La madrastra empujó al niño al lago helado, pero antes de que se hundiera bajo el agua, logró decirle una última palabra.
❄️ Promesa de Invierno
Una fría tarde de invierno, el pueblo estaba tranquilo y cubierto de gris, como una manta de silencio. El lago estaba congelado, y hasta el viento parecía tener miedo de hacer un ruido. Cerca del borde del lago, entre arbustos sin hojas y rocas heladas, se encontraba una mujer alta y delgada vestida de negro. Su abrigo ondeaba al viento como un fantasma.
En sus brazos había un pequeño niño, de unos seis años. Llevaba una chaqueta vieja y temblaba—no solo por el frío, sino porque tenía miedo.
“No eres mi hijo de verdad,” dijo la madrastra fríamente. “Te he soportado suficiente tiempo. Siempre me observas, como si supieras secretos que no deberías.”
El niño no dijo nada. Sostenía con fuerza un pequeño conejo de madera—su último regalo de su verdadera madre, que había muerto hacía tres años. Era lo único que le quedaba para recordarla.
“Di gracias,” dijo la madrastra fríamente mientras caminaba hacia un agujero en el lago congelado.
El niño entendió lo que iba a suceder. Pero no gritó ni suplicó. Solo la miró con una mirada tranquila, sabia—demasiado sabia para alguien tan joven.
“Tú…” dijo suavemente pero con firmeza, “Nunca serás una madre.”
La mujer se estremeció. En sus ojos parecía haber algo antiguo y aterrador—algo más que solo un niño. Ella se quedó congelada de miedo. En ese momento, vio no a un niño pequeño, sino una fuerza poderosa bajo el hielo.
Era demasiado tarde.
Sus manos soltaron su agarre. El niño resbaló hacia el agua helada sin hacer ningún sonido. No hubo gritos, ni salpicaduras—solo pequeños círculos, luego silencio.
Ella se quedó inmóvil por un momento, luego giró y se alejó sin mirar atrás. No escuchó el crujido del hielo detrás de ella. No escuchó el susurro en el viento:
“Tú… nunca… serás… madre…”
Pasaron tres días, pero el cuerpo del niño nunca fue encontrado. El lago volvió a congelarse, como si quisiera olvidar lo que había sucedido.
Una semana después, comenzaron a ocurrir cosas extrañas en la casa. Por la noche, escuchaba el sonido de pies descalzos en el pasillo. Los juguetes caían sin razón. La puerta del cuarto del niño se abría lentamente.
Una mañana, encontró el conejo de madera en su cama—empapado.
Cada noche, el mismo susurro se acercaba más y más:
“Tú… nunca… serás… madre…”
Se puso pálida. Sus ojos se veían vacíos, y venas oscuras aparecieron debajo de su piel. El frío llenaba la casa como si estuviera vivo.
Intentó deshacerse del conejo. Lo quemó, lo rompió, lo dejó lejos—pero cada mañana, regresaba, mojado como si hubiera venido del fondo del lago.
Luego, él regresó. Primero como un susurro. Luego un aliento. Luego pasos. Después lo vio de pie en la puerta. Su cara. Sus ojos. Pero ya no era el niño—era algo mucho más viejo y más poderoso.
Intentó de todo: sacerdotes, brujas, velas, incienso—pero nada funcionó. Cuanto más resistía, más fuerte se volvía la maldición.
Una noche, despertó y sintió una mano helada agarrar su muñeca. No había nadie allí—pero quedó una marca: una pequeña huella de mano, tan fría que quemaba.
Aterrada, regresó al lago. El hielo se había congelado de nuevo, liso y tranquilo. Pero sabía que algo estaba allí.
“¿Qué quieres de mí?!” gritó en la oscuridad. “¡Por favor, déjame en paz! ¡Ya no aguanto más!”
Solo el viento le respondió.
Entonces, una voz habló justo detrás de ella.
“Sabías que no era solo un niño normal,” dijo. “Mamá solía decirme: ‘Si el mal alguna vez me hiere, regresaré’. Y ahora… he regresado.”
Ella se giró. Él estaba allí—empapado, con carámbanos colgando de su cabello, sosteniendo el conejo de madera. Sus ojos eran negros y vacíos, como agujeros sin fondo.
“No solo heriste a un niño,” susurró. “Despertaste algo que estaba dormido muy abajo…”
El hielo bajo sus pies comenzó a crujir.
“Por favor…” dijo, temblando. “Yo… yo…”
Nunca terminó de hablar. El hielo se rompió, y ella cayó al agua helada—igual que el niño. Pero esta vez, el agua no solo estaba fría—estaba viva y hambrienta. No la dejó ir.
Por la mañana, solo quedaba una cosa flotando en el agua…
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