Todos mis invitados (amigos, colegas, mi familia) comenzaron a quitarse las chaquetas y desabotonarse las camisas.

Debajo, todos llevaban camisetas idénticas, de un rojo brillante, con un gran lema: “¡APOYO A LA NOVIA DE ROJO!”.

Margareta se puso blanca como una sábana. Dănuț miró a su alrededor como un pez fuera del agua.

Pero eso no fue todo. Mi hijo de ocho años, Alexuț, se levantó de la primera fila, luciendo adorable con su pequeño traje rojo. Un micrófono temblaba en sus manos.

“Disculpe”, dijo con su clara voz de niño. Mi mamá me enseñó que el amor no tiene color. Me enseñó que la familia significa no juzgar, sino aceptar.

Los invitados comenzaron a aplaudir. Alexuț continuó: «Mi mamá es la mejor mamá del mundo. Y si alguien dice que no merece vestir de blanco solo porque yo existo, ¡estoy orgulloso de ser la razón!»

Las lágrimas corrieron por mi cara. Mi mejor amiga Ana se puso de pie y levantó su copa:

“Para una mujer que nos mostró que la verdadera pureza viene del alma, ¡no del color de un vestido!”

Toda la iglesia estalló en aplausos. Incluso el sacerdote sonrió.

Margareta intentó levantarse, pero sus piernas cedieron. Dănuț me miró y finalmente se dio cuenta de la magnitud de la humillación que me había infligido.

«Lo siento», susurró.

Sonreí y levanté la mano. —No, Dănuț. Lo siento por ti. Porque acabas de perder a una mujer que te habría amado incondicionalmente, por la opinión de una madre que no sabe lo que significa el amor verdadero.

Me dirigí a los invitados:
Gracias a todos por mostrarme que una verdadera familia no juzga, te apoya. La celebración continúa, ¡pero sin el novio!

Y así salí de aquella iglesia, con mi precioso vestido rojo, con la cabeza en alto y el mejor niño del mundo a mi lado, rodeada de gente que realmente me amaba.

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