—Irina, nos vamos a divorciar. Mañana, por favor, haz las maletas y lárgate de aquí.
—¿Qué? ¿Anton, dijiste? ¿Nos vamos a divorciar?
—Sí.
—¿Pero por qué debería dejar mi propio apartamento?
—¿El tuyo? Te equivocas, cariño. Mira estos documentos: soy la única propietaria.
Irina sintió como el aire se le escapaba de los pulmones. ¿Un divorcio? ¿En serio? Hoy, de todos los días, cuando había preparado con tanto esmero una celebración para su décimo aniversario de bodas. La sorpresa que había planeado con tanto amor se desplomó, reemplazada por un dolor que ni siquiera entendía. Anton, su compañero de vida, ahora era un extraño, uno que la miraba con frialdad, como si ella fuera una intrusa en su propio hogar.
—Espera, ¿es broma?
—No, no es broma. Ya he tomado una decisión —dijo Anton con firmeza, sin mirar siquiera a los ojos de Irina.
Las palabras de Anton le cortaron la respiración. El batidor de nata que tenía en las manos parecía más pesado de lo habitual, como si el peso de la conversación lo hubiera absorbido todo.
—Anton, ¿qué divorcio? ¡Hoy es nuestro aniversario! ¡Mis amigos están por llegar! —protestó Irina, luchando por mantener la calma.
Pero Anton, inmutable, frunció el ceño y sonrió cruelmente. Su mente ya estaba hecha. La decisión no era reversible. La fiesta que ella había preparado no era para celebrar su amor, sino para celebrar el fin de un capítulo.
Una hora después, el apartamento, que alguna vez había sido el refugio de risas y promesas, se llenó con las voces animadas de sus amigos. La risa, las felicitaciones y los brindis parecían un eco distante para Irina, que apenas podía escuchar sus palabras entre la niebla de la incredulidad. Anton, por su parte, se esforzó en fingir normalidad, haciendo su primer brindis con una sonrisa calculada.
“Quiero agradecer a mi esposa Ira por estos diez maravillosos años de matrimonio. Todos saben las dificultades que hemos pasado, los altibajos, pero siempre nos tuvimos el uno al otro”, dijo Anton, con el vaso levantado, mientras sus amigos aplaudían.
Luego, con una pausa dramática, continuó: “Hoy celebramos nuestro último aniversario. Hemos decidido divorciarnos”. La sala se sumió en un gélido silencio. Irina, con lágrimas en los ojos, levantó su copa y, con una sonrisa rota, respondió:
“Tú también, Anton, gracias por ser mi esposo. Te deseo lo mejor”.
La sorpresa de los amigos fue palpable. Nadie había visto venir este final, y todos quedaron atónitos al ver a la que parecía la pareja perfecta transformarse en una despedida pública.
Irina, incapaz de soportar la carga de la situación, excusó su ausencia alegando un dolor de cabeza. Subió rápidamente al dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Allí, con el alma rota, comenzó a empacar lo esencial: ropa para unos días, el portátil, el transportín del gato… Nada más. El resto de las pertenencias, los muebles, los recuerdos, ya no importaban.
En el recibidor, sus amigos seguían charlando y riendo sin percatarse de su sufrimiento. Denis, uno de los amigos más cercanos, se acercó a Anton con una sonrisa burlona.
“¡Qué bien, Anton, una fiesta antiboda, eh!” bromeó Denis, mientras Anton se reía con satisfacción.
Pero Irina ya no era parte de esa escena. Ya no importaban las bromas, las miradas, ni las palabras vacías de aquellos que nunca entendieron la profundidad del dolor que estaba viviendo.
Treinta minutos después, Irina se encontraba en el taxi, rumbo a la casa de su madre, Valentina Ivanovna, con las lágrimas empañando sus ojos. La incertidumbre del futuro la asfixiaba, pero su madre siempre había sido su refugio.
Al llegar, su madre la recibió con una mezcla de preocupación y sorpresa. “Ira, mi amor, ¿qué te pasa?”, preguntó Valentina, abrazando a su hija.
—Mamá, fue un error. Me pidió el divorcio. Dijo que el apartamento era suyo y que tenía que irme.
Valentina Ivanovna no pudo ocultar su shock. Anton, el hombre que había considerado como parte de su familia, ahora le parecía un desconocido. “¿Quién, Anton?”, susurró, como si las palabras no pudieran salir de su boca.
—Sí, mamá. No sé por qué lo hizo… —Irina apenas podía hablar entre sollozos.
—¿Y qué hiciste?
—Hice las maletas y me fui.
Valentina suspiró profundamente, tomando a Irina en sus brazos, sabiendo que las decisiones de los demás no siempre se pueden entender. Pero lo que sí sabía era que, al final, el amor de una madre sería siempre el refugio al que volver.
Irina se acomodó en el sillón de su madre, con el gato en su regazo, buscando consuelo en la pequeña criatura que siempre había estado allí. Mientras acariciaba su suave pelaje, pensaba en lo que había perdido, en lo que quedaba por reconstruir. Tenía la fuerza para empezar de nuevo, pero esa noche, lo único que deseaba era descansar, en silencio, en paz.
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