El teléfono temblaba entre mis dedos mientras los gritos de Vlad aún resonaban en mis oídos. Inspiré profundamente y respondí con voz serena:

—¿¿Egoísta??

No, cariño.

Egoísta fuiste tú cuando me pediste que renunciara a las vacaciones por las que trabajé durante todo un año.

Egoísta fuiste tú al priorizar las necesidades de tu madre por encima de las de tu esposa.

Desde el otro lado de la línea, la voz preocupada de mi suegra se coló de fondo, preguntando con nerviosismo qué estaba pasando.

Una sonrisa se dibujó en mi rostro al imaginar la cara de Vlad cuando descubriera que sus pertenencias —ordenadas en tres maletas grandes— lo esperaban con cortesía en la recepción del hotel.

—Los papeles del divorcio están sobre la mesa de la cocina.

Tienes dos opciones: los firmas y los devuelves, o vuelves aquí y encuentras las cerraduras cambiadas.

Por si lo olvidaste, la casa está a mi nombre.

Recordé con nitidez la conversación del día anterior con mi abogada, Daniela. Me aseguró que todo estaba en orden legalmente. Años atrás, Vlad insistió en poner la casa solo a mi nombre “por beneficios fiscales”. Hoy, esa decisión se convertía en mi as bajo la manga.

—Pero… ¿a dónde voy? —balbuceó, la rabia desvaneciéndose, reemplazada por una confusión casi infantil.

—Estoy segura de que tu madre estará encantada de hacerte sitio en su apartamento de dos habitaciones.

Tienes tres semanas para fortalecer el vínculo madre–hijo.

Colgué.

Me quedé en silencio, contemplando la casa vacía a mi alrededor. Por primera vez en mucho tiempo, sentí alivio.

Los niños estaban seguros con mis padres por las próximas dos semanas, y yo, al fin, tenía espacio para pensar, para respirar.

Mientras sorbía una copa de vino, revisé mis mensajes. Bianca, mi mejor amiga, ya había confirmado que todo estaba listo en la cabaña de la montaña. Nuestro retiro, mi escape.

—A veces —murmuré para mí misma, mirando la puesta de sol desde la ventana de la cocina—, las verdaderas vacaciones comienzan cuando eliges tu libertad.