Mi marido y mi mejor amigo me habían traicionado el mismo día que yo creía ser la más feliz por ellos. Pero el destino, caprichoso y cruel, tenía otros planes.

Parecía un día como cualquier otro… o al menos, eso quería creer.

Después de semanas de preparación, Daniel —mi marido— estaba listo para dar la presentación más importante de su carrera. El evento corporativo al que tanto había apostado lo esperaba con los reflectores encendidos y las expectativas altas. Yo estaba allí para apoyarlo, sin imaginar que, entre bastidores, se tejía una traición que me cambiaría para siempre.

La presión era enorme, pero Daniel estaba preparado.
La noche anterior, me aseguré de que todo estuviera perfecto. Le preparé su comida favorita y, al despedirlo por la mañana, le deseé suerte con una sonrisa que ocultaba mi creciente ansiedad. Él partió sin sospechar lo que el destino le tenía reservado.

Mientras limpiaba la casa, ocurrió algo que lo cambió todo: encontré su portátil olvidado sobre la mesa. Ese equipo contenía la presentación clave en la que había trabajado durante semanas. No podía permitir que su esfuerzo se arruinara por un simple descuido. Sin pensarlo dos veces, me dirigí al hotel donde —según él— se celebraría el evento para entregárselo personalmente.

Pero algo no encajaba.

El hotel, que normalmente bullía de actividad, estaba sorprendentemente vacío. Me acerqué a recepción, algo desconcertada, y pregunté por el evento. La recepcionista, tras revisar su sistema, me dijo que no había nada programado para ese día. Confundida, le pedí que buscara alguna reserva a nombre de Daniel. Después de un breve silencio, me confirmó que sí, que había una habitación a su nombre… y me dio el número.

Mi pulso se aceleró. Subí con cautela y recorrí el pasillo en silencio. Entonces los oí: risas, susurros… y un beso. Me detuve en seco. Al asomarme discretamente por la esquina, la escena me atravesó como una puñalada: Daniel y mi mejor amigo, Hugo, caminaban abrazados hacia la habitación.

No podía respirar.

Las lágrimas amenazaban con traicionarme, pero me contuve. En lugar de enfrentarlos, tomé una fotografía con mi móvil. Necesitaba una prueba. No solo para confirmar lo que ya sabía, sino para planear lo que vendría después. No iba a dejar que esto terminara así.

Regresé al vestíbulo, deshecha. La recepcionista, que había notado mi estado, se acercó con una mirada comprensiva. Le conté lo justo y necesario. Ella, con una mezcla de indignación y entusiasmo, me ofreció su ayuda. Juntas trazamos un plan. Me dio acceso a un ascensor de servicio, uno oculto, fuera de registro.

Esperé dentro, en silencio.

Cuando ellos entraron, desprevenidos, apretaron el botón para subir sin saber que yo ya estaba allí, oculta tras una mampara de mantenimiento. Al cerrarse las puertas, dejé caer una bolsa de confites al suelo, como si fuera un accidente. El sonido los distrajo. Comenzaron a mirarse nerviosos. El ascensor siguió subiendo lentamente, demasiado lentamente.

Entonces salí de mi escondite.

Sus rostros palidecieron. Mi voz, serena pero cortante, rompió el silencio. Ya no era la esposa ingenua ni la amiga leal. Era el juicio que no esperaban. El ascensor no se detendría donde ellos creían. Yo tenía el control. Y en ese pequeño espacio metálico, entre cuatro paredes, comenzó la verdadera presentación: la de mi venganza.