciencia y despedidas que nadie quería aceptar. Conocía a muchos pacientes por su nombre, y a algunos por sus historias de vida. Había visto a menudo a Svetlana Arkadyevna y con el tiempo surgió entre ellas algo que no podía llamarse amistad, sino algo cercano a la confianza, aunque silenciosa.

 

 

A altas horas de la noche, cuando ya casi no quedaban visitas en el hospital, Svetlana, superando un temblor interior, se acercó a Liliya. Su voz temblaba como la llama de una vela en una corriente de aire:

— No puedo más… Él está sufriendo. Yo estoy sufriendo. Que todo termine…

La enfermera la miró largo rato sin decir palabra. En sus ojos brillaban emociones indescriptibles —compasión, miedo, contemplación—. Luego bajó la mirada, como si sopesara algo más que una simple elección moral: deber versus humanidad, profesionalidad versus dolor.

A veces el destino ofrece giros que no puedes ignorar. Sobre todo cuando la petición viene en un sobre, cuidadosamente envuelto y bien cerrado. Con mano temblorosa, Svetlana lo metió en el bolsillo de la bata de Liliya Sergeyevna. Ninguna de las dos dijo palabra. Solo algo compartido brilló en sus ojos: desesperación, aceptación y quizás la esperanza de que este paso fuera el último para todas.

Unos minutos después, Liliya entró en la habitación. La puerta se cerró tras ella con un clic sordo. El silencio reinaba en el interior, roto solo por el zumbido constante de las máquinas. El aire se sentía denso, pesado, como si estuviera lleno no solo de aparatos electrónicos, sino también de pensamientos no expresados. La enfermera comprobó que la puerta estuviera cerrada y se acercó al respirador. Sus dedos tocaron el panel de control; sabía perfectamente cómo apagar el dispositivo para detenerlo todo sin ruido ni atención.

Su mano se cernió sobre el botón. Un segundo. Dos. Tres. La luz fluorescente parecía fría, casi cruel. En ese momento, la puerta se abrió de golpe.

En el umbral estaba Antonina Pavlovna, la limpiadora que había trabajado en el hospital durante más de veinte años. Siempre prefería los turnos de noche; así podía trabajar con calma, sin miradas indiscretas ni parloteo. La mujer era conocida por su locuacidad y su carácter bondadoso, pero ahora su mirada era aguda y alerta. Notó la tensión en la postura de la enfermera, la ansiedad en el rostro de Svetlana Arkadyevna, y aunque no entendió nada específico, inmediatamente sintió que algo andaba mal.

—¿Trabajando otra vez con el chaleco, Liliya Sergeyevna? —dijo con su habitual ironía, pero la sospecha se deslizó claramente en su tono.

La enfermera se estremeció. Se enderezó bruscamente, escondiendo las manos tras la espalda. Svetlana miró a la limpiadora, intentando encontrar una explicación que no suscitara preguntas. Pero Antonina no se apresuró a irse. Empezó a fregar el suelo junto a la puerta, permaneciendo cerca, aparentemente deliberadamente, observando cada movimiento.

La atmósfera en la habitación se volvió casi insoportable. Parecía como si el aire estuviera electrizado, lleno de invisibles oleadas de miedo y tensión. Liliya no se atrevió a continuar, no con una testigo que pudiera contarlo todo. Se apartó de la máquina, respirando hondo varias veces, como si intentara recuperar el control.

Los minutos se hicieron eternos. Solo el chapoteo del agua del cubo y el chirrido de la fregona rompían el silencio. Svetlana permanecía junto a la ventana, fingiendo que nada la afectaba. Liliya seguía mirando el monitor del respirador, donde el corazón de Boris Petrovich aún latía con fuerza. Pensaba en lo fácil que sería acabar con aquel tormento. Y, al mismo tiempo, en que ya no podría hacerlo.

Cuando Antonina Pavlovna terminó de limpiar, lanzó una última mirada intensa a las mujeres, no dijo nada y salió de la habitación, dejando tras sí un suelo brillante y un silencio extraño y opresivo.

Liliya se quedó sola con el paciente. Su respiración seguía siendo artificial, pero seguía respirando. Lo miró, a su rostro exhausto, y por primera vez en mucho tiempo sintió alivio. Porque en ese momento comprendió: a veces basta con una persona accidental con una simple fregona para detener la mano a punto de cruzar la línea. Para salvar no solo la vida de alguien, sino la propia conciencia.

Eso fue lo que ocurrió también esta vez.