La joven lo observaba con recelo.
Sus ojos, de un azul intenso, recordaban mucho a los de Elena — la mujer que Viktor había perdido hace casi dos décadas en un accidente que le cambió la vida para siempre.
Sin pronunciar palabra, la chica se quitó con discreción el reloj de la muñeca y se lo ofreció, sin apartar la mirada de él ni un solo instante.
Viktor lo tomó con las manos temblorosas.
Lo giró lentamente.
En la parte posterior, la inscripción seguía intacta:
«Para Elena.
Con amor, V.»
Un golpe le atravesó el pecho, como un puñetazo directo al estómago.
Era ese reloj.
El mismo que le había regalado a Elena el día que le pidió matrimonio.
Después del accidente, ni la policía pudo recuperar las joyas; todo había desaparecido en el río.
— ¿De dónde sacaste este reloj? — preguntó con la voz apenas firme.
La chica vaciló.
— Fue de mi madre… Ella murió cuando yo tenía apenas tres años.
No recuerdo su rostro, solo sé que era cálida… y olía a lavanda.
Las piernas de Viktor flaquearon.
— ¿Cómo… cómo se llamaba?
— ¿Mi madre? — la chica levantó las cejas.
— Elena.
Elena Vladimirovna.
El mundo pareció detenerse.
El corazón de Viktor casi dejó de latir.
— ¿Y tu padre?
— No lo sé.
Nunca lo supe.
Mi madre me crió sola.
Murió de repente, y las vecinas me acogieron.
Me criaron en el pueblo.
Decían que yo era “la niña perdida de Elena de la ciudad”.
El silencio se adueñó del lugar.
El viento susurraba entre las ramas y, a lo lejos, un tren resonaba.
— ¿Cuántos años tienes? — preguntó Viktor, aunque ya conocía la respuesta.
— Diecinueve.
Justo diecinueve años desde la muerte de Elena.
Los números encajaban.
El dolor en el pecho se transformó en otra sensación: sorpresa, reconocimiento, esperanza teñida de miedo.
¿Y si… Elena no había muerto en el accidente? ¿Y si… había huido, asustada, ocultando un embarazo?
La chica lo miraba, cada vez más desconcertada.
— Señor… ¿está bien?
Viktor dio un paso hacia ella.
— Escúchame… es muy probable que yo sea… tu padre.
Los ojos de la chica se abrieron de par en par.
Retrocedió tambaleándose.
— ¿Qué?
— Ese reloj se lo di a tu madre.
La amé… y la perdí.
Pero si realmente eres su hija… entonces también eres mía.
Las lágrimas le brotaron.
El reloj cayó de las manos de la chica.
— Nunca supe… nadie me dijo…
— Yo tampoco — murmuró él.
— Pero ahora te encontré.
No es casualidad.
No puede serlo.
Sin decir más, la chica dio un paso adelante y lo abrazó.
Con brazos temblorosos.
Como un niño que por fin halla su lugar en el mundo.
Al borde de una carretera mojada, entre el humo de una parrilla, botellas de leche y fragmentos del pasado, un padre y su hija se reencontraron — tras casi veinte años de silencio, pérdida y anhelo.
Y Viktor, el cirujano que pensaba que la vida ya no le guardaba sorpresas, recibió el diagnóstico más importante: un corazón curado por el amor.
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