Me desperté en silencio—sin velas, sin tarjetas, sin llamadas. Vivo encima de una vieja ferretería en una pequeña habitación con una cama, una tetera y una silla junto a la ventana.
Esa ventana es mi favorita. Veo pasar los autobuses. En la panadería, la chica no me reconoció, aunque vengo cada semana. Le dije que era mi cumpleaños. Sonrió educadamente. Compré un pequeño pastel de vainilla con fresas y les pedí que escribieran “Feliz 97º, Sr. L.” en él.
De vuelta en casa, encendí una vela, corté una porción y esperé. No sé qué esperaba. No he sabido nada de mi hijo Eliot en cinco años—no desde que le dije que su esposa me trataba de manera despectiva. Colgó y eso fue todo. Tomé una foto del pastel, la envié a su viejo número.
Solo escribí: Feliz cumpleaños para mí. No hubo respuesta. Ni entonces. Ni después. Me quedé dormido junto a la ventana.
Era una joven. Nerviosa, con un teléfono en la mano. “¿Es usted el Sr. L?” me preguntó. “Soy la hija de Eliot. Nora.” Me quedé sin palabras.
Encontró mi número en el teléfono de su padre, vio el mensaje y decidió venir. Trajo un sándwich de pavo con mostaza—mi favorito. Nos sentamos en mi mesa de cajas y compartimos el pastel. Me preguntó sobre la infancia de su padre, mi viejo jardín y por qué dejamos de hablar. Se lo conté. El orgullo construye muros, le dije. Ella lo entendió.
Antes de irse, me preguntó si podía volver a visitarme. Le dije que sería mejor que lo hiciera. La habitación se sintió más cálida. A la mañana siguiente, un mensaje de Eliot: ¿Está bien?
Unos días después, otro golpe en la puerta. Era Eliot. Parecía inseguro. “No estaba seguro de que abrieras la puerta,” dijo. “Yo tampoco,” le respondí. Pero lo hice. No arreglamos todo. Pero comenzamos algo. Si has estado guardando algo, tal vez hoy sea el día para ponerte en contacto. A veces, el amor regresa cuando menos lo esperamos—en un golpe en la puerta, un mensaje o alguien nuevo que recuerda lo que importa.
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