El empresario echó un vistazo a su alrededor y…

— Tío, puedo darle a tu hija una vida normal — dijo el joven desde la calle.

El empresario echó un vistazo a su alrededor y… simplemente…

Estaba en el corazón de Kiev — elegante, como siempre, decidido, intacto.

La corbata — impecablemente ajustada; el traje — de la última colección; la camisa — hecha a medida.

En el mercado energético lo apodaban «el tiburón».

Para algunos, un filántropo.

Para otros, un jugador frío y sin alma.

Pero nadie sabía que cada noche sostenía una foto de su hija en la mano y susurraba su nombre: «Salomea…»

Nunca se había sentido agobiado por la multitud.

La gente siempre se apartaba.

Pero hoy… hoy era distinto.

— Tío… — una voz débil, casi un susurro, llegó desde la izquierda.

— Señor, por favor…

Oleg Ivanovich no captó al instante que le hablaban a él.

Caminaba como siempre — absorto en sus pensamientos.

Pero esa voz despertó algo dentro de él — por primera vez en años.

Se detuvo y se volvió.

Un muchacho, unos 18 o 19 años, sucio, con zapatillas gastadas y chaqueta raída.

El cabello le caía sobre la frente, sus ojos tristes pero firmes.

— Sé lo que le pasó a Salomea — afirmó.

Oleg quedó paralizado.

— ¿Cómo sabes de mi hija? — preguntó en voz baja, pero con tensión.

— Estuve con ella.

En el instituto.

Antes de… — el joven hizo una pausa — antes de que desapareciera.

Un transeúnte chocó suavemente contra Oleg y murmuró una disculpa; él ni siquiera parpadeó.

— Si mientes…

— No miento, tío.

Tengo pruebas.

Y más que eso — tengo una solución.

Puedo ayudarla.

Oleg sintió una opresión en el pecho.

Durante años había invertido en clínicas, especialistas, detectives.

Pero todo parecía inútil.

Salomea… ya no era ella.

Vivía, pero no vivía.

— Ven conmigo — dijo Oleg con voz seca, llevándolo hacia un BMW negro estacionado en la acera.

Dentro del coche, el chico comenzó a relatar.

Sobre un profesor retirado de Odesa que trabajaba en un método experimental para tratar traumas severos.

Sobre cómo Salomea había llegado allí, pero el tratamiento se detuvo por falta de fondos.

Sobre cómo el profesor creía que con dos meses más, podría devolverla por completo.

— ¿Y por qué vienes a mí? — preguntó Oleg.

— Porque la amo.

Y porque no tengo dinero.

Pero no puedo dejarla así.

Ella me salvó una vez, ahora es mi turno.

Oleg observó al joven con detenimiento.

Era sincero.

Lo sintió — no como hombre de negocios, sino como padre.

Dos días después, el profesor de Odesa tenía todo lo necesario.

Y dos meses después, Salomea levantó la mirada desde su cama blanca y sonrió.

Por primera vez en cinco años.

Oleg estaba en la esquina de la habitación, con las manos temblando.

— Papá… — susurró ella.

Y entonces, «el tiburón» comenzó a llorar.

En silencio.

El joven, parado junto a la puerta, sonrió.

Para él, la vida de Salomea valía más que cualquier contrato o ganancia.

Por primera vez, Kiev no parecía tan fría.

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